¿Importa cómo votar?

Luis Rubio

A diferencia del dos de julio del año 2000, el día de hoy la ciudadanía carga un peso mucho más liviano sobre su espalda. Aunque el mensaje que los votantes le enviarán a los políticos será crucial, su trascendencia va a ser relativamente menor. El Senado continuará con su composición actual hasta el fin del sexenio, lo que implica que el PRI tiene, además de poder de veto, una virtual mayoría en esa cámara gracias a su vínculo con el PVEM, razón por la cual el único escenario que sería dramáticamente distinto al vivido en estos últimos tres años sería aquél en el que el PRI logra una mayoría absoluta. Las encuestas sugieren que ese escenario es altamente improbable, por lo que la verdadera importancia del voto de hoy reside en la percepción que la población guarda sobre el presidente Fox y el PRI. En última instancia, la justa electoral del día de hoy mostrará si la población ha avanzado en su desarrollo ciudadano (deseado por el presidente Fox), o si se ha asustado frente a los avatares de la democracia y la inexperiencia (como argumenta el PRI).

Si la composición del poder legislativo no sufrirá cambios significativos cabe preguntarse cuál es la relevancia de las elecciones que tienen lugar el día de hoy. Esta pregunta se hace todavía más significativa a la luz del hecho de que el Senado permanecerá con su composición actual, pues esa cámara se renueva cada seis años. Aunque las encuestas han venido demostrando de manera sistemática que es improbable que algún partido logre una mayoría absoluta en la próxima legislatura, las encuestas son, a final de cuentas, una fotografía del momento en que se levantan. El día de la verdad no es el día de la encuesta, sino el día de las elecciones. Nada hay que impida que algunos votantes alteren sus preferencias en el último momento.

Pero regresando a la pregunta de por qué son relevantes las elecciones de hoy, la respuesta reside en dos circunstancias muy específicas. Primera, existe una posibilidad, pequeña de acuerdo a las encuestas, pero posibilidad al fin, de que alguno de los dos partidos grandes, el PAN o el PRI, llegara a disparar la llamada “cláusula de gobernabilidad”, que es un mecanismo interconstruido en el Código de Procedimientos Electorales para garantizar la mayoría absoluta a una fuerza política si rebasara el 42% de la votación y, además, tuviera una ventaja superior al 5% respecto a su primer contendiente. Si se considera que la mayoría de las encuestas arroja una diferencia menor a 5% entre las dos principales fuerzas electorales y un rango de votación que no rebasa el 40%, la probabilidad de que alguna de las dos llegara a disparar la famosa cláusula  es bastante pequeña. Para que el PRI o el PAN pudieran tener una mayoría absoluta en la próxima cámara, muchos votantes tendrían que alterar sus preferencias de voto de manera muy substancial en los últimos días.

La otra circunstancia que hace relevante estas elecciones es que será la primera oportunidad del electorado para manifestarse en torno a la presidencia de Vicente Fox. La elección del candidato de un partido distinto al PRI en el 2000 cimbró a la política mexicana. Nada había preparado al país para una presidencia que no se hubiera originado en el PRI, lo que explica en buena medida las desavenencias y complejidades características de la política mexicana en este periodo. Con la derrota del PRI en las urnas, se vino abajo el sistema presidencialista y con éste la capacidad de los presidentes mexicanos para imponer sus preferencias. Vicente Fox llegó a la primera magistratura sin experiencia relevante para el puesto y sin los instrumentos de imposición y control de sus predecesores. Ambos factores –la ausencia de instrumentos y la inexperiencia- han marcado el devenir de esta administración. Ahora los votantes se manifestarán al respecto.

Vicente Fox asumió el cargo con la promesa de un cambio. Aunque nunca, incluso después de su toma de posesión, fue preciso sobre qué tipo de cambio proponía o los alcances que tendría, es evidente que hay dos factores centrales involucrados en esa promesa de cambio. Uno se refiere al modo de conducir los asuntos públicos y el otro tiene que ver con la economía.

La primera gran expectativa de la población que votó por Fox (y de muchos que se sumaron a su elección después de cerradas las urnas) fue el combate a la corrupción. Buena parte de quienes votaron por Fox, sobre todo ese enorme grupo de individuos que votaron por él sin ser miembros o incluso simpatizantes del  PAN, lo hicieron convencidos de que el país requería un rompimiento con el pasado; y la mayoría de ellos asociaba el pasado con abuso y corrupción. No es casual que, a pesar de la extraordinaria popularidad que sigue comandando el presidente Fox, haya un gran escepticismo en la sociedad mexicana respecto a la conducción de los asuntos públicos. Escándalos como el de Amigos de Fox y los supuestos negocios ilícitos de los hijos de la pareja presidencial, han  acentuado ese escepticismo y, quizá, han alienado a muchos de quienes antes fueron sus electores.

La situación económica no ha sido precisamente benigna para este gobierno. La presente administración no sólo ha adolecido de una estrategia para avanzar su agenda, sino que ha logrado reactivar todos los intereses creados que, mal que bien, habían sido medianamente controlados o socavados en los años pasados. En lugar de impulsar una agenda de reformas, el gobierno se ha limitado a demandar cambios sin negociarlos. En vez de encontrar reductos de negociación e intercambio con un renuente y, a menudo, hostil poder legislativo, el gobierno se ha enquistado y renunciado a transformar su propia estructura administrativa, a pesar de que muchos de los cambios ofrecidos por el presidente dependen del propio poder ejecutivo, más que del legislativo. De reformarse secretarías como la de Comunicaciones, Economía, Trabajo y Educación, el país estaría encontrando las reformas microeconómicas que todo mundo demanda, pero que aparentemente nadie tiene la sagacidad y determinación de materializar. En cambio, innumerables empresarios, sindicatos y grupos que representan los intereses particulares más mezquinos han logrado protección, subsidios y beneficios que perjudican al resto de la sociedad. Parece más sencillo culpar al legislativo de lo que no se hizo, que avanzar con seriedad la agenda de reformas al interior de sector público que hasta los priístas más comprometidos con una estrategia de transformación económica habían evitado.

La gran pregunta para la justa electoral del día de hoy es cómo evaluará la ciudadanía el desempeño gubernamental. A todas luces es evidente que el presidente no ha logrado avanzar su agenda por falta de habilidad y  por el bloqueo al que se ha visto sometido a causa del legislativo. Las encuestas sugieren que la población no culpa al presidente de la parálisis y que, de hecho, prefiere el statu quo actual que posibles cambios que pudiesen venir acompañados de momentos de inestabilidad económica. El problema es que la estabilidad económica no es suficiente para un país con las características demográficas del nuestro. Contra lo que argumentan muchos economistas y empresarios prominentes, el problema de la economía mexicana no reside en la falta de gasto público (aunque éste ciertamente podría ser infinitamente más productivo), sino en la ausencia de motores internos de crecimiento; de esta manera, frente a la falta de dinamismo del sector exportador, la única alternativa reside en reformas internas, tanto aquellas que dependen del poder ejecutivo, como de las que entrañan cambios importantes en nuestra tradición política y en la propia constitución, como la eléctrica, petroquímica y petrolera.

A la fecha, el PRI ha ganado muchas de las elecciones estatales y locales. Sus principales estrategas estiman que ello ofrece una prueba contundente de que el PRI se recupera en detrimento del PAN, lo cual alienta su ánimo de triunfo para la justa que se verifica el día de hoy. Los estudiosos y analistas de temas electorales y políticos, la mayoría sin intereses de por medio, sugieren una hipótesis alternativa: las elecciones locales son sobre personas y temas, en tanto que las federales son sobre partidos. Ambos supuestos estarán en la palestra el día de hoy.

Esta noche tendremos alguna certeza sobre las preferencias electorales de la población, así como  de la apreciación que tienen los votantes sobre la persona del presidente, su desempeño y, en particular, la disposición que pudieran mostrar para conducir al PRI nuevamente a la presidencia en algunos años. De esta manera, aunque intrascendentes por su resultado inmediato, las implicaciones de esta justa electoral son enormes.

Para el votante común y corriente, las opciones son muy claras. Si vota por el PRI, expresaría una preferencia por la experiencia de décadas en el gobierno, con toda la corrupción que le ha acompañado; optar por el PAN significaría refrendar la esperanza de cambio por encima de la experiencia de los últimos tres años; finalmente, la elección por el PRD supondría el apoyo a una fuerza política que no ha gobernado al país al más alto nivel. Por último, si los partidos chicos alcanzan curules en el Congreso por vía de la representación proporcional, el elector estaría manifestándose por la diversidad. De lo que no hay duda es que el voto hace diferencia y va a afectar la dinámica política del país por años. Por eso, más allá de un voto por tal o cual partido grande o chico, lo más importante es el hecho de votar.

Independientemente de que se haya logrado una sensible mejoría en la calidad de vida u oportunidades de desarrollo para la población, la alternancia en el poder ejecutivo le trajo a los mexicanos un beneficio inigualable: hizo imposible el abuso sistemático y casi ilimitado del viejo presidencialismo. Pero sin reformas, ese logro acaba siendo estéril. La pregunta para el día de hoy es si con el voto depositado hoy, cada ciudadano está haciendo más o menos probable la consolidación de ese excepcional logro.

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