Luis Rubio
Sin crecimiento económico, ninguna sociedad con el perfil demográfico de la nuestra puede sostenerse por mucho tiempo. De hecho, más allá de posturas ideológicas y preferencias políticas, entre los mexicanos hay consenso sobre la imperiosa necesidad de lograr y sostener tasas elevadas de crecimiento. Desafortunadamente, no hay un acuerdo equivalente en las acciones que tendrían que ser emprendidas para poder alcanzarlas. Mucho peor, no hay reconocimiento de que buena parte de las acciones gubernamentales y legislativas, así como las de muchas organizaciones productivas y sociales, atentan contra el crecimiento de la economía. El estancamiento de nuestra economía es producto de lo que se ha hecho y de lo que ha faltado por hacerse. La responsabilidad es toda nuestra.
El panorama actual está lleno de contrastes. Por un lado, todo mundo quiere que la economía crezca; por el otro, hay una tendencia creciente a hacer lo posible por perpetuar el estancamiento y nadie reconoce la conexión entre ambas cosas. El empresario que se queja de las demandas de los (supuestos) representantes de los campesinos es con frecuencia el mismo que se queja de las importaciones chinas; el diputado que le reclama al gobierno más gasto para su causa favorita, es el mismo que votó en contra de la reforma fiscal; el gobernador que exige ampliaciones de fondos es el que instruye a su bancada en el poder legislativo para que obstruya las iniciativas del ejecutivo. Los senadores que rechazan la necesidad de una nueva reglamentación para la industria petrolera y petroquímica son los mismos que critican al presidente por la falta de resultados. Fox ofrece mejores resultados, pero su administración se empeña en obstaculizar al empresariado. Todas éstas son dos caras de una misma moneda.
Puesto en otros términos, el crecimiento económico es una aspiración generalizada pero nadie quiere asumir los costos que entraña el crear las condiciones para hacerlo posible. “Que el costo lo paguen los bueyes del compadre”, es la premisa común. Así vemos que el presidente quiere quedar bien con todos los intereses y acaba quedando mal con todos los mexicanos. Los senadores del PRI quieren hacer valer sus preferencias ideológicas y, a la vez, impedir que el presidente tenga algún éxito, haciendo imposible la inversión privada en las pocas áreas que ofrecen un potencial de revitalización económica relativamente rápida. Los diputados que piensan que impidiendo una recaudación fiscal más elevada y equitativa a través del IVA van a castigar al gobierno del presidente Fox, acaban paralizando a la administración pública en su conjunto. Todos y cada uno de estos actores políticos tienen buenas razones para comportarse como lo hacen y su retórica es florida y rica en justificaciones. Pero el hecho es que la economía del país está estancada y nadie asume su responsabilidad en este resultado.
La gran pregunta es a quién beneficia el estancamiento económico. Si bien es cierto que el crecimiento económico favorece al presidente en turno, un sistema político que no permite la reelección impide que el ejecutivo obtenga el beneficio electoral. Es posible que el partido del presidente logre algún beneficio, pero la relación entre una cosa y la otra tiende a ser menos evidente, como pudimos apreciar en el 2000. Quizá algún día existan mecanismos que le permitan al ciudadano efectivamente exigirle cuentas a sus representantes, pero mientras eso no suceda, es posible, como sugieren las encuestas, que los perjuicios por el estancamiento sean mayores para todos los políticos, independientemente del partido al que pertenezcan, que los beneficios que alguno de ellos pudiese obtener por la recuperación.
Siendo así, la pregunta es por qué hay una virtual “conspiración” en el país contra el crecimiento. En lugar de que la suma de los intereses de miles o millones de individuos y grupos reditúe en un beneficio para la colectividad, como se esperaría de una sociedad bien organizada, México está en el centro de intereses encontrados que no encuentran tamices y mecanismos de intermediación que permitan obtener un beneficio para todos. De esta manera, el beneficio percibido por unos (como los que demandan las organizaciones políticas que representan o dicen representar a campesinos del país) choca con el desarrollo del resto de la sociedad. La protección de las importaciones que demandan algunos grupos de productores implicaría mayores costos y quizá menor calidad para los consumidores. Todo esto es sintomático de la desorganización que nos ha tocado vivir.
No hay nada de anormal en las demandas y manifestaciones de los diversos intereses en la sociedad. Es natural que cada quien vele por su propio interés. Lo errático es el proceso de toma de decisiones de la sociedad en su conjunto, pues éste permite que los intereses de unos paralicen a los otros, máxime cuando se apela a vías no institucionales como el cierre de carreteras, el bloqueo de puentes fronterizos o la amenaza del uso de machetes. Por si lo anterior no fuera suficiente, los miembros del poder legislativo suelen representar intereses distintos a los de sus electores, lo que se traduce en prebendas para los grupos tradicionales dentro de los partidos. En aras de proteger a un sindicato, por ejemplo, todas las familias mexicanas están pagando tarifas eléctricas muy superiores a las que pagarían si la inversión en el sector fuera mayor y la empresa pública más eficiente.
Esta situación es novedosa por dos razones. Primero, por décadas, el sistema de decisiones operó bajo el principio, muy dudoso, de que el presidente sabía mejor que el resto de la población lo que convenía al país. Bueno o malo, ese mecanismo permitía resolver los conflictos por medio de una decisión lapidaria dentro del ejecutivo. Al terminar la era priísta en la presidencia, se rompió esa mecánica y quedó un sistema incapaz de tomar decisiones de manera colectiva. La novedad radica en la inexistencia de mecanismos que permitan procesar las demandas de la sociedad en forma tal que se logre conciliar diferencias y se avance el desarrollo del país. Segundo, por varios años, la economía gozó de tasas más o menos altas de crecimiento debido, fundamentalmente, a la inversión extranjera y las exportaciones generadas por la entrada en vigor del TLC. Lo nuevo desde entonces es el menor dinamismo de la economía estadounidense en los sectores en que nuestra economía puede exportar, además de que ya no son tan relevantes los factores que atrajeron a la inversión extranjera en el pasado.
En consecuencia, la economía del país requiere de nuevas fuentes de crecimiento que se sumen a las ya existentes. El problema es que no hay decisiones ni acciones orientadas en esa dirección El gobierno federal ha sido incapaz, al menos hasta ahora, de generar condiciones propicias para el desarrollo económico dentro de su propio ámbito administrativo (a través de mejores y menos onerosas regulaciones, para comenzar), así como para impulsar iniciativas de reforma sólidas en materia energética, petroquímica y petrolera. El congreso, por su parte, se ha ocupado más en cultivar los intereses particulares y partidistas de sus miembros que los de la población en general, arrojando una situación de parálisis que a todos debiera preocupar.
Gobierno y Congreso pueden emplear sus vastos recursos retóricos para culparse entre sí o para asignar culpas a terceros (los campesinos, la guerra, la economía estadounidense, la recesión mundial, el conflicto India-Pakistán o lo que sea), pero no pueden renunciar a su responsabilidad. Sus acciones, lo mismo que sus inacciones, han provocado que el país se retrase, que diversos proyectos de inversión no se consoliden y que la economía navegue a la deriva. Las cifras de inversión extranjera para el año pasado son sugerentes: todo indica que éstas fueron sensiblemente inferiores a las de la década pasada. Una vez más, lo fácil es culpar a los inversionistas y a la recesión, a la economía china o a la vecina del primo en Tingüindín, pero la realidad es que el país está perdiendo competitividad frente a otras naciones.
La ausencia de crecimiento en la economía refleja no sólo el hecho de que otras naciones resultan más atractivas como punto de localización o producción que la nuestra, sino también el enorme deterioro que caracteriza a la seguridad pública, la infraestructura, la educación y la capacidad de resolución de conflictos. La falta de crecimiento impacta a toda la sociedad, pero particularmente a aquéllos que ven deteriorada su capacidad adquisitiva, ya no por la inflación, sino por la carencia de activos personales (en la forma de educación o habilidades) o simplemente de un empleo. De no corregirse estos males, el país puede acabar adicionando nuevas generaciones de mexicanos pobres, incapaces de integrarse a la economía moderna. Nada de esto es trivial.
Cada vez que el gobierno falla en resolver un conflicto en favor del crecimiento, el país pierde decenas de oportunidades potenciales. Tanto la ciudadanía como los inversionistas, mexicanos y extranjeros, están pendientes de lo que hace el gobierno, de los criterios que guían las decisiones (o, en los últimos tiempos, indecisiones) de los legisladores y arriban a conclusiones propias que les animan a ahorrar o gastar, invertir aquí o allá. Desde esta perspectiva, el actuar del ejecutivo en los últimos dos años ha sido particularmente preocupante: no sólo no ha resuelto los problemas de esencia, como el de la inseguridad pública, sino que ha mostrado una particular incompetencia en la solución de problemas específicos, todos ellos simbólicos y por demás significativos. Baste citar el frustrado proyecto de construcción del nuevo aeropuerto de la ciudad de México o los avatares en el conflicto de TV Azteca con Canal 40. También ha mostrado incapacidad para forjar una relación funcional con el poder legislativo, misma que impacta de manera definitiva el crecimiento. Hay muchas salidas para la economía del país, pero éstas requieren acciones y decisiones. Requieren, sobre todo, disposición y capacidad de actuar.