Hacia la colombianización

Luis Rubio

Los mexicanos tendemos a asociar Colombia con drogas y casi siempre rechazamos cualquier parecido. Se dice que allá tienen un problema más severo porque son productores y eso implica que todo mundo está involucrado. Aquí, en cambio, el problema es menor porque México es sólo un punto de tránsito. Allá las guerrillas y el narcotráfico se han apropiado de un inmenso territorio, en tanto que aquí, los narcotraficantes apenas se notan y los brotes guerrilleros están muy acotados. Nuestra apreciación puede ser correcta o falsa, pero lo que no se puede negar es que México comienza a padecer muchos de los problemas que han consumido a la nación sudamericana en temas como los secuestros, la criminalidad y la inseguridad. La pregunta es si también comenzaremos a padecer las consecuencias económicas de estos males.

Colombia es una nación frecuentemente identificada con las drogas, pero no siempre se reconocen los costos económicos de esa situación. La violencia y criminalidad han llegado a tal punto, que han hecho inviable a la economía de aquel país. Empresarios, inversionistas y profesionales en general han optado por emigrar a otras latitudes en búsqueda de un entorno menos violento para trabajar y vivir, dejando al país con un horizonte económico desolador. La inversión, y sus consecuencias en la creación de empleos, brillan por su ausencia. La situación en México fácilmente podría acabar de manera similar. Basta observar el número de mexicanos que emigran a Vancouver y Nueva York, Miami y San Diego, entre otras ciudades, para comenzar a preocuparse sobre los riesgos que entraña la inacción gubernamental – federal y local- en materia de seguridad.

Es raro el mexicano que no haya sido víctima, de manera directa o indirecta, de la inseguridad que reina en las calles de la ciudad de México, en las principales carreteras del país y en un sinnúmero de ciudades medias a lo largo y ancho del territorio nacional. Todos conocemos a personas que han sido robadas, agredidas, secuestradas o asesinadas. Y las autoridades brillan por su ausencia, a pesar de que existen procuradurías y direcciones de seguridad pública, secretarías responsables de la materia y grupos especiales de atención a crímenes de esta naturaleza. Ante la ineficacia gubernamental, el país se consume poco a poco en una ola de inseguridad que no se detiene y que erosiona la certidumbre de empresarios y profesionales, sin los cuales la economía tarde o temprano dejará de tener viabilidad.

Los primeros grandes secuestros, como en Colombia, estuvieron relacionados con grandes empresarios. Poco a poco, sin embargo, los grupos afectados empezaron a tener los más variados orígenes y actividades. Hoy en día, por ejemplo, ya no es raro el artículo periodístico que relata el secuestro de una persona que vive del oficio de escribir y nada más. El punto es que la inseguridad afecta a todos y erosiona la legitimidad del gobierno de una manera incontenible.

La inseguridad pública puede o no estar relacionada con el narcotráfico. Todo sugiere que ese es el caso en Colombia. Aunque México también padece el fenómeno del narcotráfico, su naturaleza es estructuralmente distinta a la colombiana; quizá más importante, la inseguridad pública que se padece en localidades como la ciudad de México probablemente tenga una referente más directo con el colapso del viejo sistema político de control que con el narcotráfico mismo. Con todo, cualquiera que sea la causa directa de la inseguridad, sus consecuencias económicas y sociales podrían acabar siendo muy similares a las de aquel país.

Los gobiernos federal y locales se echan la bolita en el tema de la inseguridad pública de una manera cada vez más vergonzosa. Los primeros afirman que se trata de delitos del orden común y que, por lo tanto, la jurisdicción es estatal y local; los segundos aseguran que sólo el gobierno federal tiene la capacidad de enfrentar el reto de fondo que plantea la criminalidad. Mientras esas discusiones prosiguen, la ciudadanía padece el problema. Mientras se determina la jurisdicción, los criminales, muchos de ellos empleados del gobierno federal y local o solapados y protegidos por aquéllos, hacen de las suyas como si no existiera autoridad.

Por su parte, los gobiernos siguen paralizados en el tema del diagnóstico: no han logrado siquiera determinar las causas de la criminalidad. ¿Por qué surgió en los últimos años y no antes? ¿Qué pasaba en la era de oro priísta en que los índices de criminalidad eran irrisorios? Más allá de las posibles respuestas a estas preguntas, el hecho es que la criminalidad existe, carcome a la sociedad y erosiona la legitimidad gubernamental sin que nada ni nadie la amedrente o la detenga. Algunos representantes del gobierno tienen grandes hipótesis sobre las causas, pero prácticamente ninguno actúa. La sociedad ha acabado siendo rehén de los criminales. En la medida en que esto prosiga, el gobierno no tardará en acabar siendo suyo.

Los problemas de Colombia tal vez comenzaron con las drogas. Luego siguieron las guerrillas, los secuestros y la criminalidad en general. Una vez que los problemas de seguridad comenzaron, éstos ya nunca se detuvieron. El gobierno colombiano fue cediendo terreno poco a poco, al grado en que acabó perdiendo control sobre enormes porciones de su territorio y, en general, sobre el país. Ese escenario, que sin duda obedeció a una problemática particular, ya no es algo que se pueda excluir de nuestra realidad. Y mientras más tarden las autoridades tanto federales como locales en reconocerlo, peores serán las consecuencias.

El deterioro en Colombia comenzó hace un par de décadas. A partir de entonces, las primeras víctimas de la violencia y los secuestros comenzaron a emigrar a otras latitudes. En la medida en que los criminales avanzaban y las autoridades se retraían, la emigración aumentó. Poco a poco, Colombia se fue quedando sin empresarios, sin inversionistas, sin profesionales y, veinte años después, sin viabilidad económica. La verdadera pregunta es qué tan lejos nos encontramos de esa realidad.

Si uno observa las estadísticas de inversión, todo indica que el efecto de la criminalidad en este rubro sigue siendo relativamente pequeño. Aunque es difícil determinar qué tanta inversión ha dejado de materializarse por esa razón, existe mucha evidencia anecdótica que muestra que diversas empresas e inversionistas han optado por destinos menos riesgosos para sus recursos, empleados y colaboradores. Muchos mexicanos han optado por transferir a sus familias a otros lugares, manteniendo sus empresas y actividades en el país.

Sin embargo, es evidente que esos esquemas no son sostenibles en el largo plazo. Como lo demuestra el caso de innumerables empresarios colombianos en los ochenta, tarde o temprano se encuentran esquemas en los que familia, las inversiones y la actividad laboral pueden volverse a reunir. Tarde o temprano la actividad económica en México comenzará a sufrir por la incapacidad e incompetencia de las autoridades responsables de la seguridad pública.

Lo inexplicable del asunto no es el hecho mismo de la criminalidad. Lo inaudito es la absoluta indisposición de las autoridades competentes de hacerse cargo del problema. Algunas se encuentran tan abrumadas que han dejado de ser capaces hasta de entender el problema. Otras han optado por endilgar el muerto a otros niveles de gobierno. El hecho es que el país se consume en la criminalidad y nadie hace nada al respecto. Las encuestas muestran que los mexicanos, ricos y pobres, ubican a la criminalidad como el principal problema del país. Si éste fuese un país verdaderamente democrático, hace tiempo que las autoridades competentes habrían sido removidas.

La criminalidad de hoy puede tener alguna vinculación con el narcotráfico, pero el verdadero origen está más relacionado con el fin del sistema de control priísta. Esos controles no tenían nada de institucional ni de civilizado, pero eran muy efectivos. Igual que se controlaba a los campesinos o a los empresarios, también se ejercía un control férreo sobre los policías y criminales. El sistema priísta nunca desarrolló policías profesionales, pero, en sus años de oro, logró el objetivo de mantener a la sociedad libre de extremos de violencia y criminalidad. Ahora, esa falta de profesionalización se ha vuelto contra la sociedad y el gobierno. Ciertamente, no se puede culpar a los gobiernos actuales de todos los niveles, y menos a los que no provienen del PRI, de las causas de la criminalidad. Pero eso no les exime de su función primordial: aquí, como en cualquier otro lugar, el gobierno es el responsable último de la seguridad de los habitantes de una jurisdicción, sea ésta local, estatal o nacional. Si uno acepta el hecho de que el gobierno se caracteriza por el monopolio de la violencia, los niveles de violencia y criminalidad que se registran en el país hacen cada vez más difícil saber dónde reside realmente la autoridad.

Las causas de la criminalidad no son atribuibles al gobierno federal actual o a los gobiernos de los diferentes estados. Pero ese no es pretexto para no hacer nada. Además de que se trata de una responsabilidad a la que un gobierno no puede renunciar, también es la principal encomienda ciudadana. Los riesgos de no actuar de una manera decisiva están a la vista y las consecuencias potenciales son, en el largo plazo, aterradoras. Lo imperativo es que los gobiernos se pongan a trabajar en un ámbito que puede acabar siendo el más decisivo en su desempeño. Nada destruye más a una sociedad que la inseguridad. Y la mexicana de hoy es una sociedad que se siente acosada. Sus decisiones comienzan a reflejar desesperación. ¿Queremos acabar con una economía paralizada y sin viabilidad como desafortunadamente es la colombiana en la actualidad?