Legalidad vs gobernabilidad

Luis Rubio

Si existe contradicción entre la gobernabilidad y la legalidad, entonces el país se encuentra en graves problemas. La noción del presidente Fox de que tiene que optar entre ambas, revela una faceta por demás peligrosa de nuestra realidad política actual y muestra una preocupante propensión a tomar las salidas fáciles, en lugar de contribuir a construir un sistema político fundamentado en dos pilares: la legalidad y la gobernabilidad. La democracia es la única forma de gobierno que concilia ambos principios; el hecho de que el presidente Fox afirme que tiene que optar implica que ha abandonado el principio moral más fundamental de su presidencia, la democracia, o que las presiones que confronta son tan brutales que no encuentra cómo salir de ellas. De lo que no hay duda es que el día en que estos dos principios, legalidad y gobernabilidad, entren en contradicción, el experimento democrático mexicano el sustento de todo el gobierno actual- habrá fracasado. No es un asunto menor.

Para nadie es secreto que la democracia mexicana es una obra en construcción, sujeta a toda clase de presiones, obstáculos e intereses. Unos quieren más democracia (aunque pocos la entienden a cabalidad), en tanto que otros la evitan bajo cualquier pretexto. Muchos desdeñan esa forma de gobierno; otros temen sus posibles consecuencias. No es para menos: la democracia amenaza a todos los intereses que por décadas depredaron de un sistema diseñado para que sólo unos cuantos gozaran de sus beneficios. De esta manera, los miembros del ex partido gobernante temen ser obligados a rendir cuentas de las chambas que entonces tuvieron, en tanto que los líderes de sindicatos y agrupaciones que nacieron y vivieron para controlar a la población, tienen pavor de sujetarse a procedimientos de elección que pudieran desnudar la realidad de su presunta popularidad.

Pero no sólo los miembros directos e indirectos del viejo sistema priísta temen de la dinámica de un sistema político democrático. Muchos de los medios de comunicación más poderosos han hecho lo posible por acomodarse a la nueva realidad política, pero al viejo estilo: en lugar de constituirse en los guardianes de los intereses ciudadanos, función que típicamente desempeñan en las sociedades democráticas, han optado por la cercanía con el régimen. Los partidos de oposición ciertamente prefieren el mundo post-priísta (donde sus libertades y oportunidades son infinitamente mayores), pero algunos de ellos niegan con sus actos las bases de una sociedad democrática liberal. Para la mayoría de los miembros del PRD, por ejemplo, la democracia no arribará hasta que su partido gane la presidencia, razón por la cual dedican una enorme proporción de sus energías, estrategias y posturas a reprobar y desacreditar al gobierno actual, bajo el principio de que la población no tiene capacidad de discernir. En este contexto, nadie tiene incentivos para ser responsable y hacer posible la prosperidad en un entorno de legalidad.

Para completar el cuadro, sólo faltaba la puntilla del propio presidente Fox. El titular del ejecutivo puede o no ser políticamente hábil, y puede tener buenas o malas razones para actuar como lo hace y para encabezar un gobierno al que le falta punch y sentido de dirección. Lo que el presidente no puede hacer, a menos que le ganen instintos suicidas, es descalificar su propia razón de ser. La fortaleza política y moral del presidente Fox no radica en su investidura ni en que haya derrotado al PRI. Su fortaleza y, sobre todo, su legitimidad, surgen del voto en las urnas, algo que parecería demasiado obvio si no es porque en la historia moderna de México fue un hecho insólito y excepcional.

La legitimidad originada en las urnas entraña una base fundamental de legalidad, pues el que existan procedimientos para una elección, reglas del juego acordadas y aceptadas por todos los participantes e instituciones debidamente constituidas para llevar a cabo los comicios, habla de la vigencia de uno de los componentes del estado de derecho. Cuando el presidente rechaza la legalidad como fundamento para subordinarla a la praxis cotidiana no sólo retorna al pragmatismo autoritario del mundo priísta, sino que pone en entredicho su propia legitimidad.

No es difícil especular sobre la razón que llevó al presidente a afirmar que la gobernabilidad estaba por encima de la legalidad en el orden de sus prioridades. La democracia mexicana no funciona con la exactitud de un reloj suizo y las dificultades para tomar decisiones e instrumentarlas son tan grandes que cualquiera puede acabar desesperado. Todos los ciudadanos hemos podido observar cómo, a lo largo de estos dos años, el poder legislativo ha bloqueado una iniciativa presidencial tras otra, a la vez que la Suprema Corte de Justicia ha invalidado viejas atribuciones presidenciales. Al mismo tiempo, diversos partidos han hecho todo cuanto han podido para deslegitimar al presidente y su gobierno, mientras que toda clase de grupos de interés, en ocasiones promovidos y solapados por miembros de algunos de los principales partidos de oposición, han impuesto sus preferencias a través de bloqueos, cierres de carreteras, machetes y amenazas. Una y otra vez, el presidente ha preferido el viejo statu quo priísta mejor no le muevan- que la fortaleza moral de un gobierno democrático que enarbola la legalidad emanada de las urnas. La actitud presidencial trae a colación una noción elemental de la legitimidad: que los principios sólo valen cuando es difícil sostenerlos (por ejemplo, cuando hay que imponer el orden legal); no hay mucho mérito en avanzarlos cuando todo mundo está de acuerdo.

Mientras el presidente Fox limitó su pragmatismo a la toma decisiones concretas (como la de cancelar el proyecto de un nuevo aeropuerto en la ciudad de México) la ciudadanía aprobó su gestión. Es imposible saber si los encuestados que aprueban el (no) actuar del presidente prefieren que el gobierno no haga nada para evitar violencia o si tienen una concepción tan pobre y baja del gobierno y sus instrumentos de acción (como las policías), que prefieren no probar la alternativa. El hecho es que la población ha aprobado la cancelación de una iniciativa tras otra cuando la alternativa percibida es violencia. Todo esto ha colocado al presidente en una tesitura peculiar: lo ha hecho más popular por lo que no hace que por lo contrario. A pesar de lo anterior, la situación cambió en el momento en que el presidente decidió abandonar la legalidad como principio normativo de su actuar. Una cosa es ser pragmático (al privilegiar la gobernabilidad) y otra es abandonar hasta la pretensión de que, en su actuar, va a respetar (y, en nuestro caso, contribuir a fortalecer y consolidar) el estado de derecho.

El problema de fondo yace en que la gobernabilidad no se consigue no actuando. Quienes avanzan la tesis de que la gobernabilidad debe ser el eje del actuar presidencial suponen que, al abandonar la legalidad (es decir, al saltarse las trancas cada vez que eso resulta fructífero y conveniente como en la era priísta), el país va a funcionar mejor. Sin embargo, las consecuencias de lo anterior son múltiples: el país está cada vez más paralizado, la inversión no crece, la economía sólo se distingue por no estar en crisis, pero no por crear riqueza y empleos y los riesgos hacia adelante, tanto políticos como económicos, no pueden más que incrementarse. Todo lo anterior es producto de esa noción primitiva de gobernabilidad (mejor ceder ante cualquier presión que avanzar un proyecto) tan presente en el sistema político, noción que entraña tanto una falacia como un gran riesgo. La falacia, sobre todo en boca del priismo, reside en que mucho de lo que el presidente Fox no ha hecho ha sido menos resultado de las decisiones presidenciales que de los obstáculos que le han impuesto los propios priístas en el legislativo. Como pudimos observar entre 1997 y 2000, un gobierno priísta estuvo prácticamente igual de paralizado que el actual. El riesgo inherente a todo esto es que, mientras los políticos disputan, el país pierde terreno frente al resto del mundo. La competencia china en nuestros mercados de exportación debería alertar a nuestros dilectos políticos de los costos de su inacción.

Lo que el presidente Fox no ha hecho, más allá de acatar los fallos de la Suprema Corte y mantener ecuanimidad frente a la inacción del poder legislativo, es avanzar en la consolidación de la democracia mexicana. El proyecto de Reforma del Estado sigue sin rumbo ni dirección y las soluciones que se han dado a las diversas crisis que el gobierno ha enfrentado no se han convertido en instrumentos para fortalecer una participación política responsable. Abandonar la legalidad como principio fundamental de acción, anuncia graves riesgos no sólo para el gobierno actual, sino para el futuro del país.

Al parecer, el presidente privilegió la gobernabilidad sobre la legalidad en el marco de la disputa entre CNI 40 y TV Azteca. Se puede presumir que el presidente reconocía que la legalidad se encontraría del lado del Canal 40, pero que sus preferencias pragmáticas (esa noción de gobernabilidad) le orillaban a favorecer la postura de Azteca. De ser así, el presidente estaría enfrentando un dilema faustiano: fortalecer la democracia aunque ésta no parezca producir muchos réditos en el corto plazo o vender su alma al diablo, confiando en que la mayor penetración de Azteca le permitiría obtener frutos en la próxima elección. Una noción de gobernabilidad como la anterior es por demás riesgosa: primero, porque nada le garantiza al presidente que el apoyo de la segunda televisora del país será decisiva en la próxima elección; y, segundo, porque al optar por una acción tan flagrantemente violatoria del orden legal, el gobierno está abdicando del uso de los recursos legales que tiene a su alcance para hacer valer el orden y la convivencia entre los diversos actores sociales, así vaya esto contra sus preferencias. En lugar de jugar a la gobernabilidad, el gobierno debería fortalecer el estado de derecho. Como bien saben los priístas, nada eleva tanto los riesgos de un gobierno como el pretender que éste puede determinar su propio dev

Volver a cambiar

Luis Rubio

Este año puede ser crítico de hecho, definitorio- para el futuro del país. Aunque por el hecho de la permanencia del senado las elecciones intermedias podrían parecer poco importantes, la realidad es que, dado el impasse que caracteriza a varios de los partidos principales y, en general, a la política mexicana, las elecciones de este año pueden ser cruciales. La ironía es que mucho de lo que ocurra en los próximos comicios va a depender de un gobierno que prometía un cambio pero que, hasta ahora, 25 meses después de su inauguración, sigue sin definir en qué consiste éste o, peor, qué quiere lograr y cómo piensa hacerlo.

A más de dos años del inicio del primer gobierno que no proviene del PRI, los principales problemas del país siguen esperando soluciones. Aunque hay gran efervescencia política, prácticamente todo el proceso político se consume en tomar posiciones frente a un gobierno que no tiene el poder de sus antecesores, pero que tampoco ha tenido la capacidad o la visión para conducir un proceso de cambio. El cambio parece haberse reducido a la elección de Vicente Fox. No es solo que muchas de las estructuras e instituciones permanezcan como antes (algo que puede ser intrínsecamente bueno), sino que el gobierno prácticamente no existe. Se trata de una administración reactiva en lo fundamental, carente de un proyecto, una visión y un sentido de brújula. Y esa ausencia de proyecto ha creado un campo fértil para el retorno de todos los intereses dedicados a que nada cambie.

A pesar de lo anterior, el presidente Fox es extraordinariamente popular. Fuera de los ámbitos periodísticos y políticos, la población reconoce al presidente como un líder distinto, claramente no subordinado a toda una estructura caciquil, burocrática y depredadora como la que acabó siendo el PRI. Quizá más importante, según las encuestas, la población reconoce que la situación política, económica y social es mala, pero no culpa al presidente de ello. Dado que no existen precedentes para la situación en que vivimos, hay dos conclusiones que uno puede derivar de esta mezcla de circunstancias: una es que, independientemente de su desempeño, la población le seguirá dando el beneficio de la duda al presidente por el resto del sexenio. De ser así, la estrategia presidencial (si así se le puede llamar a la ausencia de plan y acción) bien podría ser exitosa. Desde luego, la conclusión alternativa es que la población tarde o temprano se cansará de la parálisis y cambiará su percepción respecto al gobierno, lo cual podría llevar a un final muy poco feliz para Vicente Fox.

Luego de dos años al frente del gobierno, la administración del presidente Fox ha tenido un logro por demás significativo, que es el de haber mantenido la estabilidad política y económica. Esto es algo que podría parecer natural y evidente, pero no ha sido así: la complejidad política y económica del país es tal que cualquier movimiento en falso podría haberse traducido en una nueva devaluación o en el inicio de un nuevo conflicto político. El hecho de que esto no haya ocurrido ha sido producto de la destreza y tesón de la administración, con frecuencia a pesar del embate de los partidos políticos de oposición, generalmente más diestros para oponerse y reclamar intereses mezquinos de corto plazo (desde la CNC hasta la Conago, pasando por Atenco).

Pero la habilidad para mantener la estabilidad no ha venido aparejada de una estrategia para el desarrollo de largo plazo del país. Es cierto que el gobierno se ha encontrado con una oposición en ocasiones infranqueable en el poder legislativo, pero también es evidente que más allá de unas cuantas iniciativas de ley (como la reforma fiscal y la reforma en materia eléctrica) el gobierno ha carecido de propuestas, además de que erró desde el principio en su aproximación al congreso en general y al PRI en particular. Nunca muy decidido entre enfrentar al PRI o cooperar con ese partido, el gobierno hizo las dos cosas al mismo tiempo, con los resultados que están a la vista. No es seguro que el PRI habría respondido a una invitación presidencial, pero el gobierno hizo imposible esa opción.

La falla de fondo del gobierno actual reside precisamente en su multiplicidad. Cada una de las secretarías y entidades públicas tiene su propia agenda y prioridades y cada una de ellas la avanza como puede. No existe coordinación general y, más allá de un conjunto de objetivos grandes y etéreos, no existe una estrategia del gobierno federal como un todo. Cada secretaría tiene su propia dinámica, lo que con frecuencia incluye diferencias públicas respecto a las otras. Algunos objetivos son contradictorios entre sí y muy pocos llegan a cuajar porque no se ejerce un liderazgo funcional. El punto es que la estabilidad es una condición sine qua non para el desarrollo del país, pero la economía mexicana requiere de cambios estructurales importantes para poder lograr tasas elevadas de crecimiento económico y éstas no se están materializando. El Congreso sin duda ha sido culpable de mucho de ello, pero no menos culpable es un gobierno que no ha sabido avanzar las pocas iniciativas que ha tenido.

El país vive una etapa de letargo en el ámbito social, político y económico. En lo político, la ausencia de conducción se ha traducido en una combinación sui generis de sálvese quien pueda (o abuse mientras se dejan) por parte de todas las fuerzas e intereses políticos (desde los diputados hasta los gobernadores, los partidos y los presidentes municipales, pasando por los líderes sindicales y todos los intereses no institucionales que pululan en torno al sistema político institucionalizado), con esfuerzos verdaderamente heroicos por parte del gobierno por evitar situaciones de caos e inestabilidad. Esta combinación ha hecho posible que, a pesar de los permanentes retos a la autoridad gubernamental, el país mantenga su estabilidad. No hay garantía de que esto pueda seguir ad infinitum, pero no cabe la menor duda de que los reacomodos eran algo necesario e inevitable luego del fin de la era priísta.

Lo peor es que nuestra peculiar democracia simplemente no ha existido. El mundo de los políticos se ha transformado de una manera inusitada, abriendo nuevos espacios de interacción y confrontación, pero la vida cotidiana del mexicano común y corriente no ha cambiado ni un ápice. El mexicano sigue siendo rechazado por sus supuestos representantes y abusado por las autoridades a todos los niveles. Nada en el nuevo México, excepto el hecho que en sí mismo no es nada despreciable de poder elegir a sus gobernantes, beneficia al ciudadano. El concepto de ciudadanía se limita, en el mejor de los casos, al ámbito electoral. En todos los demás, los mexicanos seguimos siendo súbditos en espera del favor gubernamental.

El saldo económico es mixto. Por un lado, el gobierno actual tiene el extraordinario mérito de haber mantenido la estabilidad económica. Esto que parece fácil (y hasta obvio) nos distingue de todos los países importantes del sur del continente. El mérito es todavía mayor por el hecho de que la estabilidad se ha logrado mantener a pesar de las presiones del sindicato de gobernadores y de muchos miembros del gabinete, los productores que exigen blindajes (es decir, subsidios) y las presiones de intereses diversos que reclaman mayor gasto, como si el gastar fuera un bien en sí mismo. Pero el otro lado de la moneda de la economía resulta ser patético. Por varios años, (en la segunda mitad de los noventa) la economía experimentó tasas de crecimiento económico relativamente altas, producto exclusivamente de dos factores: la inversión privada, extranjera y nacional y las exportaciones hacia Estados Unidos y Canadá. De no haber sido por el TLC norteamericano, ni eso habríamos tenido. Pero ahora que la economía estadounidense crece a un menor ritmo (o que, al menos, demanda menos importaciones del tipo de bienes que nosotros producimos), el problema económico interno se ha hecho no sólo evidente sino crítico.

Lo obvio es que el mercado interno no funciona y esto se debe a dos circunstancias sobre las que el gobierno no ha hecho absolutamente nada o no ha sabido cómo hacerlo: una es que existen cientos de miles de empresarios que todavía no se ajustan a la competencia internacional y que, en la mayoría de los casos, ni entienden qué quiere decir eso o qué pueden hacer al respecto. La actual será la tercera administración que ignora la realidad productiva del país. La otra circunstancia sobre la que el gobierno ha fracasado es producto, irónicamente, de su arrogancia. Aunque no le ha faltado retórica (y en muchos casos esfuerzos encomiables) en temas vitales para el desarrollo económico como la reforma laboral, eléctrica y fiscal, ha fracasado en su gestión no sólo por la perversa dinámica que caracteriza al poder legislativo, sino por su propia incapacidad para convertir a la ciudadanía en socio del cambio. ¿Cuál cambio cuando éste se plantea a espaldas y, de manera flagrante, contra la ciudadanía que votó por el gobierno del cambio?

A pesar del saldo poco encomiable a la fecha, el gobierno mantiene una gran popularidad, factor que sin duda será crucial en la contienda electoral que viene. Con razón, el presidente va a argumentar que son pocos los avances porque la oposición ha sido férrea. Y, sin duda, la oposición a ultranza que hemos padecido todos los mexicanos constituye una razón casi absoluta para refrendarle el mandato al presidente. Aunque es fácil especular sobre la lógica de los priístas para obstaculizar al presidente en todas las oportunidades que se han presentado, su estrategia constituye una pobre carta de presentación electoral. A juzgar por las encuestas, las opciones que tienen los electores frente a sí son por demás patéticas: votar por un vacío de ideas y la defensa de los intereses creados del pasado en la forma del PRI, o votar por más de lo mismo en la forma del partido del presidente. ¿No será tiempo de que el presidente replantee el cambio, lo defina y se constituya en el líder que los mexicanos esperan de él?

CNI-Azteca

Cada vez parece más evidente que, más que un asunto comercial entre particulares, se trata de un tema de censura del gobierno a CNI.

 

La ley y el gobierno

Luis Rubio

Malos son los augurios de un gobierno que viola la ley y su espíritu, además de que no la hace cumplir, que es, a final de cuentas, su responsabilidad más elemental. Luego de décadas de gobiernos que ajustaban la ley a sus necesidades, con lo cual minaban la esencia de un estado de derecho (que es, a final de cuentas, la predictibilidad de las acciones gubernamentales), la primera administración no priísta del México moderno ha decidido hacer caso omiso de la legalidad. Ahora que el gobierno ya no puede modificar las leyes a su antojo, se ha arrogado la facultad de violarlas, o de no hacerlas cumplir, que es lo mismo, como si se tratara de meros actos administrativos. De ese tamaño es la decisión de hacer suyos los recursos del Sistema de Ahorro para el Retiro (SAR), o la de ignorar la toma de las instalaciones de una empresa televisora por otra, al margen de toda autoridad o decisión judicial. El estado de derecho no lo es todo, pero sin estado de derecho todo es nada.

Hasta la más básica y primitiva de las definiciones de legalidad -el cumplimiento de las leyes- estuvo ausente el mes de diciembre pasado. Con relación al SAR, el gobierno se apropió de recursos que no eran suyos. El hecho de que existan recursos que no hayan sido reclamados por sus legítimos propietarios, no justifica que el gobierno los expropie. Esta situación ocurrió de facto cuando ante la negativa del congreso de elevar la recaudación pero sí mantener un muy abultado nivel de gasto, se optó por reducir el déficit de las finanzas públicas con los recursos del SAR. De lo perdido lo que aparezca.

Algo no menos grave, pero sí mucho más preocupante, tuvo lugar los últimos días del mes de diciembre, cuando una empresa particular, Televisión Azteca, decidió hacerse justicia por su propia mano. Aprovechando la temporada de vacaciones, le televisora decidió obviar los procedimientos judiciales existentes, mandó un comando paramilitar y tomó las instalaciones de su rival, CNI Canal 40, para saldar la deuda que ésta tenía con la primera. Todavía peor, el gobierno se caracterizó no sólo por su inacción y su silencio, sino también porque nunca expresó condena alguna por proceder de TV Azteca. No tengo idea de a quién le asiste la verdad jurídica ni de los acertijos judiciales en que ambas están involucradas, pero no abrigo ni la menor duda sobre el quebrantamiento que sufre la vida en sociedad en el momento en que cada quien se hace justicia por cuenta propia, máxime cuando se trata de una entidad corporativa grande, visible y que, irónicamente, ha hecho esfuerzos por ganar legitimidad en el mundo empresarial a nivel internacional. Este tipo de acciones hace evidente porqué le resulta tan difícil lograr la respetabilidad internacional que añora.

El común denominador de estas dos situaciones radica en la naturaleza de nuestro gobierno. Miles de filósofos en el curso de la historia han elucubrado sobre la naturaleza de la responsabilidad del gobierno en una sociedad. Algunos prefieren un gobierno activo, militante y promotor que articula por igual desde una política industrial hasta ambiciosos programas de salud y de pensiones, en tanto que otros se inclinan por lo esencial: la defensa del territorio, las reglas de convivencia entre la ciudadanía y la seguridad pública. Algunos gobiernos son más eficientes que otros. Lo que todos tienen de semejante es la obligación de cumplir y hacer cumplir la ley, lo que incluye la seguridad física y patrimonial de los ciudadanos. Sin legalidad y seguridad no se puede hablar de gobierno.

Hace ya años que la legitimidad del gobierno mexicano se puso en duda. Los gobiernos priístas comenzaron a reconocer, al menos en los hechos, que existía un problema de legitimidad. Fue así que en los años cincuenta se inventó el subterfugio de los diputados de partido como mecanismo para que el congreso lograra algo de legitimidad. Si bien los gobiernos post revolucionarios no se distinguieron por su defensa del estado de derecho, no hay duda que la mayoría de los gobiernos de la época, encabezados en su mayoría por abogados, al menos guardaba las formas jurídicas. Aunque con frecuencia se contravenía uno de los pilares de la legalidad (a saber, un contexto de reglas conocidas y la certeza de que las autoridades no usarían el poder coercitivo en forma arbitraria), los gobiernos de entonces tenían al menos el cuidado de cambiar las leyes para que se ajustaran a sus preferencias. La expropiación de los bancos en 1982 contravino esa tradición, lo que abrió la caja de Pandora.

La pretensión de legalidad se evaporó a partir de 1982 y, con ella, la legitimidad de los gobiernos priístas posteriores. La legalidad no se vino abajo por casualidad, sino por el actuar constante y consciente de las autoridades en una multiplicidad de frentes que acabaron vulnerando el estado de derecho: la arbitrariedad, la negociación de las elecciones, la tolerancia y consideración hacia grupos políticos cuya esencia y razón de ser era la ilegalidad (desde los taxistas tolerados hasta el Barzón) y, sobre todo, la impunidad y la incapacidad (y, en buena medida, indiferencia) de las autoridades ante la creciente e incontenible ola de inseguridad pública, es decir, asaltos, robos y secuestros. El régimen priísta se vino abajo porque ya no gozaba de credibilidad, legitimidad o capacidad de acción. Lo único que requería era que alguien lo empujara.

La pregunta es si el gobierno del Presidente Fox, cuya legitimidad de origen está por encima de cualquier duda, acabará como sus antecesores o peor. Si algo unió al electorado que votó por Fox fue el deseo de acabar con la impunidad y revertir la desesperanza de millones de mexicanos ante la inseguridad pública, la falta de garantías y el abuso cotidiano. Con su respuesta en torno al SAR y las acciones ilícitas de TV Azteca, el gobierno actual corre el riesgo de mimetizarse con sus predecesores. Se trata de un actuar poco promisorio para el país y para el propio gobierno.

Los dos casos citados poseen características propias que vale la pena analizar. En el tema del SAR el problema no son los miles de millones de pesos que el gobierno decidió hacer suyos, sino el hecho de expropiar el patrimonio de los contribuyentes. Aunque desde los años treinta sucesivos gobiernos literalmente hicieron lo que les dio la gana con los fondos acumulados en el IMSS (fondos que, legalmente, correspondían a los asegurados, no a sus administradores), el caso del SAR y, ahora, de las Afores, es distinto. Aquellos fondos, aunque aportados por la colectividad de trabajadores y sus empleados, no estaban individualizados. De hecho, el sistema partía del principio de que los jóvenes de hoy sostendrían, con sus aportaciones, a los trabajadores de ayer y jubilados de hoy. Tanto el SAR como las Afores parten de otro principio: que el ahorro que cada trabajador realiza en una cuenta personal financiará su pensión futura. Dada la historia del IMSS, lo crucial del nuevo sistema de pensiones estriba en que jamás sea violado el principio de propiedad pues, de lo contrario, todo el sistema pierde credibilidad y la abrumadora mayoría de los trabajadores actuales, que se encuentran en un régimen llamado de transición entre el viejo sistema y el nuevo esquema, podrían optar por el primero, pudiendo llevar al gobierno a la quiebra. No se trata de especulaciones en el aire, sino de principios jurídicos y prácticos elementales. El gobierno, fiduciario de los fondos no reclamados del SAR, los hace suyos, minando con ello la esencia del sistema: la confianza de que esos fondos estarán disponibles cuando la persona se retire y no tenga otra fuente de ingresos. No es un asunto menor.

El asunto de Azteca tiene otra dinámica, pero una conclusión similar. Independientemente de sus argumentos jurídicos y financieros (de los cuales la televisora ha hecho gala en los medios), su decisión de tomar las instalaciones de Canal 40 por asalto abre una nueva era en las relaciones entre grandes corporaciones, cuyo funcionamiento depende del cumplimiento de contratos. Mientras que un changarro puede operar sin documentación en sus transacciones cotidianas, ninguna empresa, mucho menos una colocada en la Bolsa de Valores, puede darse ese lujo. El tema aquí es doble: por un lado, la acción misma, de corte gangsteril, de hacerse justicia sin esperar la decisión del poder judicial y la acción del poder ejecutivo. Por el otro lado, el silencio sepulcral del gobierno hasta que la opinión pública lo obligó a actuar. El responsable de hacer cumplir la ley brilló por su ausencia. Además, tanto en su inacción como en su actuar posterior reveló parcialidad.

Lo peor del caso de Azteca es que su comportamiento no es distinto, en concepto, a los linchamientos que han tenido lugar en distintas partes del país en los últimos años. Al igual que en esos casos, un grupo de particulares decide hacerse justicia. Quizá la muchedumbre lo haga porque el gobierno no está presente en esos ámbitos o porque no existen mecanismos que permitan hacer expedita la justicia. Pero no se trata de un asunto entre particulares, sino de legalidad y convivencia en sociedad. La vida en sociedad depende de que todos y cada uno de los ciudadanos se sujeten a las decisiones del poder judicial; cuando ese principio es violado, toda la sociedad, y ahora una de las empresas más grandes del país, comienza a otear peligrosamente en el reino de la selva, en el Leviatán de Hobbes.

Lo inexplicable de todo esto es la flagrante violación de la legalidad por parte del gobierno, la condonación de hechos delictivos y su ausencia como garante del orden y la paz en la sociedad. El gobierno ya ha fracasado en su misión de reducir la inseguridad pública y ahora, por su inacción, se convierte en socio de la impunidad. A menos que el gobierno rectifique pronto, el siguiente paso puede ser devastador para todos, pues sería la justificación que haría falta para darle vida a un proyecto político que partiera de la irrelevancia del estado de derecho, del principio de que el fin justifica los medios. El gobierno no parece reconocer que es mucho más, y mucho más importante, lo que está de por medio en sus acciones e inacciones recientes.

 

México y el mundo exterior

Ninguna nación vive aislada del resto del mundo. El entorno de interdependencia bajo el cual interactúan todos los países, condiciona su comportamiento. En un mundo ideal, todas las naciones tendrían el mismo peso relativo y cada una de ellas desarrollaría una política exterior acorde a sus realidades y demandas internas, con poca consideración del mundo exterior. Lo cierto, sin embargo, es que ninguna nación puede abstraerse de lo que ocurre a su alrededor y su política exterior tiene que responder a las realidades políticas, económicas y geopolíticas imperantes; de lo contrario los riesgos a su seguridad y desarrollo podrían resultar inconmensurables. En este contexto, la pregunta para México es cuál puede y debe ser su política exterior.

 

El país tiene una larga tradición de política exterior que fue cobrando forma a lo largo de los años, fundamentalmente como respuesta a tres fenómenos claramente diferenciables. Uno fue la Revolución Mexicana y el nacimiento del régimen post revolucionario, que siempre se sintió profundamente amenazado por Estados Unidos. Un segundo fenómeno fue la Guerra Fría que, al mismo tiempo, obligó y permitió al gobierno mexicano a tomar una distancia de las potencias en disputa. Finalmente, la búsqueda de legitimidad interna fue un factor de primera importancia para dar forma definitiva a nuestra política exterior. Sumados los tres factores, el régimen post revolucionario encontró que una política exterior a la vez activa y respetuosa de las decisiones de otras naciones, le permitía tener una presencia internacional respetada y una protección para sus propios intereses internos.

 

Para nadie es secreto que los tres elementos sufrieron una transformación radical en los últimos años. El fin de la Guerra Fría y la aparición de una sola superpotencia mundial cambiaron el eje de referencia para todo el mundo, situación que se acentuó de manera dramática a partir de los ataques terroristas de septiembre del 2001. Por su parte, las elecciones del año 2000 en México cambiaron la realidad política interna: con la derrota del PRI, desapareció tanto el problema de legitimidad del gobierno revolucionario como el de la supuesta amenaza norteamericana sobre la integridad del país o de su sistema de gobierno. Sobra decir que la suma de estos cambios en nuestras estructuras más fundamentales modificó los cimientos de la política exterior, pero no la han hecho más fácil de definir y desplegar.

 

La nueva realidad geopolítica internacional entraña fuertes condicionantes para nuestra política exterior. Tanto por razones tan obvias como nuestra localización geográfica, como por intereses económicos y políticos, el país tiene una relación muy estrecha con la única superpotencia del mundo. Además, nos guste o no, somos parte de su perímetro de seguridad. Esta situación determina los márgenes de libertad que de hecho tenemos en nuestra relación con aquella nación y con los temas que le son prioritarios. Desde luego, no se trata de condicionantes legales ni existe obligación alguna de aceptarlas sin más: sin embargo, es evidente que la condicionalidad existe y que el ignorarla o no aceptarla tiene consecuencias. La pregunta es cómo avanzar nuestros intereses sin subordinarlos a los de nuestro vecino.

 

La realidad geopolítica entraña, como todo en la vida, costos y beneficios. En cuanto a los costos se encuentra el hecho mismo de que las opciones reales y efectivas se reducen. Respecto a los beneficios, el que existan oportunidades de negociación que antes no existían. Puesto en otros términos, aunque parezca contradictorio, la presencia de una superpotencia no implica obligatoriedad para plegarse a sus mandatos, pero sí entraña, irónicamente, más espacio de negociación de lo que se advierte a primera vista. Baste observar la manera en que tres naciones han interactuado con la superpotencia para apreciar los márgenes que existen para quienes están dispuestos a reconocerlos y aprovecharlos.

 

Francia es un caso casi único en el mundo. No obstante la pérdida de su poder histórico, ha logrado convertir esa debilidad relativa en fortaleza. Su presencia en el mundo, su aparato militar -que, aunque limitado, es sumamente efectivo-, sus negocios multinacionales y su extraordinaria diplomacia les han resultado cruciales para obtener concesiones por parte de Estados Unidos. La clave reside en que, en su actuar, el gobierno francés reconoce las limitaciones que enfrenta y las convierte en un elemento de negociación. Algunos de los relatos en torno a las negociaciones en el Consejo de Seguridad de la ONU para conseguir el voto unánime que Estados Unidos buscaba, muestran que el gobierno francés no estaba defendiendo principios abstractos, sino intereses (y negocios) por demás concretos. Todo el resto era humo diseñado para hacer posible el avance de sus intereses primarios.

 

Gran Bretaña ha seguido una política exterior radicalmente distinta. Su estrategia ha consistido en acercarse a Estados Unidos y convertirse en el aliado más cercano y confiable. Aunque son innegables los múltiples valores compartidos entre ambas naciones, la estrategia británica es tan consciente y deliberada como la francesa. En lugar de confrontar, el gobierno británico ha convertido su diplomacia de cercanía en un arte. En el camino, los intereses británicos han avanzado tanto como los franceses y sus objetivos de largo plazo se han afianzado de la misma manera. Se trata de dos maneras distintas de alcanzar objetivos similares.

 

Rusia es quizá el ejemplo más sorprendente de cercanía con Estados Unidos porque se trata, a final de cuentas, de la única nación que en alguna época disputo a nuestro vecino del norte el estatuto de superpotencia. A diferencia de Francia e Inglaterra, la política de cercanía con Washington no goza de un amplio consenso interno en Rusia. Sin embargo, las decisiones en materia de política exterior son también producto de un cálculo de costos y beneficios. En el tema iraquí, Rusia tiene enormes intereses económicos y políticos de por medio y es quizá la nación con mayores riesgos para su propio bienestar en el caso de un enfrentamiento militar. Sin embargo, lo anterior no le ha impedido reconocer las nuevas circunstancias y tratar de apalancar sus fortalezas para avanzar sus intereses. Rusia, al igual que los otros dos países, no ha entablado la defensa de principios abstractos, sino la de intereses muy concretos.

 

Estos ejemplos sirven como contexto para analizar el desarrollo de nuestra política exterior. Aunque en el tema de la política exterior, al igual que el de la política económica, las opiniones internas varían de manera extraordinaria, destacan tres hechos incontrovertibles: primero, Estados Unidos es la única superpotencia política y militar, el mayor mercado del mundo y nuestro principal socio comercial. Segundo, la administración Bush, tras el 11 de septiembre del 2001, no da tregua: “o estás conmigo o estás contra mí”. Esta definición no deja mucho margen para el resto de las naciones del mundo pero, irónicamente, sí entraña grandes oportunidades para quienes aceptan la realidad geopolítica y no pretenden evadirla. De manera mucho más acentuada que en tiempos de la Guerra Fría, los aliados, o quienes son percibidos como tales, tienen derechos que ninguna otra nación goza. Inglaterra no se ha definido como un aliado por caridad, sino porque deriva beneficios directos y concretos de esa alianza. Finalmente, el tercer hecho indiscutible ser refiere a los costos que implica el no jugar bajo las nuevas reglas. Es decir, el “estar en contra” bajo la definición norteamericana entraña consecuencias. La pregunta para nosotros es si estamos dispuestos a aceptar esas nuevas reglas o si vamos a seguir un curso que contraviene los intereses más fundamentales de la sociedad mexicana y su economía.

 

Nadie puede saber a ciencia cierta si algunos de los temas prioritarios de la agenda mexicana respecto a Estados Unidos, como el de la migración, puedan algún día ser aceptables para la sociedad norteamericana. No es obvio que antes del 11 de septiembre se estuviera avanzando satisfactoriamente en esa dirección, pero tampoco hay razón para suponer que el tema ha desaparecido de la agenda norteamericana de manera absoluta y definitiva. Lo que es seguro es que, en la nueva realidad geopolítica, el éxito de ese y otros temas de nuestra agenda sólo es concebible en el contexto de una gran cercanía diplomática. Aunque esto no sea lo que muchos políticos mexicanos desearían ver y, ciertamente, no es lo que se considera políticamente correcto, la disyuntiva es muy clara: jugamos con los norteamericanos o seremos percibidos como contrarios.

 

Si uno observa la política exterior de naciones tan distintas y disímbolas como Inglaterra, Francia y Rusia, es evidente que la adopción de una política de cercanía con Estados Unidos no implica el abandono de nuestros intereses fundamentales, de otras relaciones u otras prioridades. En todo caso, implicaría el abandono de una política exterior que se ha caracterizado una un actuar distinto y contrastante respecto a países como Cuba y Estados Unidos, cuando la realidad exige que ambas sean parte de una misma concepción integral. Una nación independiente y soberana no tiene porqué escoger entre sus contrapartes, máxime cuando se trata de una política que de entrada reconoce y acepta, sin juzgar, las diferencias entre ellas. La política exterior es un medio para el desarrollo del país y no un fin en sí mismo.

El viejo sistema político vivía en un mundo de confusión intencional institucionalizada. Sólo así podía dar coherencia a realidades incompatibles como la de un gobierno autoritario con una retórica de democracia y una economía de mercado con una realidad de monopolios y oligopolios (comenzando por el del gobierno). Una de las grandes virtudes de las elecciones del 2000 es que se abrió la puerta para erradicar esas confusiones permanentes. En materia de política exterior tenemos que definir de una vez por todas cómo vamos a avanzar los intereses del país ante la nueva realidad geopolítica internacional.

Los viejos partidos mexicanos: ¿hacia la democracia?

Luis Rubio

La transición política a la democracia nació trunca. Trunca por la ausencia de tradición democrática, trunca por la inexistencia de un polo de atracción, como fue la Unión Europea para España, y trunca por la naturaleza histórica del PRI como entidad orientada al control y a la mediatización de la vida política y social. A diferencia de otras transiciones, en particular de la española, en México es prácticamente imposible separar el nuevo del viejo régimen y esa imposibilidad crea un entorno de conflicto y disputa que seguramente tomará tiempo resolver.

Las palabras con las que frecuentemente se caracteriza a la transición política por la que México atraviesa son revanchismo, conflicto, democracia sin demócratas, partidos personalistas, etcétera. Se trata de un proceso tortuoso de ajuste a realidades nuevas, pero sin que hayan desaparecido las viejas formas de hacer política o las instituciones que les daban vida. Mientras que naciones como España, Portugal o Chile pueden diferenciar con claridad los regímenes que quedaron en el pasado, todos ellos fuertemente asociados a una persona específica, en México es imposible hacerlo. Ciertamente, la ausencia del PRI en la presidencia de la república lo cambia todo, aunque a muchos les parece que lo único que cambió fue el color del partido en el poder. Peor, muchos, sobre todo en el PAN y en el gobierno, se sienten acosados por la presencia de miembros del PRI y antiguos funcionarios públicos sobre todo en los segundos mandos del gobierno. Por supuesto que en el cambio de partido en el gobierno todo cambió, pero eso no hace fácil distinguir, en lo cotidiano, una era de la otra.

El triunfo de Vicente Fox en las elecciones del 2000 sin duda transformó a México para siempre. Hasta entonces, la presidencia y el PRI eran una y la misma cosa. Con el PRI a sus pies, el presidente podía imponer cualquier decisión sobre la sociedad mexicana. Los tentáculos del partido, que alcanzaban hasta las comunidades y entidades más recónditas del territorio, servían de medios de control y aseguraban no sólo la estabilidad del país, sino también la permanencia del sistema priísta y el poder del presidente. Por su parte, los miembros del PRI, aunque disciplinados, no eran inocentemente sumisos. Intercambiaban su apoyo y lealtad por beneficios diversos. Esto es, los priistas recibían amplia compensación por su participación y disciplina en la forma de acceso al poder y a la corrupción. Justamente, el principal cambio que derivó del resultado electoral del 2000 fue la separación de estas dos figuras: la del presidente y el partido.

Por más que los cambios institucionales que eventualmente llevaron al triunfo de Vicente Fox a la presidencia de la república se hubieran negociado y adoptado en el periodo en el que el PRI todavía gobernaba, la democracia jamás hubiera podido florecer de permanecer este partido en el poder. No es que los priistas sean menos capaces de vivir en la democracia que el resto de los mexicanos, sino que el sistema estaba estructurado para controlar y obedecer y no para negociar, pactar y convivir. De esta manera, la derrota del PRI a la presidencia de la república abre la puerta a la posibilidad de la democracia. Sin embargo se trata de una condición necesaria, más no suficiente para avanzar en la dirección deseada. Las instituciones y reglas de interacción política siguen ancladas en el pasado.

Las viejas estructuras institucionales, comenzando con los partidos políticos y siguiendo con los poderes públicos y otras entidades políticas, son hijos del viejo sistema. Aunque la palabra democracia ha sido parte del léxico y la retórica partidista desde hace tiempo, el concepto de democracia en México poco o nada tiene que ver con la democracia liberal europea o norteamericana. Los políticos emplean el vocablo más como adjetivo que como sustantivo, señalando las limitaciones de su alcance. Ciertamente, las elecciones se han convertido en la forma normal de acceder a la vida pública y éstas ya no son el principal tema de disputa política. Pero la interacción política en la actualidad tiene muy poco o nada de democrática.

El voto, ese primer escalón del proceso democrático, es en realidad el único instrumento con que cuentan los ciudadanos para ejercer su soberanía. Una vez transcurrido el día de la elección, el ciudadano pasa a un plano de irrelevancia, en el que es ignorado por los supuestos representantes populares y por los partidos políticos. Aunque formalmente representantes de la población, los legisladores en realidad han fungido como representantes o contrapartes del poder ejecutivo. Ahora que el viejo sistema priísta ha desaparecido, los legisladores han quedado huérfanos: en la práctica no representan a la población y ya no guardan una relación privilegiada con el presidente. En la realidad actual, los diputados y senadores se han convertido en agentes de los liderazgos partidistas, cuando no meros exponentes de sus propios intereses e ideología.

El punto importante es que la política mexicana se había estructurado en torno a un conjunto de instituciones que empataban perfectamente la realidad del poder. El poder legislativo estaba subordinado al ejecutivo, pero ambos tenían incentivos para interactuar, lo que permitía un funcionamiento eficiente de la vida pública. Por su parte, el poder judicial, el más subdesarrollado de los poderes públicos, quedó históricamente marginado, sin papel central que desarrollar. Tal vez no sea casualidad que, en el nuevo entorno político, la Suprema Corte de Justicia haya encontrado una función medular que desempeñar, en tanto que el congreso sigue atrapado entre dos mundos: ya no es parte del viejo sistema, pero todavía no logra desarrollar sus propias formas ni se encuentra sujeto a la rendición de cuentas que sería normal en cualquier país democrático.

En todo este drama, los partidos políticos son actores centrales, pero no fundamentales. Aunque en apariencia resulte contradictorio, este planteamiento refleja nítidamente la realidad. Los partidos, pieza clave de cualquier proceso democrático, siguen aletargados, viviendo más los últimos tiempos del viejo sistema que haciendo suyas las oportunidades del nuevo entorno. Ante todo, a los partidos políticos les ha sido difícil encontrar su nuevo lugar en la democracia mexicana. El PRI, el partido más importante por su tamaño y experiencia, ha intentado renovarse, pero no tiene una brújula democrática que lo guíe. Los priístas siguen viendo al pasado como punto de referencia, aunque ese pasado no siempre les satisfaga: de él aprecian el control, el poder y la centralidad, pero no la subordinación y disciplina a que estaban sometidos. De esta forma, sus intentos de renovación, como su reciente elección interna, han sido ejercicios poco conducentes a su transformación.

El PAN, hijo de una tradición más cercana a la democracia, ha enfrentado problemas muy distintos a los del PRI, pero no por ello menos complicados. Por su objetivo de origen, contrapuntear al PRI, los panistas crecieron y se desarrollaron como si el poder fuese algo abstracto y distante. Lo anterior les llevó a desarrollar una ética partidista que, por loable que sea, se ha convertido en un serio problema de funcionamiento ahora que han llegado al poder. Los panistas temen ensuciarse las manos con las decisiones que normalmente enfrenta un gobernante, lo que ha llevado a que prevalezca una artificial distancia entre el partido y su gobierno. Su transformación en partido gobernante ha sido difícil incluso de conceptualizar, mucho más de realizar. El resultado es un gobierno aislado y un partido que no se siente responsable.

El PRD es quizá el partido menos institucionalizado, el que experimenta mayores divergencias y corrientes internas y el que más dificultades ha tenido para avanzar hacia lo que podría llamarse la normalidad democrática. Si algo une a los perredistas es la creencia ferviente de que la democracia mexicana sólo se consumará el día que ellos asciendan al poder. Su concepción de la democracia sigue siendo excluyente y su propensión a negar la legitimidad de sus contrincantes es ubicua. A diferencia de los otros dos partidos grandes, su realidad interna tiende a alejarlos del poder y, por lo tanto, del reconocimiento de la necesidad de reforma interna.

Lo que todos los partidos padecen es la ausencia del electorado. Aunque los partidos son la pieza central de una política democrática, la distancia entre los partidos y la población es tan grande, que ningún intento de renovación o transformación fructificará mientras los partidos no se vean a sí mismos como responsables ante la población, mientras no vean a la ciudadanía como su razón de ser. En este sentido, quizá el gran problema de la democracia mexicana resida menos en lo que los partidos y sus miembros comprenden o reconocen que es necesario hacer, que en las estructuras e instituciones que distancian a los partidos de la ciudadanía.

En el fondo, la transición política mexicana se ha estancado porque, más allá del voto, no existe una vinculación entre la ciudadanía y los políticos. Cada uno vive en su mundo. En ausencia de instituciones que los acerquen, como podría ser la reelección de los miembros del poder legislativo, los políticos se ven a sí mismos como independientes y no como representantes de la población. De esta manera, en lugar de atender las demandas, preferencias y necesidades de los electores, los partidos se dedican a cultivarse a sí mismos, con poco éxito hasta el momento.

Todo esto sugiere que la transición a la democracia va a continuar siendo tortuosa, difícil y lenta. En lugar de caracterizarse por acciones que demarquen líneas claras entre el pasado y el presente, la política mexicana persiste en su historia de grises en la que se confunde lo que existía con lo que hace falta. Los partidos y los poderes públicos son, en este sentido, hijos de una tradición que no va a dejarse morir con facilidad. Aunque existe en México una tradición liberal, ésta no goza, como en España, del privilegio de verse acompañada por una diversidad de instituciones y actores con vocación democrática. Por ello pasará tiempo hasta que los mexicanos encuentren su propio camino a la democracia. La pregunta es que tan grande será la desilusión de la ciudadanía para cuando eso ocurra.

 

La política del Islam

Luis Rubio

Los gobiernos de todo el mundo enfrentan retos permanentes, pero la manera en que cada uno los resuelve entraña consecuencias muy distintas. Sin duda, hay naciones particularmente difíciles de gobernar, en tanto que otras casi funcionan solas. Claramente, las naciones árabes e islámicas caen entre las primeras. De hecho, los ataques terroristas contra Estados Unidos el 11 de septiembre del 2001, hicieron evidente la enorme complejidad del mundo islámico y también el resentimiento y frustración que han dejado gobiernos corruptos e ineficaces.

A poco más de un año de lo ocurrido en Nueva York, los libros que pretenden explicar, diagnosticar y desmitificar el mundo islámico proliferan día con día. La historia que comienza a aparecer en ellos es una de contrastes que oscilan entre la habilidad de algunos gobiernos para enfrentar exitosamente los retos que le impone su realidad y la incapacidad de otros que, paralizados por su corrupción y falta de visión, han acabado por agravarlo todo. Aunque la política de los países islámicos parece ajena a nuestra realidad inmediata, buenas lecciones pueden desprenderse de la habilidad de los gobiernos para enfrentar y remontar situaciones complejas, o de su ineptitud, que acaba creando odios y resentimientos extremos.

En muchos casos, las condiciones y las características internas de algunos países y regiones son factores suficientes para entender por qué es una tarea monumental gobernarlas. Ejemplos sobran: el viejo imperio soviético y la región de los Balcanes, cada cual con su correspondiente diversidad de etnias, idiomas, religiones y nacionalidades; igualmente complejos son los países islámicos, un desafío para cualquiera que pretenda gobernarlos. Sin embargo, la tentación de apelar al determinismo para comprender la dinámica política de algunos países, choca con las experiencias de diestros políticos que inclinaron la balanza en un sentido favorable.

En Turquía, por ejemplo, el liderazgo de Kemal Ataturk a principios del siglo xx, permitió la separación entre la iglesia y el estado, impensable en la realidad actual de buena parte de los países musulmanes. De manera similar, pero en otro contexto, Lee Kwan Yeu, considerado el fundador de Singapur, rompió con la maldición que condenaba al puerto asiático a la podredumbre, la mafia y la corrupción imperantes en la región indochina. En su biografía, Lee afirma que su gobierno se aferró a un absoluto pragmatismo, lo que le permitió remontar los obstáculos al desarrollo que plagaban la región.  Lee afirma que el gobierno de su país ve al mundo como es y no como sería deseable que fuera, por lo que siempre elige la mejor de las opciones cuando un punto de inflexión así lo demanda.

No obstante los ejemplos arriba citados, un número significativo de naciones enfrenta retos inconmensurables y las naciones islámicas son ejemplo vivo de ello. De entre la amplia bibliografía que recientemente ha aparecido sobre el terrorismo y el Islam, destacan dos textos por su profundidad y seriedad. Uno de ellos, del decano de los estudios islámicos en Estados Unidos, Bernard Lewis, lleva un título que lo dice todo ¿Qué estuvo mal? (What went wrong?). Para Lewis, el punto medular es que, históricamente, el Islam no ha podido resolver los problemas fundamentales de sus seguidores y eso les ha llevado a culpar al resto del mundo de todos sus males. Primero fueron los cruzados; después las potencias coloniales, que avivaron el odio con la división de Medio Oriente; y, más recientemente, los estadounidenses. El argumento de Lewis para explicar este resentimiento es la incapacidad de los gobiernos islámicos para atender las necesidades más apremiantes de su población. Una de las manifestaciones más palpables de ese rencor ha sido, justamente, el terrorismo.

Con una perspectiva distinta, el francés Gilles Kepel llega a conclusiones similares. Para Kepel, en su voluminoso estudio Jihad: Los vericuetos del islam político (Jihad: The Trail of Political Islam), publicado hace dos años y actualizado después de los hechos del 11 de septiembre, los ataques terroristas, irónicamente, pueden verse más como un signo de debilidad que de fortaleza.  Antes que el comienzo de una escalada y una creciente amenaza del Islam contra Occidente, el autor ve en la caída de las Torres Gemelas el símbolo del aislamiento, la fragmentación y el declive del radicalismo islámico. El profesor Kepel se apresura a señalar que los ataques no representan el principio y el final del problema, sino que, en un sentido político, el islamismo radical llegó a su cúspide y la historia que cuenta para ilustrar su tesis es particularmente relevante.

Para Kepel, lo ataques terroristas sólo pueden ser explicados a la luz del ascenso y la caída del islamismo político, sobre todo a partir de la década de los setenta. A partir de entonces, muchos sectores de la población de los diversos países musulmanes comenzaron a manifestar agravios profundos. Unos, sobre todo las clases medias, empresarios y profesionales, se sentían distantes de los gobiernos seculares corruptos surgidos del orden político posterior a la descolonización de mediados del siglo xx. Otros, particularmente la juventud desilusionada (no olvidemos que se trata de países con tasas de crecimiento demográfico superiores al cinco por ciento), estaban listos para ser reclutados por cualquier movimiento de protesta. Ambos grupos acumularon agravios por razones muy distintas, que acabaron convergiendo cuando entraron en escena los intelectuales islámicos que actuaron como catalizadores del proceso. En Irán, el Ayatollah Khomeini desplegó una extraordinaria habilidad política para desarrollar y mantener una base social amplia en la que todos tenían algo que ganar. Los comerciantes en los bazares apoyaron la revuelta porque ya no toleraban la corrupción gubernamental; los jóvenes y los pobres atendieron el llamado porque se les prometía la redención; los clérigos ascendieron al poder, dándole con ello legitimidad al movimiento en su conjunto. Veinte años después la coalición original se ha fragmentado, pero el ejemplo iraní permeó al resto del mundo musulmán y árabe, forzando a cada gobierno a responder de alguna manera.

La alianza de conveniencia que hizo posible la revolución iraní tuvo su réplica lo mismo en Arabia Saudita que en Turquía, Egipto y Argelia. En todos los casos, el elemento cohesionador fue la incompetencia y la deshonestidad de los gobiernos seculares; cada nación, sin embargo, generó resultados muy distintos. En Turquía, por ejemplo, la coalición nunca llegó a consolidarse, sobre todo porque los intereses de cada grupo eran suficientemente divergentes como para hacer imposible apelar a un común denominador, en un país que ya antes había creado mecanismos funcionales de participación política. Fue otra la suerte de gobiernos como el egipcio, pero sobre todo el argelino, donde los islámicos radicales reclutaron a masas de jóvenes alienados, iniciando cruentos movimientos que, al menos en Argelia, no acabaron bien.

Pero fue en Arabia Saudita donde la respuesta al modelo iraní transformó la dinámica entre el Islam y Occidente. Los príncipes sauditas, siempre cautos en su manera de actuar, intentaron fortalecer movimientos islámicos moderados (la Hermandad Musulmana, por ejemplo) como antídoto contra los radicales promovidos por la revolución iraní. Los saudíes encontraron en el dinero, típico en ellos, la fórmula para contrarrestar el influjo persa. Trataron primero de cooptar a los desavenidos dentro de su país y, después, enviaron millones de dólares hacia Afganistán, donde financiaron una guerra santa en contra de los invasores soviéticos.

La estrategia saudita es sintomática del pragmatismo de sus dirigentes. Lo importante era salvar el pellejo —evitar la rebelión interna— y mantener el poder. Sin embargo, algo salió de su control: los efectos secundarios de su lucha contra los soviéticos, a la postre derrotados, produjeron al monstruo de Al Qaeda y su dirigente Osama Bin Laden, cuyo objetivo último era precisamente la destrucción del gobierno saudita y la constitución de una nación islámica radical. El terrorismo serviría para demostrar que ni la nación más fuerte del mundo era invencible.

Tras Afganistán, los radicales islámicos ampliaron su esfera de influencia. En Argelia desataron una brutal guerra civil, aún inconclusa, mientras que en Bosnia intentaron secuestrar la causa musulmana sin atender a las particularidades del país o región, mismas que no comprendieron ni les interesó comprender. Por su parte, Bin Laden y sus seguidores establecieron, primero en Sudán y luego en Afganistán, células de Al Qaeda, desde donde organizaron diversos ataques contra blancos occidentales, principalmente norteamericanos, hasta desembocar en el atentado del 11 de septiembre.

Con esos antecedentes, lo natural sería pensar que el martes negro marcaba el inicio de una escalada. Sin embargo, Kepel argumenta justo lo contrario. Su impresión es que el radicalismo islámico se encuentra a la defensiva en prácticamente todos los frentes, sobre todo porque las diferencias de intereses y necesidades entre quienes al principio dieron vida a la coalición, le impiden contar con un sustento popular unificado. La violencia y el terror acabaron por alienar a las clases medias y urbanas musulmanas, sin las cuales un movimiento integrista es imposible. Esto no impide que nuevos ataques terroristas tengan lugar, pero sí, añade Kepel, que gocen de apoyo masivo en cada una de las naciones islámicas. La excepción, señala el estudioso, es la popularidad de la causa palestina, que con tanta habilidad ha aprovechado y explotado Al Qaeda. Pero incluso con esto, los límites al radicalismo los impone el hecho de que el movimiento ha acabado en un impasse  del que no parece haber salida. En este sentido, y al margen de los ataques terroristas, la historia del radicalismo islámico demuestra fehacientemente que la capacidad de gobernar y la forma en como cada país enfrenta sus propias dificultades definitivamente hace una enorme diferencia.

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El nuevo dilema de nuestro desarrollo

Luis Rubio

Diez años después de firmado el Tratado de Libre Comercio (TLC) norteamericano, la economía mexicana evidencia dos circunstancias muy específicas: por un lado, el acuerdo ha abierto enormes oportunidades para el desarrollo de nuestra economía, y muchas empresas y regiones han sabido aprovecharlas de una manera extraordinaria; pero, por otro lado, pocos mexicanos han tenido la posibilidad de utilizar al TLC como palanca para su propio desarrollo. La paradójica mezcla de avances y rezagos no es más que reflejo de nuestra realidad política y gubernamental: se liberalizó la economía en lo externo, pero no se hizo lo equivalente en el interior del país. El resultado es que hay millones de mexicanos que se han quedado a la zaga del desarrollo económico. En franco contraste con Canadá que busca ahora nuevas formas de integración económica tras agotar las ventajas del TLC, nosotros no comenzamos todavía a aprovecharlo a cabalidad. Es tiempo de ponernos las pilas y seguir adelante.

Esencialmente, el TLC fue concebido como un instrumento orientado a dar certidumbre a empresarios e inversionistas y generar la confianza necesaria en las reglas del juego en el país. Luego de años de vaivenes, crisis y altibajos, la reactivación económica requería de un marco regulatorio claro y estable; sin ello, como había sido evidente en los ochenta, la inversión no se materializaría. De esta forma, su principal objetivo era asegurar continuidad en las políticas económicas más generales. Los logros en este terreno son más que evidentes: el TLC se ha convertido en un factor de certidumbre y estabilidad y, como tal, es envidiado alrededor del mundo (razón de más para no pretender demasiados cambios innecesarios).

Lo que el TLC no ha conseguido o, mejor dicho, lo que el gobierno y los políticos no han logrado a partir de la firma del tratado, es generar un consenso interno sobre las medidas necesarias en política económica, regulación y modernización legislativa que serían necesarias para hacer de este instrumento un éxito no sólo para la inversión extranjera y los exportadores, sino también para el empresariado pequeño, mediano y, en general, para todos los mexicanos. El TLC fue una gran idea cuyos beneficios no se han extendido a la sociedad mexicana. Lo han aprovechado quienes han tenido la capacidad y visión para convertirlo en un vehículo de crecimiento; el resto, se ha quedado al margen. Urge un liderazgo político capaz de orquestar un consenso básico en los temas elementales del desarrollo económico. Sin ello, el país seguirá pobre y el TLC, a pesar de su solidez y la oportunidad que representa, habrá sido un mecanismo más que no satisfizo las expectativas que generó.

A diez años y tres gobiernos de la firma del TLC, la única constante ha sido la ausencia de una política de desarrollo que le permita a toda la población, y no sólo a las grandes empresas, aprovechar las ventajas del tratado. Un gobierno tras otro ha asumido que el tratado arrojará resultados por sí mismo, a pesar de que la evidencia indica lo contrario. Sólo las empresas excepcionalmente dotadas de talento u activos han podido sacarle provecho. Para el resto, incluyendo a la mayoría de las empresas (en términos absolutos), el TLC es un instrumento que no ha rendido los frutos esperados.

El hecho tangible es que el TLC ha servido para desregular o liberalizar el comercio exterior y el régimen de inversión, así como para garantizar la permanencia de estas reformas, pero no representa una fuente de cambio para la economía interna. Quienes viven principalmente del mercado interno padecen todos los males posibles, en especial, la maraña de requisitos impuestos por una cadena que parte de la Secretaría de Hacienda y pasa por el Instituto Mexicano del Seguro Social, la Secretaría de Economía, las autoridades delegacionales o municipales y, en general, toda la burocracia. Por si fuera poco, los costos de las empresas se multiplican por la negligencia de las autoridades que no garantizan la seguridad de las personas y sus bienes, no proveen los servicios básicos (como la electricidad) de manera confiable y a precios competitivos, ni indemnizan a las personas, incluidos los empresarios, por los daños que ocasiona el burocratismo legendario presente en todos los niveles del gobierno. Pero las autoridades no tienen el monopolio de los obstáculos: igual de complicada es la vida de un empresario cuando se enfrenta a la inexistencia de crédito y a la falta de alternativas reales en la provisión de servicios (desde transporte hasta telefonía). Si de por sí hay pocos empresarios verdaderos, los medianos y pequeños compiten con una mano amarrada a la espalda.

Dada nuestra realidad burocrática. a nadie debería sorprender la proliferación de la economía informal. Los empresarios que optan por la informalidad, aunque lo hayan hecho por mera inercia, viven enormes penurias y una incertidumbre permanente. Pero su vida no es mucho peor que la de los empresarios chicos y medianos formalmente constituidos, que tienen que sortear, igualmente, un caudal de obstáculos y limitaciones que impiden su desarrollo. En este contexto, la abrumadora mayoría de los empresarios del país no tiene la menor posibilidad de aprovechar los beneficios del TLC. Se trata de dos mundos totalmente distintos y cada vez más distantes.

Visto desde esta perspectiva, el TLC ha sido un éxito espectacular en términos agregados, pero su penetración es todavía pequeña. Las exportaciones se han cuadriplicado a lo largo de estos años, lo que coloca a México como uno de los principales exportadores del mundo. Al mismo tiempo, los flujos anuales de inversión extranjera se duplicaron a partir de la firma del tratado. Pero ahí se han estancado. Tanto las exportaciones como la inversión que llega del exterior han modificado para bien el perfil de la balanza de pagos del país, pero no han propiciado en la misma medida la transformación del conjunto de la economía mexicana. Ese desafío sigue estando ahí.

La realidad es que el TLC sólo podía ser exitoso en la medida en que todos los mexicanos, pero particularmente las autoridades, lo concibieran como un instrumento y no como un fin en sí mismo. Sin embargo, al acuerdo se le dejó aislado, como en un limbo, para que fuera aprovechado por quien pudiera hacerlo mientras que al resto no le ha quedado otra más que apechugar. Lo que se requiere es crear un entorno interno que permita acelerar el desarrollo de empresarios, así como de empresas pequeñas y medianas, y que haga propicia la competitividad de la economía en su conjunto. Es decir, se necesita de un consenso básico sobre el futuro de la economía nacional, a partir del cual se tomen las decisiones más impostergables: desde la modernización del marco legal hasta la adopción de reformas clave, sin las cuales el desarrollo industrial es inconcebible.

El problema se complica por la naturaleza de los esfuerzos emprendidos por el gobierno a lo largo de estos diez años. En lugar de abocarse a transformar las estructuras económicas y jurídicas en que se desenvuelve la economía, los gobiernos anteriores y el actual han impulsado una imponente red de tratados de libre comercio con quien se deje. Igual se han firmado tratados con naciones al sur del continente que con la Unión Europea. Ahora se comienza a negociar otro con Japón. La pregunta es para qué queremos tantos tratados si la estructura interna de la economía no permite aprovecharlos. Peor, justo cuando Canadá, uno de nuestros dos socios norteamericanos, está planteando acrecentar la integración en el subcontinente, nosotros distraemos la mirada hacia latitudes tan lejanas como Japón. No se trata de emitir un juicio sobre si se actúa bien o mal, sino advertir que en este terreno, como en otros tantos, el gobierno adolece de una estrategia que sea congruente con el desarrollo económico del país.

A la fecha, el pobre desempeño de la economía mexicana se le ha achacado a la recesión norteamericana. Esa explicación es sin duda válida, pero también es insuficiente, aunque muy conveniente. Es cierto que la economía mexicana creció mucho los últimos años debido a la enorme demanda que ejercía la economía estadounidense; sin embargo, es igualmente cierto que no toda la economía crecía al mismo ritmo y, sobre todo, que los beneficios de ese crecimiento eran muy inferiores a los que podían haber sido. Diversos estudios sobre el desempeño del TLC en estos años muestran que, a pesar de que tenemos una enorme población, las empresas han enfrentado serios cuellos de botella para encontrar personal calificado; al mismo tiempo, para muchas empresas ha sido más fácil y barato importar insumos que lidiar con la burocracia y los impedimentos que aquejan a la planta productiva nacional. Como las empresas se dedican a producir al menor costo y con la mejor calidad, todo lo que impide la consecución de esos objetivos las disuade de realizar más inversiones. Puesto en otros términos, las empresas no se dedican a la política social: si no hay los insumos y el personal requerido, se van a otras regiones, como China, donde todas estas cosas parecen estar debidamente resueltas.

La cruda verdad es que la economía cuenta con una superestructura de tratados de libre comercio que sólo un puñado de empresas puede aprovechar. Esto nos crea una disyuntiva muy simple: o resolvemos el problema estructural de la economía mexicana o dejamos de perder el tiempo con tanto tratado. Igual de importante es analizar y definir la dirección que debe seguir el desarrollo de nuestra economía: dada la prisa de los canadienses y las nuevas circunstancias geopolíticas que caracterizan los procesos de decisión en Estados Unidos, nosotros tenemos que meditar con mucho cuidado si deseamos una mayor integración regional (donde se concentra nuestro comercio exterior y existe la necesidad inminente de resolver el problema migratorio) o una mayor dispersión de esfuerzos. Lo seguro es que, en ambos casos, la única manera de ser exitosos es creando un consenso interno y empujando hacia adelante, aunque sea a marchas forzadas.

 

¿Para qué más gasto?

Luis Rubio

Si algo no ha cambiado nada en el país es la noción de que el gasto público, de hecho, un gasto siempre creciente, resuelve cualquier problema. Todo mundo quiere más gasto: lo mismo el empresario más encumbrado, que el presidente de la Suprema Corte de Justicia, los funcionarios de PEMEX y la CFE y, por supuesto, los gobernadores. El gasto público parece ser una fuente inagotable de virtudes y oportunidades. Pero como ciudadanos, lo que debería importarnos es en qué y, sobre todo, cómo se gastan los fondos públicos. Sin una evaluación de la eficacia y eficiencia del gasto, lo único que estamos haciendo es preservar los feudos, negocios e intereses del viejo sistema político.

Gastar es y ha sido siempre el deporte favorito de los políticos. Lo importante no es el destino ni el rendimiento del gasto, sino el que los políticos se vean bien frente al electorado o ciertos grupos de interés. La rentabilidad del gasto siempre se ha evaluado desde esa perspectiva: cómo beneficia al que gasta. En la historia política del país poco ha importado si el gasto mejora la calidad de vida de la población, eleva los índices de escolaridad, mejora y amplía la infraestructura o fortalece la capacidad de crecimiento de la economía en su conjunto. Lo que importa es que el político saque el mayor provecho posible de recursos que no son suyos. Esto explica, entre otros, por qué los gobernadores prefieren gastar fondos federales (de los que no rinden cuenta alguna) que cobrar impuestos en sus localidades, pues eso acarrearía compromisos en que prefieren no incurrir.

El fenómeno no es nuevo ni excepcional. En todo el mundo, los políticos hacen exactamente lo mismo: demandan más fondos y hacen todo lo posible por sacarles el mayor provecho personal. El problema para nosotros es que ese gasto se ejerce sin la menor transparencia, sin una evaluación de su rentabilidad y sin correspondencia con las necesidades más apremiantes de la población. Bienvenida sea la popularidad que se gana un político cuando una comunidad se beneficia de la construcción de un puente que éste promovió o cuando el presidente adquiere renombre por haber logrado tasas elevadísimas de crecimiento económico, luego de haber invertido los recursos públicos de una manera exitosa. Nada de malo hay en la popularidad que un gobernante gana a través de una buena gestión.

Lo que es intolerable para una sociedad es que el gasto público se expropie para servir las prioridades personales del político, sin que la sociedad se beneficie como resultado y, mucho peor, que no exista transparencia alguna en el uso de los recursos. Un anuncio que Pemex ha difundido en los medios es sugerente: en aras de procurar más recursos (y su añorada “autonomía financiera”, whatever that means), la paraestatal anuncia que obtuvo una enorme cantidad de recursos por concepto de la explotación y venta del petróleo y que el gobierno le retuvo, en calidad de impuestos diversos, una cantidad superior a la de sus gastos. El mensaje del anuncio no deja lugar a dudas: los impuestos deberían disminuir para que la empresa se quedara con un remanente. Es decir, para usar un ejemplo numérico, la empresa dice que produjo un total de 100 pesos de recursos, que el fisco le retuvo 50 pero que ellos gastaron 70. Su reclamo es que, al menos, le reduzcan la retención en 20 pesos para que puedan cubrir su gasto con sus propios recursos.

La pregunta que el anuncio omite, por obvias razones, es por qué tendríamos los ciudadanos que aceptar ese gasto de 70 pesos, sin que medie supervisión y transparencia alguna en su ejercicio. El tema no es trivial y es muy revelador de lo que ocurre con los recursos públicos en todo el país. La mayoría de las secretarías del gobierno federal, así como de los gobiernos estatales, gasta más en administración que en los programas que dice estar administrando. La SEP, una de las más grandes demandantes de recursos, gasta una barbaridad en su administración antes de que un profesor vea su primera quincena o que un grupo de expertos comience a elaborar nuevos planes de estudios o desarrolle mejores técnicas educativas. A nadie parece importarle el impacto del uso de esos recursos.

En algunos casos, el problema es más que evidente porque existen referentes internacionales sobre el tema. Volviendo al ejemplo de Pemex, aunque los ciudadanos no tenemos manera de saber en qué se gasta la empresa los 70 pesos aludidos, no hay duda que ese monto supera con creces, el que caracteriza a empresas homólogas en otros países. Nadie puede disputar el que Pemex requiera más recursos para explotar nuevos mantos petroleros, así como dar mantenimiento a los que existen en la actualidad. Sin embargo, lo que los ciudadanos no podemos aceptar es que los recursos se le transfieran a la paraestatal sin mayor trámite, como ésta demanda. La buscada autonomía financiera tiene un gran atractivo, pero siempre y cuando existan mecanismos de supervisión y control tan severos como apropiados para desmantelar la red de corrupción en que navega esa empresa. Incrementar los recursos sin esos mecanismos, sería equivalente a ceder ante un chantaje más. Cuando se refiere al pago de impuestos, la SHCP modificó un dicho popular: en lugar de “borrón y cuenta nueva”, ellos demandan “cuenta nueva y borrón”. Exactamente lo mismo debería exigirse a todas las entidades públicas del país.

Pero el recurso al chantaje como medio para procurar más recursos públicos no es exclusivo a las empresas paraestatales de mayor dimensión. Los gobernadores, otro pozo inagotable, se dan el lujo de argumentar que a ellos les tiene sin cuidado el que la recaudación federal haya disminuido; ellos exigen la totalidad de los recursos originalmente acordados. El caso de los ejecutivos estatales es todavía más triste por lo patético de su argumentación: todo mundo sabe que las participaciones a los estados son un porcentaje del gasto federal. Por lo tanto, si el gasto federal aumenta, las participaciones se elevan proporcionalmente. Pero lo opuesto también es cierto: si el presupuesto federal total disminuye, las participaciones no pueden más que bajar. Así es la aritmética.

Otro intenso demandante de recursos públicos es el poder judicial. El argumento que utilizan es, sin duda, encomiable: si queremos un poder judicial efectivo tenemos que pagar por él. Pero la pregunta es en qué se gastan esos recursos, máxime cuando el poder judicial no está sujeto a las reglas de transparencia que resultaron de la recién aprobada Ley de Acceso a la Información. El poder judicial quiere más recursos pero se rehúsa a que se audite o supervisen sus cuentas y a que la ciudadanía, que es, a final de cuentas, la que paga los platos rotos, tenga derecho siquiera a preguntar. Recuerda mucho a los antiguos fueros eclesiásticos.

Quizá nadie argumente el punto a favor del gasto con mayor vehemencia que los partidos políticos y el IFE, institución por la que atraviesa una cantidad tan grande de recursos que los presupuestos de muchos estados se quedan chiquitos. Ante el atrevimiento de un reportero que preguntó sobre el uso de esos recursos, una consejera del Instituto Electoral del Distrito Federal se dio el lujo de afirmar que “no hay nada más barato que una dictadura”. Una afirmación tan lapidaria y definitiva como esa sirve de escudo para justificar cualquier nivel de gasto, independientemente del uso que se le dé, de los beneficios que reporte a la ciudadanía o de las alternativas que pudiesen ser consideradas. Además, a nadie escapan dos hechos fundamentales: uno es que se trata de los dineros de los partidos, razón por la cual ninguno de ellos en el congreso tiene ni el menor incentivo para disputar o auditar ese gasto. Los partidos son juez y parte en el asunto, así que mejor elevar el presupuesto asignado.

El otro asunto, que no es menor, son los sueldos que devengan los funcionarios de un número creciente de entidades autónomas. La idea de contar con entidades autónomas, “ciudadanizadas” como se les ha dado en llamar, es noble y absolutamente lógica. A su vez parece justo que estas personas reciban un pago decoroso por sus servicios. Sin embargo, si cada una de esas entidades se acaba caracterizando por una estructura en la que sus miembros ganan salarios similares a los secretarios de Estado, en un ratito la democracia mexicana va a acabar costando más que sus beneficios.

El punto de todo esto es que la eficiencia del gasto es mucho más importante que el gasto mismo. El buen uso de un recurso, así sea pequeño, puede ser mucho más rentable que el uso de montos elevadísimos pero mal empleados. Si uno observa el monto total del gasto gubernamental durante la época más exitosa de la economía mexicana, los cincuenta y sesenta, éste representaba un monto menor, en porcentaje del PIB, al que hoy existe. La razón por la cual ese gasto era mucho más rentable, midiendo rentabilidad en términos de la tasa de crecimiento del Producto, era que el gobierno sólo dedicaba recursos a proyectos rentables. En un año se decidía construir una determinada carretera en el sureste del país o electrificar el estado de Sinaloa. El aparato gubernamental en su conjunto creaba condiciones para que esa infraestructura atrajera la inversión privada y fuera generadora de riqueza y empleos. No es casualidad que los administradores de la economía de esa época sigan disfrutando de un reconocimiento que muy pocos de sus sucesores lograrían después.

Si bien resulta obvio que las condiciones han cambiado en los últimos cuarenta años, lo que sigue tan vigente como entonces es el hecho de que el gasto gubernamental sirve cuando se le emplea para generar efectos multiplicadores en la economía, ya sea a nivel regional o nacional. El gasto es un instrumento para el desarrollo. Cuando se le emplea como tal, sus beneficios alcanzan no sólo a la población que los requiere, sino al político que los ejerce. En todos los demás casos, el gasto acaba siendo un mero botín para el beneficio personal del funcionario, cuando no una fuente inagotable de corrupción. La pregunta es cuándo comenzará la ciudadanía a exigirles cuentas.

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Suprema Corte: ¿para qué, para quién?

Luis Rubio

El poder judicial y, particularmente, la Suprema Corte de Justicia, tiene la responsabilidad formal de resolver las disputas que se presentan entre los otros dos poderes públicos, el legislativo y el ejecutivo. Esa función la ha desempeñado la Corte con gran éxito en los últimos años, aunque no sin detractores. Sin embargo, esa es tan sólo una de las funciones importantes que la Suprema Corte está llamada a desempeñar. De hecho, todas las Cortes que han logrado hacer una diferencia real en sus respectivas sociedades, lo han logrado cuando se han abocado a la defensa cabal de los derechos civiles de la población. Es tiempo de que nuestra Suprema Corte comience a enfilar su interés en esa dirección.

Los libros de texto definen como función de la Suprema Corte la de romper los empates entre los otros dos poderes. Es decir, conciben a la Suprema Corte esencialmente con una función política de equilibrio entre el legislativo y el ejecutivo o, en todo caso, entre niveles distintos de gobierno. Virtualmente todas las decisiones de la Corte en los últimos años han girado en torno a disputas de esta naturaleza, a diferencias de tipo político entre políticos. Aunque existe un enorme número de críticos y detractores de la labor de la Corte en este periodo, nadie puede tener la menor duda de que su función ha sido esencial en estos años de cambio político. Sin una Corte independiente, las disputas típicas de los últimos tiempos –entre gobiernos estatales y el presidente, entre el presidente y el poder legislativo y así sucesivamente- no se hubieran dirimido de manera pública y abierta y hubieran amenazado con desbordarse. El hecho de que exista una Corte que asume sus responsabilidades con seriedad ha sido trascendental para este proceso deficiente e incompleto de transición política.

Pero el hecho de que la Suprema Corte haya cumplido su papel y con ello haya logrado reducir tensiones políticas, a la vez que construido una salida pacífica a conflictos en temas esenciales para la convivencia política, no implica que esté desarrollando todo su potencial o que esté logrando hacer la diferencia. Este es un punto central. A la fecha, la Corte se ha abocado a temas de diputa entre políticos, olvidando que existe una ciudadanía en espera de protección y vigencia de sus derechos. La Corte, sin embargo, se ha sustraído de esa realidad, prefiriendo el terreno de los poderes públicos y abdicando a la enorme oportunidad que tiene frente a sí. En lugar de convertirse en el factor medular de la transformación política del país, se ha conformado con una función importante, pero no trascendental.

La nueva Suprema Corte de Justicia, esa que emanó de las reformas constitucionales de finales de1994 y que le confirieron la autonomía de que hoy goza, así como las facultades para revisar la constitucionalidad de las leyes, nació para un fin distinto al que el país requiere. La visión de la que surgió era limitada en extremo, pues partía del supuesto de que lo único relevante para el desarrollo político del país era la existencia de un poder judicial autónomo, capaz de resolver las disputas entre los políticos. Esa función, sin duda importante, ha avanzado de una manera certera y ambiciosa a lo largo de estos años. Sin embargo, eso no es suficiente para una ciudadanía de la que se abusa de manera cotidiana, una ciudadanía que goza de muchos derechos teóricos pero muy poca protección judicial en la práctica. La pregunta es si la Corte está dispuesta a reencontrar ese camino y consolidar un nicho clave.

En lugar de ver el mundo desde arriba, desde las alturas del poder, tal y como ocurrió con la obtusa y mezquina visión que dio forma a la nueva Suprema Corte, es imperativo ver al mundo desde abajo, desde la perspectiva ciudadana. Visto de esta manera, el mundo es verdaderamente difícil. Para el ciudadano común y corriente, lo único que ha cambiado en estos años de transformación política es el que puede votar con la certidumbre de que el sufragio será respetado. Sin embargo, su capacidad de acción política es tan limitada como lo era antes. Cuando se enfrenta a la autoridad, sus derechos son irrisorios y la capacidad de abuso infinita. La autoridad en México sigue teniendo facultades expropiatorias en terrenos tanto patrimoniales como de sus derechos fundamentales. La autoridad puede saltarse etapas en un proceso judicial, rompiendo con lo que se llama el debido proceso y, sin embargo, es muy poco lo que el ciudadano puede hacer ante el abuso. Una empresa puede sufrir el embate de una autoridad administrativa, frente a lo cual sus recursos legales son siempre insuficientes. Hasta obtener un amparo es con frecuencia imposible: su acceso es tan limitado que tres de cada cuatro amparos acaban siendo declarados improcedentes. El punto es que el ciudadano en México no es un ciudadano. Sigue siendo un súbdito.

La democracia llegó a México pero sólo en el ámbito electoral. Fuera de ese ámbito seguimos en el México de antes, en el México autoritario en el que el concepto de ciudadanía es inexistente. Aunque la Constitución le confiere amplios derechos al ciudadano –desde la libertad hasta la protección frente a actos arbitrarios de la autoridad- en la práctica cotidiana esos derechos son sólo una aspiración. Nadie vela por el ciudadano. Desde esta perspectiva, la democracia que tanto hemos celebrado a partir del 2000 no ha hecho mella en la vida cotidiana del mexicano común y corriente. Sin cambios profundos en la manera de funcionar del sistema político, nada de esto va a cambiar.

Muchos se preocupan por el deterioro en las percepciones de la población respecto a la democracia. Hacen bien. Sin embargo, la mayoría de esas preocupaciones se refiere menos a la ausencia de derechos civiles efectivos que a la falta de funcionalidad del sistema político en general. Es decir, la mayoría de las preocupaciones se centran en el impasse que caracteriza a la relación entre el legislativo y el ejecutivo, y no al deterioro efectivo de los derechos ciudadanos. La parálisis que existe en el poder legislativo es un problema por demás serio y preocupante, pero no más importante que la ausencia de derechos ciudadanos. Muchas experiencias en el mundo han demostrado que el problema de relación entre el poder legislativo y el ejecutivo es superable. La ausencia de derechos no se cura más que con la existencia de esos derechos, algo que sólo una institución que cuide de ellos, como la Suprema Corte, puede garantizar.

La Suprema Corte ha sido reticente a entrometerse en temas políticos y, con mínimas excepciones, ha preferido no inmiscuirse en temas más allá de las diferencias entre poderes. Ciertamente, el poder judicial la Corte ha lidiado con una infinidad de amparos, pero éstos benefician, por actual naturaleza, a individuos en lo particular y no a la ciudadanía en general. Si la Corte quiere hacer una diferencia y convertirse en el factor real de transformación democrática del país, tal y como lo han hecho las Cortes de España y Estados Unidos, sólo para citar dos ejemplos obvios, tendría que dedicar sus esfuerzos a los temas que consolidan a la ciudadanía y no exclusivamente a aquellos que dirimen disputas entre quienes la oprimen de manera consuetudinaria y sistemática. Las cortes supremas de Estados Unidos y España han adquirido el enorme prestigio de que gozan precisamente porque se abocaron a los temas que hacen una diferencia para la ciudadanía. Tratándose de cuerpos colegiados no electos, lo increíble es precisamente el prestigio de que gozan. No se trata de algo gratuito: la ciudadanía sabe reconocer dónde están sus aliados. Hoy por hoy, la Suprema Corte de Justicia actual no es una aliada de los mexicanos.

Los temas que afectan a la ciudadanía son por demás obvios: desde la libertad de expresión hasta el debido proceso, pasando por la separación del Estado y la iglesia, la libertad religiosa, el derecho de asociación, los derechos de los ciudadanos frente a la expropiación o frente a las policías, las garantías de los inculpados, los fueros y los tribunales especiales. En todos y cada uno de éstos, así como en el resto de las garantías constitucionales, los mexicanos a diario sufren abusos por parte de alguna autoridad. Pero el punto central no es sólo la carencia de derechos sino también el que no sea posible exigir obligaciones. Unos no pueden existir sin los otros. Nuestra historia está saturada de obligaciones que se ignoran precisamente porque nadie, ni la propia autoridad, percibe que tiene legitimidad para exigir su cumplimiento. Lo que algunos llaman estado derecho acaba siendo una burla, una parodia de lo que debe ser el mundo de derechos y obligaciones a que se compromete un ciudadano. El cambio requerido para lograr esta transformación sería obviamente radical y nadie, excepción hecha de la Suprema Corte, puede encabezarlo.

A la fecha la Corte ha cumplido un papel central en el desarrollo político del país y en la disciplina de los propios políticos. Pero, aunque crucial, nada de eso va a darle a la Corte la trascendencia que su autonomía permite como lo haría la defensa activa y militante de los derechos civiles de la población. La Corte no tiene facultades explícitas para ello (de hecho, ningún ciudadano puede apelar directamente ante la Suprema Corte), pero la Corte puede atraer todos los casos que desee. También puede dar directrices en los casos que conozca, pues un fallo de la Corte puede ampliar o restringir el alcance de una garantía constitucional. Una Corte dispuesta podría elegir los casos que le permitiesen hacer efectivos los derechos ciudadanos. Negar esta posibilidad implicaría asumir una actitud timorata que ciertamente no ha sido la característica de la Corte en el ámbito de los políticos.

La Corte puede ser activista o pasiva, legalista o política, pero si no se aboca a los derechos ciudadanos está condenando su relevancia –y su prestigio- a un ámbito por demás modesto y más bien mediocre. Adoptar la causa de los derechos civiles naturalmente implicaría entrar de lleno en el terreno político. Pero, de otro modo, ¿para qué habríamos de querer los ciudadanos una Suprema Corte que no nos genera ningún beneficio?

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El PRI y el presupuesto

Luis Rubio

La pregunta para el PRI es si persiste en retornar a un pasado inasible o comienza a construir una nueva plataforma que pueda hacerle recobrar el poder en el futuro mediato. En concepto al menos, se trata quizá de la disquisición estratégica más importante que tiene el PRI frente a sí. El presupuesto va a ser un buen momento para evaluar si el partido sigue teniendo vocación para gobernar o si es solamente el recuerdo de la vida política fácil lo que motiva su incesante oposición a avanzar la agenda pública.

Los priístas viven un mundo fantasioso que se caracteriza por dos dinámicas que se retroalimentan de manera continua y sistemática. Por un lado, desprecian al gobierno, se burlan de la ineptitud de muchos funcionarios y se consideran los únicos capaces de gobernar. Por el otro, viven en un mundo distinto al del resto de los mexicanos, ensalzando un pasado que, como dijera Miguel de Cervantes, no fue tan bueno como ellos lo recuerdan. Sus actitudes y tácticas de confrontación y obstaculización les han ganado un lugar en el proceso político nacional posterior a su derrota electoral del 2000, pero no necesariamente el que ellos estiman o añoran. Ciertamente, la mayoría de los mexicanos reconoce su experiencia y habilidad para gobernar; pero igual de evidente es el hecho de que una mayoría absoluta de esos mismos mexicanos optaron por sacarlos de Los Pinos en la última contienda electoral. Desde esta perspectiva, más les valdría ser un tanto escépticos de sus premisas y un tanto menos seguros de que el pasado los absolverá.

El tema central de confrontación en la actualidad es el económico. Tanto en materia presupuestal como de reformas fundamentales, los priístas se han mostrado reacios a encabezar un movimiento de reforma económica. Más bien, se han dedicado a lo contrario: han encabezado la defensa de intereses y privilegios indefendibles, como los que representa quizá el sindicato más corrupto del país, si no es que del mundo, y se han dedicado a obstaculizar todas las reformas que ha propuesto el ejecutivo, sobre todo en materia eléctrica, incluyendo aquéllas que no alteran en lo fundamental los arreglos políticos existentes y que son mucho menos ambiciosas que las propuestas por gobiernos priístas anteriores. La pregunta es si ésta es una estrategia inteligente, conducente a mejorar la imagen del partido y, por tanto, su capacidad de triunfo electoral.

Es posible que la respuesta a esa interrogante sea que el PRI no tiene una estrategia, es decir, que sus fracturas internas sean tan agudas que le es imposible desarrollarla. De ser así, eso mismo debería hacerles ver lo precario de su situación. Aunque el PRI ha adoptado posturas muy fuertes en diversos temas, esa aparente fortaleza es una muestra patente de debilidad, pues el partido, muy al estilo del PRD, ha desarrollado una fuerte unidad en oposición al gobierno y sus iniciativas más que a favor de una plataforma distinta a la que éste propone. El tema eléctrico es sugerente: más que proponer una alternativa, los priístas, sobre todo en el Senado, se han dedicado a negar la existencia del problema. Como si eso pudiese resolverlo.

El presupuesto que se discute en este periodo de sesiones constituye una oportunidad excepcional para que el PRI comience a probar su arsenal en anticipación a los comicios del próximo año. A la fecha, los priístas parecen creer que los avatares de la administración Fox garantizarán su triunfo electoral. Si uno observa el devenir de los procesos electorales a nivel estatal, los priístas, que al inicio del sexenio amenazaban al gobierno federal cada vez que se disputaba un estado, han ganado un buen número de ellos. Esto les ha llevado a concluir que la avalancha que pareció iniciarse con el triunfo panista del 2000, comenzó a desinflarse con el curso del tiempo. A partir de esas observaciones, ellos anticipan un arrollador triunfo a mediados del año que entra.

El problema de esa manera de pensar es que no tiene lógica alguna, independientemente de que pudieran ganar en el 2003. Las elecciones estatales siguen una dinámica propia, en buena medida independiente. Un buen gobernante local crea condiciones favorables para el triunfo de su partido en el mismo nivel de gobierno: existe una propensión natural para el elector de votar en favor de un partido que ha llevado bien la administración municipal o estatal. Exactamente lo mismo se puede decir de un mal gobierno. Cuando el elector tiene que decidir por quién votar, naturalmente evalúa al gobernador o presidente municipal que tiene frente a sí: cuando esa administración ha sido muy mala, el elector no tiene mucha dificultad en escoger a alguien diferente, así acabe siendo igual de malo. Nadie con un mínimo de sensatez puede negar que el PRI se ha beneficiado más de las pésimas administraciones que ha reemplazado, que de la riqueza de su mensaje o del contenido de su planteamiento.

El hecho es que el PRI se encuentra ante un dilema fundamental. Para poder recobrar el poder tiene que ofrecer algo más que un pasado poco encomiable y que no es atractivo para la mayoría de la población, sobre todo cuando los propios priístas rechazan las pocas cosas buenas que sus gobiernos realizaron. Por otro lado, sin embargo, los priístas no tienen capacidad de articular un mensaje positivo, una estrategia alternativa y a la vez responsable de desarrollo del país. Sin algo que ofrecer, su oferta acaba reduciéndose a una crítica poco creíble a la capacidad de administración del gobierno actual.

En el fondo, el dilema del PRI que, en cierta forma, es también el del país, es que no se ha definido en torno al presidencialismo. Esa gran institución del sistema político del siglo XX mexicano es fuente de amores y odios dentro de ese partido. Los priístas quieren un absurdo imposible: pretenden retornar al pasado que añoran pero sin la estructura presidencialista de entonces, y recuperar el orden y capacidad de gobierno que se asociaba al presidencialismo mismo, pero prescindiendo de los mecanismos que lo hacían posible. Con el fin de ese sistema, el país entró en una etapa de confusión y ausencia de acuerdos básicos y, peor, de capacidad de articular mayorías capaces de gobernar. Si una función tenía el gran factor integrador de la política mexicana, el presidente, era precisamente la de conciliar a los diferentes intereses dentro del sistema político y, eventualmente, ejercer un liderazgo al respecto en el conjunto de la sociedad. La ausencia de esa capacidad integradora es quizá el signo de los nuevos tiempos; la ironía es que el PRI sea su principal detractor.

Esto coloca al PRI en el centro del huracán de los temas económicos del momento. Todas las discrepancias de la sociedad mexicana han acabado por manifestarse en la discusión del presupuesto federal. Si bien la disputa por los dineros es uno de los temas centrales de cualquier proceso democrático, las controversias que surgen alrededor del presupuesto federal en la actualidad son reveladoras de esa ausencia de acuerdos o de la capacidad para alcanzarlos. Los desacuerdos no sólo se manifiestan en el hecho de cómo distribuir los dineros, sino en los conceptos mismos. Un intento por parte de la UNAM de avanzar hacia un esquema presupuestal más eficiente no pudo trascender el nivel de las generalidades: en lugar de especificar los modos y montos del gasto, se limita a redacciones sugerentes como sería deseable que se incrementara el gasto social en educación e infraestructura a un 4% del PIB. Frases como esa son otra manifestación del problema político que vive el país. Ante la falta de ideas y acuerdos, lo fácil es acabar en deseos y utopías que, hasta por definición, son irrealizables.

La pregunta es qué puede hacer el PRI al respecto. Si los priístas pudieran ofrecer una solución al nuevo problema del presidencialismo, el de la ausencia de marcos de referencia y medios para la solución de controversias, una de cuyas vertientes más obvias es el presupuesto, sus momios electorales podrían mejorar. El tema resulta crucial para el partido no sólo en este momento de discusión presupuestal, sino también para su futuro. Aunque los priístas se ufanan de su pasado, es evidente que enfrentan un proceso cuesta arriba no sólo para su trabajo cotidiano (ya bastante complejo) sino para la nominación de su candidato a la presidencia en el 2006. En ausencia del gran elector, la gran interrogante es ¿cómo se van a dirimir sus conflictos?, ¿quién va a ser un intermediario creíble y honesto?.

El problema del PRI hacia adelante es tan complejo que es poco probable que se pueda resolver en el corto plazo, y mucho menos si los propios priístas siguen pretendiendo que éste se va a resolver solo. Sin embargo, el presupuesto bien podría ser uno de esos primeros pasos que permitirían ir sedimentando una capacidad (y disposición) visible de enfrentar y resolver los problemas del país. En la medida en que los priístas logren acuerdos elementales entre ellos mismos en materia presupuestal y que fuesen, a una misma vez, fiscalmente responsables (a diferencia de lo que han venido haciendo), el partido evidenciaría una capacidad fundacional que, aunque muy comentada entre ellos mismos, no ha sido evidente en momento alguno al resto de la población. A la fecha, en materia presupuestal, el PRI se ha distinguido menos por su seriedad y capacidad de iniciativa que por su propensión a convertirse en un grupo de presión que vela por los intereses de sus socios (los gobernadores), en lugar de pensar en el futuro del país.

La manera en que la SCHP elaboró la propuesta de presupuesto en esta ocasión, en la que se presentan de manera explícita, los costos y gastos absurdos de una enormidad de programas inútiles, dispendiosos y contraproducentes en el gobierno federal en general, le abre al PRI la enorme oportunidad de convertirse en el gran partido reformador del futuro. Aunque podría parecer irónico, el PRI tiene hoy la posibilidad de presentarse como una oposición responsable e inteligente, capaz de ofrecer soluciones. Justo lo que requiere todo partido que trasciende el ánimo de aniquilar al gobierno en turno, para convertirse en una fuerza política deseosa y capaz de convencer al electorado una vez más.