Petróleo y migración

Luis Rubio

Difícil encontrar dos sociedades más diferentes y dispares en su naturaleza y modo de ser. Hasta en las concepciones más elementales, las formas políticas y los modos de interactuar, los mexicanos y los norteamericanos somos totalmente distintos. Lo que aquí parece natural y es por demás emblemático, allá resulta ser incomprensible; y viceversa, lo que a ellos les parece evidente y lógico, aquí resulta ser ajeno, intervencionista y a todas luces abusivo. Nuestro modo de presentar las cosas tiende a ser maximalista, es decir, se demanda todo y se juega a ganar o perder, en tanto que allá todo es sujeto de negociación y el objetivo de la política es lograr un acomodo entre las partes. Cuando los gobiernos de las dos naciones se sientan a negociar, enfrentan diferencias no sólo de objetivos, sino de esencia. Esto es lo que se puso de manifiesto con el claro mensaje que enviaron aludiendo a los temas más álgidos en cada una de las dos naciones, el petróleo para nosotros y la migración para ellos.

El mensaje fue nítido y preciso, pero indirecto. No fue un miembro del poder ejecutivo quien presentara la nueva postura norteamericana con relación a nuestro país; la comunicación llegó en la forma de un addendum a una legislación presupuestal. La enmienda, patrocinada por un grupo de Republicanos, todos ellos miembros del Comité de Relaciones Internacionales de la cámara baja en el congreso norteamericano, tenía por objeto decir algo así como “antes éramos amigos y aliados, ahora somos vecinos, ambos adultos y tenemos que relacionarnos como tales; entendemos que su prioridad con nosotros es la protección legal de sus connacionales que residen ilegalmente en Estados Unidos, así como la migración de mexicanos hacia este país, en tanto que nuestra prioridad es la apertura del sector petrolero a la inversión norteamericana. Es tiempo de negociar con base en nuestros intereses mutuos y no de amistades contingentes”.

El Representante Class Ballinger, en forma poco sutil, fue el encargado de plantear los términos de la negociación en materia petrolera y migratoria. La respuesta mexicana a tal planteamiento fue la lógica y predecible, pero no necesariamente la más conveniente para el desarrollo del país. En su expresión más fundamental, la reacción mexicana pone de manifiesto la incapacidad e indisposición para analizar y debatir los temas más elementales del desarrollo del país, la relación con Estados Unidos y la primacía del tema migratorio en la agenda política nacional.

Hay tres ángulos que son clave para evaluar el desafío formulado por el gobierno norteamericano: el porqué del mensaje, el brutal contraste en la manera de plantear la agenda de negociación entre las dos naciones y, lo más trascendental, cómo vamos a financiar el desarrollo del país en el largo plazo. El conjunto de estos tres elementos permite apreciar el planteamiento norteamericano en su dimensión real.

La postura estadounidense vino en la forma de una enmienda, que es la manera en que se denomina en el congreso norteamericano al conjunto de adiciones y condicionantes que los congresistas emplean frecuentemente para avanzar sus posiciones. Al agregar una enmienda a una legislación importante, un congresista incrementa las probabilidades de que su interés avance porque nadie quiere arriesgar el éxito de la legislación en su conjunto por una condicionante que, a menudo, es poco atractiva para los demás legisladores. Pero ese no fue el caso de esta enmienda en particular; aquí el objetivo era enviar un mensaje más que imponer una condicionante. Esta enmienda, similar a los “puntos de acuerdo” del congreso mexicano, establece que cualquier acuerdo con México en materia migratoria debe incluir la correspondiente disposición de nuestro país para abrir el petróleo a la inversión norteamericana.

Como era de esperarse, la enmienda recibió poca cobertura periodística en Estados Unidos. Este hecho no disminuye la importancia del mensaje, aunque se trata nada más de eso, una comunicación. Su importancia reside en dos factores: primero, en la frustración que refleja del establishment norteamericano respecto a México; y, segundo, en la nueva postura norteamericana sobre nuestro país. Todo sugiere que el remitente del mensaje no es un grupo de representantes marginales, sino el propio presidente norteamericano, en cuyo caso su importancia sería todavía mayor. Sea como fuere, nuestros vecinos reconocen así que no podemos ignorarnos el uno al otro y que, por lo tanto, se tienen que encontrar maneras de resolver los problemas comunes. Al mismo tiempo, el mensaje indica, con toda claridad, que ellos están en la mejor disposición de negociar con México como iguales: no más concesiones. Y, como iguales, ambos tenemos que ceder para avanzar.

Pero una cosa fue el mensaje y otra muy distinta la respuesta del destinatario. Independientemente de lo que los estadounidenses hayan querido decir o de la manera en que hayan estimado que los mexicanos reaccionaríamos, nuestro talante era completamente anticipable: se descalificó la propuesta, se acusó de intervensionistas a los norteamericanos y se invocó a la bandera nacional para evitar una discusión seria del asunto. Este es uno de los muchos ejemplos sobre las diferencias abismales entre las percepciones y modos de actuar de las dos naciones.

Para los norteamericanos, los conflictos y las diferencias, independientemente de su naturaleza, se resuelven negociando. Las partes debaten a sabiendas de que no van a ganar todos sus puntos ni alcanzar todos sus objetivos, pero seguros de que todos los involucrados alcanzarán un acomodo, logrando lo suficiente como para sentirse victoriosos. Sus leyes y decisiones legislativas son siempre producto de una negociación donde todos participan en espera de beneficios, tanto  por el proceso como por el resultado. Cuando proponen una transacción de petróleo por migración, no significa que busquen quedarse con Pemex, sino sólo emprender un proceso en el que ambas partes lleven adelante sus posturas: algo de liberalización en el tema migratorio a cambio de algo de apertura en el ámbito petrolero.

Nuestra manera de actuar es casi exactamente la opuesta. La postura mexicana es la de todo o nada. En el caso migratorio, el (desafortunado) término que empleó el gobierno mexicano para plantear su postura lo dice todo: quería “toda la enchilada” y no migajas, es decir, quería una apertura total a los migrantes mexicanos y no aceptaría nada menos que eso. A casi tres años de iniciada esa “negociación”, hoy sabemos qué es lo que obtuvimos a cambio de esa posición maximalista: nada. El tema migratorio nunca se formuló como un tema de negociación, sino como un asunto de derecho humanos y laborales: no estábamos negociando nada, sino exigiendo concesiones de los norteamericanos. Su respuesta ahora es muy clara: si queremos migración, tendremos que negociar; para los estadounidenses la migración es lo más sensible y políticamente difícil, por lo que están dispuestos a negociar con México por algo equivalente.

El planteamiento migratorio del actual gobierno contrasta fuertemente con la negociación del TLC. En retrospectiva, quizá lo más impactante de aquella negociación fue el hecho de que el gobierno mexicano fuera capaz de desarrollar una organización y una concepción conducentes a una negociación de iguales. En lugar de demandar todo y quedarse con las manos vacías, aquel equipo negociador analizó las fortalezas y debilidades de ambas partes, desarrolló una estrategia cabal y logró una negociación extraordinariamente ventajosa para el país. En lugar de estrategia y de un intento por comprender la lógica y los intereses de nuestra contraparte, los planteamientos del actual gobierno se fundamentaron exclusivamente en una lectura de las encuestas nacionales. Con esto no es difícil explicar el fracaso al que se llegó.

Independientemente de que en algún momento las dos naciones entren en una negociación de petróleo por migración, el tema petrolero es uno que los mexicanos ya no podemos eludir. Es irónico que, tratándose de un sector tan importante, con un potencial enorme para activar el desarrollo, hayamos optado por coartar su crecimiento, limitar su potencial y desaprovechar el par de décadas que aún le quedan como fuente de desarrollo (antes de que otras fuentes de energía resulten competitivas). Al limitar la inversión, el petróleo no hace sino financiar parte del costo del gobierno y la burocracia. De abrirse la inversión, obviamente bajo un esquema de estricto control soberano y en forma paralela a Pemex, el país podría gozar de enormes ingresos adicionales, más  empleos y nuevas fuentes de riqueza en la forma de refinerías, petroquímicas y demás. El Pemex actual, sobre todo en el contexto de un gobierno que recauda tan poco, no puede sino seguir siendo una fuente marginal de recursos. O, puesto en otros términos, la estructura monopólica de la industria petrolera que hoy existe constituye un fardo, el lugar de una oportunidad, para el desarrollo del país. Tratándose de un sector denominado como estratégico, lo lógico sería dedicarle todos los recursos posibles; pero lo que ocurre es que estamos cuidando tanto el recurso que quizá acabemos guardándolo en el subsuelo aún después de que haya dejado de ofrecer las oportunidades que hoy son asequibles.

En todo esto, el tema importante no es la negociación con Estados Unidos, sino nuestra propensión casi instintiva a cerrarnos oportunidades. Los americanos han optado por decirnos que si no somos capaces de organizarnos para crear riqueza y fuentes de empleo suficientes para todos los mexicanos, busquemos otras posibilidades, no concesiones de su parte. La estructura de nuestra industria petrolera y eléctrica, usualmente pilares de cualquier economía, no es adecuada para contribuir al desarrollo del país. Si no queremos que otros nos estén enviando mensajes, deberíamos comenzar a organizarnos y resolver nuestros problemas por nosotros mismos. La alternativa es negociar opciones que resuelvan dos problemas centrales a una misma vez: el petróleo y la migración.

www.cidac.org