Luis Rubio
La guerra contra el terrorismo que Washington se vio obligado a emprender a raíz de los ataques del once de septiembre, ha cambiado la realidad geopolítica del mundo. La lógica de las relaciones internacionales que había surgido de los escombros del fin de la guerra fría le había conferido a Estados Unidos una preeminencia de tal magnitud que virtualmente todas las naciones tenían que actuar dentro de los parámetros que establecía la orquesta norteamericana.
Lo anterior no indica, por supuesto, que todas las naciones aprobaran esta realidad o que la siguieran al pie de la letra – como bien evidencia el caso del avión espía que fue detenido por el gobierno Chino hace un año-, pero nadie podía ignorar o negar la existencia de una potencia hegemónica en el mundo. Si bien ese hecho no ha cambiado, los criterios de acción de Washington sí se han transformado radicalmente y eso abre un sinnúmero de oportunidades -pero también nuevas fuentes de complejidad- para las relaciones internacionales. Las oportunidades para México son enormes y para el presidente Fox lo son todavía más.
A lo largo de su historia, Estados Unidos ha sido una nación caracterizada por su aislacionismo en materia de política exterior. Sin embargo, esa propensión al aislacionismo vino acompañada por un profundo debate sobre los criterios que debía seguir su política exterior. Si bien la definición de su interés nacional nunca fue objeto de grandes disputas, la naturaleza de las políticas que permitirían mantenerlo y avanzarlo ha sido el corazón de un intrincado debate a lo largo de toda su vida independiente. Los llamados realistas siempre abogaron por una definición geopolítica del interés nacional y, en función de ello, de una política exterior orientada a hacer valer ese interés con todos los medios a su alcance, incluyendo, por supuesto, los militares.
Por otro lado, la escuela de los llamados idealistas siempre abogó por una política de promoción de los valores que animaron, desde su creación, a la sociedad norteamericana. Para ellos era preferible una estrategia basada en la promoción de los derechos humanos y en la articulación de alianzas y relaciones entre naciones a partir de este concepto. Si bien los debates entre ambas líneas de pensamiento llevan doscientos años de vida, la guerra fría y su lógica de confrontación acabó por silenciarlos temporalmente. Sin embargo, a partir del fin de la guerra de Vietnam y, sobre todo, con el desmantelamiento de la Unión Soviética, el debate renació, confiriéndole el liderazgo a los promotores de la visión más ideológica y menos pragmática de la política exterior.
De esta manera, por al menos dos décadas, la lógica de la política exterior estadounidense estuvo fuertemente dominada por temas de derechos humanos, de protección del ambiente, de los derechos laborales y así sucesivamente. Las disputas en torno a la aprobación del TLC norteamericano fueron un primer anuncio de cómo se estaba transformando el establishment de ese país, algo que prácticamente nadie anticipó cuando en un inicio se planteó la negociación. Un ejemplo mucho más complejo del mismo hecho se puede apreciar en las negociaciones anuales por las que tenía que atravesar la aprobación de la cláusula de Nación Más Favorecida para China, donde el tema de los derechos humanos, más que la importancia geopolítica de esa potencia asiática, dominaba la discusión.
El hecho es que, a partir del fin de la Unión Soviética, la política exterior norteamericana estuvo dominada por esa agenda y la actitud estadounidense era hegemónica al respecto. Como gran potencia, Estados Unidos velaba por esos temas como asunto central de su interés nacional y juzgaba todas sus interacciones en el planeta, y las de todas las demás naciones, a la luz de esos criterios.
El once de septiembre acabó con toda esa lógica, con la misma celeridad con que se derrumbaron las torres gemelas de Nueva York. A partir de entonces, la política exterior norteamericana ha sufrido una verdadera convulsión. El tema del terrorismo se ha convertido en el concepto central, en la piedra de toque de la política exterior y todas las relaciones y alianzas en el mundo internacional giran en torno a ello. Las acciones de cada nación en lo individual han dejado de ser el foco de preocupación estadounidense: lo que ahora importa es que se mantengan alineadas en el tema central, el terrorismo. Esta nueva racionalidad explica el cambio de actitud norteamericana en una gran multiplicidad de temas, regiones y países: desde las pretensiones de China de desempeñarse como una potencia regional – objetivo hasta entonces disputado por Estados Unidos-, hasta el acercamiento con naciones como Rusia o el intercambio de información con países que, en la lógica anterior, no eran más que meros parias del mundo civilizado, como Sudán. El hecho es que la agenda de Washington se ha invertido de la noche a la mañana.
Los principios que durante muchos años parecieron inamovibles ahora han dejado de ser fundamentales. El maniqueísmo imperante en la guerra fría, cuando había un enemigo evidente, fácil de identificar y anticipar, perdió intensidad a partir de la caída del muro de Berlín, pero siguió estando presente. La guerra fría hizo fácil determinar quién era un amigo y quién un enemigo de cada uno de los contendientes. Con el fin de esa disputa, el maniqueísmo persistió, pero su legitimidad comenzó a desmoronarse. Si bien siguió habiendo enemigos de la principal potencia del mundo, muchos de ellos quizá de alta peligrosidad, su importancia era sensiblemente distinta a la que representó la URSS. Los nuevos enemigos, los líderes tildados por Washington como «maleantes bribones» (o, en su acepción inglesa, rogue leaders), como Kim Jong Il en Corea del Norte o Saddam Hussein en Irak, se convirtieron en nuevos desafíos, cualitativamente distintos a los anteriores, pero no por ello menos importantes desde la perspectiva norteamericana. Fue bajo esta lógica que Washington disputaba de manera sistemática los despliegues chinos en su afán por convertirse en una nueva potencia regional o, incluso, los de algunos de sus aliados como Japón y Alemania.
Todo lo anterior se vino abajo en septiembre pasado. La lucha contra el terrorismo ha impreso a la política exterior norteamericana una complejidad muy distinta a la que imperaba hasta entonces. Para comenzar, el enemigo ya no es uno o varios estados nacionales, sino grupos transnacionales que tienen capacidad de acción fuera del alcance de cualquier nación en lo individual. Lo anterior ha llevado a Estados Unidos a definir una nueva prioridad por encima de todas las anteriores: acabar con el terrorismo. En la práctica, esto ha entrañado la construcción de una coalición integrada por una diversidad de naciones nunca antes vista, incluyendo naciones del antiguo bloque soviético, países árabes, enemigos históricos (como China y Rusia), países que se encuentran confrontados (como India y Pakistán) y también naciones que hasta hace poco eran consideradas parte de los estados «bribones», como Sudán.
El cambio de prioridades implica que ahora Washington da supremacía a los temas relacionados con el terrorismo, fundamentalmente abandonando en el camino toda pretensión de entrometerse en los asuntos de menor relevancia en el nuevo contexto, como pueden ser los intereses regionales de cada uno de los integrantes de la coalición. Puesto en otros términos, Washington ha optado por abandonar todo su diseño estratégico de la última década para substituirlo por una determinación absoluta de combatir y vencer al terrorismo y pagar a los aliados por su colaboración.
Las implicaciones de este monumental viraje son extraordinarias para todos los países del mundo, incluyendo por supuesto a México. Estados Unidos tiene una nueva preocupación central que es la del terrorismo. En la medida en que nuestro país comprenda, asimile y coopere activamente en ese nuevo interés medular de nuestros vecinos, la posibilidad de explorar y perseguir otras opciones será también enorme, tanto en lo que a la propia relación se refiere (en temas como el de la migración) como en el resto de nuestras relaciones bilterales o multilaterales.
Para el presidente Fox esta nueva realidad representa una oportunidad extraordinaria si decide aprovecharla. Oportunidad por dos razones principales: primero, porque le regala un nuevo instrumento, una justificación y un sentido de urgencia para atender los reclamos de una gran parte de quienes votaron por él. Es decir, en la medida en que para Washington lo central sea combatir el terrorismo y todas las circunstancias que lo alimentan -como el desorden, la impunidad, la criminalidad y la corrupción- Fox no tiene otra más que abocarse a atender esos temas sin pausa. Las consecuencias de no hacerlo serían catastróficas en el ámbito tanto interno como bilateral. A un año de haber asumido la presidencia y con relativamente pocos logros que mostrar, esta circunstancia le ofrece una oportunidad extraordinariamente poderosa para retomar el liderazgo en algunos de los temas que fueron el corazón de su campaña y de su inusitada victoria. También para atacar intereses profundamente arraigados que, en la nueva lógica, ya no pueden ser solapados. La razón de lo anterior es muy simple: el riesgo de no actuar en estos temas podría implicar un conflicto con Estados Unidos que sería intolerable para el país.
La otra razón por la que se trata de una extraordinaria oportunidad reside en que, de satisfacerse la primera condición, es decir, de combatirse decididamente al terrorismo y sus causas en el interior del país, México puede llevar a cabo un gran despliegue en su política exterior, dándole al presidente Fox la posibilidad de consagrar y proyectar la estatura que le dio su triunfo en el 2000 hacia el ámbito internacional. A diferencia de hace algunos años, por razones inesperadas, hoy existe la posibilidad de avanzar una agenda internacional mucho más ambiciosa. Pero lo que no se puede olvidar es que esa dimensión sólo será viable en la medida en que también se avance la agenda anti-terrorista.