Luis Rubio
Quizá no haya palabra más usada en el léxico político mexicano que la del «consenso». Todo mucho hace uso del vocablo y todo mundo afirma estar dedicado a la búsqueda del elusivo concepto, pero nadie hace mucho por alcanzarlo. La realidad es que se trata de una palabra que es saludable, atractiva y políticamente correcta y por ello un enorme número de actores políticos la abraza con entusiasmo, aunque no tengan ni el menor incentivo de procurarla. En estos momentos, lo común en la política mexicana parece ser el altruismo retórico a la hora de hablar, pero el radicalismo político a la hora de actuar. Es tiempo de cambiar los incentivos para que el consenso sobre lo básico (las reglas, la legitimidad de los actores, etc.) se torne posible y la política contribuya a resolver problemas en lugar de atizarlos.
En la actualidad, todo el sistema político está entrampado. Las iniciativas del presidente no prosperan y las preferencias de los partidos en el congreso se radicalizan,al grado de paralizar el proceso de toma de decisiones. Los gobernadores se sienten libres del yugo presidencial de antaño y recurren a medio inéditos (como plantones en el Zócalo) para avanzar sus respectivas agendas. Los antiguos instrumentos de negociación, comunicación e interacción política ya no operan y la complejidad de los procesos políticos se exacerba. Aunque confuso y problemático en distintos momentos, se trata de componentes naturales y normales, además de inevitables, de un proceso de cambio tan agudo y profundo como el provocado por el sismo político del 2000. Mucha gente preferiría que las viejas normas de acción y comportamiento político siguieran operando, pero la realidad es que la esencia de la política mexicana cambió de manera radical el dos de julio del 2000, razón por la cual nada será nunca igual. Lo que urge ahora es construir nuevos mecanismos de interacción política que permitan y faciliten el progreso de la sociedad mexicana.
Desafortunadamente, todo en la actualidad conspira en contra de la cooperación entre fuerzas políticas o poderes públicos. La construcción de consensos es deseable, pero éstos no surgen en un vacío. Es por eso que por cada intento de construcción de un consenso siempre hay más oportunidades perdidas. En su estado actual, la política mexicana no está funcionando como un medio para que la sociedad tome decisiones sobre su futuro, sobre la asignación de recursos (el presupuesto) o la distribución de las cargas y costos fiscales, sobre el régimen legal en materia indígena o la mejor manera de administrar los recursos nacionales (el petróleo), el abasto del fluido eléctrico y la infraestructura para el futuro. Lo que tenemos es un proceso de toma de decisiones que no avanza al ritmo que el país requiere para acelerar la tasa de crecimiento de la economía, del empleo y del ingreso.
Lo fácil es asignar culpas a los políticos sobre lo que funciona y no funciona en la sociedad mexicana. La realidad, sin embargo, es que no hay un responsable directo de la problemática que nos ha tocado vivir. Las elecciones del año 2000 modificaron la realidad política de raíz, y esto obliga a ajustar la estructura de la política mexicana. Antes existía un conjunto de incentivos que conducían a procesos de toma de decisiones relativamente eficientes. Muchas de las decisiones que de ahí surgían eran acertadas, en tanto que otras no, pero todas fueron producto de la estructura de relaciones políticas que entonces existía. Las elecciones del 2000 modificaron todo en la política mexicana, haciendo mucho más difícil el proceso de toma de decisiones; algo de esa dificultad debe ser bienvenido, pues la existencia de pesos y contrapesos -elementos clave de la transparencia- inevitablemente exige mayor complejidad y discusión pública. Pero lo que tenemos en este momento no es un saludable esquema de pesos y contrapesos, sino una lucha intestina por definir quién es dueño de qué en los procesos políticos.
Si uno analiza las discusiones que se han suscitado en los partidos y en el seno de las cámaras de diputados y senadores a lo largo de los últimos meses, lo que resulta obvio es que todos los partidos y legisladores quieren participar, quieren influir en la toma de decisiones y quieren llegar a acuerdos. En la práctica, sin embargo, la mayoría sólo está dispuesta a arribar a esos acuerdos si éstos se dan en sus propios términos –nada menos propicio a la construcción de consensos que requiere, ante todo, el reconocimiento de la legitimidad de todos y cada uno de los actores políticos. Nadie puede ignorar que, en este momento, una característica implícita de la política mexicana no es el consenso sino la antropofagia: muy pocos políticos o partidos reconocen a sus contrincantes como actores legítimos y los respetan como tales.
Una manera de explicar la problemática política actual es aludiendo a las características y capacidades de los actores involucrados en el proceso político y calificarlos de incompetentes e incapaces de arribar a decisiones congruentes para el desarrollo de México. Sin embargo, al margen de sus capacidades individuales, es evidente que el problema está en otro lado. Es evidente que más que un problema de individuos y sus capacidades, es un problema de la estructura en la que éstos operan.
Otra manera de analizar la misma problemática es observando la lógica y racionalidad del actuar de cada uno de los participantes en el proceso político. Visto de esta manera, el comportamiento de la mayor parte de los miembros tanto del ejecutivo como del legislativo resulta mucho más lógico y racional de lo que podría parecer a primera vista. Los legisladores antes decidían en consonancia con las preferencias del ejecutivo porque sus intereses y prioridades, tanto personales como partidistas, estaban alineadas con las del Presidente. Hoy en día, esa situación ha cambiado. En la actualidad, los diputados y senadores tienen más incentivos para buscar la luz pública y/o satisfacer las preferencias de sus líderes partidistas que para colaborar con el ejecutivo. Sus incentivos han cambiado y lo que están haciendo es ser congruentes con lo que más les conviene.
Puesto en otros términos, lo que la política mexicana requiere es un realineamiento de esos incentivos de manera que los actores políticos encuentren beneficios de cooperar a la vez que se ejercen contrapesos efectivos entre los poderes públicos. Lo anterior implica privilegiar valores como la transparencia y la apertura sobre la impunidad y los acuerdos por debajo de la mesa; la rendición de cuentas y la cercanía con los votantes; la discusión pública y la eficiencia en la toma de decisiones. Es decir, se requiere una revisión cabal de los incentivos que actualmente existen a fin de invertir la lógica actual de la política mexicana que tiende a combinar una variedad atroz de vicios, como la impunidad y la corrupción, la negociación obscura y la retórica vacía, la distancia respecto a los votantes y la parálisis legislativa.
La pregunta es cómo lograr ese giro en la estructura de incentivos. Parte de la respuesta yace sin duda en el fortalecimiento de las instituciones y poderes públicos, a fin de que cada uno cuente con una definición cabal y precisa de sus objetivos institucionales, así como la capacidad de avanzarlos y protegerlos puntualmente. El otro componente de la respuesta tiene que ver con los mecanismos específicos que permitan modificar los intereses clave que motivan el comportamiento de los individuos dentro de las estructuras institucionales. De entrada, hay dos principios elementales que deben guiar esta transformación: por un lado, la esencia misma de la separación de poderes reside en impedir que las autoridades, en cualquier lugar o nivel de gobierno, abusen o transgredan la ley. Por el otro, el funcionamiento de todo buen gobierno depende no de la motivación altruista de los políticos y funcionarios públicos, sino de que sus ambiciones e intereses estén institucionalmente vinculados con su puesto, de tal suerte que cuando un individuo defienda sus intereses personales, también esté avanzando los intereses de su oficina. Aunque obvio en concepto, se trata de un principio del que adolece nuestro sistema político.
A la fecha, el país ha experimentado dos cambios estructurales fundamentales en el ámbito político, pero se ha quedado estancado en el camino, sobre todo a la luz de la nueva realidad política. Uno de esos cambios es la reforma electoral que ha garantizado procesos electorales limpios; el otro, el surgimiento de una Corte Suprema independiente, capaz de romper los empates entre los otros dos poderes públicos. Se trata de dos cambios necesarios, pero insuficientes. Las elecciones son un mecanismo para elegir a gobernantes, pero no para impedir el abuso de poder. Por su parte, la Suprema Corte tiene facultades e instrumentos para dirimir controversias entre poderes, no así para proteger a los ciudadanos del abuso de autoridad. Lo que falta entonces es la estructuración de pesos y contrapesos a todos los niveles de gobierno y mecanismos que garanticen el respeto a los derechos de los ciudadanos. Las instituciones existen, pero sus responsabilidades con frecuencia se traslapan y los políticos no cuentan con incentivos para hacerlas funcionar adecuadamente.
Lo que se requiere es una gran reingeniería política. Desde luego, la pregunta obvia es por qué habría de avanzarse en este frente si la parálisis ha sido la constante en los últimos meses. La única respuesta posible es porque conviene a todos los actores políticos. La ineficacia de los últimos meses está generándoles costos que no pueden ignorar. Esto debe ser un aliciente poderoso para que converjan alrededor de un pacto político de respeto y reconocimiento mutuo a fin de que el debate actual, sobre la legitimidad de los diversos actores políticos, quede enterrado para siempre. Sólo así será posible empezar a construir lo que hace falta. Sin duda, se trata de un enorme reto que demanda del ejercicio de un gran liderazgo político. La pregunta es si nuestros políticos están a la altura de ese reto.