Luis Rubio
La democracia es un sistema diseñado para que una sociedad tome decisiones. Por tal razón requiere de un conjunto de mecanismos de representación popular, de resolución de disputas, la separación de poderes (es decir, la acotación de atribuciones entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial) y, en su estructura ideal, de organizaciones formales e informales, algunas generadas por el propio sistema político (como el IFE) y muchas otras por la sociedad en general. A diferencia de los sistemas políticos que concentran el poder (desde las dictaduras hasta los sistemas de partido único), la democracia requiere de una organización muy peculiar esencialmente de pesos y contrapesos efectivos dentro del contexto de un sistema de legalidad- que permita la toma de decisiones y el progreso de la sociedad en todos sus ámbitos. Es evidente que, en la actualidad, nuestra democracia no cuenta con estos atributos. La pregunta es qué debemos hacer para desarrollarlos.
A propósito de otros temas, Montesquieu, el gran teórico de la división de poderes, afirmó que en los estados modernos, la libertad compensa la existencia de impuestos onerosos; en los estados despóticos, el equivalente de la libertad son los impuestos modestos. Esta cita resume muchos de los dilemas que enfrenta hoy la democracia mexicana. Para empezar, el ciudadano común no ha derivado beneficio alguno de nuestro arribo, al menos formal, a la democracia. La razón es muy simple, el país todavía no acaba de adoptar las formas y características de una democracia funcional y, por tanto, no se le puede pedir que rinda sus potenciales beneficios. Si nos atenemos al tema fiscal que menciona Montesquieu, lo evidente es que a la fecha nadie se ha querido hacer responsable de la construcción de una sociedad moderna, razón por la cual la democracia no ha podido avanzar. En esto el tema fiscal es por demás revelador, pero no por lo adecuado o inadecuado de la estructura tributaria o la de gasto, sino por lo que éste esconde. El tema de fondo es que un gobierno (entendido éste en su conjunto) que no está organizado para gobernar, no goza de la capacidad ni de la legitimidad para avanzar la causa del desarrollo.
No se trata de un mero juego de palabras. Nuestra realidad es una en la que las deficiencias se apilan y retroalimentan, haciendo cada vez más complejo el problema. Aunque la correlación de poder ha cambiado entre el ejecutivo y el resto de la sociedad, las instituciones que administran las relaciones de poder siguen siendo esencialmente las del pasado. El viejo presidencialismo ha desaparecido, pero no así la esperanza de que el presidente será el redentor. Mucho más grave es que los mecanismos formales de interacción entre el ejecutivo y el legislativo permanezcan casi intactos, siendo que la correlación de poder entre ambos haya cambiado de manera dramática. Lo mismo se puede decir de la relación entre la federación y los gobernadores. El hecho es que todo ha cambiado menos los mecanismos que vinculan a las partes. Esta nueva realidad no sólo es disfuncional, sino altamente volátil.
El resultado práctico de lo anterior es visible en todos los espacios sociales: la economía no crece; la inversión pública decrece y el gasto público, ahora administrado mayoritariamente por los gobernadores, se dispendia cada vez más; la productividad de la actividad económica permanece estancada y, en muchos casos, comienza a retraerse; el desempleo se incrementa de manera sistemática; la educación no rinde frutos y los trabajadores mexicanos están siendo cada vez menos competitivos respecto a los del resto del mundo; la inversión privada no se materializa y mucha se orienta hacia naciones como China; un número creciente de mexicanos sale del país en busca de las oportunidades que aquí no encuentra y, en vez de responsabilizarse y actuar, lo único que los políticos hacen al respecto es demandar que los norteamericanos resuelvan el problema, suponiendo que se trata de una dádiva y no de un intercambio. Ante la ausencia de un sentido de dirección, la población se desilusiona y pierde fe en la viabilidad de la democracia, en particular, y del país en general. A menos que se haga algo, y pronto, el deterioro puede llegar a ser extremo, como tantas veces lo ha sido en el pasado.
La democracia mexicana se ha convertido en el santuario de vacas sagradas e intereses particulares y lo único que prospera en este ambiente son los mitos: el mito de que todo lo viejo era mejor; el mito de que el gasto público resuelve todos los problemas; el mito de que el TLC destruye a la agricultura; el mito de que el gobierno es mejor administrador que los privados de los recursos (como los energéticos); el mito de que el gobierno todo lo puede. Prácticamente todos los partidos y políticos contribuyen a engrosar esta mitología con los suyos propios. Unos sirven para esconder o disfrazar intereses particulares, otros simplemente enaltecen verdades a medias o mentiras completas que no hacen sino preservar un statu quo dañino y pernicioso para la abrumadora mayoría de la población.
El hecho de que el gobierno vaya mucho más allá de la rectoría y monopolice la administración de los recursos energéticos no perjudica sólo a las empresas, sino al mexicano más pobre, que es quien más comúnmente acaba desempleado. El hecho de que el gobierno pontifique sobre las obligaciones que tiene para con nosotros el gobierno norteamericano en materia migratoria, no hace sino reducir las oportunidades para los mexicanos más desamparados que han acabado por cifrar sus esperanzas en un empleo del otro lado porque aquí nadie hace nada por crear oportunidades. El discurso político en México está preñado de mitología y, por consiguiente, la toma de decisiones tiende a preservar los intereses más pequeños, a impedir que el país prospere y a cerrar oportunidades de desarrollo al conjunto de la población. El acuerdo político en materia agrícola, recientemente firmado, es tan brutalmente obvio en este sentido que, de no hacerse nada al respecto, seguramente fincará los cimientos del museo de la pobreza permanente en el país.
Los legisladores gustan afirmar, contra toda evidencia, que su labor y productividad supera a la de legislaturas pasadas. Esto sin duda es cierto en términos cuantitativos, pero es igualmente cierto que no se están avanzado los temas centrales para el desarrollo del país. Lo anterior sin duda se origina en la ausencia de un sólido liderazgo presidencial, pero también en la dinámica legislativa que caracteriza a nuestra incipiente democracia y en los incentivos perversos que llevan a que las decisiones de gasto de los gobiernos estatales privilegien el aumento de burocracias y gastos suntuarios, en lugar de proyectos de inversión que apuntalen las oportunidades de desarrollo económico.
De seguir por este camino, el país tarde o temprano acabará en una crisis. Mientras el gobierno sostenga una política fiscal y monetaria tan sólida como la actual, el riesgo de una crisis del corte de las que caracterizaron el último cuarto del siglo veinte es relativamente menor. Pero aun este manejo ortodoxo de la economía no resuelve el problema de la deuda contingente que, de manera creciente, enfrenta el gobierno federal (sobre todo por las pensiones no financiadas de la federación y los gobiernos estatales y municipales). Más serio es el riesgo de que el estancamiento que hoy caracteriza a la sociedad y a la economía acabe conduciendo a una crisis social y, de ahí, a una crisis política. El problema no es de carácter técnico: soluciones existen y no son particularmente novedosas. Lo que no hay es la capacidad política para llevarlas a la práctica.
De no hacerse nada, es posible que el país entre en una crisis política creciente. Para evitarla sería necesario que los partidos y fuerzas políticas cobraran conciencia de lo pernicioso de la situación actual y el riesgo que implicaría perder el camino. En este momento, los conflictos internos que enfrentan los partidos casi todos referidos a la próxima sucesión presidencial- tienden a ocultar el problema más grande: la crisis institucional que vive el país en general y de la cual no escapan sus propios procesos internos. La democracia, así sea incipiente, puede favorecer la participación política y la apertura de espacios únicos de libertad, pero no constituye, como hemos podido observar, una garantía para la optimización en el uso de los recursos o para generar crecimiento económico.
En ausencia de una propuesta y de la articulación de intereses por parte del ejecutivo federal, quizá sólo el PRI o, más propiamente, algunos o muchos priístas- tenga la capacidad de encabezar un esfuerzo de reconstrucción institucional. Podría parecer irónico proponer que sea el PRI (o los priístas) quien pudiera liderar un proyecto de renovación, pues, al final de cuentas, por más que todos los partidos estén saturados de mitos, nadie como el PRI ondea el estandarte del pasado, prende incienso a las vacas sagradas y antepone los intereses particulares a los del resto de la sociedad. Pero en cierta forma, lo opuesto también es verdad: por su historia y naturaleza, nadie como ellos (incluyendo a los expriístas y a quienes abandonen el barco en el futuro mediato) entiende el poder y su ejercicio.
A la fecha, los priístas se han dedicado a ordeñar al sistema, al erario y al pueblo de México como si no hubiera futuro. Por ello la gran pregunta es si podrán ser capaces de resolver los problemas fundamentales del país y reconstruir los marcos institucionales para hacer posible el progreso y el desarrollo económico, antes que proteger intereses y vacas sagradas, la que ha sido su propensión por muchos años. En Argentina fueron los peronistas, los grandes defensores de las vacas sagradas, quienes comenzaron a sacrificarlas. La pregunta es si el PRI tendrá los tamaños para construir en lugar de seguir medrando.
¿Y el consumidor qué?
Algunas empresas, sindicatos y partidos pretenden unirse en un Consejo Económico y Social para supuestamente avanzar el proceso de reforma económica. Es un intento por demás burdo por restaurar el corporativismo, minar las frágiles e incipientes instancias democráticas y, una vez mas, trasquilar al consumidor.