Reformas e intereses

Luis Rubio

Dos ideas, en buena medida contradictorias, dominan el discurso político en el país: la idea de cambiar y reformar y la del consenso. En un mundo ideal, todo cambio o reforma se llevaría a cabo por consenso, pero en el mundo de la política esto es una quimera. La razón de ello no es particularmente difícil de dilucidar: toda reforma implica la afectación de un interés. En este sentido, lo crucial para el país no reside en que se logre todo por consenso, algo imposible, sino que existan los mecanismos que garanticen la discusión abierta de los temas y las reformas propuestas y su aprobación a través de procedimientos que, por su naturaleza, no sean disputables. La idea misma de la democracia es precisamente esa: el voto –de los ciudadanos en las urnas y de sus representantes en el Congreso– constituye un mecanismo de decisión legítimo y no sujeto a discusión.

La noción de reformar, aunque frecuente en el discurso político en los últimos años, no es nueva. A diferencia de la idea de una revolución, la noción de reformar implica un proceso gradual de cambio dentro del marco institucional. Así como hay enemigos para los cambios revolucionarios, también los hay para las reformas, pero en cada caso se expresan de manera distinta. Las revoluciones se deciden, literalmente, en el campo de batalla. Las reformas se materializan en los procesos legislativos y administrativos de los gobiernos. Quienes se oponen a una determinada reforma expresan sus puntos de vista a través de los medios y directamente con los responsables de las decisiones en el Congreso y la administración pública, según sea el caso. Lo que la incipiente democracia mexicana ofrece es la posibilidad de que las decisiones sean abiertas y transparentes. Pero eso nada tiene que ver con los ganadores y perdedores en cada uno de los casos.

La nueva realidad política obliga a un replanteamiento tanto de las reformas que el país necesita como de la manera en que éstas deben ser promovidas por el ejecutivo o el legislativo. Hasta hace unos cuantos años, todo lo que se requería era la decisión presidencial para que las reformas se instrumentaran. En algunos casos, las reformas se tradujeron en extraordinarios beneficios para la mayoría de los mexicanos, como lo ejemplifica TLC norteamericano. En otros, sin embargo, las reformas emprendidas resultaron erradas en su concepción o en su instrumentación, como bien lo muestra un buen número de privatizaciones. No hay manera de garantizar que una reforma resulte exitosa, pero no cabe la menor duda que un procedimiento transparente de decisión en el que las diversas partes e intereses puedan presentar sus preferencias y posturas ofrece la posibilidad de disminuir los riesgos.

Nuestro problema es que no contamos con un procedimiento de decisión efectivo que permita procesar todas esas preferencias en las reformas que se pretende avanzar. El poder ejecutivo ya no puede decidir por todos e imponer sus preferencias sin discusión alguna y el poder legislativo no le rinde cuentas a nadie. El resultado es que no tenemos procedimientos eficaces de decisión, justo en el momento en que la agenda de reformas propuestas y pendientes crece como la espuma. El presidente se dirige a la población logrando, en muchos casos, el apoyo popular, mismo que no puede traducir en votos legislativos. El Congreso, por su parte, ha avanzado la agenda legislativa siguiendo su mejor juicio: en algunos casos atendiendo a quienes más han presionado y en otros ignorando absolutamente las presiones. Su pretensión de autonomía es loable, pero poco conducente a un mejor proceso de toma de decisiones que es, en esencia, el propósito de la división de poderes.

La agenda de reformas crece por dos razones fundamentales: por un lado, el mundo se transforma de manera vertiginosa y eso obliga a que nos adecuemos a una realidad dinámica y cambiante. Un ejemplo dice más que mil palabras: el Código de Comercio, como muchos otros que norman la actividad económica, data de principios del siglo pasado, cuando no del anterior. Lo mismo se puede decir del sistema político: las reglas e instituciones que resultaron efectivas en el pasado para procesar conflictos y tomar decisiones, han dejado de ser operativas en el presente. La actualización de las normas se torna en algo necesario cada vez que la realidad deja de corresponder con los supuestos implícitos que les dieron vida o razón de ser.

Pero la agenda de reformas –y su urgencia– también crece porque la situación actual no es sostenible en diversos ámbitos (inversión, infraestructura, relaciones entre el ejecutivo y el legislativo, etcétera), además de que entraña una fuerte propensión a la parálisis en decisiones clave.

Las reformas que el país requiere se inscriben en diversos rubros, pero lo crucial es su componente sustantivo, más que el técnico. Lo central es que las reformas se aprueben con el apoyo legislativo más amplio posible, sin que el consenso sea el objetivo. Adicionalmente, se requiere de una racionalidad distinta en la articulación y presentación de las reformas, toda vez que éstas requieren, no sólo la anuencia, sino la participación activa de la sociedad en el proceso político de discusión y aprobación.

La agenda pendiente de reformas abarca temas tanto políticos como económicos. Por el lado político, lo imperativo es consolidar los procesos de decisión en la nueva etapa política del país. Ello requiere acciones en temas tan diversos como los siguientes: a) la reelección de los miembros del poder legislativo a fin de que se haga efectiva la rendición de cuentas. Este tema enfrentará serios problemas, toda vez que, para ser efectivo, implicaría la desaparición de los diputados de representación proporcional. Su permanencia distorsionaría los mecanismos de rendición de cuentas que se pretende fortalecer con esta reforma; b) la consolidación de las instituciones electorales, tanto el IFE como el Tribunal Electoral. Este tema es por demás controvertido, pues cada partido quiere modificar el esquema prevaleciente según le ha ido en la feria; c) el poder judicial todavía padece de extraordinarias debilidades en su propósito medular de brindar justicia expedita. Si bien la Suprema Corte de Justicia se ha transformado y adecuado a los más altos estándares internacionales, no ocurre lo mismo en los niveles que afectan al ciudadano común y corriente; y d) el acceso a la información, que es la mayor revolución potencial que el país tiene en puerta, toda vez que la apertura de la información gubernamental implica un cambio brutal en la relación ciudadano-gobernante. La agenda política de reforma no se acaba en estos temas, pero cada uno de ellos es explosivo en sí mismo.

La agenda de reformas en materia económica no es menos importante y significativa. Por una parte se encuentran todos los temas que tienen que ver con la posibilidad de generar tasas de crecimiento elevadas y, por la otra, con la capacidad de acceso del ciudadano a la vida económica. Entre las primeras se pueden enumerar las siguientes: a) la reforma fiscal, cuyo propósito central tiene que ser el despetrolizar las finanzas públicas y conferir estabilidad a la economía. Por supuesto, cualquier reforma fiscal implica afectar la bolsa de mucha gente, pero también implica disminuir la inflación de manera permanente, lo que más que compensa las pérdidas en que el ciudadano promedio incurriría con cambios en la estructura impositiva actual. Mucha de la oposición a la reforma fiscal proviene de los grupos industriales que más perderían (y que menos legitimidad tienen para oponerse), en tanto que otra fuente de oposición proviene de los propios priístas que asocian su descalabro electoral de 1997 con el incremento del IVA en 1995. Ignoran que, más allá del IVA, la crisis de 1994-1995 implicó la pérdida de la mitad del ingreso disponible de la mayoría de los mexicanos; b) la reforma eléctrica, que en su esencia no implica más que la legitimación y legalización de la inversión extranjera en la generación de fluido eléctrico para asegurar su suministro en el futuro. La oposición es, en la mayoría de los casos, estrictamente interesada: de quienes se benefician del statu quo , comenzando por el sindicato, y de los burócratas que en la actualidad viven de la corrupción imperante. Algo similar se puede decir de otros ámbitos como el de la petroquímica y la infraestructura en general; c) el reconocimiento de los pasivos fiscales que son reales pero que no han sido formalizados como tales: desde las obligaciones financieras del gobierno federal y los gobiernos estatales por concepto de pensiones de burócratas hasta las deudas del IPAB. La oposición en estos casos es más ideológica y personal que política o filosófica: nadie quiere verse asociado con los errores del pasado; y d) crear mecanismos de responsabilidad para asegurar la rendición de cuentas sobre el uso de los recursos que, crecientemente, están siendo transferidos hacia los estados y municipios.

Por lo que toca a la capacidad del ciudadano común y corriente de desarrollarse en el ámbito económico, hay una serie de reformas que son indispensables: a) asegurar la competencia en todos los sectores de la economía a fin de desaparecer las facultades monopólicas de las que hoy gozan algunas empresas; b) proteger la propiedad intelectual y, en general, los derechos de propiedad; c) proteger el comercio electrónico; y d) desregular la actividad económica en general y, en particular, la que atañe a la industria de la construcción (tema generalmente asociado al nivel municipal). Lo crucial no es eliminar regulaciones, sino simplificar los procedimientos de aprobación (como la alternativa ficta) y conferirle garantías a los interesados de que, una vez aprobada una determinada operación o actividad, no le puede ser denegada. En suma, simplificarle la vida al empresario pequeño, facilitar el desarrollo de más empresarios y crear una base de desarrollo de la que el país hoy adolece.