Petróleo y migración

Luis Rubio

Difícil encontrar dos sociedades más diferentes y dispares en su naturaleza y modo de ser. Hasta en las concepciones más elementales, las formas políticas y los modos de interactuar, los mexicanos y los norteamericanos somos totalmente distintos. Lo que aquí parece natural y es por demás emblemático, allá resulta ser incomprensible; y viceversa, lo que a ellos les parece evidente y lógico, aquí resulta ser ajeno, intervencionista y a todas luces abusivo. Nuestro modo de presentar las cosas tiende a ser maximalista, es decir, se demanda todo y se juega a ganar o perder, en tanto que allá todo es sujeto de negociación y el objetivo de la política es lograr un acomodo entre las partes. Cuando los gobiernos de las dos naciones se sientan a negociar, enfrentan diferencias no sólo de objetivos, sino de esencia. Esto es lo que se puso de manifiesto con el claro mensaje que enviaron aludiendo a los temas más álgidos en cada una de las dos naciones, el petróleo para nosotros y la migración para ellos.

El mensaje fue nítido y preciso, pero indirecto. No fue un miembro del poder ejecutivo quien presentara la nueva postura norteamericana con relación a nuestro país; la comunicación llegó en la forma de un addendum a una legislación presupuestal. La enmienda, patrocinada por un grupo de Republicanos, todos ellos miembros del Comité de Relaciones Internacionales de la cámara baja en el congreso norteamericano, tenía por objeto decir algo así como “antes éramos amigos y aliados, ahora somos vecinos, ambos adultos y tenemos que relacionarnos como tales; entendemos que su prioridad con nosotros es la protección legal de sus connacionales que residen ilegalmente en Estados Unidos, así como la migración de mexicanos hacia este país, en tanto que nuestra prioridad es la apertura del sector petrolero a la inversión norteamericana. Es tiempo de negociar con base en nuestros intereses mutuos y no de amistades contingentes”.

El Representante Class Ballinger, en forma poco sutil, fue el encargado de plantear los términos de la negociación en materia petrolera y migratoria. La respuesta mexicana a tal planteamiento fue la lógica y predecible, pero no necesariamente la más conveniente para el desarrollo del país. En su expresión más fundamental, la reacción mexicana pone de manifiesto la incapacidad e indisposición para analizar y debatir los temas más elementales del desarrollo del país, la relación con Estados Unidos y la primacía del tema migratorio en la agenda política nacional.

Hay tres ángulos que son clave para evaluar el desafío formulado por el gobierno norteamericano: el porqué del mensaje, el brutal contraste en la manera de plantear la agenda de negociación entre las dos naciones y, lo más trascendental, cómo vamos a financiar el desarrollo del país en el largo plazo. El conjunto de estos tres elementos permite apreciar el planteamiento norteamericano en su dimensión real.

La postura estadounidense vino en la forma de una enmienda, que es la manera en que se denomina en el congreso norteamericano al conjunto de adiciones y condicionantes que los congresistas emplean frecuentemente para avanzar sus posiciones. Al agregar una enmienda a una legislación importante, un congresista incrementa las probabilidades de que su interés avance porque nadie quiere arriesgar el éxito de la legislación en su conjunto por una condicionante que, a menudo, es poco atractiva para los demás legisladores. Pero ese no fue el caso de esta enmienda en particular; aquí el objetivo era enviar un mensaje más que imponer una condicionante. Esta enmienda, similar a los “puntos de acuerdo” del congreso mexicano, establece que cualquier acuerdo con México en materia migratoria debe incluir la correspondiente disposición de nuestro país para abrir el petróleo a la inversión norteamericana.

Como era de esperarse, la enmienda recibió poca cobertura periodística en Estados Unidos. Este hecho no disminuye la importancia del mensaje, aunque se trata nada más de eso, una comunicación. Su importancia reside en dos factores: primero, en la frustración que refleja del establishment norteamericano respecto a México; y, segundo, en la nueva postura norteamericana sobre nuestro país. Todo sugiere que el remitente del mensaje no es un grupo de representantes marginales, sino el propio presidente norteamericano, en cuyo caso su importancia sería todavía mayor. Sea como fuere, nuestros vecinos reconocen así que no podemos ignorarnos el uno al otro y que, por lo tanto, se tienen que encontrar maneras de resolver los problemas comunes. Al mismo tiempo, el mensaje indica, con toda claridad, que ellos están en la mejor disposición de negociar con México como iguales: no más concesiones. Y, como iguales, ambos tenemos que ceder para avanzar.

Pero una cosa fue el mensaje y otra muy distinta la respuesta del destinatario. Independientemente de lo que los estadounidenses hayan querido decir o de la manera en que hayan estimado que los mexicanos reaccionaríamos, nuestro talante era completamente anticipable: se descalificó la propuesta, se acusó de intervensionistas a los norteamericanos y se invocó a la bandera nacional para evitar una discusión seria del asunto. Este es uno de los muchos ejemplos sobre las diferencias abismales entre las percepciones y modos de actuar de las dos naciones.

Para los norteamericanos, los conflictos y las diferencias, independientemente de su naturaleza, se resuelven negociando. Las partes debaten a sabiendas de que no van a ganar todos sus puntos ni alcanzar todos sus objetivos, pero seguros de que todos los involucrados alcanzarán un acomodo, logrando lo suficiente como para sentirse victoriosos. Sus leyes y decisiones legislativas son siempre producto de una negociación donde todos participan en espera de beneficios, tanto  por el proceso como por el resultado. Cuando proponen una transacción de petróleo por migración, no significa que busquen quedarse con Pemex, sino sólo emprender un proceso en el que ambas partes lleven adelante sus posturas: algo de liberalización en el tema migratorio a cambio de algo de apertura en el ámbito petrolero.

Nuestra manera de actuar es casi exactamente la opuesta. La postura mexicana es la de todo o nada. En el caso migratorio, el (desafortunado) término que empleó el gobierno mexicano para plantear su postura lo dice todo: quería “toda la enchilada” y no migajas, es decir, quería una apertura total a los migrantes mexicanos y no aceptaría nada menos que eso. A casi tres años de iniciada esa “negociación”, hoy sabemos qué es lo que obtuvimos a cambio de esa posición maximalista: nada. El tema migratorio nunca se formuló como un tema de negociación, sino como un asunto de derecho humanos y laborales: no estábamos negociando nada, sino exigiendo concesiones de los norteamericanos. Su respuesta ahora es muy clara: si queremos migración, tendremos que negociar; para los estadounidenses la migración es lo más sensible y políticamente difícil, por lo que están dispuestos a negociar con México por algo equivalente.

El planteamiento migratorio del actual gobierno contrasta fuertemente con la negociación del TLC. En retrospectiva, quizá lo más impactante de aquella negociación fue el hecho de que el gobierno mexicano fuera capaz de desarrollar una organización y una concepción conducentes a una negociación de iguales. En lugar de demandar todo y quedarse con las manos vacías, aquel equipo negociador analizó las fortalezas y debilidades de ambas partes, desarrolló una estrategia cabal y logró una negociación extraordinariamente ventajosa para el país. En lugar de estrategia y de un intento por comprender la lógica y los intereses de nuestra contraparte, los planteamientos del actual gobierno se fundamentaron exclusivamente en una lectura de las encuestas nacionales. Con esto no es difícil explicar el fracaso al que se llegó.

Independientemente de que en algún momento las dos naciones entren en una negociación de petróleo por migración, el tema petrolero es uno que los mexicanos ya no podemos eludir. Es irónico que, tratándose de un sector tan importante, con un potencial enorme para activar el desarrollo, hayamos optado por coartar su crecimiento, limitar su potencial y desaprovechar el par de décadas que aún le quedan como fuente de desarrollo (antes de que otras fuentes de energía resulten competitivas). Al limitar la inversión, el petróleo no hace sino financiar parte del costo del gobierno y la burocracia. De abrirse la inversión, obviamente bajo un esquema de estricto control soberano y en forma paralela a Pemex, el país podría gozar de enormes ingresos adicionales, más  empleos y nuevas fuentes de riqueza en la forma de refinerías, petroquímicas y demás. El Pemex actual, sobre todo en el contexto de un gobierno que recauda tan poco, no puede sino seguir siendo una fuente marginal de recursos. O, puesto en otros términos, la estructura monopólica de la industria petrolera que hoy existe constituye un fardo, el lugar de una oportunidad, para el desarrollo del país. Tratándose de un sector denominado como estratégico, lo lógico sería dedicarle todos los recursos posibles; pero lo que ocurre es que estamos cuidando tanto el recurso que quizá acabemos guardándolo en el subsuelo aún después de que haya dejado de ofrecer las oportunidades que hoy son asequibles.

En todo esto, el tema importante no es la negociación con Estados Unidos, sino nuestra propensión casi instintiva a cerrarnos oportunidades. Los americanos han optado por decirnos que si no somos capaces de organizarnos para crear riqueza y fuentes de empleo suficientes para todos los mexicanos, busquemos otras posibilidades, no concesiones de su parte. La estructura de nuestra industria petrolera y eléctrica, usualmente pilares de cualquier economía, no es adecuada para contribuir al desarrollo del país. Si no queremos que otros nos estén enviando mensajes, deberíamos comenzar a organizarnos y resolver nuestros problemas por nosotros mismos. La alternativa es negociar opciones que resuelvan dos problemas centrales a una misma vez: el petróleo y la migración.

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¿Gobierno vs. crecimiento económico?

Luis Rubio

Sin crecimiento económico, ninguna sociedad con el perfil demográfico de la nuestra puede sostenerse por mucho tiempo. De hecho, más allá de posturas ideológicas y preferencias políticas, entre los mexicanos hay consenso sobre la imperiosa necesidad de lograr y sostener tasas elevadas de crecimiento. Desafortunadamente, no hay un acuerdo equivalente en las acciones que tendrían que ser emprendidas para poder alcanzarlas. Mucho peor, no hay  reconocimiento de que buena parte de las acciones gubernamentales y legislativas, así como las de muchas organizaciones productivas y sociales, atentan contra el crecimiento de la economía. El estancamiento de nuestra economía es producto de lo que se ha hecho y de lo que ha faltado por hacerse. La responsabilidad es toda nuestra.

El panorama actual está lleno de contrastes. Por un lado, todo mundo quiere que la economía crezca; por el otro, hay una tendencia creciente a hacer lo posible por perpetuar el estancamiento y nadie reconoce la conexión entre ambas cosas. El empresario que se queja de las demandas de los (supuestos) representantes de los campesinos es con frecuencia el mismo que se queja de las importaciones chinas; el diputado que le reclama al gobierno más gasto para su causa favorita, es el mismo que votó en contra de la reforma fiscal; el gobernador que exige ampliaciones de fondos es el que instruye a su bancada en el poder legislativo para que obstruya las iniciativas del ejecutivo. Los senadores que rechazan la necesidad de una nueva reglamentación para la industria petrolera y petroquímica son los mismos que critican al presidente por la falta de resultados. Fox ofrece mejores resultados, pero su administración se empeña en obstaculizar al empresariado. Todas éstas son dos caras de una misma moneda.

Puesto en otros términos, el crecimiento económico es una aspiración generalizada pero nadie quiere asumir los costos que entraña el crear las condiciones para hacerlo posible. “Que el costo lo paguen los bueyes del compadre”, es la premisa común. Así vemos que el presidente quiere quedar bien con todos los intereses y acaba quedando mal con todos los mexicanos. Los senadores del PRI quieren hacer valer sus preferencias ideológicas y, a la vez, impedir que el presidente tenga algún éxito, haciendo imposible la inversión privada en las pocas áreas que ofrecen un potencial de revitalización económica relativamente rápida. Los diputados que piensan que impidiendo una recaudación fiscal más elevada y equitativa a través del IVA van a castigar al gobierno del presidente Fox, acaban paralizando a la administración pública en su conjunto. Todos y cada uno de estos actores políticos tienen buenas razones para comportarse como lo hacen y su retórica es florida y rica en justificaciones. Pero el hecho es que la economía del país está estancada y nadie asume su responsabilidad en este resultado.

La gran pregunta es a quién beneficia el estancamiento económico. Si bien es cierto que el crecimiento económico favorece al presidente en turno, un sistema político que no permite la reelección impide que el ejecutivo obtenga el beneficio electoral. Es posible que el partido del presidente logre algún beneficio, pero la relación entre una cosa y la otra tiende a ser menos evidente, como pudimos apreciar en el 2000. Quizá algún día existan mecanismos que le permitan al ciudadano efectivamente exigirle cuentas a sus representantes, pero mientras eso no suceda, es posible, como sugieren las encuestas, que los perjuicios por el estancamiento sean mayores para todos los políticos, independientemente del partido al que pertenezcan, que los beneficios que alguno de ellos pudiese obtener por la recuperación.

Siendo así, la pregunta es por qué hay una virtual “conspiración” en el país contra el crecimiento. En lugar de que la suma de los intereses de miles o millones de individuos y grupos reditúe en un beneficio para la colectividad, como se esperaría de una sociedad bien organizada, México está en el centro de intereses encontrados que no encuentran tamices y mecanismos de intermediación que permitan obtener un beneficio para todos. De esta manera, el beneficio percibido por unos (como los que demandan las organizaciones políticas que representan o dicen representar a campesinos del país) choca con el desarrollo del resto de la sociedad. La protección de las importaciones que demandan algunos grupos de productores implicaría mayores costos y quizá menor calidad para los consumidores. Todo esto es sintomático de la desorganización que nos ha tocado vivir.

No hay nada de anormal en las demandas y manifestaciones de los diversos intereses en la sociedad. Es natural que cada quien vele por su propio interés. Lo errático es el proceso de toma de decisiones de la sociedad en su conjunto, pues éste permite que los intereses de unos paralicen a los otros, máxime cuando se apela a vías no institucionales como el cierre de carreteras, el bloqueo de puentes fronterizos o la amenaza del uso de machetes. Por si lo anterior no fuera suficiente, los miembros del poder legislativo suelen representar intereses distintos a los de sus electores, lo que se traduce en prebendas para los grupos tradicionales dentro de los partidos. En aras de proteger a un sindicato, por ejemplo, todas las familias mexicanas están pagando tarifas eléctricas muy superiores a las que pagarían si la inversión en el sector fuera mayor y la empresa pública más eficiente.

Esta situación es novedosa por dos razones. Primero, por décadas, el sistema de decisiones operó bajo el principio, muy dudoso, de que el presidente sabía mejor que el resto de la población lo que convenía al país. Bueno o malo, ese mecanismo permitía resolver los conflictos por medio de una decisión lapidaria dentro del ejecutivo. Al terminar la era priísta en la presidencia, se rompió esa mecánica y quedó un sistema incapaz de tomar decisiones de manera colectiva. La novedad radica en la inexistencia de mecanismos que permitan procesar las demandas de la sociedad en forma tal que se logre conciliar diferencias y se avance el desarrollo del país. Segundo, por varios años, la economía gozó de tasas más o menos altas de crecimiento debido, fundamentalmente, a la inversión extranjera y las exportaciones generadas por la entrada en vigor del TLC. Lo nuevo desde entonces es el menor dinamismo de la economía estadounidense en los sectores en que nuestra economía puede exportar, además de que ya no son tan relevantes los factores que atrajeron a la inversión extranjera en el pasado.

En consecuencia, la economía del país requiere de nuevas fuentes de crecimiento que se sumen a las ya existentes. El problema es que no hay decisiones ni acciones orientadas en esa dirección El gobierno federal ha sido incapaz, al menos hasta ahora, de generar condiciones propicias para el desarrollo económico dentro de su propio ámbito administrativo (a través de mejores y menos onerosas regulaciones, para comenzar), así como para impulsar iniciativas de reforma sólidas en materia energética, petroquímica y petrolera. El congreso, por su parte, se ha ocupado más  en cultivar los intereses particulares y partidistas de sus miembros que los de la población en general, arrojando una situación de parálisis que a todos debiera preocupar.

Gobierno y Congreso pueden emplear sus vastos recursos retóricos para culparse entre sí o para asignar culpas a terceros (los campesinos, la guerra, la economía estadounidense, la recesión mundial, el conflicto India-Pakistán o lo que sea), pero no pueden renunciar a su responsabilidad. Sus acciones, lo mismo que sus inacciones, han provocado que el país se retrase, que diversos proyectos de inversión no se consoliden y que la economía navegue a la deriva. Las cifras de inversión extranjera para el año pasado son sugerentes: todo  indica que éstas fueron sensiblemente inferiores a las de la década pasada. Una vez más, lo fácil es culpar a los inversionistas y a la recesión, a la economía china o a la vecina del primo en Tingüindín, pero la realidad es que el país está perdiendo competitividad frente a otras naciones.

La ausencia de crecimiento en la economía refleja no sólo el hecho de que otras naciones resultan más atractivas como punto de localización o producción que la nuestra, sino también el enorme deterioro que caracteriza a la seguridad pública, la infraestructura, la educación y la capacidad de resolución de conflictos. La falta de crecimiento impacta a toda la sociedad, pero particularmente a aquéllos que ven deteriorada su capacidad adquisitiva,  ya no por la inflación, sino por la carencia de activos personales (en la forma de educación o habilidades) o simplemente de un empleo. De no corregirse estos males, el país puede acabar adicionando nuevas generaciones de mexicanos pobres, incapaces de integrarse a la economía moderna. Nada de esto es trivial.

Cada vez que el gobierno falla en resolver un conflicto en favor del crecimiento, el país pierde decenas de oportunidades potenciales. Tanto la ciudadanía como los inversionistas, mexicanos y extranjeros, están pendientes de lo que hace el gobierno, de los criterios que guían las decisiones (o, en los últimos tiempos, indecisiones) de los legisladores y arriban a conclusiones propias que les animan a ahorrar o gastar, invertir aquí o allá. Desde esta perspectiva, el actuar del ejecutivo en los últimos dos años ha sido particularmente preocupante: no sólo no ha resuelto los problemas de esencia, como el de la inseguridad pública, sino que ha mostrado una particular incompetencia en la solución de problemas específicos, todos ellos simbólicos y por demás significativos. Baste citar el frustrado proyecto de construcción del nuevo aeropuerto de la ciudad de México o los avatares en el conflicto de TV Azteca con Canal 40. También ha mostrado incapacidad para forjar una relación funcional con el poder legislativo, misma que impacta de manera definitiva el crecimiento. Hay muchas salidas para la economía del país, pero éstas requieren acciones y decisiones. Requieren, sobre todo, disposición y capacidad de actuar.

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Llegó el tiempo de pagar los platos rotos

Luis Rubio

Ahora que el ministro iraquí de información ya no aparece en el televisor para informarnos de los extraordinarios avances de su ejército y de la inminente derrota de los norteamericanos, alguien en el gobierno mexicano tiene que comenzar a reconocer los costos de nuestra política exterior y hacer algo al respecto. Si bien es sencillo describir la sucesión de ideas, conceptos y objetivos que nos llevaron a confrontarnos con los norteamericanos, así haya sido de una manera legítima y popular, no debemos dejar de preguntarnos si esa estrategia de política exterior fue la idónea y adecuada para México. Todo indica que, por el contrario, los costos de lo ya hecho serán abismales.

Ahora que la guerra ya terminó (y, con todos sus vaivenes, resultó ser más popular en Irak de lo que millones de personas y políticos alrededor del mundo pensaban), el gobierno y la sociedad norteamericanas se ocupan nuevamente de los temas cotidianos. Desde la perspectiva estadounidense, es el momento de restaurar relaciones con el resto de las naciones, compensar a quienes los apoyaron y determinar cómo lidiar con quienes se les opusieron. Ciertamente puede ser denigrante para una nación soberana atravesar por un proceso de esta naturaleza. Pero dada la enorme asimetría de poder que hoy caracteriza al mundo, lo que en realidad debe ser cuestionado es la decisión que, de manera soberana, tomó el gobierno del presidente Fox para colocar al país en contra de nuestro principal socio comercial y la más importante de nuestras relaciones políticas y diplomáticas en el mundo. Así es esto de jugar con las potencias.

Este tipo de cuestionamientos están teniendo lugar alrededor del mundo, sobre todo en Francia, pero también en Alemania, Bélgica y Rusia. Ahora que los costos de la política anti-norteamericana han comenzado a evidenciarse,  diversos políticos y periodistas en esos países intentan entender los porqués de una estrategia tan visceral que no tenía posibilidad alguna de éxito. En algunos casos, sobre todo en el de las naciones con una clara e histórica vocación de potencia, como Rusia y Francia, lo extraño fue el extremo al que sus gobiernos estuvieron dispuestos a llegar. Antes de esta última confrontación, lo típico del comportamiento de ese tipo de naciones había sido la política de brinkmanship (de empujar y empujar hasta el extremo, pero sin dar el paso final al abismo), que se ilustró con el primer voto sobre Irak (resolución 1441) al final del año pasado: Rusia y Francia amenazaron con vetar la resolución y presionaron hasta el último minuto, sólo para promover después una resolución unánime. Naciones sin experiencia en estos menesteres, como la nuestra, fueron sorprendidas por los profesionales.

Pero en la propuesta de segunda resolución ganaron las pasiones, hasta las de los profesionales. La característica de ese proceso fue más bien la lujuria retórica de personajes como el presidente francés, pero también de nuestro presidente Fox. En ambas instancias, la retórica inflamó los ánimos de la población y elevó la popularidad de los gobernantes, haciendo imposible una evaluación racional de los costos y beneficios de votar de una manera u otra. No pasó mucho tiempo antes de que el presidente Chirac experimentara los primeros rechazos, sobre todo el desprecio que le mostraron las nuevas democracias del este de Europa, quienes dependen de EUA para su seguridad geopolítica, dada su vecindad con la antigua Unión Soviética. El berrinche del gobierno francés exhibió las grietas existentes dentro de Europa, además de poner en entredicho la alianza atlántica que le había dado consistencia y estabilidad a la sociedad de naciones desde el fin de la segunda guerra mundial.

En nuestro caso, dada la historia de invasiones e intervenciones estadounidenses, pero sobre todo de su explotación política por parte de gobiernos priístas a lo largo de muchos años, no era necesario rascarle mucho a la superficie de la cultura popular para encontrar una jugosa viña de rechazo a las soluciones violentas y un profundo anti-norteamericanismo. El presidente Fox no sólo encabezó el rechazo popular, sino que lo llevó a niveles extremos, haciéndose notorio no por su pretendida promoción de la paz, sino por exacerbar los ánimos y el descrédito insistente al gobierno de nuestro vecino del norte. Fox acabó elevando sus niveles de popularidad, creyendo que esto sería gratuito. En medio de todo lo anterior se evidenció la supina y extrema ignorancia de nuestras autoridades sobre el modo de proceder de los norteamericanos y, en particular, de su actual gobierno. Esa ignorancia nos va a costar carísima.

Nada de lo anterior pretende justificar la andanada norteamericana en el Medio Oriente ni sugiere que su estrategia de combate al terrorismo sea la correcta o que, en todo caso, amerite nuestra aprobación. La lógica de su ataque a Irak y su proyecto de contención de la organización responsable de los ataques terroristas del once de septiembre puede ser la correcta o no, y su decisión de llevarla a cabo unilateralmente, contra de muchos de sus aliados tradicionales,  por demás condenable. Las encuestas sugieren que la abrumadora mayoría de los mexicanos no tiene ni la menor duda sobre lo que opina al respecto. A pesar de lo anterior, no es nada obvio que la manera de proceder del gobierno del presidente Fox a lo largo de estos meses y años haya sido la más conveniente para el país.

México se colocó en la línea de fuego del gobierno norteamericano al buscar con insistencia formar parte del Consejo de Seguridad de la ONU. Hay que recordar que esa membresía se logró en el mes de octubre del año 2001, es decir, varias semanas después de que todo en la política norteamericana cambiara súbitamente y que el presidente Bush definiera con toda claridad su postura de ese momento en adelante: el que no estuviera con ellos, estaría con los terroristas. De esta manera, es evidente que el gobierno mexicano no tomó sus providencias en materia de política exterior: de una manera totalmente irresponsable, estimó que nuestra membresía en el Consejo de Seguridad le traería un enorme prestigio al gobierno y al país, sin jamás reparar en la posibilidad de que, tarde o temprano, se colocaría entre la espada y la pared, como efectivamente ocurrió a raíz del conflicto en Irak. Mientras que para los observadores de la política estadounidense era obvia la transformación de todos los marcos de referencia norteamericanos después de los ataques terroristas, el gobierno mexicano prosiguió con sus planes con una ceguera total.

Nuestra membresía en el Consejo de Seguridad, aunada a la verborrea pacifista y de superioridad moral del gobierno mexicano,  va a acabar siendo sumamente onerosa. Ahora que el resultado de la guerra de Irak les es sumamente favorable, Estados Unidos reivindica todas sus premisas (y excesos), a la par que la estatura del presidente Bush crece de manera asombrosa en su propio terreno político. Mientras tanto, las percepciones norteamericanas sobre nuestro gobierno se han empequeñecido de una manera no sólo preocupante, sino potencialmente catastrófica. Aunque los responsables dentro de nuestro gobierno estiman que se trata de un distanciamiento reparable, es evidente que la brecha es enorme y que, dada la estructura binaria que anima las decisiones de aquél gobierno, la relación será irreparable al menos en lo que resta de la administración del presidente Bush. Esto no significa que pudieran existir iniciativas expresamente diseñadas en contra de México, pero sí que sólo habrá receptividad ante las peticiones o iniciativa del gobierno mexicano que sean de su interés particular. El resto quedará excluido. Incluso, está en duda la asistencia del presidente Bush a las reuniones de jefes de Estado que en materia de seguridad hemisférica están previstas para los próximos meses en nuestro país.

Mucho de lo que ocurra en los próximos meses y años va a depender de lo que el gobierno estadounidense decida hacer respecto a sus aliados tradicionales. Es posible que, siguiendo la máxima churchiliana, el gobierno norteamericano acabe siendo magnánimo con su victoria y que eso abra espacios para estrechar los vínculos entre las principales potencias occidentales, incluyendo a Rusia. De ser así, nosotros seguramente también podríamos encontrar alguna manera de sumarnos. Como ya resultó evidente, el tema de seguridad fronterizo, que para ellos es central, podría servir de cuña para comenzar a restablecer canales de comunicación. En todo caso, lo más probable es que la magnanimidad del gobierno de EUA se limite a quienes fueron sus aliados y, sobre todo, a Irak, donde tiene la intención de desarrollar un modelo de sociedad para el resto de las naciones del Medio Oriente y forzar, por este medio, un cambio en la región en general. De ser así, las gélidas temperaturas que hoy caracterizan a algunas de las relaciones trasatlánticas serán la norma para nosotros.

Los costos de una política exterior amateur van a acabar siendo enormes, pero tal vez poco mesurables. Aunque no parece haber ninguna razón para pensar que habrá modificaciones en el plano económico de la relación bilateral, es de esperarse que muchas de nuestras ventajas competitivas sufran una erosión todavía más acelerada cuando las otrora ventajas y concesiones nuestras se otorguen a la mayoría de las naciones centroamericanas que, nominalmente, formaron parte de la alianza contra Irak. Mientras otros negocian ventajas futuras, nosotros nos quedamos con lo que logramos hace lustros. Todo esto tendrá un costo en crecimiento económico y en los satisfactores con los que éste viene acompañado.

La aventura de una política exterior agresiva nos va a acabar saliendo muy cara. La pregunta es quién o qué se benefició y qué ganamos con alienar a nuestro principal socio comercial y motor de nuestra economía. Por muchos años, el país optó por no participar en foros donde los costos potenciales de nuestra presencia fueran infinitamente mayores que los beneficios. Es tiempo de reconocer la sabiduría de ese principio informal de la política exterior y comenzar a pagar los costos de una fiesta por demás irresponsable.

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El motor de la economía

Luis Rubio

El estancamiento económico de los últimos años ha dado rienda suelta a todos los críticos de la apertura de la economía, así como a los intereses que se verían beneficiados de un mayor proteccionismo, canonjías y subsidios, en el más puro estilo de los setenta. Si uno observa el panorama político en torno a la economía, las voces dominantes son las de grupos de empresarios y burócratas que comparten la impresión de que han perdido en estos años y aprovechan el río revuelto para avanzar sus intereses. Lo que está de moda es criticar la apertura, proponer una renegociación del TLC y demandar mayor gasto público. En suma, restaurar las políticas que nos llevaron a padecer años de crisis. Las épocas de crisis destruyen el ahorro familiar, desaparecen empleos y empobrecen a la población en general pero también hacen riquísimos a muchos empresarios, poderosos a líderes sindicales y políticos, y abren el camino para hacer de la intermediación de las burocracias un elemento clave. En lugar de discutir los temas urgentes del país, vivimos el debate impuesto por los intereses y frivolidades de los vivales de siempre. Evidentemente es imperativo crear condiciones que restauren la capacidad de crecimiento de la economía, pero invocar a lo que no funcionó, no sólo es absurdo, sino un tanto ominoso.

Vivimos un momento de excepcional –y nada despreciable- estabilidad macroeconómica, pero no podemos perder de vista que la economía no crece mayor cosa y que la esperada reactivación va a requerir de acciones inteligentes y políticamente costosas. A pesar de lo anterior, la mayor parte de los políticos, incluyendo a muchos de los actuales candidatos al congreso, así como innumerables comentaristas y críticos, apelan a la necesidad de hacer tabla rasa del pasado y recurrir a mecanismos de protección y subsidio que pondrían en entredicho lo poco de la economía que sí funciona y funciona muy bien.

Lo fácil, aunque por demás irresponsable, es ignorar las causas de los problemas que enfrenta el país en general y sectores específicos en lo particular, y proponer soluciones políticamente rentables, así sean costosísimas en lo económico. Así, unos quieren que se erosionen las leyes que protegen la propiedad industrial para darle negocio a sus familiares, otros demandan subsidios para el campo y otros más se desviven por culpar al TLC de los males estructurales del campo mexicano. No todos los quejosos son tontos o ignorantes: algunos afirman, por ejemplo, que el TLC no es responsable de las dificultades que enfrenta el campo mexicano y que el problema radica en los ajustes que no se han realizado en ese ámbito. Aun reconociendo lo anterior, afirman que hay que renegociar el Tratado. No falta quien proponga una u otra regulación o política para satisfacer las necesidades de unos cuantos particulares y burócratas.

Los avances en materia política a lo largo del último par de décadas han sido muchos; sin embargo, la emergente democracia mexicana parece haber abierto espacios para que resurjan todos los intereses particulares que se han visto afectados en estos años. En no pocas ocasiones, dichos reclamos se disfrazan con la bandera nacional o la pobreza de tal o cual sector o grupo, cuando en realidad reivindican intereses particulares por encima de cualquier otro. Los farmacéuticos se escudan tras horribles enfermedades como el SIDA para disfrazar sus objetivos pecuniarios, sin importarles que la consecución de los mismos pudiera implicar que los mexicanos perdieran acceso a medicamentos modernos; tras sus ardides nacionalistas, los electricistas esconden los ingentes (e inexplicables) beneficios sindicales de que gozan; las asociaciones de autores exigen prebendas para sus líderes en lugar de protección a los derechos de los autores que sufren de la piratería; las burocracias campesinas, principales culpables de la reproducción de las estructuras de control y dominación en el campo, se escudan tras la pobreza en el sector para demandar mayores ingresos y beneficios para sus líderes. Que todo esto entrañe costos crecientes para el mexicano común y corriente es lo que menos les importa. El México patrimonialista y corporativista está primero.

Efectivamente, la economía mexicana requiere cambios fundamentales, pero éstos tienen que ir en línea con la realidad del mundo en que vivimos y ser congruentes con los requerimientos de toda la población. No cabe la menor duda de que el TLC ha tenido un efecto sumamente grande y positivo sobre la economía mexicana, toda vez que le abrió mercados de exportación, atrajo montos de inversión, nacional y extranjera, que de otra manera hubieran sido imposibles y generó -y sigue generando- empleos en el país. El TLC, sin embargo, no resolvió todos los problemas del país, no integró al conjunto de la economía ni resolvió los problemas estructurales del campo mexicano. El TLC ha cumplido, con creces, los objetivos para los que fue negociado y le sigue ofreciendo a la economía mexicana formidables oportunidades para su desarrollo futuro.

Pero el TLC no es más que un instrumento para el desarrollo de nuestra economía. Lo que se requiere es crear y desarrollar otros instrumentos que, como el TLC, contribuyan igualmente a resolver los problemas que enfrenta el país y a crear las condiciones propicias para que, poco a poco, surjan fuentes de riqueza y empleo. Esto implicaría impulsar más cambios y reformas en lugar de renegociaciones y retornos a esquemas de desarrollo que no funcionaron en el pasado.

Nuestro problema económico puede resumirse en dos grandes componentes: por un lado, existen vastas oportunidades de desarrollo, pero los impedimentos para que éstas se materialicen son insalvables en la actualidad; por el otro, todo mundo apela a soluciones mágicas que, sin costo alguno, corrijan problemas ancestrales de la noche a la mañana. El resultado de la convivencia de estas dos circunstancias es motivo de choque permanente. Los políticos prefieren tomar la salida mágica porque así no tienen que hacerse responsables de nada: si las cosas mejoran, ellos se llenan de gloria; si empeoran o nada mejora, el culpable siempre es otro: el gobierno, el TLC, Estados Unidos, los empresarios, etc. Nuestro sistema político crea políticos irresponsables porque no permite al ciudadano exigirle cuentas a quien debe entregarlas.

La economía mexicana requiere cambios estructurales fundamentales, ninguno de ellos producto de un capricho sino de la disfuncionalidad que aqueja a la economía y de los cambios que experimenta la economía internacional. Estructuras económicas de antaño, como las del campo mexicano, no han generado más que pobreza entre los campesinos: los políticos y líderes de las organizaciones del campo pueden reclamar subsidios y cambios en el TLC, pero todos sabemos que los problemas de ese sector nada tienen que ver con lo uno o lo otro. ¿Acaso el campesino mexicano era rico y exitoso en las épocas de bonanza de los subsidios y antes del TLC?

De la misma manera, el viejo sistema político propició abusos y la configuración de estructuras disfuncionales que eran políticamente convenientes, aunque muy costosas, en parte porque no había opciones tecnológicas; el mejor ejemplo de lo anterior es la aristocracia sindical que existe en el sector eléctrico, cuyo costo es brutal para todos los mexicanos y se refleja en tarifas elevadísimas, un mayor déficit presupuestal e inversiones muy poco rentables. Hoy en día existen opciones tecnológicas que permiten inversiones privadas en el sector eléctrico que no ponen en entredicho la soberanía del país ni los legítimos derechos sindicales de los trabajadores. Además, la inversión que llegara del sector privado permitiría liberar recursos públicos para asignarse a otro de esos sectores que se empleó como instrumento de control y dominación en el pasado, la educación. De esta forma se conseguiría el desarrollo del capital humano de la población y oportunidades para lograr mejores empleos y mayores ingresos. Las reformas que se requieren no son puro capricho, sino la posibilidad de romper el círculo que nos condena a la pobreza, y no hay nada que la retórica y el populismo de los críticos, candidatos, burócratas y políticos vaya a hacer al respecto, excepto empeorarla.

Canadá es un país que, como México, se caracteriza por una estrechísima relación económica con Estados Unidos. Al igual que nosotros, la abrumadora mayoría de sus exportaciones se dirige hacia ese país y buena parte de su inversión se origina en aquella nación. Pero las semejanzas terminan ahí: mientras Canadá ha crecido en estos años, México se encuentra estancado. Esto no ha sido producto de la casualidad, sino de una situación muy específica: los canadienses llevan casi dos décadas fortaleciendo sus estructuras fiscales y convirtiendo el TLC en un instrumento para el desarrollo de su economía y población. En contraste, México debilita sus cuentas fiscales (por medio de más gasto y subsidios, así como de la persistencia de una estrategia de recaudación llena de agujeros y excepciones) y estigmatiza al TLC. Todo esto frente a los esfuerzos canadienses por reducir el gasto público, fortalecer la recaudación fiscal y utilizar al TLC para ganar mercados, elevar la competitividad de su economía y generar riqueza y empleos. La gran pregunta es por qué insistimos en imitar a países como Bangladesh y Zimbabwe, naciones que se empeñan en ser pobres a través de políticas como las que proponen muchos de nuestros políticos, en lugar de emular a naciones ricas, pujantes y exitosas como Canadá.

El fin de la era priísta abrió una gran cada de Pandora: la de los intereses particulares. El viejo sistema navegaba a través de las prebendas a ciertos grupos, los subsidios y regulaciones burocráticas de diverso tipo. Las crisis de las últimas décadas ocurrieron por los excesos de ese sistema. Sería sumamente irónico, y profundamente reaccionario, que todos los mexicanos acabemos pagando el precio del retorno a ese mundo de intereses y privilegios justamente ahora que la democracia acabó con el reino indisputado del PRI.

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Migración en parcelas

Luis Rubio

Al igual que España y Portugal en los cincuenta y sesenta, México es hoy un país exportador de personas. Los mexicanos migran de sus comunidades, típicamente hacia el norte, en busca de empleo, oportunidades y una vida digna. Lo hacen de manera legal e ilegal, solos y en familia. En el camino son frecuentemente vejados y sufren enormes calamidades, pero la abrumadora mayoría logra superar los obstáculos y construir un mundo nuevo de oportunidades. A pesar de ello, la ilegalidad de su status migratorio constituye una fuente permanente de incertidumbre e inseguridad.  Desde esta perspectiva, la lógica de un pacto migratorio es obvia y necesaria, pero quizá la verdadera solución resida menos en un gran planteamiento, amplio y definitivo, que en una serie de arreglos parciales con varios países que, en conjunto, transformen el fenómeno de manera integral.

Para cualquier mexicano consciente de las dimensiones del problema, lo lógico es negociar un pacto migratorio con Estados Unidos. A final de cuentas es ahí donde se concentra la abrumadora mayoría de los migrantes mexicanos y es ahí a donde se dirigen todos los que aspiran a obtener ingresos que difícilmente la economía mexicana les puede ofrecer. Ciertamente, Canadá es un destino más, pero los números en el caso estadounidense son incomparables. Según algunas encuestas, más de la mitad de la población tiene algún familiar o conocido cercano que vive en Estados Unidos, ha trabajado allá o está a punto de cruzar “la línea”. Por ello, la política de defensa de los migrantes es una prioridad que la mayoría de los mexicanos reconoce como suya.

Por décadas, un gobierno tras otro desplegó diversos mecanismos de presión sobre los estadounidenses para garantizar un trato digno a los mexicanos que cruzaban la frontera, con el objeto de disminuir la violencia asociada al fenómeno. La manera en que han cambiado los términos y calificativos que se utilizan para referirse a los migrantes, incluso del lado norteamericano, habla de un cambio cualitativo importante: hace años eran “espaldas mojadas”; luego fueron ilegales. En los últimos años, todos, incluso el propio presidente de Estados Unidos, rechazan la palabra ilegal y prefieren el concepto de “indocumentado” para referirse a una población que se ha convertido en mano de obra necesaria para la economía norteamericana.

Más allá de los aspectos jurídicos involucrados en el cruce ilegal de una frontera, en nuestro caso la migración es un fenómeno económico, uno de oferta y demanda. En el momento actual, existe un empate casi perfecto entre el mercado de trabajo en Estados Unidos, que demanda mano de obra para la cual no hay oferentes, y la carencia de oportunidades para mexicanos urgidos de empleo a lo largo y ancho del territorio nacional. Para esos muchos mexicanos, la frontera resulta ser un mero obstáculo temporal, una barrera que finalmente se puede penetrar. El tránsito migratorio es un fenómeno cotidiano en la relación México-Estados Unidos.

Desde su inicio, el gobierno del Presidente Vicente Fox decidió romper con la lógica de sus antecesores en materia migratoria. En lugar de limitarse a la demanda de atención y cuidado, respeto a los derechos humanos y creación de mejores condiciones para los migrantes, la administración Fox abordó el fenómeno con otro enfoque. Antes de tomar posesión, el presidente abrió fuego con un planteamiento por demás ambicioso: propuso un esquema de libre tránsito, un pacto migratorio que, con el tiempo, eliminara las fronteras para permitir el libre tránsito de personas entre ambos países. Lo anterior vendría a complementar el intenso intercambio de bienes y servicios a lo largo de la frontera promovido por el tratado comercial (TLC).

La propuesta del gobierno mexicano fue recibida con una mezcla de reconocimiento y preocupación. Reconocimiento por lo atrevido del planteamiento pero, sobre todo, por surgir de un gobierno que, a diferencia de sus predecesores, podía presumir de sus credenciales democráticas (el “bono democrático”, como lo llamara el presidente). La idea de que dos naciones tan disímbolas, ambas ahora con sistemas democráticos de gobierno, así fuese incipiente en uno de ellos, pudieran avanzar en un tema tan complejo era, sin duda, cautivadora. No tardaron ambos gobiernos en ponerse a trabajar en los detalles de lo que podría entrañar un acuerdo de esa naturaleza.

La propuesta mexicana también causó asombro e inquietud, toda vez que la lucha por la aprobación del tlc en 1993 y, sobre todo, la crisis de 1995 habían dejado profundas heridas en el entorno político norteamericano en todo lo referente a nuestro país. A pesar del enorme éxito que ha tenido el TLC en los planos comercial, de inversión y del empleo, prácticamente a nadie en esa nación le gusta hablar del tratado. Se trata, en cierta forma, de una “mala palabra”: todos saben de sus beneficios, pero pocos se atreven a mencionarla en los círculos políticos. En ese contexto, la invitación mexicana para ir más allá —de hecho, mucho más allá— del TLC, en ámbitos que son sensibles en la política norteamericana, fue recibida con reticencia y escepticismo, sobre todo por la dificultad de satisfacer la propuesta mexicana en el entorno norteamericano del momento.

Ambos gobiernos se reunieron y analizaron diversas opciones. La postura mexicana no dejó de ser ambiciosa e insistió en la necesidad de un acuerdo amplio, en tanto que los norteamericanos se pronunciaron por desarrollar y expandir los mecanismos migratorios ya existentes. Es decir, mientras que el gobierno mexicano buscó cambiar el paradigma que domina el pensamiento bilateral en la materia, su contraparte buscó todos los medios posibles para ampliar el número de visas, permisos y cambios de categoría migratoria, a fin de multiplicar sensiblemente no sólo el número de personas con derecho a migrar y trabajar en Estados Unidos de manera legal, sino para legalizar a las que ya se encontraban allá. Como puede advertirse, se trataba de dos posiciones muy distintas en enfoque y alcance, aunque ciertamente no incompatibles entre sí.

De hecho, el gobierno mexicano mantuvo dos líneas simultáneas de negociación: una enfocada a cambiar el paradigma y otra a tratar de elevar los números por el lado de las visas. Todo indica que los avances fueron pequeños en el primer camino, mientras que los progresos en el otro ámbito fueron muy significativos. Desafortunadamente, el fatídico 11 de septiembre modificó de inmediato las prioridades del gobierno norteamericano. Meses después, la pregunta es qué camino seguir y qué es posible y razonable alcanzar en las circunstancias actuales.

El gobierno mexicano sigue explorando los dos caminos. Por el lado “pragmático”, sigue avanzando planteamientos nada despreciables, sobre todo si uno observa menos los grandes números y más las dramáticas implicaciones que tiene para una persona vivir en la legalidad. El documento que formaliza la estancia de un migrante en los Estados Unidos tiene para un mexicano en esa situación un valor inconmensurable, pues ello le permite tener una vida normal, con derechos y sin la incertidumbre que inevitablemente se asocia con la ilegalidad. De esta manera, sin abandonar el objetivo más grande y ambicioso de transformar la relación en el futuro, cualquier avance en la legalización de inmigrantes, constituye un enorme progreso en la relación bilateral y un logro para el gobierno de Vicente Fox.

Dada la reticencia de la sociedad norteamericana para una negociación amplia y de largo alcance en materia migratoria, quizá lo más sensato sea buscar acuerdos parciales en éste y otros ámbitos, a fin de conferirle una mayor vitalidad a la relación bilateral. Al mismo tiempo, tal vez haya llegado el momento de pensar en otros esquemas tan atrevidos como el planteamiento migratorio original, pero en otras latitudes.

A final de cuentas, la migración hacia el norte es un mero reflejo de un serio problema interno. Por un lado, las políticas demográficas de los setenta (época en que gobernar se identificaba con poblar), llevaron a una expansión brutal de la población mexicana sin que hubiera la capacidad para crear los empleos y los servicios que esa población demandaría, esencialmente en los campos de salud y de educación. La consecuencia fue la reproducción de una población pobre y sin oportunidades. Por otro lado, las políticas populistas que acompañaron a la expansión demográfica, retrasaron el desarrollo económico por años, además de que dejaron un pesado fardo, en la forma de una deuda de grandes magnitudes, que desde entonces obstaculiza el crecimiento. No menos importante es el hecho de que buena parte de la población pobre del país reside en las zonas rurales, lo que exacerba el problema de provisión de servicios y generación de oportunidades de empleo. Por donde uno le busque, no hay indicios de que los flujos migratorios puedan disminuir en el corto y mediano plazos.

El gobierno está haciendo todo lo que tiene a su alcance para reducir las tribulaciones y mejorar las condiciones de vida de los migrantes mexicanos. Tal vez algún día se pueda materializar un acuerdo de amplios vuelos pero, mientras tanto, lo imperativo es avanzar sobre la única senda posible, que es la de multiplicar las visas y medios legales de acceso a los Estados Unidos. Pero, al mismo tiempo, también resulta inevitable buscar otras opciones. España, por ejemplo, es hoy uno de los países con menor crecimiento demográfico del mundo. Su realidad poblacional y su creciente riqueza la han convertido en un país demandante de mano de obra foránea. Yo me pregunto si no sería posible negociar un acuerdo migratorio con España para exportar trabajadores mexicanos a ese país, trabajadores que serían, de entrada, infinitamente más compatibles con la sociedad española que los migrantes africanos que dominan hoy la totalidad de la oferta en el país ibérico. Así sea por la reconquista, pero en sentido inverso, bien valdría la pena discutirlo.

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Desarmar la Economía

Luis Rubio

El diseño institucional de las entidades gubernamentales tiene una razón de ser. Los gobiernos, como sistemas de decisión y procesamiento de demandas políticas, requieren equilibrios internos que permitan asegurar o, al menos, elevar la probabilidad que sus decisiones beneficien a la población a la que atienden. Mientras mayores y más efectivos sean los mecanismos de contrapeso dentro de cada entidad gubernamental, el gobierno en su conjunto será más efectivo. En este sentido, si bien es obvio que toda estructura gubernamental es susceptible de transformación, modernización y mejoría, hay cambios que son inherentemente indeseables, cuando no peligrosos. Uno de ellos es el trasladar las negociaciones comerciales internacionales de la Secretaría de Economía a la de Relaciones Exteriores. Los efectos perniciosos de este cambio, que todavía no se consagra en ley, ya son evidentes.

Históricamente, por las décadas o siglos en que las negociaciones comerciales internacionales fueron prácticamente inexistentes, los ministerios del exterior se dedicaron a todo lo que tuviera que ver con el mundo, en tanto que el resto de las secretarías lidiaba con los asuntos internos. En lo económico, era típico encontrar una entidad gubernamental dedicada a los asuntos financieros y fiscales, en tanto que otra u otras se abocaban a los temas comerciales e industriales. En la medida en que las negociaciones comerciales internacionales se han convertido en un asunto central de la actividad económica de cualquier país, la separación de éstas respecto al manejo de la política exterior, ya sea de facto o de jure, se ha convertido en la tendencia predominante en nuestros tiempos. Hay buenas razones para ello.

En algunos países, particularmente en EUA, las negociaciones comerciales se concentraron en una entidad independiente, mientras que en la mayoría de los casos, incluido México, se incorporaron a los ministerios de economía o comercio. Prácticamente no hay nación en el mundo, con excepción de los miembros del Mercosur y Chile, que haya mantenido la antigua estructura. Hay muchas y muy buenas razones para mantener separadas las funciones diplomáticas de las comerciales. De ahí que sea imperativo considerarlas con cuidado antes de instrumentar cambios que pudiesen ser catastróficos o de mantener una situación irregular como la actual.

Hay tres razones que deben contemplarse al analizar la mejor ubicación del manejo de las negociaciones comerciales internacionales. La primera tiene que ver con la necesidad de mantener separadas las decisiones técnicas (que corresponden a las secretarías) de las decisiones políticas (que le corresponden al presidente de la República). La segunda se refiere al equilibrio natural que debe existir dentro de cada secretaría y a los efectos que se podrían producir de separar los temas de industria y comercio internos de los del comercio internacional. Finalmente, la tercera es diplomática: cuáles podrían ser los efectos de mezclar responsabilidades comerciales y diplomáticas en una misma entidad. Veamos.

Cuando se concentran demasiados temas y funciones diversas en una misma secretaría, las decisiones técnicas se vuelven políticas y el presidente acaba siendo privado de los elementos que requiere y le corresponden para poder tomar una decisión final. Esta es una de las razones por las cuales los gobiernos se estructuran de manera tal que separan los criterios de decisión entre la diversas secretarías, favoreciendo el que cada titular abogue por su postura, pero dejando al presidente la decisión de Estado.

En los temas comerciales internacionales es frecuente encontrar conflicto entre naciones, lo que típicamente conduce a que el responsable de los temas económicos y comerciales abogue por una postura agresiva, en tanto que los responsables de los temas políticos y/o diplomáticos avalen una actitud más negociadora y pacífica. En algunos casos, la economía requiere de acciones contundentes, pero en otras los riesgos diplomáticos pueden ser excesivos. En la última década, por ejemplo, los presidentes han tenido que decidir en muchas ocasiones si ceden o avanzan sin cuartel en temas tan variados e importantes como el de jitomates, cemento y autotransporte, pero siempre buscando tener todos los criterios de decisión en sus manos. Si los temas comerciales y los diplomáticos se reúnen en una misma secretaría, esas decisiones las estaría tomando el titular de la secretaría, en medio de un gran conflicto de intereses, y no el presidente.

Además, es importante reconocer que los diplomáticos tienen una propensión natural a evitar el conflicto, pues esa es en buena medida su razón de ser. Los negociadores comerciales, sin embargo, tienen que enfrentar dilemas que implican costos y beneficios, en ocasiones enormes, para los productores del país. En la medida en que las negociaciones económicas y comerciales se mantienen separadas de las diplomáticas y políticas, los exportadores y productores pueden confiar que contarán con un abogado efectivo, sin duplicidades de funciones o conflictos inherentes a ellas, para avanzar sus intereses frente a los de otras naciones. Y sobra decir que, en la medida en que ganan los productores mexicanos, se incrementan las oportunidades de creación de riqueza y empleo. Pero lo inverso también es cierto. En la medida en que dominan los criterios diplomáticos, los productores nacionales pierden fuerza y capacidad de defenderse de sus competidores en el exterior.  Se trata de un tema de enormes consecuencias potenciales.

De la misma manera en que son cruciales los equilibrios entre las distintas secretarías, es indispensable crear y promover los contrapesos al interior de cada una de ellas. En este sentido, la remoción de las negociaciones comerciales internacionales de la Secretaría de Economía crearía dos vicios. Primero, en ausencia de una activa promoción de las negociaciones internacionales, la propensión natural de la secretaría sería abandonar al consumidor y defender a los comerciantes y productores. En la actualidad, la SE tiene (al menos hasta el inicio de este año) las dos funciones: la de atender los intereses de los productores y la de mantener y nutrir las negociaciones comerciales con el exterior. Ambos soportes son clave para que ni los negociadores internacionales se avoracen y dañen a los productores, ni los productores dicten la agenda económica nacional, en detrimento del empleo, la competitividad y la creación de riqueza. Segundo, al separar las negociaciones comerciales de la SE se estaría desvinculando temas que corresponden a los dos lados de una misma ecuación, como son los programas de ajuste, la atención de los problemas de dumping y, en general, todos los problemas de instrumentación interna que se derivan de los acuerdos comerciales. Si de por sí ha sido difícil el ajuste de la economía mexicana a la apertura en muchos sectores, una separación burocrática entrañaría riesgos enormes para la producción nacional y para la competitividad de país.

Además de las graves consecuencias antes descritas, fusionar las negociaciones internacionales con las diplomáticas entrañaría aún mayores riesgos. La separación de lo comercial y lo diplomático tiene la enorme ventaja de poner cada asunto en su lugar; esto que parece obvio, debe analizarse en su debido contexto. Las negociaciones comerciales tienden a ser agresivas, duras y, en ocasiones, saturadas de dramatismo: los negociadores se enojan, se retiran, amenazan y, en general, procuran cualquier medio para avanzar sus posiciones. Esto es algo que todos los que viven en ese medio entienden y aprecian en su justa dimensión: corresponde a la naturaleza propia de su función. Los diplomáticos, por su parte, prefieren las negociaciones pacíficas y evitan los riesgos: su función y responsabilidad les obliga a cuidar las relaciones de su país con los demás y hacen hasta lo indecible por evitar controversias o por ofender a su contraparte. Se trata, para ponerlo en términos coloquiales, de agua y aceite. Así como una delicada negociación diplomática que se deja en manos de un negociador comercial puede conducir a una amenaza de rompimiento de relaciones, si no es que a una acción bélica, una negociación comercial que se deposita en manos de los diplomáticos bien puede acabar trasquilando a los consumidores y haciendo añicos a sus productores, máxime cuando se trata de diplomáticos de un lado y negociadores comerciales del otro.

Por si lo anterior fuera poco, hay dos elementos adicionales que hacen sumamente peligrosa la virtual fusión las negociaciones comerciales con la diplomacia. El primero se refiere a las presiones diplomáticas que pueden desatarse por la peculiar mezcla de asuntos en una sola instancia. Si la nación con la que México está negociando un tema comercial tiene interés de que México vote de determinada manera en la ONU, para citar un caso meramente hipotético, la mezcla de las dos responsabilidades conduce a que se contaminen los dos temas, en detrimento de los intereses económicos y políticos del país.

Además, el tema de las negociaciones comerciales no puede verse en un vacío, sino en el contexto de la realidad mexicana actual. Nuestra principal contraparte comercial y diplomática es EUA; la forma que adopten nuestras estructuras de relación y negociación internacional debe reconocer ese hecho como algo sine qua non. Desde esta perspectiva, resulta evidente que lo que más nos conviene es tener estructuras similares que permitan diferenciar lo comercial de lo diplomático. Dado que esa es la estructura que prevalece en EUA, el que nosotros combináramos las funciones no haría sino crear verdaderas pesadillas para todos: los consumidores, los diplomáticos, los productores y para nuestras contrapartes. Dada nuestra evidente diferencia de tamaños, poder político y preferencias políticas y diplomáticas, la mezcla de los dos temas no haría sino abrir frentes de disputa que, además de innecesarios, generarían fuentes de tensión y conflicto y el riesgo de que cualquier negociación fuera percibida como un daño a la soberanía o una cesión de derechos inexplicable. El país tiene muchos problemas en la actualidad; lo último que necesita es enfrascarse en uno tan absurdo como éste.

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México después de la guerra

Luis Rubio

Aunque más prolongada de lo que sus principales promotores en EUA habían sugerido, la guerra en Irak acabará y cuando eso ocurra llegará el momento de restaurar la relación bilateral. Este es el tema dominante en el mundo, pero sobre todo en capitales como Paris, Berlín y Ankara, naciones que, por distintas razones, entraron en conflicto con Washington en los últimos meses, algunas de ellas sin darse cuenta. Cada una de esas naciones se está comenzando a posicionar para retornar a un esquema que haga posible la convivencia en el marco internacional en general y con EUA en lo particular. Nosotros deberíamos hacer lo mismo.

No cabe la menor duda de que la guerra en Irak ha polarizado al mundo. Tampoco puede eludirse el hecho de que la guerra se inició luego del fracaso del proceso de resolución de disputas que está interconstruido en el sistema de las Naciones Unidas. El gobierno norteamericano actuó con la certeza y convicción de una potencia que sabe lo que quiere, en tanto que naciones como Francia y, con menor intensidad, Rusia, se ofuscaron en tratar de contener y limitar el rango de acción estadounidense. El choque entre estas dos concepciones del mundo, pone en riesgo toda la estructura institucional que se construyó al final de la segunda guerra mundial. Los franceses seguramente estimaron que su brutal oposición llevaría a los norteamericanos a reconsiderar su postura, en tanto que los estadounidenses supusieron que, tarde o temprano, los franceses los secundarían en sus propósitos. Cuando la determinación de ambas partes fue irreconciliable, el mundo entró en una nueva fase de la historia. Esto no significa que la historia sufrirá un cambio dramático, pero sí que enfrentaremos una nueva realidad y, por lo tanto, riesgos que antes no parecían fundamentales.

La controversia es clara. Mientras que los franceses perciben a EUA como una potencia peligrosa, como una amenaza al orden internacional, los norteamericanos perciben al terrorismo como la nueva gran amenaza a la paz conseguida luego del fin de la guerra fría. Se trata de dos visiones contrapuestas que no permiten una fácil reconciliación: los franceses están empeñados en contener y limitar a la nueva “hiperpotencia”, como ellos la llaman, en tanto que los norteamericanos, sobre todo después de los ataques terroristas del once de septiembre, están convencidos de que todo el occidente se encuentra en peligro y que se trata de una guerra de suma cero, es decir, toda ganancia para los terroristas islámicos es una pérdida para las naciones occidentales y viceversa. Esta diferencia de perspectivas viene de años atrás, pero fue sólo con el voto y no voto en el seno del Consejo de Seguridad de hace unas semanas que llegó a un punto de quiebre. La pregunta ahora es qué sigue.

Al margen de su legitimidad en el seno de la ONU, no es difícil comprender la lógica del activismo militar norteamericano. Fue septiembre del 2001 el momento en que la política exterior estadounidense dio un giro vertiginoso. Aunque visto desde lejos pudiera parecer extraño, los ataques terroristas cambiaron la óptica de los norteamericanos y, al mismo tiempo, le abrieron la puerta a los partidarios de una trasformación de las relaciones internacionales. Los ataques terroristas no tenían precedentes en el suelo norteamericano. Por primera vez, innumerables ciudadanos de aquella nación comenzaron a experimentar temores y dudas sobre su futuro. Visto desde afuera, sobre todo desde Europa, región que ha tenido más de una experiencia terrorista en las últimas décadas (quizá ninguna como la ETA en España o el ERI en el enclave inglés en Irlanda), podría parecer un tanto excesiva la reacción norteamericana. Sin embargo, el temor –y la necesidad de combatirlo- existe y se ha constituido en un punto de cambio fundamental. A partir de ese momento, un conjunto de analistas, pensadores e intelectuales que habían venido insistiendo en la necesidad de redefinir el mundo luego de la guerra fría, súbitamente lograron primacía en la conducción de la política exterior. Ese cambio es crucial para comprender la nueva realidad de nuestra propia vecindad.

El fin de la Unión Soviética abrió la puerta para una redefinición cabal del mundo. La súbita desaparición de la principal potencia que contendía en poder e influencia, abrió un espacio para el desarrollo de nuevas fuerzas dentro de EUA. Hasta ese momento, el equilibrio en el mundo, el llamado equilibrio del terror, se mantenía por la existencia de dos potencias nucleares con poder aparentemente similar. Sin embargo, una vez desaparecida la URSS, se creó un espacio para la emergencia de lo que los franceses ahora llaman, en un tono claramente peyorativo, la “hiperpotencia”. Por algunos años, durante la presidencia de Bill Clinton, el mundo se mantuvo más o menos sin cambio no porque no hubiera una gradual transformación de las estructuras internacionales, sino porque Clinton guardó las formas y evitó confrontaciones estériles en el marco de la ONU y otras entidades multilaterales similares. Para Bush esas formas resultaban pedantes e innecesarias. No habían pasado unos meses de su mandato cuando ya había rechazado el acuerdo de Kyoto en materia ambiental y, poco después, el tratado de proliferación nuclear, así como la corte internacional de justicia. En al menos dos de estas instancias, las formas de Bush resultaron mucho más agresivas que la substancia detrás: en particular, todas las naciones signatarias del tratado de Kyoto sabían que éste era inalcanzable; sin embargo, el imperativo para el gobierno de Bush no era la comunidad internacional sino su propia base política interna, razón por la cual fue categórico y arrogante en exceso.

El ascenso de los llamados “neoconservadores”  fue resultado directo de los ataques terroristas de hace dos años. Para ese grupo de intelectuales y funcionarios, el fin de la guerra fría exigía definiciones y transformaciones que, de no hacerse, impedirían la consolidación de un nuevo orden internacional. Más aún, los ataques terroristas, decían, abrían oportunidades que nunca antes habían existido. De esas concepciones nace la idea de que es imperativo modificar el statu quo internacional, sobre todo en el mundo islámico, y que el derrocamiento de Saddam Hussein es clave para lograr ese objetivo. Sólo así, piensan estos analistas, se puede obligar a las naciones que han resguardado, protegido o promovido, ya sea de manera pasiva o activa, a Al Qaeda, a bloquear a esa organización, hasta extinguirla. El vínculo entre Irak y Al Qaeda acaba siendo menos directo, pero mucho más poderoso de lo aparente en la visión de este grupo de poderosos funcionarios, todos los cuales fueron clave en la andanada que hoy tiene lugar en esa región del mundo. Se trata de la mayor redefinición de fuerzas y fuentes de influencia de la historia desde el fin de la segunda guerra mundial.

Aunque la imagen idílica de una guerra corta, sin costos ni problemas que vendieron esos “neoconservadores” no se esté materializando, no hay persona seria en el mundo que dude de la fuerza de las convicciones de la llamada coalición liderada por EUA, ni de la debilidad relativa de Hussein. Ciertamente, los costos, tanto materiales como humanos, van a acabar siendo mayores de lo anticipado por esos intelectuales, pero el fin no parece dudoso. Las hipótesis sobre lo que seguirá son muchas, pero es obvio que hay al menos dos temas que son cruciales para nuestros propios cálculos. Uno se refiere a la naturaleza de ese final anunciado y el otro a las reacciones que ese final genere para las relaciones bilaterales de EUA con el resto del mundo.

Por lo que toca al primer asunto, no hay nada más propicio y amable que un triunfo dramático que enaltezca los objetivos de las potencias que iniciaron el conflicto. El final de la segunda guerra mundial es ilustrativo al respecto: los estadounidenses no sólo fueron visionarios y previsores (un ejemplo: la creación de las Naciones Unidas, el GATT y otras instituciones internacionales y multilaterales), sino que también fueron por demás generosos, como ilustra el Plan Marshall, que hizo posible la revitalización de naciones aliadas, como Inglaterra y Francia, pero también de los derrotados, como Japón, Alemania y Turquía. En esta perspectiva, queda por confirmarse la existencia de armas de destrucción masiva, es decir, las armas químicas, biológicas o nucleares, que a los ojos norteamericanos justificaban cualquier acción militar, y si una vez derrocado Hussein, la población se siente liberada y agradecida de haber acabado con la dictadura, como ocurrió con los rusos luego del fin de una sucesión de regímenes estalinistas, cuyo ejemplo es el que parece animar al propio Saddam Hussein. Al día de hoy, parece igualmente posible el triunfo contundente de EUA como un triunfo un tanto humillante que lleve al nacimiento de una hiperpotencia cautelosa y negociadora, en lugar de arrogante y militante.

Nadie puede adivinar cómo será el desenlace en Irak. Aunque parece certero el triunfo de la coalición norteamericana, lo que sigue está claramente en el aire. Independientemente del rumbo de los acontecimientos, todo indica que la estrategia de oposición a ultranza que encabezó el presidente francés Jaques Chirac y a la que se sumó el presidente ruso Vladimir Putin va a resultar extraordinariamente costosa para esas naciones. A final de cuentas, apostar contra la hiperpotencia que tanto criticaban parece una estrategia poco inteligente para sus relaciones futuras con EUA, una vez concluidas las hostilidades. Pero también está por verse es si la estrategia de “acercamiento crítico” de Tony Blair, el primer ministro británico, acabará siendo más productiva. Asociarse con los estadounidenses en lugar de rivalizarlos, dice el primer ministro inglés, es la única manera de mantener vigente el orden internacional. Las próximas semanas serán clave para el mundo, sobre todo México, que ahora preside el Consejo de Seguridad. El potencial de nuevo conflicto con EUA ahí es infinito. Aunque eso pudiera ser popular en las encuestas, más vale que lo veamos con una perspectiva del interés del país en el largo plazo. La alternativa podría ser un invierno que pudiera durar lustros…

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Reempezar

Luis Rubio

El gobierno del presidente Fox enfrenta un dilema muy claro: cambia pronto o destruirá los planes, objetivos y apoyos que desarrolló a lo largo de su campaña. Emprender cambios a la mitad del vuelo siempre entraña riesgos elevados, pero éstos acaban siendo menores si se comparan con el riesgo de seguir en un deterioro que parece incontenible. El mero hecho de que la propaganda priísta haya robado los temas de la campaña presidencial del hoy presidente Fox (como el cambio, la inseguridad y el crecimiento económico) debería llevar al gobierno a recapacitar sobre lo que ha hecho y lo que no ha avanzado. Más allá de la súbita mejoría de la popularidad presidencial, la sensación de que el país va a la deriva es casi ubicua. Sin embargo, a pesar de lo anterior, la buena noticia es que las épocas de crisis también son tiempos de oportunidad; mucho más si la sensación de crisis ha amainado. La gran pregunta es si el presidente Fox aceptará el reto de recomenzar.

La problemática es clara para todo aquel que la quiera ver. Por un lado, México es un país con una sociedad ávida de liderazgo. Por el otro, el gobierno está desorganizado y carece de un sentido de dirección. Los mexicanos quieren un gobierno que establezca un camino y convenza a la sociedad de la bondad de su proyecto. En el pasado, bastaba con tener un sentido de dirección; pero la sucesión de crisis de los setenta a los noventa demostró que la clave no reside en la existencia de un liderazgo iluminado, sino en un gobernante con claridad de mente y capacidad para convencer y sembrar certidumbre a la vez que disposición para atenerse a los contrapesos que establece nuestra estructura constitucional. El triunfo de Vicente Fox a la presidencia y la composición del congreso que emanó de esa misma elección, dejaron un mensaje claro: la población quería un líder fuerte pero apegado a la legalidad.

Más de dos años después de ese momento de cambio culminante, el país no cuenta con un líder fuerte y los pesos y contrapesos que existen resultan paralizantes. El gobierno funciona en lo cotidiano, pero no tiene rumbo definido; cada secretaría tiene objetivos propios que resultan con frecuencia contradictorios con los de sus pares. Algunos secretarios están más centrados en juzgar el desempeño de otras secretarías que en preocuparse por sus propios actos. La mayoría no tiene ni idea de su responsabilidad política ni comprende que envía un mensaje cada vez que hace o deja de hacer algo. En una palabra, el gobierno, como un conjunto, es más un club de pocos cuates, que el instrumental de acción del líder que los mexicanos esperan.

Las próximas elecciones son la gran (y última) oportunidad para que el gobierno se reorganice y vuelva a comenzar, aunque no es evidente que el gobierno pueda hacerlo. En este proceso electoral se reunirán tres componentes cruciales que, debidamente articulados, podrían conducir a una transformación integral del gobierno. Primero, las épocas de elecciones representan siempre una oportunidad natural para presentar ideas, reconocer errores y pedir el apoyo de los electores. Segundo, el presidente Fox es, con mucho, el mejor activo con que cuenta la administración y su partido para apelar a los votantes, crispar voluntades y recomponer la coalición que triunfó el dos de julio del 2000. Un presidente en campaña es un líder diligente y visible: pocos como el presidente Fox para aprovechar la ocasión, máxime si opta por apalancar su éxito en sumar a las fuerzas políticas en torno a la política exterior. Finalmente, la tercera razón por la que las próximas elecciones pueden hacer la diferencia es la más simple de todas y bien pudo ser la diferencia en el 2000. La propaganda de los partidos de oposición ha cambiado de temas y de enfoque, pero no así en su perspectiva: a juzgar por sus spots en televisión, el PRI, por ejemplo, sigue tratando a los votantes como los mismos tontos de siempre. Mientras que el gran éxito del hoy presidente Fox en el camino a la presidencia fue su habilidad para acercarse a la población e identificarse con sus problemas de una manera respetuosa, para la mayoría de los otros partidos el electorado sigue siendo un mero instrumento para alcanzar sus propios objetivos. El presidente podría recuperar esa vertiente que él mismo sembró.

Nada garantiza que el presidente Fox y su partido ganen los próximos comicios, pero esa elección es sin duda su gran oportunidad. No sorprende, por ello, que todas las baterías gubernamentales estén enfocadas en esa dirección. A final de cuentas, las próximas elecciones son, en buena medida, asunto de supervivencia para el presidente. La pregunta es qué hará en caso de ganar y qué en caso de perder. La respuesta debería ser obvia ante cualquiera de las dos eventualidades, pero los últimos dos años son prueba suficiente de que ya nada es certero.

En caso de que el PAN no logre la mayoría absoluta o, peor para el presidente, que el PRI sí la alcance, resultaría obvia la única alternativa disponible: reconocer la nueva realidad, renegociar un pacto político y tratar de evitar un colapso del gobierno. La contingencia de una derrota (entendida ésta como una mayoría absoluta del PRI) en las urnas parece pequeña en este momento, pero resultaría desastrosa para el presidente en caso de materializarse.

Obviamente, el presidente está persiguiendo una mayoría absoluta en el Congreso. Desafortunadamente, la busca menos por el instrumento en que podría convertirla que por el valor plebiscitario que de ella quisiera derivar. Es decir, luego de tantas críticas y errores, el presidente previsiblemente buscaría la legitimidad que sólo un triunfo electoral le podría conferir. Sin embargo, si su objetivo es únicamente ratificar su legitimidad de origen, el derrumbe de expectativas durante la segunda mitad del sexenio sería todavía peor que el actual. Sin un plan de reorganización de todo el gobierno y su gabinete, el costo de la búsqueda de esa renovada legitimidad resultaría devastador para el país y para el propio presidente.

Lo peor del caso es que el plan que el presidente tendría que echar a andar no es distinto, en concepto y esencial, al que originalmente propuso para el país, pero sobre el cual se desentendió en la práctica tan pronto tomó posesión. Los tres principios rectores de la segunda mitad de la presidencia de Vicente Fox podrían ser los siguientes. Primero, retomar una serie de principios básicos y dedicarse a hacerlos cumplir. Entre estos se encuentran los obvios: la urgencia de desregular y reducir costos a la inversión (igual en vivienda que en importaciones); precisar y proteger los derechos de propiedad; combatir con seriedad la inseguridad pública y hacer cumplir la ley, caiga quien caiga. Prácticamente ninguno de estos temas depende del poder legislativo.

El segundo tema rector tendría que dirigirse a reconstituir toda la estructura del gobierno y del gabinete. Al día de hoy, no existe una coordinación de objetivos, cada secretaría actúa por su cuenta, los miembros del gabinete no se hacen responsables ni pagan un precio por sus errores y no se ejerce un liderazgo efectivo capaz de sumar a toda la población en aras de un futuro mejor. De hecho, la situación ha llegado a un punto tan caótico y extremo que los yerros se multiplican, los intereses particulares dominan las acciones gubernamentales y el gobierno no hace nada por hacer cumplir la ley. No hay grupo de interés alguno que no se haya percatado que la mejor manera de avanzar su causa es violando la ley: bloqueando carreteras, manifestándose en la vía pública, secuestrando funcionarios y, en general, poniendo en jaque a toda la población que es, a final de cuentas, la razón de ser del gobierno. Cuando uno observa cómo algunos gobernadores hacen cumplir la ley y velan por el derecho de las mayorías de moverse con entera libertad, resulta evidente que el problema no radica en la complejidad de los grupos involucrados, sino en la indisposición del gobierno federal para cumplir su cometido. Exactamente lo opuesto a lo prometido por el candidato Fox en tiempos de campaña.

Finalmente, el tercer tema rector digno de enarbolarse es el del liderazgo efectivo e inteligente. El presidente afirma que se encuentra en campaña permanente. Cualquiera que haya visto la televisión sabe bien cuán cierta es esa aseveración. Sin embargo, dicha campaña, y la popularidad con la que viene asociada, es tan vana como efímera; está diseñada para mantener una popularidad que sólo los reflectores que acompañan al presidente en sus giras pueden hacer posible. Tan pronto comiencen a disputarse esos reflectores (presumiblemente después de la próxima elección intermedia, como ocurrió en 1997), la popularidad comenzará a desvanecerse. Es tiempo de reconstruir el liderazgo con un sentido claro de propósito.

Indudablemente el país se encuentra paralizado, la economía no avanza mucho y los inversionistas comienzan a dudar del futuro del país. El último viaje del presidente Fox a Europa fue revelador para todos: el México atractivo del pasado se ha comenzado a evaporar frente al liderazgo político y económico de naciones como China, Brasil y el sudeste asiático. La postura del presidente en torno al conflicto bélico en Irak le ha dado nuevos bríos al gobierno, pero también esto será efímero si no se transforma en algo duradero. Sólo actuando en lo interno podrá el gobierno vencer la percepción generalizada de estancamiento y de un gobierno inmovilizado. Sólo el presidente puede romper ese círculo vicioso.

El país necesita de un líder fuerte, pero constitucionalmente limitado, que vuelva a encauzar el rumbo. El país se ha estancado en términos de competitividad, la debilidad fiscal del gobierno es patética y los factores que hicieron atractiva la inversión (como el TLC) se han comenzado a erosionar. El presidente podría emplear sus excepcionales dotes de liderazgo para reconstruir un consenso entre la población y, con la fuerza que ello generaría, negociar con el Senado.

A juzgar por los dos años pasados, es obvio que un esquema como éste es poco atractivo para el presidente Fox. El problema es que la alternativa tres años de más de lo mismo- sería costosísima para el presidente y devastadora para el país.

 

Los costos de votar y no votar

Luis Rubio

El sentido del voto mexicano en el Consejo de Seguridad de la ONU, que polarizó a la política nacional en los primeros meses de este año, fue conflictivo, complejo y costoso en todos sentidos. Si bien la decisión final coincidió con las encuestas y las presiones políticas internas, hay dos ángulos que bien vale la pena analizar y evaluar porque entrañan consecuencias potenciales de largo plazo. El primero tiene que ver con la manera de decidir del presidente, sobre todo los criterios que dominaron su proceso de (in)decisión, y el segundo con los costos potenciales para la relación bilateral con Estados Unidos.

Cualquier evaluación honesta y seria sobre el tema tiene que partir de la imperiosa necesidad de hacer explícita la inutilidad de discutir tres temas que, aunque aparentemente centrales al corazón del asunto, son en realidad irrelevantes. Primero, es tautológico discutir una vez más si México debió buscar su membresía en el Consejo de Seguridad, al igual que es absurdo cuestionar la importancia de la relación con EUA; segundo, es innecesario afirmar lo obvio: que la paz es preferible a la guerra y que deben hacerse todos los esfuerzos humanamente posibles para evitar un conflicto armado, así como resolver los conflictos de manera pacífica; y, tercero, no hay decisión que sea gratuita o que no entrañe costos y riesgos. Lo que hizo o dejó de hacer el gobierno entraña consecuencias y éstas tendrán que ser enfrentadas en el futuro.

Cuando Estados Unidos, Inglaterra y España llevaron al Consejo de Seguridad una segunda propuesta de resolución orientada a hacer posible el uso de la fuerza en cumplimiento con lo establecido en la resolución previa (1441), el gobierno mexicano se encontró ante el dilema de cómo responder. Ya para ese momento, el presidente Fox llevaba meses abogando abiertamente por una salida pacífica al conflicto en Irak, discurso que creó su propio momentum y, de hecho, limitó sus opciones de decisión. La manera de votar sobre una resolución de esta naturaleza entrañaba dos planos contrastantes y en buena medida contradictorios: por un lado la relación bilateral; por el otro, la moralidad de la guerra y la tradición pacifista del país. Al inscribir el debate en términos de principios absolutos de paz y guerra y la naturaleza sagrada de la vida, el presidente Fox se entrampó en un discurso del que, de haber querido, no podía salir sin pagar un costo político inmenso.

Desde esta perspectiva, el gobierno evidenció al menos cuatro características clave en su proceso de decisión. Primero, aunque el discurso hablaba de principios, la retórica del presidente en ningún momento siguió los lineamientos de la política exterior tradicional; más bien apelaba a valores morales y principios religiosos y no a la tradición de la política mexicana. En segundo lugar, el gobierno exhibió una fuerte propensión a incursionar en terrenos de la política internacional relativamente inéditos para México, como las negociaciones con la Liga Árabe, que por al menos durante dos décadas fueron considerados ajenos al interés central del país y, de hecho, potencialmente peligrosos para su desarrollo. En este mismo rubro destaca también la efímera propuesta presidencial de intermediar en el conflicto entre las dos Coreas, algo que no se había visto en el país desde los setenta. En tercer lugar, el gobierno refrendó su obsesión por las encuestas, a las que claramente no considera un insumo necesario para el proceso de toma de decisiones, sino un fin en sí mismo capaz de determinar el actuar presidencial. Finalmente, el gobierno siempre mostró disposición a minimizar la importancia de la relación con EUA, suponiendo que ésta es suficientemente madura como para poder separar los asuntos cotidianos como el comercio, la inversión y la frontera- de los políticos y éticos. Independientemente de la correcto o errado de los supuestos implícitos en esta manera de proceder, resulta evidente que los criterios de decisión del gobierno actual son sensiblemente distintos a los que distinguieron a los gobiernos pasados.

Pero el que el gobierno estime que sus criterios son congruentes con su visión y con sus preferencias y prioridades no implica que sean gratuitos o que no existan costos asociados a ellos. La presencia de México en el Consejo de Seguridad en la era de una sola superpotencia, sobre todo después de los ataques terroristas del once de septiembre, entraña un dilema permanente entre la relación bilateral y la agenda diplomática y política más amplia del país. En algunos momentos, como en el caso de Irak, esos dos asuntos chocan de manera frontal. El presidente Fox decidió ignorar la existencia del dilema y enfocó todas sus baterías en la dirección de la agenda multilateral, cobrando un fuerte protagonismo en el campo pacifista. Visto en retrospectiva, es evidente que el gobierno actuaba con seguridad respecto a las prioridades que decidió adoptar en esta materia; tanto así que, una vez pasado el momento crucial en que EUA decidió retirar el proyecto de resolución, diversos funcionarios se jactaron de que habrían votado en contra de esa resolución de haberse sometido a votación. Ahora será necesario pagar los costos de esa verborrea, que son más tangibles y menos anticipables que los beneficios.

Los beneficios son evidentes en términos de popularidad del presidente y, de existir habilidad para construir consensos internos, podrían manifestarse en acciones concretas en el frente legislativo, apalancando la popularidad ganada para lograr algo duradero para el país. Un buen paquete de reformas idóneas reduciría dramáticamente cualquier vulnerabilidad. De fallarse en este esfuerzo, los beneficios acabarían siendo pequeños y se desperdiciaría una oportunidad más de las muchas ignoradas en este sexenio.

Aunque todos los costos potenciales acaban por traducirse en impactos sobre la tasa de crecimiento de la economía, para fines analíticos es útil agruparlos en tres niveles. El primero tiene que ver con el gobierno y la sociedad norteamericana; el segundo con los mercados financieros; y el tercero con el desempeño de nuestra economía.

Por lo que toca al gobierno estadounidense, es improbable que haya decisiones específicas que contengan un sesgo de venganza o represalia. Más allá de los programas en marcha, no hay indicio de que el gobierno norteamericano busque afectar los flujos de inmigrantes, ni tampoco hay elementos para pensar que se hará más complejo el tránsito fronterizo o la emisión de visas para mexicanos que deseen visitar ese país. Los principales costos derivados de nuestro activismo diplomático tienen menos que ver con decisiones anti-mexicanas que con las actitudes que se van forjando en toda la sociedad norteamericana todos los días. Dado que la naturaleza instintiva de los estadounidenses es a cerrar filas de manera absoluta con su gobierno una vez que existe una situación bélica, es evidente que muchos de ellos concluirán que México es, al menos parcialmente, responsable del fracaso de la iniciativa diplomática de su gobierno y eso implicará que, en sus decisiones cotidianas, tomarán eso en cuenta. A diferencia de Francia, cuyas exportaciones son por demás visibles (quesos, vinos, automóviles), la mayoría de nuestras exportaciones son invisibles, toda vez que muchas de ellas son parte integral de automóviles norteamericanos o partes, materias primas o insumos para la construcción. Por lo anterior, es improbable que nuestras exportaciones se vean afectadas.

Sin embargo, es altamente probable que las consecuencias se sientan en otros ámbitos: en las decisiones que tomen los consejos de administración de empresas pequeñas y grandes al momento de decidir dónde invertir; en la actitud que adopten funcionarios diversos y, sobre todo, los legisladores, en caso de que se presentara una iniciativa relativa a México en temas como el financiero (el caso extremo sería el rescate del año 1995) y en la instrumentación de programas como el del llamado perímetro de seguridad que México confiaba se instalaría en el Suchiate, pero que bien podría acabar situado en el Bravo. Como muestran las interminables colas en los puntos de acceso terrestre a EUA estos días, decisiones como ésta bien podrían determinar la competitividad de una parte significativa de nuestros exportadores. En todo caso, el mayor de todos los costos es sin duda el relativo al forjamiento de actitudes que sólo el tiempo podrá corregir. Es en este contexto que resulta inexplicable el proceder gubernamental luego de que se desvaneció la necesidad de definirnos públicamente en favor o en contra de EUA: en vez de festinar el sentido del voto que no ocurrió, de haber mantenido su boca cerrada los miembros del gobierno, habría habido costos en términos de actitudes, pero éstos habrían sido mínimos. A menos de que logremos cambiar esas actitudes, los costos podrían acabar siendo enormes, aunque imperceptibles, pues se manifestarían en la falta de oportunidades e inversiones: la economía simplemente crecería menos de lo que podría haber logrado en otras circunstancias.

Por lo que toca a los mercados financieros, los costos serán elevados en el corto plazo, pero desaparecerán con el tiempo, toda vez que la vigencia de los asuntos en ese mundo es siempre corta. Algunos analistas y administradores de fondos mostrarán su enojo o frustración en la forma de reportes críticos de la economía o empresas mexicanas, pero todo pasará con rapidez. En este sentido, más allá de los efectos macroeconómicos que cause la guerra, la actividad económica en el país se va a beneficiar o sufrirá dependiendo de la manera en que tomen sus decisiones los empresarios y los inversionistas. En la medida en que cale la idea de que México (junto con Rusia en la mitología actual) fueron los causantes del fracaso diplomático, los costos serán elevados. Con suerte, la cruda será menos efusiva que la borrachera actual. Sea como fuere, si la acción bélica acaba siendo exitosa los costos serán pequeños y pasajeros, pues nada cierra las heridas tan rápido como el éxito, en cualquier empresa o actividad. El problema es que si la cosa avanza mal, más vale que tengamos los cinturones bien puestos.

 

La cola del tigre

Luis Rubio

El zafarrancho que han creado algunos miembros del PRI en torno a la sanción que le impuso el IFE a ese partido constituye una buena síntesis del estado que guarda la política nacional. En lugar de romper con el pasado e iniciar la organización de un nuevo partido, capaz de ganar elecciones, los priístas se empeñan en retornar a un pasado que ya no volverá. De esta manera, el país vive la desafortunada combinación de un gobierno sin iniciativa, un proceso político paralizado y un partido experimentado que no tiene visión de futuro. ¿Habrá alguien capaz de darle sentido a este marasmo de indiferencia, impunidad y surrealismo?

La reacción de los priístas a la sanción impuesta por el IFE era enteramente anticipable, pero no por ello deja de ser vergonzosa. Ciertamente, de la información disponible, es razonable suponer que existen muchos vacíos en el origen y destino de los fondos que se han acabado de encuadrar bajo la denominación coloquial de Pemexgate. Los argumentos esgrimidos por los abogados del PRI indican que el partido ha optado por una batalla legal de corte medieval para defender el honor de su franquicia, la cual están en su derecho de emprender y llevar hasta sus últimas consecuencias. Sin embargo, es también razonable preguntar si esa es una estrategia idónea y, sobre todo, inteligente para su defensa.

De lo que no hay la menor duda es que tarde o temprano el país enfrentaría un conflicto político de esta naturaleza. Luego de décadas de gobiernos priístas, no siempre caracterizados por su pulcritud, era inevitable que el primer gobierno no priísta buscara y encontrara alguna evidencia de corrupción. Lo sorprendente para cualquier mexicano mínimamente avezado e informado es que no hubiera explotado un número infinito de acusaciones, procesos legales e imputaciones en contra del PRI y de sus funcionarios y próceres. La verdad es que, a pesar de la sensación de acoso que los priístas sintieron –muchas veces con razón- sobre todo a lo largo del primer año del gobierno de Fox, el comportamiento del gobierno en estas materias ha sido más bien limitado. Los hechos demuestran que han sobrado imputaciones retóricas, pero que ha habido muy poco activismo legal. Imposible saber si esto evidencia incompetencia por parte de las autoridades actuales, cuidado en esconder la corrupción por parte de los priístas que antes estaban a cargo o limpieza en sus procesos.

Lo que era anticipable es que tarde o temprano llegaríamos a algo como el Pemexgate. En este caso, la evidencia confirma que el dinero salió de la empresa paraestatal, que parte del dinero se desvió a cuentas personales de los líderes sindicales y que parte fue entregada a funcionarios del PRI en la época de la campaña. Lo que parecen disputar los priístas es la ausencia de evidencia de que los fondos transferidos en efectivo por funcionarios de la campaña hayan sido utilizados por el partido en el proceso electoral. Como argumento legal éste es sólido, toda vez que las facultades del IFE se reducen a los partidos y a las campañas. Si no existe evidencia de que el dinero haya sido efectivamente utilizado por el PRI en la campaña, la jurisdicción del IFE puede ser dudosa.

El IFE, por su parte, ha actuado estrictamente apegado a su mandato legal. Como el árbitro que es, su función es la de vigilar el comportamiento de los partidos, auditar el financiamiento y gasto de las campañas federales y sancionar a cualquier infractor. Independientemente del fallo que llegue a emitir el Tribunal Federal Electoral en torno a este asunto, su actuar en el caso Pemexgate se ha apegado a su mandato. Más allá de las facultades con que cuenta el instituto electoral, su estructura fue diseñada para hacer lo que los priístas consideran impropio y por lo cual debaten absurdos como el de iniciar juicios políticos contra sus integrantes. Los miembros del consejo del IFE son personas independientes que fueron propuestos por los partidos políticos. Esta combinación crea muchas de las tensiones actuales: su independencia les da la fortaleza legal y moral para arbitrar los procesos electorales y el origen de su nominación los ata, a unos más que a otros, a los partidos que los promovieron. Para nadie debería ser sorprendente la dinámica que ahí tiene lugar.

Pero esa dinámica también explica el buen funcionamiento y el prestigio de que goza la institución. En contra de lo que sostienen muchos airados priístas, la mayor parte de los mexicanos, incluyendo muchos que votan por el PRI, aprecia la existencia de una instancia capaz de ponerle un alto al partido que por décadas estuvo asociado a la corrupción e impunidad que se resumen en el caso del Pemexgate. Aunque los priístas puedan argumentar con legitimidad que no existe evidencia suficiente para justificar la sanción que les fue impuesta, es dudoso que puedan encontrar a muchos mexicanos que duden que la transferencia de fondos de una empresa paraestatal (supuestamente de todos los mexicanos) a un sindicato que nadie con un mínimo de sensatez puede calificar de pulcro y transparente, a cuentas personales de los líderes y a funcionarios del partido y de la campaña presidencial pasada, constituye flagrante corrupción. En este sentido, más allá de la legitimidad legal del argumento del PRI, vale preguntarse si los priístas están actuando con inteligencia política al disputar con tanta vehemencia y publicidad el fallo del IFE.

A final de cuentas, la razón de ser de un partido político es la de llegar al poder. Sin embargo, para los priístas este asunto parece ser uno de supervivencia. Como si el probar su inocencia en este tema fuera a garantizarles el retorno al poder, la recuperación de lo que estiman es suyo casi por derecho divino. Este empecinamiento sugiere exactamente lo contrario: muestra que el PRI ha sido incapaz de la más mínima introspección; que sus integrantes, ahora que prácticamente han eliminado a todos los llamados “tecnócratas”, siguen culpando de su derrota en el 2000 a los intentos que sus gobiernos recientes emprendieron en busca de la modernización del país y que temas como el de la impunidad y la corrupción, que el Pemexgate presenta con tanta nitidez, son irrelevantes para el electorado.

Los avances recientes del PRI en materia electoral son sin duda fuentes legítimas de orgullo para sus líderes. Sin embargo, cualquier evaluación honesta de lo ocurrido en el terreno electoral en el último año tendría que conceder que hay dos escenarios posibles: por una parte, es posible que los resultados reflejen un cambio de percepción de los votantes respecto al PRI; pero, por otro lado, también es posible que se trate de una mera evolución natural en las actitudes de los votantes sobre temas locales, independientemente de un partido en lo particular. La noción de que se puede extrapolar cualquier resultado electoral a nivel municipal o estatal al plano nacional es debatible. Pero lo que parece dudoso es que la opinión del mexicano promedio sobre el PRI haya cambiado en los últimos dos años, máxime cuando el PRI no ha cambiado mucho. La ironía de todo este asunto yace precisamente en este tema: el país y el electorado necesitan fuerte competencia partidista para obligar al gobierno en turno a esforzarse y a avanzar los intereses del país en su conjunto. Frente a eso, el PRI no ha hecho sino retraerse hacia sus orígenes, esconderse tras su ideología tradicional y suponer que el votante es incompetente e incapaz de discernir.

Nadie puede anticipar qué es lo que deparan las elecciones intermedias de julio próximo. Lo que es seguro es que las elecciones más recientes, comenzando por las del estado de México hace unos días, no mostraron a un PRI renovado, sino a un conjunto de malos gobernantes que fueron reprobados por los electores. Si hubiera habido reelección, esos gobernantes no se habrían reelecto; no habiéndola, un número suficiente de votantes cambiaron de partido y punto. Así es la competencia electoral y así es la democracia. Difícil construir un imponente edificio sobre cimientos por demás endebles como los priístas han intentado hacer en estos días.

Todo esto obliga a volver al tema de la sanción impuesta por el IFE. Los priístas han desdeñado el actuar del IFE sobre bases legales, despreciando la dinámica política que su disputa entraña. Su argumentación legal se reduce al tema de la evidencia, en tanto que su andanada política se concentra en la idea de que el IFE ha actuado con parcialidad, al tratar el asunto de Amigos de Fox de manera distinta. Los miembros del IFE han explicado con claridad la diferencia entre ambas dinámicas en términos del proceso legal que cada uno sigue en instancias ajenas al IFE. En términos estrictos, es claro que el IFE tiene razón en cuando argumenta que se trata de dos asuntos distintos, independientes uno del otro, aunque ambos con enormes implicaciones políticas. También es cierto, como argumentan los priístas, que el trato propinado a los involucrados en el caso que afecta al PRI ha sido severo y apegado a una lectura estricta de la ley, en tanto que el tenor del actuar de la PGR en el caso de Amigos de Fox ha sido por demás generoso y displicente. Todo esto sugiere que hay más de juarista en el gobierno de lo que muchos de sus integrantes quisieran aceptar.

Pero el punto de fondo es que el PRI, que aspira a recuperar el poder en el 2006, se ha comportado como la entidad arrogante e impune que siempre fue, con lo que corre el riesgo de alienar a más votantes en lugar de atraerlos. El problema que el PRI enfrenta no es el de la sanción impuesta por el IFE ni tampoco el monto de la multa imputada, sino la naturaleza de lo sancionado. Si bien en principio no existe diferencia moral o ética entre las violaciones al código electoral implícitas en los casos de Pemexgate y de Amigos de Fox, el caso del PRI refleja precisamente el tipo de impunidad que la mayoría de los votantes reprobó en el 2000. Acostumbrados a esa manera de actuar, los priístas no parecen ser capaces de reconocer la diferencia. Harían mejor si iniciaran una profunda reforma que les permitiera recuperar la credibilidad, algo que no tienen y que al IFE le sobra.

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