Luis Rubio
Ahora que el ministro iraquí de información ya no aparece en el televisor para informarnos de los extraordinarios avances de su ejército y de la inminente derrota de los norteamericanos, alguien en el gobierno mexicano tiene que comenzar a reconocer los costos de nuestra política exterior y hacer algo al respecto. Si bien es sencillo describir la sucesión de ideas, conceptos y objetivos que nos llevaron a confrontarnos con los norteamericanos, así haya sido de una manera legítima y popular, no debemos dejar de preguntarnos si esa estrategia de política exterior fue la idónea y adecuada para México. Todo indica que, por el contrario, los costos de lo ya hecho serán abismales.
Ahora que la guerra ya terminó (y, con todos sus vaivenes, resultó ser más popular en Irak de lo que millones de personas y políticos alrededor del mundo pensaban), el gobierno y la sociedad norteamericanas se ocupan nuevamente de los temas cotidianos. Desde la perspectiva estadounidense, es el momento de restaurar relaciones con el resto de las naciones, compensar a quienes los apoyaron y determinar cómo lidiar con quienes se les opusieron. Ciertamente puede ser denigrante para una nación soberana atravesar por un proceso de esta naturaleza. Pero dada la enorme asimetría de poder que hoy caracteriza al mundo, lo que en realidad debe ser cuestionado es la decisión que, de manera soberana, tomó el gobierno del presidente Fox para colocar al país en contra de nuestro principal socio comercial y la más importante de nuestras relaciones políticas y diplomáticas en el mundo. Así es esto de jugar con las potencias.
Este tipo de cuestionamientos están teniendo lugar alrededor del mundo, sobre todo en Francia, pero también en Alemania, Bélgica y Rusia. Ahora que los costos de la política anti-norteamericana han comenzado a evidenciarse, diversos políticos y periodistas en esos países intentan entender los porqués de una estrategia tan visceral que no tenía posibilidad alguna de éxito. En algunos casos, sobre todo en el de las naciones con una clara e histórica vocación de potencia, como Rusia y Francia, lo extraño fue el extremo al que sus gobiernos estuvieron dispuestos a llegar. Antes de esta última confrontación, lo típico del comportamiento de ese tipo de naciones había sido la política de brinkmanship (de empujar y empujar hasta el extremo, pero sin dar el paso final al abismo), que se ilustró con el primer voto sobre Irak (resolución 1441) al final del año pasado: Rusia y Francia amenazaron con vetar la resolución y presionaron hasta el último minuto, sólo para promover después una resolución unánime. Naciones sin experiencia en estos menesteres, como la nuestra, fueron sorprendidas por los profesionales.
Pero en la propuesta de segunda resolución ganaron las pasiones, hasta las de los profesionales. La característica de ese proceso fue más bien la lujuria retórica de personajes como el presidente francés, pero también de nuestro presidente Fox. En ambas instancias, la retórica inflamó los ánimos de la población y elevó la popularidad de los gobernantes, haciendo imposible una evaluación racional de los costos y beneficios de votar de una manera u otra. No pasó mucho tiempo antes de que el presidente Chirac experimentara los primeros rechazos, sobre todo el desprecio que le mostraron las nuevas democracias del este de Europa, quienes dependen de EUA para su seguridad geopolítica, dada su vecindad con la antigua Unión Soviética. El berrinche del gobierno francés exhibió las grietas existentes dentro de Europa, además de poner en entredicho la alianza atlántica que le había dado consistencia y estabilidad a la sociedad de naciones desde el fin de la segunda guerra mundial.
En nuestro caso, dada la historia de invasiones e intervenciones estadounidenses, pero sobre todo de su explotación política por parte de gobiernos priístas a lo largo de muchos años, no era necesario rascarle mucho a la superficie de la cultura popular para encontrar una jugosa viña de rechazo a las soluciones violentas y un profundo anti-norteamericanismo. El presidente Fox no sólo encabezó el rechazo popular, sino que lo llevó a niveles extremos, haciéndose notorio no por su pretendida promoción de la paz, sino por exacerbar los ánimos y el descrédito insistente al gobierno de nuestro vecino del norte. Fox acabó elevando sus niveles de popularidad, creyendo que esto sería gratuito. En medio de todo lo anterior se evidenció la supina y extrema ignorancia de nuestras autoridades sobre el modo de proceder de los norteamericanos y, en particular, de su actual gobierno. Esa ignorancia nos va a costar carísima.
Nada de lo anterior pretende justificar la andanada norteamericana en el Medio Oriente ni sugiere que su estrategia de combate al terrorismo sea la correcta o que, en todo caso, amerite nuestra aprobación. La lógica de su ataque a Irak y su proyecto de contención de la organización responsable de los ataques terroristas del once de septiembre puede ser la correcta o no, y su decisión de llevarla a cabo unilateralmente, contra de muchos de sus aliados tradicionales, por demás condenable. Las encuestas sugieren que la abrumadora mayoría de los mexicanos no tiene ni la menor duda sobre lo que opina al respecto. A pesar de lo anterior, no es nada obvio que la manera de proceder del gobierno del presidente Fox a lo largo de estos meses y años haya sido la más conveniente para el país.
México se colocó en la línea de fuego del gobierno norteamericano al buscar con insistencia formar parte del Consejo de Seguridad de la ONU. Hay que recordar que esa membresía se logró en el mes de octubre del año 2001, es decir, varias semanas después de que todo en la política norteamericana cambiara súbitamente y que el presidente Bush definiera con toda claridad su postura de ese momento en adelante: el que no estuviera con ellos, estaría con los terroristas. De esta manera, es evidente que el gobierno mexicano no tomó sus providencias en materia de política exterior: de una manera totalmente irresponsable, estimó que nuestra membresía en el Consejo de Seguridad le traería un enorme prestigio al gobierno y al país, sin jamás reparar en la posibilidad de que, tarde o temprano, se colocaría entre la espada y la pared, como efectivamente ocurrió a raíz del conflicto en Irak. Mientras que para los observadores de la política estadounidense era obvia la transformación de todos los marcos de referencia norteamericanos después de los ataques terroristas, el gobierno mexicano prosiguió con sus planes con una ceguera total.
Nuestra membresía en el Consejo de Seguridad, aunada a la verborrea pacifista y de superioridad moral del gobierno mexicano, va a acabar siendo sumamente onerosa. Ahora que el resultado de la guerra de Irak les es sumamente favorable, Estados Unidos reivindica todas sus premisas (y excesos), a la par que la estatura del presidente Bush crece de manera asombrosa en su propio terreno político. Mientras tanto, las percepciones norteamericanas sobre nuestro gobierno se han empequeñecido de una manera no sólo preocupante, sino potencialmente catastrófica. Aunque los responsables dentro de nuestro gobierno estiman que se trata de un distanciamiento reparable, es evidente que la brecha es enorme y que, dada la estructura binaria que anima las decisiones de aquél gobierno, la relación será irreparable al menos en lo que resta de la administración del presidente Bush. Esto no significa que pudieran existir iniciativas expresamente diseñadas en contra de México, pero sí que sólo habrá receptividad ante las peticiones o iniciativa del gobierno mexicano que sean de su interés particular. El resto quedará excluido. Incluso, está en duda la asistencia del presidente Bush a las reuniones de jefes de Estado que en materia de seguridad hemisférica están previstas para los próximos meses en nuestro país.
Mucho de lo que ocurra en los próximos meses y años va a depender de lo que el gobierno estadounidense decida hacer respecto a sus aliados tradicionales. Es posible que, siguiendo la máxima churchiliana, el gobierno norteamericano acabe siendo magnánimo con su victoria y que eso abra espacios para estrechar los vínculos entre las principales potencias occidentales, incluyendo a Rusia. De ser así, nosotros seguramente también podríamos encontrar alguna manera de sumarnos. Como ya resultó evidente, el tema de seguridad fronterizo, que para ellos es central, podría servir de cuña para comenzar a restablecer canales de comunicación. En todo caso, lo más probable es que la magnanimidad del gobierno de EUA se limite a quienes fueron sus aliados y, sobre todo, a Irak, donde tiene la intención de desarrollar un modelo de sociedad para el resto de las naciones del Medio Oriente y forzar, por este medio, un cambio en la región en general. De ser así, las gélidas temperaturas que hoy caracterizan a algunas de las relaciones trasatlánticas serán la norma para nosotros.
Los costos de una política exterior amateur van a acabar siendo enormes, pero tal vez poco mesurables. Aunque no parece haber ninguna razón para pensar que habrá modificaciones en el plano económico de la relación bilateral, es de esperarse que muchas de nuestras ventajas competitivas sufran una erosión todavía más acelerada cuando las otrora ventajas y concesiones nuestras se otorguen a la mayoría de las naciones centroamericanas que, nominalmente, formaron parte de la alianza contra Irak. Mientras otros negocian ventajas futuras, nosotros nos quedamos con lo que logramos hace lustros. Todo esto tendrá un costo en crecimiento económico y en los satisfactores con los que éste viene acompañado.
La aventura de una política exterior agresiva nos va a acabar saliendo muy cara. La pregunta es quién o qué se benefició y qué ganamos con alienar a nuestro principal socio comercial y motor de nuestra economía. Por muchos años, el país optó por no participar en foros donde los costos potenciales de nuestra presencia fueran infinitamente mayores que los beneficios. Es tiempo de reconocer la sabiduría de ese principio informal de la política exterior y comenzar a pagar los costos de una fiesta por demás irresponsable.