Luis Rubio
La economía mexicana ha perdido su sentido de dirección. Hasta hace unos cuantos años, el crecimiento económico, si bien insuficiente para resolver los problemas del país, permitió al menos avanzar en frentes tan diversos como el de generar nuevas empresas y fuentes de riqueza, empleos e ingresos gubernamentales para atender la ingente agenda social. Pero ese crecimiento no se ha sostenido, circunstancia que ha abierto la caja de Pandora retórica en la política mexicana. Hay muchas propuestas, pero poca acción; muchos objetivos, pero pocas estrategias concretas para alcanzarlos; muchas ideas, pero poco realismo. Por diez años, la economía funcionó razonablemente bien, aun a pesar de la crisis del 95, gracias a que se mantuvo un claro sentido de dirección: converger con nuestros vecinos del norte. Las opciones hipotéticas son todas, pero la realidad sólo es una y la economía volverá a su cauce cuando así lo acepte la sociedad mexicana y sus políticos. Sólo podremos superar la parálisis actual si recuperamos esa brújula.
La economía se comportó de una manera razonablemente benigna a lo largo de los noventa gracias a las reformas con que se inauguró la década. Algunas de ellas fueron por demás acertadas, mientras que otras sufrieron diversos descalabros a lo largo del tiempo. Unas probaron ser sólidas y se convirtieron en pilares del crecimiento, otras representaron un elevado costo para el país en general y para el erario en lo particular. Pero más allá de reformas específicas, lo que hizo posible la gradual transformación de una parte significativa de la economía del país fue la existencia de un sentido de dirección, de un vector metafórico que permitió que todos los involucrados en los procesos económicos supieran a que atenerse. Es posible que no todos los participantes en la actividad económica gustaran de las reformas o se beneficiaran de ellas, pero todos sabían a qué atenerse. Más allá de la estabilidad macroeconómica, la mayor falla del actual gobierno ha sido, precisamente, esa: su incapacidad para proyectar un sentido creíble de dirección.
Las reformas de los tempranos noventa le dieron a la economía un fuerte impulso porque indicaban un camino, señalaban una dirección. No olvidemos que el país llevaba más de una década a la deriva, después de que en los setenta, los gobiernos desbarrancaran la economía gracias a la contratación excesiva de deuda, la expropiación de los bancos, la generación de subsidios insostenibles y otras medidas que acabaron siendo no sólo infructuosas, sino extraordinariamente costosas. Muchos de los mitos sobre el quehacer nacional, además de la deuda que todavía registran los libros gubernamentales se remontan a esos años de lujuria en la retórica gubernamental y en el gasto público. Las reformas de los noventa permitieron romper el círculo vicioso en que había caído la economía del país y, al constituirse en una brújula, confirieron a todos los actores en el plano económico una gran claridad de rumbo.
Por definición, una reforma supone modificar lo existente. En consecuencia, toda reforma entraña la afectación de algún interés particular. Si no fuera así, las reformas serían innecesarias. Las reformas de los tempranos noventa alteraron el orden vigente en la economía mexicana: la apertura a las importaciones, por ejemplo, representó un giro dramático no sólo en la manera de operar de las empresas y en su entorno, sino sobre todo en su relación de poder con los consumidores. Por décadas, toda la economía mexicana se había volcado hacia los productores: el gobierno desarrolló una casi impenetrable estructura de protección para los empresarios nacionales, a quienes con frecuencia saturaba de apoyos, subsidios y otros beneficios, siempre a costa del consumidor, quien debía aceptar precios elevados de los bienes y servicios, mala calidad y ausencia de opciones. Para los empresarios, la clave del éxito residía en la relación con la burocracia y no en la satisfacción del consumidor. La apertura de la economía obligó a los productores a invertir sus prioridades de la noche a la mañana. Ahora tendrían que competir por el favor del consumidor con productores de todo el mundo.
Algo semejante ocurrió con la privatización de empresas que el gobierno acumuló y con la desregulación de los disfuncionales procedimientos de una abusiva y abultada burocracia. Si bien no todas las privatizaciones resultaron felices, nadie puede negar que contribuyeron a crear un entorno propicio para el establecimiento de nuevas empresas, la atracción de inversionistas del exterior y el desarrollo de una vigorosa industria de exportación. Todo esto hizo posible que, a pesar de las obvias insuficiencias, los noventa fueran años propicios para el crecimiento económico.
Una pregunta en la que no se insiste lo suficiente, a pesar de lo nutrido de la retórica que caracteriza los debates públicos en torno a la reactivación de la economía nacional, es ¿por qué el sector exportador funciona pero no así el mercado interno? Por definición, las exportaciones responden a la demanda del exterior; cuando esa demanda disminuye o, como en la actualidad, no crece, las exportaciones tampoco lo hacen. El estancamiento de las exportaciones ha propiciado muchos monólogos (y pocos debates serios) sobre cómo reactivar el mercado interno. La premisa obvia es que no hay nada más lógico y saludable para cualquier economía en el mundo que el desarrollo activo y acelerado de su economía interna. Reacios a mirar la historia de los setenta y ochenta, algunos proponen la receta de siempre: más gasto público. Otros proponen soluciones políticas: pactos entre todos los afectados por las reformas para resarcir daños y restaurar los privilegios, subsidios y protecciones que ciertamente favorecieron a los productores y sindicatos, no así al crecimiento sostenido de la economía.
La activación de mercado interno requiere exactamente lo contrario de lo que se propone: lo urgente no son arreglos en lo obscurito entre intereses creados al amparo de consejos de desarrollo económico y social, ni un gasto burocrático e improductivo como el que hoy en día caracteriza buena parte del presupuesto público, sino de nuevas reformas que de manera natural confluyan para activar el desarrollo del mercado interno. Tal y como ocurrió en la década pasada.
Lo que urge es un sentido de dirección, algo que sólo puede ser provisto por acciones concretas que vayan dando orientación a la actividad de las empresas, a los inversionistas, ahorradores, consumidores y sindicatos. Esto implica nuevas fuentes de inversión, un mejor uso del gasto público, un entorno regulatorio propicio y un gobierno dispuesto a enfocar sus esfuerzos y los de la sociedad hacia la reactivación económica. Ninguna de estas cosas es nueva ni particularmente innovadora. Pero el desarrollo económico de una sociedad requiere, más que grandes cambios o ideas novedosas cada rato, de constancia y claridad de rumbo. En lugar de sumarnos a proyectos ajenos, si algo hay que copiarle a Lula, el nuevo presidente de Brasil, es esto: definir un rumbo claro y alinear todos los recursos gubernamentales en esa dirección.
El rezago del mercado interno tiene una explicación muy sencilla: al arrancar los noventa, diversas reformas persiguieron facilitar el comercio exterior y atraer la inversión externa; nada semejante se llevó a cabo en el interior del país. Es decir, la mayoría de las reformas que tuvieron lugar en los noventa se enfocaron hacia el comercio y la inversión extranjera. Por diez años, esas reformas le confirieron extraordinaria vitalidad a la economía, al grado de transformar a buena parte del aparato productivo del país. Ahora que las exportaciones ya no crecen a los ritmos de antes, se han comenzado a evidenciar las limitaciones del mercado interno, lo anquilosado de sus estructuras y las enormes limitantes que debe enfrentar para su reactivación. Si verdaderamente se desea reactivar ese mercado, es tiempo de enfrentar los impedimentos que se le oponen, en lugar de negar su existencia.
La reactivación del mercado interno requiere de la existencia de polos de atracción tanto físicos como conceptuales, es decir, factores que acerquen la inversión y den garantías de permanencia y de seguridad jurídica a los inversionistas Por lo que toca al componente material, la atracción la generaría el conjunto de reformas orientado a liberar recursos y abrir oportunidades en sectores y actividades que hoy están vedadas, como la infraestructura, la electricidad, la petroquímica y el petróleo. Lo políticamente atractivo sería inventar nuevos conceptos y aportar ideas distintas a las que todo mundo conoce, pero la realidad es que en esto no hay grandes novedades. Se requiere la apertura de sectores que impulsen el desarrollo económico del país, pues en la actualidad su enorme potencial se encuentra reducido y el gobierno no tiene la capacidad financiera para aprovecharlo. Cada uno de estos sectores, que nos encanta llamar estratégicos, opera en el subdesarrollo porque carece de los recursos necesarios para convertirse en el pilar económico que debería y podría ser.
Un sinnúmero de ejemplos anecdóticos ilustra muy bien cómo el país pierde oportunidades de inversión en los más diversos sectores, pues muchas empresas apuntan hacia otras latitudes ante la incertidumbre del abasto eléctrico o petroquímico. Además de atraer inversión directa para el desarrollo de cada una de estas actividades, la apertura de estos sectores permitiría atraer inversión y generar polos de atracción para empresas mexicanas en todas las regiones del país, simplemente por la derrama que grandes inversiones siempre traen consigo. Las oportunidades de desarrollo del país son ingentes, pero sólo si se les deja existir.
La gran transformación de los noventa tuvo menos que ver con las reformas mismas que con la idea de converger con las naciones desarrolladas de nuestro continente. Las reformas abrieron espacios y crearon oportunidades. Pero más que nada, le dieron a la población y a los empresarios un sentido de dirección. Eso es lo que hoy no existe: claridad de rumbo. Con sentido de dirección se puede recuperar la confianza de la población y no hay nada más poderoso que eso para el desarrollo de un país.