El futuro de la democracia mexicana

Luis Rubio

El debate sobre el futuro de la democracia mexicana es tan fructífero hoy como lo fue hace años, aunque los matices han cambiado. En el pasado, los monólogos, característicos de la política mexicana, mostraban una polarización total: unos argumentaban que la democracia resolvería los problemas del país, en tanto que otros señalaban nuestra imposibilidad estructural para funcionar en un sistema político sustentado en la responsabilidad individual. Independientemente de los intereses, variantes y asegunes que las múltiples posturas reflejaban, la democracia no llegó a México a partir del consenso sino, más bien, a través de la presión de muchas organizaciones sociales, la opinión pública y algunos partidos políticos. La democracia mexicana se ha limitado a lo electoral precisamente porque ese fue el máximo grado de acuerdo al que se pudo llegar. A casi tres años de haber inaugurado una nueva era de la política mexicana, es necesario repensar la viabilidad de esta forma de gobierno.

Hace más de cinco décadas, Wiston Churchill sentó las bases para un debate de esta naturaleza con una contra-definición: la democracia es la peor forma de gobierno, con excepción de todas las demás. El gran estadista británico había sido el único político inglés que pronosticó con precisión el futuro de Alemania después de la primera guerra mundial y sufrió los agravios de un candidato perdedor en un sistema democrático. Pero su visión era por demás práctica: comprendía que un liderazgo dictatorial podría confrontar la creciente amenaza Nazi, pero también sabía bien que un exitoso esfuerzo bélico dependía de la existencia de un electorado convencido de ese esfuerzo. Y esa convicción no podía ser impuesta, sino tenía que derivar del ejercicio de la libertad de acción y elección que sólo una democracia puede ofrecer. Así, Churchill entendió que la lentitud y complejidad que inevitablemente vienen asociadas con la democracia representaban una virtud y no un costo.

Aún con todos los avatares de la publicidad electoral, la democracia mexicana opera bien en su nivel más elemental, el electoral. Pero como forma de gobierno no ha logrado cumplir su cometido. Esta circunstancia no es excepcional, ni sólo característica de México. La mayor parte de las naciones que avanzan hacia un sistema democrático de gobierno, lo hacen más para superar un sistema dictatorial que por vía de un proceso acordado, discutido y consolidado de transición política. Casos tan atractivos como Chile y España son excepciones; lo típico son casos como el de Indonesia y Rusia, México y Argentina. Lo común entre las naciones que aspiran a la democracia es que accedan a ella sin un mapa para su desarrollo. Una vez vencido el primer obstáculo, los problemas asociados a la democracia comienzan a hacerse evidentes. Esto es, todos los males que Churchill asociaba con la democracia empiezan a manifestarse, sin que en apariencia se vean los beneficios. En el caso de México, el mayor de todos los beneficios que la democracia ya dio a los mexicanos es lo que Karl Popper, uno de los mayores teóricos de la democracia moderna, siempre aplaudió: el hacer imposible la imposición dictatorial o semi-autoritaria, característica de la era priísta. Aunque intangible, el beneficio no es pequeño, sobre todo cuando uno considera no sólo las desavenencias del gobierno actual, sino la frecuente arbitrariedad de los gobiernos anteriores.

El gran problema de la democracia no reside en que existan contrapesos entre los distintos poderes públicos, como ahora afirman pomposamente muchos de nuestros legisladores, sino en la ausencia de esos pesos y contrapesos. Es decir, cuando está ecuación está incompleta, como es el caso de México, la democracia no puede operar o prosperar. Justamente, lo que diferencia la parálisis de muchas de las democracias jóvenes e inmaduras del mundo como Indonesia, Filipinas, Brasil, Rusia y México, de la funcionalidad de democracias maduras es, en buena medida, el sistema de equilibrios, ingrediente crucial de la democracia. Cuando ésta cuenta con un sistema de pesos y contrapesos efectivo, cada uno de los poderes públicos sabe a qué atenerse y todos saben que sólo pueden ser exitosos en la medida en que los demás funcionen. De esta manera, en un sistema caracterizado por pesos y contrapesos efectivos, ningún poder puede aducir que fueron los otros poderes la razón que impidió el avance de su propia agenda, como cotidianamente ocurre en nuestro país en la actualidad. El éxito de cualquier poder en un sistema democrático reside en la negociación esa mala palabra de la política mexicana actual- que garantiza que todas las partes (el gobierno y los representados) hayan logrando un acuerdo con el que todo mundo puede vivir. La democracia triunfa cuando se logra el mejor arreglo posible, no cuando una de las partes derrota a las demás.

Lo obvio en nuestro caso es que no hemos desarrollado un sistema efectivo de pesos y contrapesos. Esto es producto de dos circunstancias. Una tiene que ver con la manera peculiar en que arribamos al dos de julio del 2000: a regañadientes y a contracorriente. Los priístas no querían avanzar y cedieron más por la fuerza del presidencialismo que por convicción, así fuera superficial. La otra se refiere al papel de la oposición: aunque en los noventa todo mundo hablaba de democracia, muy pocos la comprendían o deseaban; la mayoría de quienes discutían, argumentaban o pataleaban, quería reemplazar al PRI en los Pinos, pero no tenían ni le conferían mayor importancia a los derechos civiles y ciudadanos, a la representación política o a los pesos y contrapesos. No es por casualidad que nos encontremos donde estamos.

El desarrollo de un sistema de pesos y contrapesos no es algo automático ni natural. No se trata de un sistema mecánico que se implanta desde arriba, sino de un sistema de organización que sólo puede cuajar si una sociedad debate y discute, analiza y acuerda los componentes que integrarán su sistema político. Los españoles de hoy heredaron una estructura mínima y construyeron un gran andamiaje a partir de acuerdos derivados de ese basamento. En forma similar a los estadounidenses del siglo XVIII, los españoles discutieron los componentes de la democracia, debatieron la manera de crear un sistema político apropiado y plasmaron todo eso en la Constitución que hoy los rige. Nada de lo anterior ha ocurrido en México. De hecho, si de diálogo se tratara y si éste fuera una precondición para el éxito de la democracia mexicana, su futuro estaría por demás en duda en nuestro país. Nuestra propensión al monólogo sistemático, además del recurso a la descalificación y las acciones violentas y no institucionales para avanzar intereses particulares, imposibilita el avance de la democracia. La parálisis que nos caracteriza, aunque especialmente visible en la relación ejecutivo-legislativo, no es privativa de nuestros gobernantes.

Juzgado en retrospectiva, uno de los grandes temas de análisis sobre la democracia mexicana a lo largo de las décadas pasadas fue el de la diversidad. Cómo integrar, se preguntaban algunos, a los indígenas de Chiapas o Oaxaca en un proyecto democrático, dados sus usos y costumbres. Otros se preocupaban por la enorme desigualdad de acceso al sistema político, producto tanto de diferencias económicas, sociales y geográficas como educativas. Ciertamente, las oportunidades con que cuenta un niño urbano nada tienen que ver con las del hijo de un campesino pobre. El mismo símil se puede aplicar, en muchas instancias, al niño que crece al amparo de la educación privada frente a quien sufre los avatares de la educación pública. No hay nada de malo en el concepto de una educación laica y gratuita para todos, pero su pésima calidad constituye un fardo para el desarrollo de una enorme proporción de la población. La tónica de los debates sobre estos temas en el pasado, en especial la de los propios priístas, era considerar al mexicano como incapaz de decidir por sí mismo, razón por la cual era necesario un sistema tutelar que le garantizara el bienestar. Como bien mostraron las elecciones del 2000, la abrumadora mayoría de los electores mexicanos (más del sesenta por ciento si se suman los votos de los partidos distintos al PRI) cuestionó ese sistema fundamentado en la imposición para beneficio de unos cuantos.

Pero el tema de la desigualdad de acceso no se puede ignorar por el solo hecho de que los mexicanos hayan probado que tienen capacidad de decidir. De hecho, las desigualdades de acceso nos colocan en un problema complejo y espinoso: el de la integridad territorial del país. Desde mediados del siglo XIX, una de las grandes banderas de la política nacional fue la conservación de la unidad territorial, sobre todo después del acuerdo de Guadalupe Hidalgo. Esa fue también la preocupación y justificación del centralismo que caracterizó tanto al porfiriato como a los gobiernos priístas posteriores. Hoy, al comienzo de la era pospriísta, una vez que se levantó la tapa de la olla que mantenía al viejo sistema bajo control, una interrogante central es si el país se mantuvo unido por las fuerzas de atracción centrípeta que los priístas construyeron y sobre las cuales cometieron todo tipo de abuso, o si, en realidad, como afirmaban muchos de ellos, el país es más una colección de regiones inconexas y desvinculadas que podría romperse a la primera oportunidad.

La democracia mexicana dista mucho de haberse consolidado. Nadie duda de la fortaleza de sus instituciones electorales, pero todo mundo sabe que su sistema de gobierno no funciona. Una de las razones reside en el gobierno mismo, que se ha mostrado incapaz de organizarse para actuar. Pero el problema de fondo es estructural y no se va a resolver sin diálogo, acuerdos y negociaciones. El problema es que el tiempo apremia porque un país estancado es un país en riesgo. Y los riesgos que enfrentamos son serios y de muy diversa índole. Es inminente, impostergable y necesario actuar. Las elecciones de la semana próxima podrían ser un buen principio en este pedregoso camino.