Luis Rubio
Nadie en su sano juicio puede dudar de la enorme complejidad del sistema político mexicano. Desde su concepción e integración, la naturaleza del sistema fue rebuscada, con frecuencia obtusa y siempre compleja. Se trataba de integrar grupos y personas disímbolas en estructuras diseñadas para mantener el control y evitar el conflicto. El objetivo central era alcanzar y mantener la estabilidad política después de la justa revolucionaria, así como crear las condiciones propicias para el crecimiento y desarrollo económico y social. Todo era complejo y esa complejidad fue siempre onerosa. Ahora que el sistema ha comenzado a transformarse como resultado de la derrota del PRI en el 2000, la pregunta es si las respuestas a los nuevos problemas deberán ser igual de complejas y rebuscadas.
El problema no es pequeño. El viejo sistema se construyó para consolidar la paz postrevolucionaria a partir de la integración de grupos de toda índole en el sistema político. En un principio, la estructura que diseñó Plutarco Elías Calles buscó incorporar exclusivamente a los líderes de las facciones y grupos que habían surgido luego del fin de la guerra armada. De esta manera, reunió en una sola institución a las cabezas de partidos, milicias, ejércitos, sindicatos y demás. Su objetivo era sumarlos a todos alrededor de un conjunto de reglas que abrían cauces institucionales -ya no violentos- a la disputa por el poder. Para lograr ese propósito, con el recién creado «sistema» se fueron diseñando diversas «zanahorias» que servirían de acicate para que todos los integrantes de la nueva organización, a la sazón conocida como Partido Nacional Revolucionario, se mantuvieran adentro y leales al sistema y al «jefe máximo». Esas zanahorias, que incluían la posibilidad de acceso al poder y a la corrupción, se constituyeron en los dos incentivos más poderosos para el fortalecimiento constante del sistema y de su jefe en turno.
Algunos años más tarde el PNR se transformaría en el Partido de la Revolución Mexicana. La principal diferencia entre ambas organizaciones fue que la segunda integró en su seno a nuevas organizaciones, todas ellas orientadas al mismo propósito, el control. Los llamados «sectores», que en un primer momento fueron cuatro -campesino, obrero, popular y militar-, integrarían a las principales organizaciones y grupos que entonces existían en la sociedad mexicana dentro de estancos diseñados para mantener el control político de una manera dinámica. La idea era incorporar al partido a las organizaciones cuyos líderes integraban el antiguo PNR, además de a todas aquéllas que habían quedado fuera del primer esquema. Se trataba de un modelo que no sólo perseguía el control de arriba hacia abajo, sino que también servía como mecanismo de transmisión de demandas. Algunas de éstas eran resueltas favorablemente, en tanto que otras eran desechadas. Al final, todo estaba estructurado de manera que se mantuviera el control, incluso de la oposición. O, como dijera don Jesús Reyes Heroles, uno de los pensadores más inteligentes del sistema, «todo lo que resiste apoya».
La complejidad del sistema era inmensa, pero también su éxito. En el seno del partido se llegaría a integrar lo dispar y los inincorporable: igual a las bases de apoyo que a las de oposición, a los disidentes y a los enemigos. El sistema creó estructuras paralelas y sobrepuestas; algunas similares entre sí, en tanto que otras absolutamente diferentes. El propósito era uno, el control, y los medios todos. No había nada que no pudiese ser integrable o incorporable. En ocasiones, la incorporación de organizaciones al partido ocurría sin que hubiera una integración formal: muchas de las entidades y organismos que se llamaban independientes, por ejemplo, fueron producto del sistema o incluían a individuos que actuaban, en un concepto prototípico del sistema priísta, como «bisagra» entre ambos. Cada paso en el sistema servía para elevar la complejidad un grado más. Al describir a la Unión Soviética, Winston Churchill utilizó, muy en su estilo, una caracterización que es igualmente aplicable al sistema postrevolucionario mexicano: «un misterio envuelto en un acertijo dentro de un enigma». Difícil encontrar algo más complicado.
La complejidad era una manera peculiar de ser, sobre todo por la enorme simplicidad relativa de la estructura del poder en el país. El sistema de control era complejo, pero la estructura del poder sumamente simple: el presidente mandaba, valiéndose de las estructuras partidistas. Desde luego, ese poder no era omnímodo ni absoluto, pues se fundamentaba en un principio de reciprocidad, en el que los integrantes del sistema esperaban acceso al poder y beneficios diversos a cambio de su disciplina y cooperación. En este sentido, lo complejo se hallaba en la estructura de control, que tenía que recurrir a toda esa colección de instituciones y organizaciones para dar cabida a una gran diversidad de grupos e intereses con objetivos contrastantes y, con frecuencia, también competitivos y excluyentes. Visto desde arriba o desde afuera, el sistema era un modelo de simplicidad; visto desde abajo el sistema era el mecanismo de participación y control más impenetrable y arcaico que el ser humano pudiera imaginar.
El epítome del sistema, las «reglas no escritas», permite vislumbrar las dos caras de la moneda: su extraordinaria simplicidad y su enorme complejidad. Para el de arriba, la simplicidad era obvia, pues no tenía más que hacer sentir la regla del día para que ésta fuera acatada sin chistar. Para el de abajo, no había nada más complejo que tratar de descifrar el significado de esa regla para después articularla en su discurso y defensa a ultranza, como si se tratara de la verdad absoluta. Hasta que le cambiaran la jugada. Con esta realidad no es casual que el discurso y la retórica priísta fuese (y con frecuencia siga siendo) arcaico, rebuscado y muchas veces ininteligible, además de contradictorio.
El triunfo de Vicente Fox cambió la realidad del poder en México de la noche a la mañana. El poder ha cambiado, el discurso es otro, la realidad es totalmente distinta. Pero muchos de los problemas siguen ahí. La pregunta es cómo responder a ellos.
En el plano de lo cotidiano, el gobierno ha ido respondiendo a la cambiante realidad de una manera pragmática, negociando con todos los integrantes de los poderes públicos, así como con los poderes «reales», muchos de ellos producto precisamente de esas estructuras arcaicas que el PRI fue construyendo a su paso. Hasta la fecha, ese estilo de administración política ha permitido mantener el barco a flote, sacar las iniciativas de ley más apremiantes y evitar una conflagración política cada que ocurre una crisis aquí o allá. Como versa el dicho, el gobierno ha estado jugando con la baraja que le tocó jugar y no con la que hubiera preferido hacerlo. Tarde o temprano, sin embargo, será necesario comenzar a replantear la estructura institucional del sistema para hacerlo funcional en esta nueva etapa del desarrollo político del país.
Para nadie es secreto que la interacción entre los distintos poderes públicos ha sido sumamente difícil, intrincada y, en buena medida, ineficiente. Luego de décadas caracterizadas por un legislativo inusualmente dócil, los últimos años han sido extraordinariamente difíciles. El hecho de que el legislativo represente un contrapeso al ejecutivo constituye un avance fundamental en el desarrollo político del país, incluso si esto implica una enorme ineficiencia. A final de cuentas, el pasado nunca fue mejor porque así como el legislativo era eficiente para pronunciarse a favor de las preferencias del ejecutivo, era igual de permisivo para autorizar sus excesos, abusos y corruptelas. Lo que procede entonces no es tomar al pasado como referencia sino iniciar un replanteamiento de las estructuras institucionales del poder a fin de que se consoliden esos pesos y contrapesos, al tiempo en que se crean los mecanismos y las instituciones que hagan posible un proceso legislativo eficiente y productivo. Lo mismo se podría decir del poder judicial, así como de innumerables instituciones y organizaciones que le siguen confiriendo un enorme poder a grupos e individuos que no necesariamente tiene referente en la sociedad o en la economía, sino en la complejidad del viejo sistema y en los beneficios que de éste siguen derivando.
Hay dos maneras de concebir la reconfiguración del poder en el país: la simple y la compleja. La mayor parte de los priístas parte del principio de que el sistema es tan extraordinariamente complejo, que no hay soluciones simples a la reorganización del poder. A final de cuentas, casi todos ellos son producto de la visión «desde abajo», la perspectiva de quienes operaban dentro de la complejidad de las viejas estructuras del poder del sistema y quienes tenían que adivinar e interpretar las reglas no escritas de tal manera que no cometieran un error garrafal. Para los priístas, y algunos miembros del PRD provenientes de la misma cuna, no hay respuestas fáciles a la problemática del poder en el país. Esa perspectiva, honesta en la mayoría de los casos, también esconde un interés por no cambiar lo existente, por no alterar o minar las estructuras del poder de antaño.
La otra visión, la de quienes no fueron parte del sistema, es una en la que el país no requiere soluciones complejas e intrincadas a la problemática existente, sino cambios radicales en la estructura de los incentivos que animan el actuar, proceder y modo de decidir de los políticos. En lugar de soluciones elaboradas, se requieren nuevas instituciones, en lugar de un congreso que no le rinde cuentas a nadie, legisladores que no pueden perder de vista el interés de los votantes ni por un minuto; en lugar de un poder judicial en su torre de marfil, justicia expedita y accesible para todos y una apertura informativa cabal. En suma, un sistema que coloca al ciudadano por encima de los intereses de grupo. En la democracia, decía Louis Brandeis, un juez de la Suprema Corte estadounidense, la oficina más importante es la del ciudadano.