¿Para qué más gasto?

Luis Rubio

Si algo no ha cambiado nada en el país es la noción de que el gasto público, de hecho, un gasto siempre creciente, resuelve cualquier problema. Todo mundo quiere más gasto: lo mismo el empresario más encumbrado, que el presidente de la Suprema Corte de Justicia, los funcionarios de PEMEX y la CFE y, por supuesto, los gobernadores. El gasto público parece ser una fuente inagotable de virtudes y oportunidades. Pero como ciudadanos, lo que debería importarnos es en qué y, sobre todo, cómo se gastan los fondos públicos. Sin una evaluación de la eficacia y eficiencia del gasto, lo único que estamos haciendo es preservar los feudos, negocios e intereses del viejo sistema político.

Gastar es y ha sido siempre el deporte favorito de los políticos. Lo importante no es el destino ni el rendimiento del gasto, sino el que los políticos se vean bien frente al electorado o ciertos grupos de interés. La rentabilidad del gasto siempre se ha evaluado desde esa perspectiva: cómo beneficia al que gasta. En la historia política del país poco ha importado si el gasto mejora la calidad de vida de la población, eleva los índices de escolaridad, mejora y amplía la infraestructura o fortalece la capacidad de crecimiento de la economía en su conjunto. Lo que importa es que el político saque el mayor provecho posible de recursos que no son suyos. Esto explica, entre otros, por qué los gobernadores prefieren gastar fondos federales (de los que no rinden cuenta alguna) que cobrar impuestos en sus localidades, pues eso acarrearía compromisos en que prefieren no incurrir.

El fenómeno no es nuevo ni excepcional. En todo el mundo, los políticos hacen exactamente lo mismo: demandan más fondos y hacen todo lo posible por sacarles el mayor provecho personal. El problema para nosotros es que ese gasto se ejerce sin la menor transparencia, sin una evaluación de su rentabilidad y sin correspondencia con las necesidades más apremiantes de la población. Bienvenida sea la popularidad que se gana un político cuando una comunidad se beneficia de la construcción de un puente que éste promovió o cuando el presidente adquiere renombre por haber logrado tasas elevadísimas de crecimiento económico, luego de haber invertido los recursos públicos de una manera exitosa. Nada de malo hay en la popularidad que un gobernante gana a través de una buena gestión.

Lo que es intolerable para una sociedad es que el gasto público se expropie para servir las prioridades personales del político, sin que la sociedad se beneficie como resultado y, mucho peor, que no exista transparencia alguna en el uso de los recursos. Un anuncio que Pemex ha difundido en los medios es sugerente: en aras de procurar más recursos (y su añorada “autonomía financiera”, whatever that means), la paraestatal anuncia que obtuvo una enorme cantidad de recursos por concepto de la explotación y venta del petróleo y que el gobierno le retuvo, en calidad de impuestos diversos, una cantidad superior a la de sus gastos. El mensaje del anuncio no deja lugar a dudas: los impuestos deberían disminuir para que la empresa se quedara con un remanente. Es decir, para usar un ejemplo numérico, la empresa dice que produjo un total de 100 pesos de recursos, que el fisco le retuvo 50 pero que ellos gastaron 70. Su reclamo es que, al menos, le reduzcan la retención en 20 pesos para que puedan cubrir su gasto con sus propios recursos.

La pregunta que el anuncio omite, por obvias razones, es por qué tendríamos los ciudadanos que aceptar ese gasto de 70 pesos, sin que medie supervisión y transparencia alguna en su ejercicio. El tema no es trivial y es muy revelador de lo que ocurre con los recursos públicos en todo el país. La mayoría de las secretarías del gobierno federal, así como de los gobiernos estatales, gasta más en administración que en los programas que dice estar administrando. La SEP, una de las más grandes demandantes de recursos, gasta una barbaridad en su administración antes de que un profesor vea su primera quincena o que un grupo de expertos comience a elaborar nuevos planes de estudios o desarrolle mejores técnicas educativas. A nadie parece importarle el impacto del uso de esos recursos.

En algunos casos, el problema es más que evidente porque existen referentes internacionales sobre el tema. Volviendo al ejemplo de Pemex, aunque los ciudadanos no tenemos manera de saber en qué se gasta la empresa los 70 pesos aludidos, no hay duda que ese monto supera con creces, el que caracteriza a empresas homólogas en otros países. Nadie puede disputar el que Pemex requiera más recursos para explotar nuevos mantos petroleros, así como dar mantenimiento a los que existen en la actualidad. Sin embargo, lo que los ciudadanos no podemos aceptar es que los recursos se le transfieran a la paraestatal sin mayor trámite, como ésta demanda. La buscada autonomía financiera tiene un gran atractivo, pero siempre y cuando existan mecanismos de supervisión y control tan severos como apropiados para desmantelar la red de corrupción en que navega esa empresa. Incrementar los recursos sin esos mecanismos, sería equivalente a ceder ante un chantaje más. Cuando se refiere al pago de impuestos, la SHCP modificó un dicho popular: en lugar de “borrón y cuenta nueva”, ellos demandan “cuenta nueva y borrón”. Exactamente lo mismo debería exigirse a todas las entidades públicas del país.

Pero el recurso al chantaje como medio para procurar más recursos públicos no es exclusivo a las empresas paraestatales de mayor dimensión. Los gobernadores, otro pozo inagotable, se dan el lujo de argumentar que a ellos les tiene sin cuidado el que la recaudación federal haya disminuido; ellos exigen la totalidad de los recursos originalmente acordados. El caso de los ejecutivos estatales es todavía más triste por lo patético de su argumentación: todo mundo sabe que las participaciones a los estados son un porcentaje del gasto federal. Por lo tanto, si el gasto federal aumenta, las participaciones se elevan proporcionalmente. Pero lo opuesto también es cierto: si el presupuesto federal total disminuye, las participaciones no pueden más que bajar. Así es la aritmética.

Otro intenso demandante de recursos públicos es el poder judicial. El argumento que utilizan es, sin duda, encomiable: si queremos un poder judicial efectivo tenemos que pagar por él. Pero la pregunta es en qué se gastan esos recursos, máxime cuando el poder judicial no está sujeto a las reglas de transparencia que resultaron de la recién aprobada Ley de Acceso a la Información. El poder judicial quiere más recursos pero se rehúsa a que se audite o supervisen sus cuentas y a que la ciudadanía, que es, a final de cuentas, la que paga los platos rotos, tenga derecho siquiera a preguntar. Recuerda mucho a los antiguos fueros eclesiásticos.

Quizá nadie argumente el punto a favor del gasto con mayor vehemencia que los partidos políticos y el IFE, institución por la que atraviesa una cantidad tan grande de recursos que los presupuestos de muchos estados se quedan chiquitos. Ante el atrevimiento de un reportero que preguntó sobre el uso de esos recursos, una consejera del Instituto Electoral del Distrito Federal se dio el lujo de afirmar que “no hay nada más barato que una dictadura”. Una afirmación tan lapidaria y definitiva como esa sirve de escudo para justificar cualquier nivel de gasto, independientemente del uso que se le dé, de los beneficios que reporte a la ciudadanía o de las alternativas que pudiesen ser consideradas. Además, a nadie escapan dos hechos fundamentales: uno es que se trata de los dineros de los partidos, razón por la cual ninguno de ellos en el congreso tiene ni el menor incentivo para disputar o auditar ese gasto. Los partidos son juez y parte en el asunto, así que mejor elevar el presupuesto asignado.

El otro asunto, que no es menor, son los sueldos que devengan los funcionarios de un número creciente de entidades autónomas. La idea de contar con entidades autónomas, “ciudadanizadas” como se les ha dado en llamar, es noble y absolutamente lógica. A su vez parece justo que estas personas reciban un pago decoroso por sus servicios. Sin embargo, si cada una de esas entidades se acaba caracterizando por una estructura en la que sus miembros ganan salarios similares a los secretarios de Estado, en un ratito la democracia mexicana va a acabar costando más que sus beneficios.

El punto de todo esto es que la eficiencia del gasto es mucho más importante que el gasto mismo. El buen uso de un recurso, así sea pequeño, puede ser mucho más rentable que el uso de montos elevadísimos pero mal empleados. Si uno observa el monto total del gasto gubernamental durante la época más exitosa de la economía mexicana, los cincuenta y sesenta, éste representaba un monto menor, en porcentaje del PIB, al que hoy existe. La razón por la cual ese gasto era mucho más rentable, midiendo rentabilidad en términos de la tasa de crecimiento del Producto, era que el gobierno sólo dedicaba recursos a proyectos rentables. En un año se decidía construir una determinada carretera en el sureste del país o electrificar el estado de Sinaloa. El aparato gubernamental en su conjunto creaba condiciones para que esa infraestructura atrajera la inversión privada y fuera generadora de riqueza y empleos. No es casualidad que los administradores de la economía de esa época sigan disfrutando de un reconocimiento que muy pocos de sus sucesores lograrían después.

Si bien resulta obvio que las condiciones han cambiado en los últimos cuarenta años, lo que sigue tan vigente como entonces es el hecho de que el gasto gubernamental sirve cuando se le emplea para generar efectos multiplicadores en la economía, ya sea a nivel regional o nacional. El gasto es un instrumento para el desarrollo. Cuando se le emplea como tal, sus beneficios alcanzan no sólo a la población que los requiere, sino al político que los ejerce. En todos los demás casos, el gasto acaba siendo un mero botín para el beneficio personal del funcionario, cuando no una fuente inagotable de corrupción. La pregunta es cuándo comenzará la ciudadanía a exigirles cuentas.

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Suprema Corte: ¿para qué, para quién?

Luis Rubio

El poder judicial y, particularmente, la Suprema Corte de Justicia, tiene la responsabilidad formal de resolver las disputas que se presentan entre los otros dos poderes públicos, el legislativo y el ejecutivo. Esa función la ha desempeñado la Corte con gran éxito en los últimos años, aunque no sin detractores. Sin embargo, esa es tan sólo una de las funciones importantes que la Suprema Corte está llamada a desempeñar. De hecho, todas las Cortes que han logrado hacer una diferencia real en sus respectivas sociedades, lo han logrado cuando se han abocado a la defensa cabal de los derechos civiles de la población. Es tiempo de que nuestra Suprema Corte comience a enfilar su interés en esa dirección.

Los libros de texto definen como función de la Suprema Corte la de romper los empates entre los otros dos poderes. Es decir, conciben a la Suprema Corte esencialmente con una función política de equilibrio entre el legislativo y el ejecutivo o, en todo caso, entre niveles distintos de gobierno. Virtualmente todas las decisiones de la Corte en los últimos años han girado en torno a disputas de esta naturaleza, a diferencias de tipo político entre políticos. Aunque existe un enorme número de críticos y detractores de la labor de la Corte en este periodo, nadie puede tener la menor duda de que su función ha sido esencial en estos años de cambio político. Sin una Corte independiente, las disputas típicas de los últimos tiempos –entre gobiernos estatales y el presidente, entre el presidente y el poder legislativo y así sucesivamente- no se hubieran dirimido de manera pública y abierta y hubieran amenazado con desbordarse. El hecho de que exista una Corte que asume sus responsabilidades con seriedad ha sido trascendental para este proceso deficiente e incompleto de transición política.

Pero el hecho de que la Suprema Corte haya cumplido su papel y con ello haya logrado reducir tensiones políticas, a la vez que construido una salida pacífica a conflictos en temas esenciales para la convivencia política, no implica que esté desarrollando todo su potencial o que esté logrando hacer la diferencia. Este es un punto central. A la fecha, la Corte se ha abocado a temas de diputa entre políticos, olvidando que existe una ciudadanía en espera de protección y vigencia de sus derechos. La Corte, sin embargo, se ha sustraído de esa realidad, prefiriendo el terreno de los poderes públicos y abdicando a la enorme oportunidad que tiene frente a sí. En lugar de convertirse en el factor medular de la transformación política del país, se ha conformado con una función importante, pero no trascendental.

La nueva Suprema Corte de Justicia, esa que emanó de las reformas constitucionales de finales de1994 y que le confirieron la autonomía de que hoy goza, así como las facultades para revisar la constitucionalidad de las leyes, nació para un fin distinto al que el país requiere. La visión de la que surgió era limitada en extremo, pues partía del supuesto de que lo único relevante para el desarrollo político del país era la existencia de un poder judicial autónomo, capaz de resolver las disputas entre los políticos. Esa función, sin duda importante, ha avanzado de una manera certera y ambiciosa a lo largo de estos años. Sin embargo, eso no es suficiente para una ciudadanía de la que se abusa de manera cotidiana, una ciudadanía que goza de muchos derechos teóricos pero muy poca protección judicial en la práctica. La pregunta es si la Corte está dispuesta a reencontrar ese camino y consolidar un nicho clave.

En lugar de ver el mundo desde arriba, desde las alturas del poder, tal y como ocurrió con la obtusa y mezquina visión que dio forma a la nueva Suprema Corte, es imperativo ver al mundo desde abajo, desde la perspectiva ciudadana. Visto de esta manera, el mundo es verdaderamente difícil. Para el ciudadano común y corriente, lo único que ha cambiado en estos años de transformación política es el que puede votar con la certidumbre de que el sufragio será respetado. Sin embargo, su capacidad de acción política es tan limitada como lo era antes. Cuando se enfrenta a la autoridad, sus derechos son irrisorios y la capacidad de abuso infinita. La autoridad en México sigue teniendo facultades expropiatorias en terrenos tanto patrimoniales como de sus derechos fundamentales. La autoridad puede saltarse etapas en un proceso judicial, rompiendo con lo que se llama el debido proceso y, sin embargo, es muy poco lo que el ciudadano puede hacer ante el abuso. Una empresa puede sufrir el embate de una autoridad administrativa, frente a lo cual sus recursos legales son siempre insuficientes. Hasta obtener un amparo es con frecuencia imposible: su acceso es tan limitado que tres de cada cuatro amparos acaban siendo declarados improcedentes. El punto es que el ciudadano en México no es un ciudadano. Sigue siendo un súbdito.

La democracia llegó a México pero sólo en el ámbito electoral. Fuera de ese ámbito seguimos en el México de antes, en el México autoritario en el que el concepto de ciudadanía es inexistente. Aunque la Constitución le confiere amplios derechos al ciudadano –desde la libertad hasta la protección frente a actos arbitrarios de la autoridad- en la práctica cotidiana esos derechos son sólo una aspiración. Nadie vela por el ciudadano. Desde esta perspectiva, la democracia que tanto hemos celebrado a partir del 2000 no ha hecho mella en la vida cotidiana del mexicano común y corriente. Sin cambios profundos en la manera de funcionar del sistema político, nada de esto va a cambiar.

Muchos se preocupan por el deterioro en las percepciones de la población respecto a la democracia. Hacen bien. Sin embargo, la mayoría de esas preocupaciones se refiere menos a la ausencia de derechos civiles efectivos que a la falta de funcionalidad del sistema político en general. Es decir, la mayoría de las preocupaciones se centran en el impasse que caracteriza a la relación entre el legislativo y el ejecutivo, y no al deterioro efectivo de los derechos ciudadanos. La parálisis que existe en el poder legislativo es un problema por demás serio y preocupante, pero no más importante que la ausencia de derechos ciudadanos. Muchas experiencias en el mundo han demostrado que el problema de relación entre el poder legislativo y el ejecutivo es superable. La ausencia de derechos no se cura más que con la existencia de esos derechos, algo que sólo una institución que cuide de ellos, como la Suprema Corte, puede garantizar.

La Suprema Corte ha sido reticente a entrometerse en temas políticos y, con mínimas excepciones, ha preferido no inmiscuirse en temas más allá de las diferencias entre poderes. Ciertamente, el poder judicial la Corte ha lidiado con una infinidad de amparos, pero éstos benefician, por actual naturaleza, a individuos en lo particular y no a la ciudadanía en general. Si la Corte quiere hacer una diferencia y convertirse en el factor real de transformación democrática del país, tal y como lo han hecho las Cortes de España y Estados Unidos, sólo para citar dos ejemplos obvios, tendría que dedicar sus esfuerzos a los temas que consolidan a la ciudadanía y no exclusivamente a aquellos que dirimen disputas entre quienes la oprimen de manera consuetudinaria y sistemática. Las cortes supremas de Estados Unidos y España han adquirido el enorme prestigio de que gozan precisamente porque se abocaron a los temas que hacen una diferencia para la ciudadanía. Tratándose de cuerpos colegiados no electos, lo increíble es precisamente el prestigio de que gozan. No se trata de algo gratuito: la ciudadanía sabe reconocer dónde están sus aliados. Hoy por hoy, la Suprema Corte de Justicia actual no es una aliada de los mexicanos.

Los temas que afectan a la ciudadanía son por demás obvios: desde la libertad de expresión hasta el debido proceso, pasando por la separación del Estado y la iglesia, la libertad religiosa, el derecho de asociación, los derechos de los ciudadanos frente a la expropiación o frente a las policías, las garantías de los inculpados, los fueros y los tribunales especiales. En todos y cada uno de éstos, así como en el resto de las garantías constitucionales, los mexicanos a diario sufren abusos por parte de alguna autoridad. Pero el punto central no es sólo la carencia de derechos sino también el que no sea posible exigir obligaciones. Unos no pueden existir sin los otros. Nuestra historia está saturada de obligaciones que se ignoran precisamente porque nadie, ni la propia autoridad, percibe que tiene legitimidad para exigir su cumplimiento. Lo que algunos llaman estado derecho acaba siendo una burla, una parodia de lo que debe ser el mundo de derechos y obligaciones a que se compromete un ciudadano. El cambio requerido para lograr esta transformación sería obviamente radical y nadie, excepción hecha de la Suprema Corte, puede encabezarlo.

A la fecha la Corte ha cumplido un papel central en el desarrollo político del país y en la disciplina de los propios políticos. Pero, aunque crucial, nada de eso va a darle a la Corte la trascendencia que su autonomía permite como lo haría la defensa activa y militante de los derechos civiles de la población. La Corte no tiene facultades explícitas para ello (de hecho, ningún ciudadano puede apelar directamente ante la Suprema Corte), pero la Corte puede atraer todos los casos que desee. También puede dar directrices en los casos que conozca, pues un fallo de la Corte puede ampliar o restringir el alcance de una garantía constitucional. Una Corte dispuesta podría elegir los casos que le permitiesen hacer efectivos los derechos ciudadanos. Negar esta posibilidad implicaría asumir una actitud timorata que ciertamente no ha sido la característica de la Corte en el ámbito de los políticos.

La Corte puede ser activista o pasiva, legalista o política, pero si no se aboca a los derechos ciudadanos está condenando su relevancia –y su prestigio- a un ámbito por demás modesto y más bien mediocre. Adoptar la causa de los derechos civiles naturalmente implicaría entrar de lleno en el terreno político. Pero, de otro modo, ¿para qué habríamos de querer los ciudadanos una Suprema Corte que no nos genera ningún beneficio?

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El PRI y el presupuesto

Luis Rubio

La pregunta para el PRI es si persiste en retornar a un pasado inasible o comienza a construir una nueva plataforma que pueda hacerle recobrar el poder en el futuro mediato. En concepto al menos, se trata quizá de la disquisición estratégica más importante que tiene el PRI frente a sí. El presupuesto va a ser un buen momento para evaluar si el partido sigue teniendo vocación para gobernar o si es solamente el recuerdo de la vida política fácil lo que motiva su incesante oposición a avanzar la agenda pública.

Los priístas viven un mundo fantasioso que se caracteriza por dos dinámicas que se retroalimentan de manera continua y sistemática. Por un lado, desprecian al gobierno, se burlan de la ineptitud de muchos funcionarios y se consideran los únicos capaces de gobernar. Por el otro, viven en un mundo distinto al del resto de los mexicanos, ensalzando un pasado que, como dijera Miguel de Cervantes, no fue tan bueno como ellos lo recuerdan. Sus actitudes y tácticas de confrontación y obstaculización les han ganado un lugar en el proceso político nacional posterior a su derrota electoral del 2000, pero no necesariamente el que ellos estiman o añoran. Ciertamente, la mayoría de los mexicanos reconoce su experiencia y habilidad para gobernar; pero igual de evidente es el hecho de que una mayoría absoluta de esos mismos mexicanos optaron por sacarlos de Los Pinos en la última contienda electoral. Desde esta perspectiva, más les valdría ser un tanto escépticos de sus premisas y un tanto menos seguros de que el pasado los absolverá.

El tema central de confrontación en la actualidad es el económico. Tanto en materia presupuestal como de reformas fundamentales, los priístas se han mostrado reacios a encabezar un movimiento de reforma económica. Más bien, se han dedicado a lo contrario: han encabezado la defensa de intereses y privilegios indefendibles, como los que representa quizá el sindicato más corrupto del país, si no es que del mundo, y se han dedicado a obstaculizar todas las reformas que ha propuesto el ejecutivo, sobre todo en materia eléctrica, incluyendo aquéllas que no alteran en lo fundamental los arreglos políticos existentes y que son mucho menos ambiciosas que las propuestas por gobiernos priístas anteriores. La pregunta es si ésta es una estrategia inteligente, conducente a mejorar la imagen del partido y, por tanto, su capacidad de triunfo electoral.

Es posible que la respuesta a esa interrogante sea que el PRI no tiene una estrategia, es decir, que sus fracturas internas sean tan agudas que le es imposible desarrollarla. De ser así, eso mismo debería hacerles ver lo precario de su situación. Aunque el PRI ha adoptado posturas muy fuertes en diversos temas, esa aparente fortaleza es una muestra patente de debilidad, pues el partido, muy al estilo del PRD, ha desarrollado una fuerte unidad en oposición al gobierno y sus iniciativas más que a favor de una plataforma distinta a la que éste propone. El tema eléctrico es sugerente: más que proponer una alternativa, los priístas, sobre todo en el Senado, se han dedicado a negar la existencia del problema. Como si eso pudiese resolverlo.

El presupuesto que se discute en este periodo de sesiones constituye una oportunidad excepcional para que el PRI comience a probar su arsenal en anticipación a los comicios del próximo año. A la fecha, los priístas parecen creer que los avatares de la administración Fox garantizarán su triunfo electoral. Si uno observa el devenir de los procesos electorales a nivel estatal, los priístas, que al inicio del sexenio amenazaban al gobierno federal cada vez que se disputaba un estado, han ganado un buen número de ellos. Esto les ha llevado a concluir que la avalancha que pareció iniciarse con el triunfo panista del 2000, comenzó a desinflarse con el curso del tiempo. A partir de esas observaciones, ellos anticipan un arrollador triunfo a mediados del año que entra.

El problema de esa manera de pensar es que no tiene lógica alguna, independientemente de que pudieran ganar en el 2003. Las elecciones estatales siguen una dinámica propia, en buena medida independiente. Un buen gobernante local crea condiciones favorables para el triunfo de su partido en el mismo nivel de gobierno: existe una propensión natural para el elector de votar en favor de un partido que ha llevado bien la administración municipal o estatal. Exactamente lo mismo se puede decir de un mal gobierno. Cuando el elector tiene que decidir por quién votar, naturalmente evalúa al gobernador o presidente municipal que tiene frente a sí: cuando esa administración ha sido muy mala, el elector no tiene mucha dificultad en escoger a alguien diferente, así acabe siendo igual de malo. Nadie con un mínimo de sensatez puede negar que el PRI se ha beneficiado más de las pésimas administraciones que ha reemplazado, que de la riqueza de su mensaje o del contenido de su planteamiento.

El hecho es que el PRI se encuentra ante un dilema fundamental. Para poder recobrar el poder tiene que ofrecer algo más que un pasado poco encomiable y que no es atractivo para la mayoría de la población, sobre todo cuando los propios priístas rechazan las pocas cosas buenas que sus gobiernos realizaron. Por otro lado, sin embargo, los priístas no tienen capacidad de articular un mensaje positivo, una estrategia alternativa y a la vez responsable de desarrollo del país. Sin algo que ofrecer, su oferta acaba reduciéndose a una crítica poco creíble a la capacidad de administración del gobierno actual.

En el fondo, el dilema del PRI que, en cierta forma, es también el del país, es que no se ha definido en torno al presidencialismo. Esa gran institución del sistema político del siglo XX mexicano es fuente de amores y odios dentro de ese partido. Los priístas quieren un absurdo imposible: pretenden retornar al pasado que añoran pero sin la estructura presidencialista de entonces, y recuperar el orden y capacidad de gobierno que se asociaba al presidencialismo mismo, pero prescindiendo de los mecanismos que lo hacían posible. Con el fin de ese sistema, el país entró en una etapa de confusión y ausencia de acuerdos básicos y, peor, de capacidad de articular mayorías capaces de gobernar. Si una función tenía el gran factor integrador de la política mexicana, el presidente, era precisamente la de conciliar a los diferentes intereses dentro del sistema político y, eventualmente, ejercer un liderazgo al respecto en el conjunto de la sociedad. La ausencia de esa capacidad integradora es quizá el signo de los nuevos tiempos; la ironía es que el PRI sea su principal detractor.

Esto coloca al PRI en el centro del huracán de los temas económicos del momento. Todas las discrepancias de la sociedad mexicana han acabado por manifestarse en la discusión del presupuesto federal. Si bien la disputa por los dineros es uno de los temas centrales de cualquier proceso democrático, las controversias que surgen alrededor del presupuesto federal en la actualidad son reveladoras de esa ausencia de acuerdos o de la capacidad para alcanzarlos. Los desacuerdos no sólo se manifiestan en el hecho de cómo distribuir los dineros, sino en los conceptos mismos. Un intento por parte de la UNAM de avanzar hacia un esquema presupuestal más eficiente no pudo trascender el nivel de las generalidades: en lugar de especificar los modos y montos del gasto, se limita a redacciones sugerentes como sería deseable que se incrementara el gasto social en educación e infraestructura a un 4% del PIB. Frases como esa son otra manifestación del problema político que vive el país. Ante la falta de ideas y acuerdos, lo fácil es acabar en deseos y utopías que, hasta por definición, son irrealizables.

La pregunta es qué puede hacer el PRI al respecto. Si los priístas pudieran ofrecer una solución al nuevo problema del presidencialismo, el de la ausencia de marcos de referencia y medios para la solución de controversias, una de cuyas vertientes más obvias es el presupuesto, sus momios electorales podrían mejorar. El tema resulta crucial para el partido no sólo en este momento de discusión presupuestal, sino también para su futuro. Aunque los priístas se ufanan de su pasado, es evidente que enfrentan un proceso cuesta arriba no sólo para su trabajo cotidiano (ya bastante complejo) sino para la nominación de su candidato a la presidencia en el 2006. En ausencia del gran elector, la gran interrogante es ¿cómo se van a dirimir sus conflictos?, ¿quién va a ser un intermediario creíble y honesto?.

El problema del PRI hacia adelante es tan complejo que es poco probable que se pueda resolver en el corto plazo, y mucho menos si los propios priístas siguen pretendiendo que éste se va a resolver solo. Sin embargo, el presupuesto bien podría ser uno de esos primeros pasos que permitirían ir sedimentando una capacidad (y disposición) visible de enfrentar y resolver los problemas del país. En la medida en que los priístas logren acuerdos elementales entre ellos mismos en materia presupuestal y que fuesen, a una misma vez, fiscalmente responsables (a diferencia de lo que han venido haciendo), el partido evidenciaría una capacidad fundacional que, aunque muy comentada entre ellos mismos, no ha sido evidente en momento alguno al resto de la población. A la fecha, en materia presupuestal, el PRI se ha distinguido menos por su seriedad y capacidad de iniciativa que por su propensión a convertirse en un grupo de presión que vela por los intereses de sus socios (los gobernadores), en lugar de pensar en el futuro del país.

La manera en que la SCHP elaboró la propuesta de presupuesto en esta ocasión, en la que se presentan de manera explícita, los costos y gastos absurdos de una enormidad de programas inútiles, dispendiosos y contraproducentes en el gobierno federal en general, le abre al PRI la enorme oportunidad de convertirse en el gran partido reformador del futuro. Aunque podría parecer irónico, el PRI tiene hoy la posibilidad de presentarse como una oposición responsable e inteligente, capaz de ofrecer soluciones. Justo lo que requiere todo partido que trasciende el ánimo de aniquilar al gobierno en turno, para convertirse en una fuerza política deseosa y capaz de convencer al electorado una vez más.

 

Libre comercio: ¿qué sigue para México?

Luis Rubio

El mundo ideal para cualquier consumidor del planeta es uno abierto al comercio, sin trabas, sin impuestos, con amplia disponibilidad de bienes y servicios y pleno acceso a la información. El mundo real, sin embargo, es muy diferente. En éste, empresas, sectores industriales, sindicatos y grupos interesados diversos pelean por acotar la competencia y mantener controles a los flujos de bienes y servicios (y, con frecuencia, también a los de ideas e información). Muchos políticos y burócratas, que siempre creen saber lo que le conviene a la ciudadanía, con frecuencia buscan limitar o controlar los flujos comerciales a fin de ganar influencia, poder y, no menos frecuentemente, oportunidades de corrupción. Los procesos de liberalización comercial emprendidos en el mundo a lo largo de los últimos cincuenta años se han debatido precisamente entre estos dos mundos: el ideal del consumidor y el real de los intereses políticos. La liberalización al amparo del GATT y, más recientemente, de la OMC permitió multiplicar el volumen de bienes y servicios intercambiados en el mundo de una manera espectacular, pero no logró acabar con los impedimentos que persisten en el camino. En cierta forma, los tratados de libre comercio que han proliferado en los últimos años han resultado ser vehículos muy atractivos para lograr una mayor liberalización del comercio entre países, pero de una manera controlada y administrada. La pregunta para México es qué sigue.

Los tratados de libre comercio, sean éstos bilaterales o regionales, entrañan negociaciones muy específicas entre naciones que aspiran a liberalizar su intercambio comercial y de servicios de una manera selectiva y gradual. Un TLC es precisamente eso: un instrumento que permite abrir o cerrar de manera selectiva la llave del comercio. Dos países interesados se reúnen, analizan sus respectivas estructuras económicas, determinan la capacidad de competencia de sus plantas productivas y, a partir de ello, se dedican a negociar tiempos de desgravación arancelaria, salvaguardas específicas y demás.

Una negociación bilateral en materia comercial suele ser mucho más profunda y específica que las negociaciones multilaterales. Cuando muchas naciones negocian la reducción de barreras al comercio, como ocurre dentro de la OMC, los acuerdos son de aplicación general y todas las naciones se deben apegar a lo acordado. Esto beneficia a los consumidores pues abre la puerta a las importaciones de diversa procedencia y, por lo tanto, a la oportunidad de elección entre una multiplicidad de bienes y servicios. Algunas naciones han aprovechado los foros multilaterales para eliminar barreras al comercio y así obligar a sus plantas productivas a competir y modernizarse, lo que ha derivado en un incremento de la productividad y del ingreso. Quizá lo anterior resulte contraintuitivo a primera vista, pero no es casualidad que las naciones ricas sean también, las que se caracterizan por la mayor apertura de sus economías.

La estrategia mexicana de liberalización ha seguido tres etapas. Primero, a mediados de los ochenta, México se sumó al GATT y con ello dio inicio a una primera ronda de reducción de barreras arancelarias y eliminación de las no arancelarias. Poco tiempo después, el gobierno mexicano optó por acelerar su proceso de integración comercial con el resto del mundo en aras de atraer mayores flujos de inversión extranjera. Su propósito era apresurar el ritmo de crecimiento de la economía a través de un rápido incremento de la inversión. De hecho, el impulso para negociar un acuerdo comercial con Estados Unidos provino del reconocimiento de que el comercio y la inversión privada se encuentran inexorablemente vinculados: a la liberalización del comercio siempre le sigue un incremento en la inversión. Luego de una década de que se iniciaran las negociaciones del TLC, la evidencia al respecto es abrumadora: México pasó de recibir flujos anuales máximos de alrededor de cuatro mil millones de dólares a más de doce mil.

Aunque poco apreciado, el éxito del TLC ha sido espectacular. El intercambio comercial en la región se ha multiplicado, los ingresos de las empresas y trabajadores asociados a ese comercio se han elevado de manera sistemática y el potencial de generación de empleos y riqueza ha avanzado de manera extraordinaria. Ciertamente, no todos los sectores de las tres economías ni todas las regiones de cada país se han beneficiado de igual manera, pero no cabe la menor duda de que el extraordinario crecimiento de la economía norteamericana a lo largo de los noventa se tradujo en grandes beneficios para los sectores modernos de las economías tanto de Canadá como de México.

Ese éxito llevó a México a intentar apalancar su acceso privilegiado al mercado estadounidense por medio de negociaciones de liberalización comercial con otros países: con Chile y Colombia, Venezuela e Israel, Europa y Centroamérica. Con ese mismo espíritu, se están contemplando negociaciones similares con naciones de otro tamaño comercial (y, sin duda, también político) como Japón y Singapur. En este sentido, la tercera etapa de liberalización comercial ha seguido una estrategia muy clara que, a manera de ilustración, sigue la lógica de la rueda de una bicicleta, en la que hay un centro y muchos rayos. Lo importante en esa lógica es siempre estar en el centro. Cuando dos naciones deciden liberalizar su comercio, ambas salen beneficiadas del proceso. Sin embargo, cuando una de esas naciones decide negociar con una tercera, el riesgo para quien se queda afuera es muy elevado: dejar el centro para pasar a la periferia. De esta forma, México ha optado por negociar acuerdos directos, bilaterales o regionales, con un gran número de naciones, convirtiéndose en un importante centro de interacción comercial. Además, ha procurado evitar quedar fuera de las negociaciones que sus socios de la región norteamericana han emprendido: de hecho, México tiene acuerdos de libre comercio con todas las naciones con las que Estados Unidos ha negociado acuerdos similares, excepto con Jordania.

En este momento, México se encuentra en el umbral de la siguiente etapa de liberalización, quizá la más compleja y arriesgada. Aunque es posible seguir negociando pactos bilaterales, y sin duda el gobierno mexicano va a perseverar en ese camino, el hecho de que Estados Unidos decida emprender una estrategia similar va a implicar un cambio radical. Hace poco, el gobierno estadounidense concedió a las naciones caribeñas paridad con el TLC; ahora debate la posibilidad de negociar pactos similares con Chile, Uruguay y Centroamérica y, dentro de la estrategia hemisférica, acelerar el paso hacia la consolidación de un acuerdo comercial continental. Cada uno de estos pasos entraña retos significativos para México, el mayor de los cuales sin duda consiste en que todo el plan de liberalización controlada, cuyo punto neurálgico reside en el acceso privilegiado al mercado norteamericano, acabe debilitándose antes de que la planta productiva nacional se haya modernizado y transformado de una manera definitiva. El interés natural de México, aunque inconfeso, reside en preservar ese acceso privilegiado tanto como sea posible. De hecho, para el 2003, el 94% de las exportaciones mexicanas entrarán a Estados Unidos sin restricciones ni aranceles.

En la medida en que Estados Unidos decida emprender nuevas iniciativas de liberalización, el gobierno mexicano tendrá que buscar medios para adecuarse a las nuevas circunstancias. Por varios años, la situación política en materia comercial dentro de Estados Unidos, en la que el TLC siempre fue objeto de severas controversias, hizo imposible cualquier negociación bilateral o multilateral. Por diversas razones tanto políticas como estratégicas, ninguno de los tres países integrantes del TLC norteamericano parece deseoso de ampliar ese acuerdo por medio de la inclusión de otras naciones. Una acción de esa naturaleza implicaría riesgos que ninguno de los tres países está dispuesto a correr. En consecuencia, de concretarse acuerdos entre Estados Unidos y otras naciones, México tendría que decidir si se justifica un cambio de estrategia. Desde luego, las preocupaciones del gobierno mexicano serían muy distintas si la negociación se lleva a cabo con naciones relativamente pequeñas como Chile o, incluso, Argentina, que con naciones con economías mucho más semejantes (y, por lo tanto, competidoras potenciales) como las de China o Brasil. A la fecha, Brasil ha estado renuente a liberalizar de una manera tan ambiciosa como lo requiere un esquema como el de TLC y el gobierno mexicano ha apoyado fervientemente la postura de aquel país. Esto le ha permitido a México argumentar a favor de la liberalización comercial sin poner en entredicho sus ventajas estratégicas.

Sin embargo, las cosas podrían cambiar de manera radical en los próximos meses. Estados Unidos se encuentra replanteando todos sus paradigmas luego de los ataques terroristas del once de septiembre del año pasado y no cabe la menor duda de que el tema comercial será uno de los que sufrirán modificaciones en su visión y orientación. Por vía de mientras, Estados Unidos y México han avanzado sensiblemente en la homologación de sus políticas en materia de aduanas, migración y seguridad. Si bien ésta no fue una estrategia planeada de antemano, las nuevas circunstancias y la prioridad que Estados Unidos da a los temas de seguridad abren una oportunidad para que México preserve el acceso comercial privilegiado. El gobierno mexicano ha tomado esa oportunidad con gran seriedad. En este sentido, es evidente que existen nuevas posibilidades de negociación aunque, a ciencia cierta, en este momento nadie sabe qué decisiones vaya a emprender el gobierno norteamericano en materia comercial. Pero lo que parece certero es que México tendrá que decidir si opta por la profundización de la relación entre las tres naciones norteamericanas o seguir ampliando su red de relaciones de libre comercio al margen de Estados Unidos y Canadá. Esa decisión es mucho más compleja de lo aparente.

 

Irak y migración

Luis Rubio

México y Estados Unidos tienen una infinidad de puntos de contacto, interacción y conflicto. Esta tríada es algo inevitable cuando se trata de una relación tan compleja, disímbola y, al mismo tiempo, activa, como la que caracteriza a nuestras sociedades en general y a la frontera común en particular. La vecindad no nos obliga más que a una convivencia amistosa y pacífica como la que existe entre dos buenos vecinos que son atentos y responsables, conscientes de las peculiaridades mutuas. Es decir, la proximidad, como ha ocurrido a lo largo de casi doscientos años de cercanía entre dos naciones independientes, no exige más que un trato amable como el que se ha dado las más de las veces. Sin embargo, si una de las dos naciones quiere emprender una integración mucho más ambiciosa y profunda, como la que implícitamente entraña un acuerdo de libertad migratoria del tipo que han avanzado los europeos, es evidente que el nivel de responsabilidad se eleva y las demandas mutuas adquieren un nivel mucho más elevado de complejidad y seriedad. Un acuerdo migratorio sólo es posible cuando se comparten ciertos valores esenciales. Puesto en otros términos, nos guste o no, temas como los de migración e Irak están mucho más estrechamente vinculados, aunque sea de manera indirecta, de lo que podría gustarnos.

Mientras que un acuerdo en materia comercial entraña la coordinación de una serie de políticas públicas y, en general, condiciones para el intercambio de bienes y servicios sin impedimentos, un acuerdo migratorio entraña, a final de cuentas, la disposición de dos sociedades a convivir de manera estrecha. El éxito de un acuerdo comercial requiere de la concertación de entendidos entre autoridades de dos naciones y la activa participación de las comunidades empresariales de las naciones que participan en un proceso de integración económica como el que representa el TLC norteamericano. Las naciones que deciden avanzar por esa vereda no tienen que quererse ni gustarse; su único compromiso es el de modificar algunas de sus políticas en materia comercial y de inversión para que las economías de las dos naciones puedan beneficiarse de una mayor interacción comercial. Eso es precisamente lo que ha ocurrido con el TLC, para beneficio de las tres naciones que lo integran.

Pero un acuerdo migratorio implica mucho más: desde la posibilidad de que un norteamericano decida venirse a radicar a la colonia del Valle y busque trabajo en una oficina de arquitectos o que un mexicano se traslade a Chicago para trabajar en un restaurante en aquella ciudad. Es decir, implica que las dos sociedades no sólo estén dispuestas a intercambiar bienes y servicios, sino que además compartan cierta visión mínima del mundo y una ética de comportamiento que les permitan convivir entre sí de manera cotidiana. Más que un acuerdo entre dos gobiernos, aunque eso sea indispensable, implica, un entendido profundo entre dos sociedades.

No es casualidad que los europeos, que sin duda son quienes más han avanzado en una integración comercial, monetaria y de personas, entre otras políticas comunes, hayan comenzado por procesos mucho más sencillos y limitados. Los europeos empezaron por integrar el mercado del carbón y del acero. Luego, varios lustros después, liberalizaron el comercio de bienes. El comercio de servicios se abrió cuarenta años después de iniciado el del acero, y cuarenta y ocho años más tarde lanzaron el Euro, su moneda común. La libertad de tránsito y empleo en cualquiera de los países miembros se dio hasta el año de 1992, cuatro décadas después de que se comenzaron a sentar los pininos de lo que más tarde sería la Comunidad Europea. El punto es que los europeos, entre quienes existen diferencias mucho menos marcadas en términos culturales, históricos e incluso étnicos, se tomaron varias décadas para crear un nivel de confianza que le permitiera a un francés tolerar a un alemán en su colonia o a un holandés aguantar el estilo de vida de un italiano. Los europeos se han integrado porque construyeron cimientos muy sólidos de confianza mutua. Producto de todo esto es una mayor cercanía en temas de carácter militar y político. Para los mexicanos la implicación de lo anterior es clara: si queremos avanzar en el terreno migratorio, tendremos que ganarnos la confianza de los norteamericanos.

La gran pregunta es qué implica esa confianza y si estamos dispuestos a avanzar por ese terreno pedregoso. Las concepciones que sobre el tema migratorio existen en el país están influidas por la realidad económica: en Estados Unidos hay demanda para la mano de obra mexicana, mientras que en México no hemos sido capaces de crear condiciones de prosperidad que permitan generar empleos y riqueza para todos. Desde esta perspectiva, la postura del gobierno y aparato político del país –que sin duda representa el sentir de toda la población- es la de facilitar el acceso de mexicanos deseosos de trabajar en aquel país, así como eliminar las trabas que llevan a que los hoy ilegales sean maltratados o sigan corriendo riesgos que, con frecuencia, implican la vida. Tratándose de una vecindad amistosa y de una economía que demanda mano de obra, para los mexicanos lo obvio es exigirles a nuestros vecinos que, como se dice coloquialmente, nos “den cancha”.

El problema es que, desde la perspectiva norteamericana, no hay tema más álgido y politizado que el de la migración. Estados Unidos, un país nacido de la migración europea, tiene una larga y difícil historia en esta materia. Por más de un siglo desde su nacimiento como nación independiente, Estados Unidos mantuvo sus puertas totalmente abiertas. Pero las cosas comenzaron a cambiar en la segunda década del siglo pasado, cuando una combinación de circunstancias –desde la depresión hasta el aislacionismo en materia de política exterior- llevó a que se impusiera un sistema de cuotas a la migración que, con modificaciones, persiste hasta nuestros días. Desde entonces, la política migratoria norteamericana ha tenido una serie de etapas en las que han privado criterios diversos para el ingreso de nuevos inmigrantes, pero siempre bajo el principio de que ellos se reservan el derecho de admisión.

En muchas ocasiones, la política migratoria norteamericana ha ido de la mano de su política exterior, factor que explica la diferencia en el trato a refugiados cubanos que, en general, son admitidos con gran facilidad, frente a otros, como los haitianos, que son retornados a su país con gran celeridad. Respecto a México, la política migratoria norteamericana ha tenidos sus épocas: desde los programas de braceros que se instrumentaron a mediados del siglo pasado, hasta la legalización masiva de indocumentados en varios momentos. Es evidente que el gobierno estadounidense comprende tanto la existencia de una demanda interna por mano de obra mexicana, como el deseo de miles de mexicanos de mejorar sus niveles de vida a través de un empleo en ese país. Muchos dicen que su política ha sido hipócrita por mantener un régimen que fomenta la ilegalidad y por cerrar los ojos frente a lo obvio, pero otra manera de ver lo mismo reconocería que esa política ha constituido una respuesta pragmática frente al tema de fondo: el que la sociedad norteamericana, como un todo colectivo, no está dispuesta, al menos en este momento, a llevar a cabo el tipo de cambio en su política migratoria como el que añora el gobierno mexicano.

Desde la perspectiva estadounidense hay dos dinámicas que en México con frecuencia se pierden de vista: una es que nuestros connacionales no son los únicos que desean migrar hacia esa nación. La diversidad de nacionalidades que estaba representada en las torres gemelas –más de 150 distintas- muestra un panorama mucho más claro del fenómeno. Aunque hay muchos estadounidenses que verían con buenos ojos algún tipo de liberalización migratoria hacia México, para otros el tema es anatema. Es decir, la primera dinámica, la de la diversidad de demandantes de empleo, crea una gran barrera a cualquier discusión migratoria más amplia. Esa es la razón por la cual la respuesta estadounidense al planteamiento mexicano tuvo un carácter administrativo: veamos cómo podemos incrementar visas de cualquier tipo en lugar de meternos en el berenjenal de un acuerdo migratorio con todos sus componentes emocionales y políticos que se entrecruzan en el legislativo. La vía administrativa no requería un acuerdo social amplio, lo que lo hacía relativamente más simple.

La otra dinámica es mucho más compleja y profunda y tiene que ver con percepciones. Como la gran potencia que son, los norteamericanos no se perciben responsables o urgidos de resolver los problemas de otros, lo que no evita que se vean permanentemente acechados por demandas de ayuda, apoyo y soluciones por parte de prácticamente todos los países del mundo. Es decir, los mexicanos somos una de muchas prioridades para ellos. La vecindad sin duda es un criterio de prioridad, pero también lo son otros, como los geopolíticos, que les lleva a tratar con países como China y Rusia, o los que surgen de compartir valores fundamentales (como con Inglaterra) y naciones aliadas clave (Alemania y Canadá, principalmente). Estas últimas pueden estar de acuerdo en políticas concretas o no (como Irak), pero nadie duda de que comparten la misma visión del mundo.

Si queremos un acuerdo migratorio tenemos que ganarnos a la sociedad norteamericana y eso implica modificar sus percepciones. Si bien no hay razón alguna por la que México tenga que sumarse a todas las acciones y decisiones que emprende aquella nación, es evidente que las percepciones de sus ciudadanos se van forjando por pequeñas acciones cotidianas. La reacción de los canadienses y británicos luego del 11 de septiembre los colocó todavía más cerca del corazón colectivo norteamericano, mientras que la nuestra nos alejó otro poco más. Si queremos que ellos atiendan nuestro reclamo migratorio, tenemos que ponernos de acuerdo entre nosotros mismos sobre lo obvio: en si estamos dispuestos a convivir con ellos. Nuestra capacidad de convencerlos depende de nuestra postura –y congruencia- al respecto. Por ello, nos guste o no, Irak sí tiene importancia.

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El IPAB nos lleva a la argentinización

Luis Rubio

El gobierno argentino cavó su tumba cuando creó el llamado corralito, es decir, cuando destruyó el ahorro de toda la población. Con esa acción, dio inicio el camino al despeñadero en que ahora se encuentra un país que antes fue rico y que, por un rato al menos, parecía estar saliendo adelante. El tema del ahorro de la población es tan fundamental, tan sensible y tan crítico que nadie puede soslayarlo. Es a la luz de esta consideración que debe evaluarse el mal llamado rescate bancario en el país. Es evidente que en todo el asunto de la privatización y del rescate posterior de los bancos hubo errores, corrupción, torpeza y muchos vivales (tanto por el lado de las autoridades responsables como de los bancos y los acreditados). Es decir, en la privatización y en el rescate posterior, el gobierno diseñó un programa que incentivó el desorden, premió la irresponsabilidad y el no-pago de las obligaciones contraídas y, con todo ello, elevó exponencialmente el costo del rescate. Pero también es cierto que ningún ahorrador perdió su patrimonio, algo de lo que los argentinos no se pueden jactar. El rescate bancario fue carísimo por los errores de concepción que lo caracterizaron y por la torpeza con que se ejecutó, pero ese es un tema del pasado. Mantenerlo vivo tiene beneficios aparentes para algunos partidos políticos de oposición (incluido el PAN), pero pone en entredicho las condiciones que el país requiere para atraer inversión, eleva el costo de la deuda pública y, por tanto, lo que la población acabará pagando por el rescate. Dado que es imposible reescribir la historia y que las elecciones del 2000 ya dieron el veredicto popular sobre este tema, es tiempo de movernos hacia adelante.

El IPAB es una institución que nació preñada de vicios por los intereses y agendas en conflicto de quienes lo suscribieron. En su constitución se intentó conciliar lo irreconciliable: la agenda del PAN, que quería evidenciar la ineptitud del gobierno en turno y, además, tener la oportunidad de hacerlo cada año cuando en la negociación del presupuesto se asignaran los recursos para su financiamiento; la agenda del PRD, que siempre quiso convertir al entonces FOBAPROA en el hazmerreír del gobierno; y la agenda del propio gobierno, que no sabía ni lo que había hecho, pero tenía al menos claridad suficiente para reconocer que lo imperativo era proteger el ahorro, evitar corridas contra los bancos y la pérdida de credibilidad en el sistema bancario. Aunque buscaban fabricar un caballo, es evidente que de la suma de estos intereses en conflicto sólo podía emerger un camello.

La característica medular del nacimiento del IPAB acabó siendo la desconfianza, factor que dominó las ideas que llevaron a un diseño institucional sui generis en el que se nombraron vocales independientes, a los que se dejo aislados y desprotegidos y con todos los incentivos a actuar de una manera extremadamente cautelosa. Dado el diseño institucional que hace personalmente responsables a los vocales del instituto de lo que ahí suceda, éstos no tienen incentivo alguno para reducir el costo del rescate y si, en cambio, para minimizar cualquier riesgo personal que pudiera resultar de decisiones relacionadas con este episodio tan tristemente célebre de nuestra mala administración pública. Lo peor es que, ahora que es obvia la disfuncionalidad de la institución porque no está contribuyendo a concluir adecuada y rápidamente el malogrado rescate del ahorro y las instituciones bancarias, nadie en el plano político está dispuesto a reconocer sus errores. Todo ello conlleva a que el tema se politice de una manera permanente, con graves consecuencias para la reactivación del crédito, la atracción de inversión extranjera y, por lo tanto, la reactivación de la economía.

Como toda entidad económica, el IPAB tiene activos y pasivos. Los pasivos están compuestos por los pagarés que tanto el FOBAPROA como el IPAB emitieron a los bancos para respaldar los depósitos del público. Sus activos se componen de la cartera que la entidad heredó de los bancos. El IPAB tiene dos mandatos distintos que le complican su existencia: por un lado, es responsable de garantizar, por el momento en forma ilimitada, el ahorro del público en los bancos. Por el otro, la entidad es responsable de administrar los activos y los pasivos que heredó de la crisis bancaria del 95. Todo indica que el IPAB está bien organizado para cumplir con su responsabilidad de garantizar el ahorro hacia adelante.

Por lo que se refiere al segundo mandato, el objetivo del IPAB era vender activos y lograr la máxima recuperación posible de la cartera, a fin de reducir el costo fiscal del rescate bancario, así como asumir las obligaciones que resultaron de los programas de capitalización (de los bancos que fueron absorbidos por esa entidad), y de la compra de cartera (de las instituciones que sobrevivieron). Es decir, por el lado de los activos, el IPAB tenía que administrar la cartera y los activos que recibió, vender los activos que heredó y recuperar todo lo posible de la cartera de crédito. El manejo de los activos ha sido un verdadero desastre. Para comenzar, el IPAB heredó una enorme cartera cientos de miles de créditos que estaban en poder de los bancos- que, al ser entregada al IPAB, dejó en buena medida de ser administrada. El mecanismo estuvo tan mal concebido, que los bancos absorbidos se desentendieron de su cartera, en tanto que los bancos que sobrevivieron, aunque la siguieron administrando, perdieron todo incentivo para reestructurarla. De esta manera, si de por sí los acreditados tenían dificultades (y, en muchos casos, indisposición) para pagar sus adeudos, una vez que la cartera se le turnó al FOBAPROA, la responsabilidad de cobranza se diluyó, lo que generó oportunidades de fraude, corrupción y caos por parte de todos los involucrados.

Por las malas políticas de otorgamiento de crédito y la confusión que caracterizó al FOBAPROA, la abrumadora mayoría de la cartera que el IPAB heredó valía muy poco. Lo que procedía era vender esa cartera con la mayor celeridad posible para maximizar su valor, así fuese éste muy bajo. El IPAB, sin embargo, ha sido en extremo cauteloso (otra vez, producto de su diseño institucional) y muchas en las subastas para la venta de cartera se han declarado desiertas porque no ha habido postor para los precios que el instituto ha querido recibir. El problema es que el precio se deteriora con el tiempo y la recuperación se vuelve cada vez menor. Algo similar ha ocurrido con la venta de los activos. Suponiendo que los precios serán más altos en el futuro, la venta de activos se pospone una y otra vez. El caso de Cintra, la controladora de Aeroméxico y Mexicana, es sintomático: hace cuatro años probablemente valía diez veces lo que vale hoy. Muchos de los temas favoritos del IPAB, como su perenne pleito en torno al intercambio de los pagarés, no son sino cortinas de humo para ocultar sus magros resultados.

El manejo de los pasivos no ha sido más afortunado, pero sí mucho más peligroso. En principio, el manejo de los pasivos no debería tener mayor ciencia, pues su valor se estableció desde el principio y sólo podía ser modificado dentro de los primeros seis meses que siguieron a la creación del IPAB. La ley que creó el IPAB le dio este plazo a la institución para que llevara a cabo todas las auditorias pertinentes y, con base en ello, determinara el valor de la cartera que adquiría y que serviría de base para la emisión de los pagarés. A eso se sumó la auditoria realizada por Michael Mackey por cuenta de la Cámara de Diputados. Esas dos instancias tenían por objeto detectar cualquier anomalía o créditos ilegales para regresarlos a los bancos o reducir el valor del pagaré respectivo. Eso fue hace tres años y, sin embargo, todo indica que la intención del IPAB es la de reducir el valor de esos pagarés al momento del intercambio, cuando se venza su plazo. Además, la deuda del IPAB, que para todo fin práctico es deuda pública, es más costosa que el resto de la deuda gubernamental por la necedad demagógica (parte de los vicios de origen) de no reconocerla como tal, lo que implica un debate interminable e innecesario, al final de cada año.

La jugada, que sin duda es políticamente atractiva, entraña consecuencias potencialmente muy graves. Para comenzar, es irónico que el mecanismo inherente al rescate bancario, y que persiste, premie el mal comportamiento y penalice el manejo responsable. El fenómeno es ubicuo en todo el espectro del FOBAPROA-IPAB. Los bancos que fueron absorbidos por esa entidad (los que habían sido pésimamente administrados) han quedado libres de toda presión política, mientras que los bancos que fueron mejor administrados son objeto de presiones interminables. Así, hay bancos propiedad de extranjeros que son buenos desde la perspectiva del IPAB (los que fueron absorbidos), mientras que otros, igualmente propiedad de extranjeros (los que sobrevivieron), son malos para esa entidad. En segundo lugar, nadie parece querer apreciar el hecho de que la excesiva cautela del IPAB entraña costos enormes para el erario, pues mientras esos activos improductivos estén en sus manos, los costos del rescate seguirán creciendo. Finalmente, aunque la noción de querer reducir el valor de los pagarés sea una muestra teórica de patriotismo, el hecho es que viola la esencia de un contrato, entraña la alteración del orden jurídico y, por tratarse de empresas protegidas por el TLC, podría ser motivo de demandas e indemnizaciones mucho más costosas en dinero y credibilidad.

Mientras los políticos disfrutan del escándalo que representó todo el affaire FOBAPROA, nadie asume la responsabilidad de reducir sus costos, concluir la venta de activos y cartera y, finalmente, cerrar el capítulo más costoso de nuestra historia reciente. La falta de sentido de responsabilidad en todo este asunto es verdaderamente pasmosa. Todo mundo se dedica a tratar de salvar cara, mientras que los indefensos contribuyentes no tenemos más remedio que apechugar. No hay nada más costoso que la demagogia y, si no, preguntémosle a los empobrecidos argentinos.

 

Fortalecer a los estados

Luis Rubio

Mas allá de la militancia reciente de algunos gobernadores, la apertura política que el país ha venido experimentando en los últimos años ha estado acompañada de un fenómeno pernicioso y potencialmente peligroso: el del derroche fiscal en los estados y municipios. Luego de que por décadas la federación ejerciera un férreo control sobre los asuntos fiscales, control que era con frecuencia denigrante y animado por criterios partidistas y de lealtad personal, hemos pasado a un esquema de despilfarro que no sólo no fortalece el federalismo, sino que pone en riesgo la estabilidad fiscal del país. Ahora que los legisladores están por revisar el presupuesto de la federación, existe la oportunidad de transformar la estructura de las finanzas públicas para el bien del país.

Por décadas, el gasto público se manejó de una manera arbitraria y autoritaria. El ejecutivo federal decidía las prioridades de gasto, el poder legislativo las sancionaba y legitimaba y los mexicanos apechugábamos. En ocasiones, como ocurrió en las décadas de los cincuenta y sesenta, los criterios de asignación del gasto resultaron propicios para el crecimiento económico con estabilidad. En otras, ocurrió exactamente lo contrario: en los setenta, por ejemplo, el gasto público se utilizó como un arma ideológica, lo que eventualmente se tradujo en la sucesión de crisis económicas que comenzó en 1976 y concluyó, esperemos, en 1995. El punto medular es que el uso arbitrario del gasto público gastar más de lo que se tiene y de manera caprichosa- lleva a la inestabilidad económica, a la vez que obstaculiza el crecimiento.

Pero la arbitrariedad no se limitaba a la definición de las prioridades del presupuesto. Por muchos años, el gasto público sirvió como mecanismo para premiar o disciplinar a los gobernadores de los estados, quienes tenían que sujetarse no sólo a las demandas presidenciales de lealtad política, sino también a las reglas establecidas por la Secretaría de Hacienda y a los humores y preferencias personales de funcionarios de quinta. Hace no muchos años era frecuente encontrar a gobernadores y funcionarios electos, haciendo antesala en las oficinas de algún director general de la Secretaría de Programación y Presupuesto, confiando que el responsable de las asignaciones presupuestales vería con favor las peticiones del gobernador. Los gobernadores -que ahí esperaban horas para ser recibidos por funcionarios menores en la escala burocrática, pero obviamente superiores en el organigrama político- parecían niños de primaria esperando a que el director de la escuela los castigara por haberse portado mal. El espectáculo era, además de denigrante, ilustrativo de los vicios de un sistema político que privilegiaba la disciplina partidista y personal sobre el desarrollo del país.

La revuelta contra el control centralizado del presupuesto que hemos observado en estos años, y con alevosía en la última semana, es perfectamente explicable. Tan pronto tuvieron la primera oportunidad de rebelarse, los gobernadores y muchos ex gobernadores o ex funcionarios estatales que hoy son diputados o senadores, actuaron con saña. Las transferencias directas de la federación a los estados y municipios, que hoy representan casi el 70% de presupuesto federal, son resultado de una reacción, de una venganza contra la arrogancia de la burocracia federal. No es casualidad que sean tan populares. El propio presidente Fox, en su calidad de ex gobernador, fue de los primeros en aplaudir la muerte de la subordinación de los gobernadores al la burocracia federal en todo lo relacionado con esta materia. Pero ahora que vemos las consecuencias del nuevo esquema, se impone la necesidad de evaluar su racionalidad.

El punto de partida es, tiene que ser, el rechazo al viejo esquema de subordinación. Sin embargo, esa premisa no puede emplearse para justificar transferencias millonarias sin que medien mecanismos de rendición de cuentas como contraparte. El hecho palpable es que la calidad del gasto estatal se ha deteriorado, toda vez que, en la mayoría de los casos, los dineros ya no se emplean para proyectos con una elevada rentabilidad social y/o económica, sino para los que le resultan atractivos al gobernador o, en su caso, al presidente municipal. El crecimiento en el número de vehículos y camionetas de lujo que han adquirido los gobiernos estatales y municipales es el mejor testimonio de la nueva realidad. Si bien antes los funcionarios federales con frecuencia injuriaban a los gobernadores al exigirles no siempre de buena forma- proyectos concretos de inversión con una elevada rentabilidad social (desarrollo de infraestructura versus camionetas Suburban para la esposa del gobernador), ahora no existe condicionalidad alguna para la mayor parte de los recursos que se transfieren. En la actualidad, los fondos federales, los que hemos aportado todos los mexicanos a través de nuestros impuestos, acaban en manos de gobernadores que no sienten ni la menor responsabilidad ante nadie: los recursos son suyos para hacer lo que les venga en gana.

Es evidente que no todos los ejecutivos estatales y locales son caprichosos y que muchos hacen el mejor uso posible de los recursos. También es evidente que muchos de ellos, con frecuencia, no cuentan con las capacidades para evaluar la rentabilidad de los proyectos de inversión y acaban decidiendo en función de su mejor juicio. El problema es que los mexicanos acabamos dependiendo de la buena voluntad y del buen criterio de estas personas para el uso óptimo de los recursos fiscales. Ninguna sociedad democrática puede tolerar semejante arbitrariedad.

Ahora que los legisladores tienen frente a sí el presupuesto federal para el próximo año, tienen la oportunidad de modificar la estructura de asignación de los recursos públicos. Es evidente que el problema no reside en transferir recursos públicos a estados y municipios o en etiquetar una determinada porción de ellos, sino en la manera en que esto se hace y en la ausencia de mecanismos que obliguen a la rendición de cuentas. Los legisladores tienen la oportunidad de crear un nuevo sistema de asignación. Hay tres criterios que podrían guiar su proceso de decisión en esta materia: primero, tiene que haber rendición de cuentas sobre esos recursos; segundo, es imperativo fortalecer las finanzas públicas (tanto las estatales y municipales como las federales); y, tercero, debe privilegiarse (y premiarse) el empleo de los recursos públicos en los proyectos de mayor rentabilidad social y económica.

El criterio central en la asignación de los recursos fiscales tiene que ser el de la responsabilidad. La forma de acabar con la arbitrariedad y arrogancia de los funcionarios federales de antaño no puede ser, como ahora sucede, con arrogancia y arbitrariedad de los gobiernos estatales o municipales. Lo imperativo es crear mecanismos de rendición de cuentas que hagan responsables a los gobernadores directamente frente a sus ciudadanos. En la actualidad, como los recursos vinieron del cielo, el gobernador no tiene porqué darle explicaciones a nadie de su uso. En cierta forma, desde la perspectiva de un ciudadano residente en un estado, los recursos son una adición bienvenida a lo que había, así se mal usen o desaparezca parte de ellos: de lo perdido lo que aparezca. Este procedimiento es intolerable porque se presta a la corrupción pero, sobre todo, porque no permite asegurar que los recursos sirvan a su propósito esencial: contribuir al desarrollo del país, de la región, estado o municipio.

La única manera de avanzar hacia un uso responsable de los recursos federales es desarrollando fuentes de recaudación a nivel local. En la actualidad es mucho más fácil para un gobernador conseguir recursos del gobierno federal que cobrar impuestos en su propio estado. Aun en los casos en que el gobernador tenga que someterse a la arrogancia de los funcionarios federales, ese procedimiento es infinitamente más sencillo y barato que el de recaudar impuestos en su propio terruño. Por esta razón, lo primero que los legisladores tienen que lograr es hacer atractivo el cobro de impuestos a nivel estatal y local. Esto lo pueden lograr de una manera muy sencilla: convirtiendo las transferencias federales en zanahorias. Es decir, en lugar de transferir los recursos sin más, la federación se compromete a entregar, por ejemplo, un peso federal por cada peso que el estado logre recaudar. Más aún, este principio se podría desarrollar de tal manera que la federación premiara la recaudación adicional: a cada peso de recaudación local, le correspondería uno federal hasta llegar a equis número de pesos. Después de ese umbral, se entregaría el doble por cada peso recaudado en el estado o municipio.

Un esquema como el anterior permitiría matar varios pájaros con un solo tiro: desarrollar una base fiscal mucho más amplia, sólida y sostenible que la que actualmente existe, sobre todo a nivel municipal y estatal (que, además, tendría el beneficio de ser independiente del gobierno federal); crear un mecanismo de rendición de cuentas, pues la persona que paga su impuesto predial va a estar en mejor disposición y capacidad de exigirle resultados a su presidente municipal y gobernador; y crear mecanismos de apoyo por parte de la federación (o de entidades como los bancos de desarrollo e, incluso, el Banco Mundial) para asegurar la rentabilidad de los proyectos de inversión. Los gobiernos estatales, ya con dineros propios, podrían recurrir a entidades debidamente pertrechadas con técnicos competentes para ayudarles a realizar las mejores inversiones en sus respectivos estados.

El país ha cambiado de manera notable y, sin embargo, la ciudadanía no vive mejor ni tiene mejores medios para influir sobre sus gobernantes directos. Los legisladores podrían utilizar el presupuesto federal para desarrollar incentivos idóneos, capaces de desatar la mayor revolución política que el país jamás haya experimentado. Los gobernadores se han presentado como la nueva fuerza política que son. Bienvenidos, pero con una clara rendición de cuentas.

 

Es tiempo de enfrentar la realidad

Luis Rubio

El país enfrenta riesgos y desafíos crecientes para los que no se está preparando. El mundo a nuestro derredor se está transformando, pero nosotros seguimos ensimismados en un proceso que no puede sino acabar siendo catastrófico para la mayoría de la población. Los productores chinos sacan del mercado a un número cada vez mayor de mexicanos, a la vez que son más efectivos para atraer la inversión que tanto nos hace falta aquí. La economía del país requiere decisiones y acciones y las requiere pronto. El que los partidos y los políticos tengan profundas diferencias entre sí es algo ciertamente legítimo, pero mientras resuelven los temas de las relaciones del poder, tienen que reconocer el enorme y creciente costo de su inacción.

La economía del país está estancada y el entorno internacional no es favorable. No se requiere ser un genio para observar el enorme desorden que caracteriza al mundo, en todos los ámbitos, y apreciar la complejidad del tiempo que nos ha tocado vivir: el estancamiento en algunas de las principales economías europeas y la deflación en Japón, el terrorismo islámico y la revuelta electoral en Brasil, la enorme competitividad de la economía china y la estrategia geopolítica de Rusia. El mundo cambia a un paso tal que los marcos de referencia que hace algunos años parecían inamovibles, hoy son alterados de manera cotidiana. Lo único que es certero es el cambio mismo, pero también el que todo mundo se ve afectado por ese cambiar permanente. Nadie vive, ni se puede mantener, aislado.

Este es el contexto en el que los mexicanos tenemos que desenvolvernos y prosperar. Cada uno de los habitantes del país tiene que encontrar su camino, pero el marco regulatorio y legislativo lo establece el gobierno (ejecutivo y legislativo) y éste abre o cancela oportunidades. De ahí la enorme responsabilidad que gobierno y legisladores tienen frente a sí. El país requiere cambios fundamentales, definiciones estratégicas y acciones concretas. En ausencia de ellos, la economía se va a mantener estancada y, en el mejor de los casos, evitará caer en una recesión. Se trata de un riesgo monumental para un país con una población creciente como la nuestra. Lo único que los mexicanos ya no quieren consumir es más retórica y más explicaciones de por qué no se puede.

El país cuenta con dos motores para su crecimiento. Uno es el mercado interno y el otro el de las exportaciones. A lo largo de los últimos diez años, la mayor parte del crecimiento fue producto de la demanda generada por nuestros mercados de exportación, sobre todo, de las otras dos economías norteamericanas. En ausencia de otros estímulos, el mercado interno ha crecido esencialmente como consecuencia de la demanda que las propias exportaciones generan, es decir, por la producción de partes, componentes y servicios de que se nutre la industria de exportación. En este momento, la economía norteamericana experimenta un ritmo menor de crecimiento que el de los últimos años, lo que ha afectado el crecimiento de nuestras exportaciones. Además, la competencia de productos originados en otros países, notablemente de China, ha tenido un fuerte y negativo impacto sobre nuestras exportaciones. Es decir, aunque todavía pujantes (seguimos exportando cientos de billones de dólares), nuestros principales mercados de exportación no prometen ser una fuente de crecimiento tan grande como lo fueron hasta hace poco.

El mercado interno, por su parte, sigue atrofiado por la ausencia de una planta productiva moderna y competitiva, capaz de satisfacer al consumidor nacional. Años de protección respecto a las importaciones, de dependencia del gasto público y de subsidios gubernamentales, generaron una planta productiva mediocre, de baja calidad, altos costos y poca especialización. Luego de años de un cambio profundo en la naturaleza misma de la administración económica del país, gran parte de ese aparato productivo se ha rezagado, quedando marginado del sector exportador y sin un mercado interno al cual dirigirse. Se trata de centenares de miles de empresarios medianos y pequeños que no han comprendido el cambio que ha experimentado el mundo y que siguen esperando que el gobierno les eche la mano. Una suerte similar caracteriza a productores pequeños, talleres de confección, talleres mecánicos y demás, que no se han modernizado ni tienen la menor idea de qué es lo que tendrían que hacer para acoplarse a un mundo cambiante como el que nos ha tocado vivir.

La solución no reside en cerrar los ojos al cambio que experimenta el mundo, ni en retornar a esquemas de desarrollo que hace años se abandonaron por inefectivos. Es fácil, como decía Miguel de Cervantes, pretender que todos los tiempos de antes fueron mejores; la realidad es que las reformas económicas de los ochenta y noventa se iniciaron y avanzaron porque lo que había no estaba funcionando, porque nos orillaba a un desastre económico y social. La idea que con frecuencia se defiende de que lo que se necesita es una nueva política industrial, más gasto público y, en general, mucho de lo que el probable candidato vencedor para la presidencia brasileña, promete en caso de ganar, es mera retórica. Lo que el país requiere es crear las condiciones para que nuestras exportaciones recuperen su dinamismo y eleven su valor agregado, en tanto que se genera un poderoso mercado interno por medio de nuevas inversiones productivas. El pasado, que nunca fue tan bello, ya no existe. Lo imperativo es construir el futuro.

Las soluciones a la problemática económica y productiva que enfrentamos no son difíciles de conceptualizar, ni demasiado complejas de instrumentar. El problema radica en la incapacidad de los políticos para ponerse de acuerdo en temas esenciales para darle solución a estos problemas y en su indisposición a pensar en función del futuro del país y del desarrollo de la población.

Tanto por el lado de las exportaciones como del mercado interno, la problemática central que nos aqueja se caracteriza por el extraordinariamente poco valor que se agrega en la economía mexicana. Es decir, una buena parte de los procesos productivos que se realizan en el país consiste en ensambles simples, que no entrañan más valor que la fuerza física del trabajador que los realiza. Por supuesto que no hay nada de malo en ese trabajo, pero el sueldo que percibe esa persona, usualmente no más que el salario mínimo, si acaso, refleja el valor que agregó. La única manera de elevar el nivel de vida de la población es generando más valor y haciéndolo de una manera eficiente. Es decir, aportando no sólo capacidad física, sino capacidad mental al proceso, de una manera muy productiva. El secreto de lo que tenemos que hacer reside en más valor agregado y una mayor productividad. No hay mucha ciencia en esto.

El país tiene que invertir en todo aquello que genera más valor agregado y una mayor productividad. Esto implica tres cosas: a) modernizar al sector productivo nacional; b) invertir en infraestructura, educación y salud; y c) crear condiciones que hagan propicio un crecimiento acelerado de la inversión productiva. Ninguno de estos elementos es particularmente novedoso. El problema es que ni el gobierno ni el poder legislativo se está dedicando, en cuerpo y alma como deberían, a hacer posibles estas tres condiciones. La modernización del sector productivo nacional depende no de protección, y subsidios, sino de la disponibilidad de información, crédito y un sentido de dirección. La mejor manera de lograr lo anterior es estimulando el desarrollo de nuevas cadenas productivas dentro del país, sobre todo en torno a las grandes empresas. Es decir, el gobierno podría crear mecanismos de estímulo para que las grandes empresas industriales del país se conviertan en las promotoras de la modernización productiva. Dados los enormes obstáculos que persisten (desde la falta de crédito productivo hasta la indisposición por parte de muchos empresarios pequeños de subirse al carro), sólo el gobierno tiene la capacidad de convocatoria para que todo el sector productivo se modernice. Un buen plan podría incluso crear estímulos adecuados para aprovechar el proyecto para desincentivar la producción informal de bienes. Es decir, urge un proyecto de desarrollo industrial, que no es lo mismo que una colección de apoyos y subsidios sin sentido (excepto el de enriquecer a unos cuantos favoritos), como los que caracterizaron la política gubernamental en la materia en los años cincuenta y sesenta.

Por lo que toca a la inversión en infraestructura, educación y salud, tanto el gobierno como el congreso tienen la última palabra. Al país le urge inversión en electricidad y una revolución educativa. Ambos chocan con la ideología paternalista y los intereses corruptos de algunos priístas y sus líderes sindicales. Cualquiera que analice los montos de inversión que se requieren en materia energética sabe bien que sólo con inversión privada éstos pueden ser satisfechos de una manera eficiente y oportuna. Lo mismo ocurre con la educación: millones de mexicanos son pobres porque la educación los empobrece más. Hasta que no cambiemos la ecuación y pongamos al mexicano en el centro de todo programa de desarrollo, la producción seguirá siendo de poco valor agregado y los ingresos igual de bajos y miserables. Dada la realidad china, a menos que invirtamos seriamente inversión en dinero, pero también inversión política- en educación, infraestructura y salud, los mexicanos vamos a vivir una era de empobrecimiento acelerado. No hay alternativa: tenemos que cambiar.

El país requiere de inversión productiva y en infraestructura. Está en manos del gobierno formular las propuestas correspondientes y del poder legislativo hacerlas realidad. Uno o el otro puede ofuscarse, esconderse, pretender que el otro es responsable o envolverse en la bandera de sus intereses e ideologías. Pero eso no va a resolver el problema que el país enfrenta y el empobrecimiento que le espera de no actuarse bien y pronto. Lo fácil es rehuir la responsabilidad, que ya parece deporte nacional. Lo responsable sería comenzar a actuar en estos frentes; las diferencias, todas ellas legítimas, dejémoslas para los deportes.

 

Al Qaeda, Irak y Estados Unidos

Luis Rubio

El Medio Oriente siempre ha sido un mundo de espejos y sombras donde nada es lo que aparenta. Lo aparente, sobre todo si uno sigue la prensa, es que los países árabes, comenzando por Egipto y Jordania, están luchando con todo fervor por la constitución de un estado palestino, que la principal motivación norteamericana respecto a Irak son sus armamentos no convencionales y que la creación de un nuevo país, llamado Palestina, resolvería los problemas pendientes de la región. La realidad resulta ser tan compleja que todos los actores regionales son expertos consumados en el juego del humo y los espejos. En este contexto, no debería ser sorprendente que todo, incluyendo el rejuego norteamericano respecto a Irak, sea un intento por manipular las expectativas a través de movimientos tanto políticos y militares como psicológicos.

Tres temas coexisten y se retroalimentan en la política levantina. Por un lado se encuentra el conflicto árabe-israelí y las convulsiones que el asunto suscita en el mundo árabe en general; en segundo lugar está Irak, la megalomanía de su jefe de gobierno, la zona petrolera más grande e importante del mundo y el equilibrio geopolítico entre Irán e Irak; finalmente, el tercer tema, es el del grupo terrorista Al Qaeda, que irrumpió violentamente en el mundo occidental con sus ataques contra Nueva York hace un año. Los tres temas tienen características y dinámicas propias, que inexorablemente se comunican e influencian de manera sistemática.

El común denominador de estas tres problemáticas, además de la región en que se concentran, es el desempate entre las aspiraciones de la población y las realidades tangibles a las que ésta se enfrenta. La mayoría de las naciones de la región está dominada por gobiernos autoritarios que no tienen empacho alguno en emplear la retórica de la democracia para mantener sometida a su población. Esta circunstancia fue sostenible por décadas, si no es que siglos, por la falta de comunicación y la nula disponibilidad de fuentes independientes de información. En los últimos años, sin embargo, esas carencias han sido suplidas por distintos medios, comenzando por la Internet, pero sobre todo, en el mundo árabe, por la aparición de una cadena noticiosa llamada Al Jazzeira, que se dedica a transmitir información sin censura en toda el área. La disponibilidad de fuentes independientes de información ha transformado a la región y ha creado fenómenos políticos nuevos desde manifestaciones y movilizaciones frecuentes, hasta actitudes radicales y antisistémicas-, la mayoría de ellos generadores de grandes preocupaciones para los gobiernos establecidos. Muchas de las reacciones públicas de los gobiernos de la región ante los estímulos externos tienen más que ver con esas preocupaciones, que con ideas novedosas de solución a los conflictos que aquejan a la región.

Pocos temas son tan candentes en el mundo árabe como el palestino, pero no necesariamente por las razones que se argumentan. Independientemente de las injusticias que han sufrido los palestinos a lo largo del tiempo, su causa ha cobrado una enorme dimensión política en toda la región por la visibilidad que ha adquirido gracias a la televisión. La diseminación de la información ha traído, a su vez, consecuencias mucho más severas de lo que podría parecer a primera vista. Para empezar, el hecho mismo de la violencia sirvió de escudo propagandístico a Bin Laden y Al Qaeda luego de los ataques terroristas de hace un año. Sin embargo, nadie que haya observado el fenómeno palestino puede dejar de apreciar la enorme paradoja que representa esa manipulación propagandística: a final de cuentas, aunque los palestinos son musulmanes, el movimiento palestino, al menos en su inicio, fue esencialmente secular, como lo es la mayor parte de esa población. Sin duda, Hamas y otros movimientos tienen un carácter religioso y muchos de los terroristas suicidas eran hijos putativos de esos movimientos, pero eso no implica que la religión haya sido el componente central del movimiento palestino. El Islam es una religión en que no existe separación entre la iglesia y el Estado; sin embargo, el caso de Turquía muestra que esa separación es posible y el movimiento palestino ha sido un buen ejemplo de esa separación en la praxis política. Bin Laden, como tantos otros, utiliza a los palestinos para sus fines propios.

De esta manera, no deja de ser irónico que uno de los movimientos más fundamentalistas, más retrógrados en términos de derechos humanos y civiles y más reaccionarios del mundo moderno, como el encabezado por Bin Laden, haya buscado legitimarse a través de los palestinos. A final de cuentas, el objetivo principal de Al Qaeda consiste en apoderarse de alguno de los países árabes ricos y políticamente importantes (como Egipto o Arabia Saudita) para poder instalar una república islámica, con todas las restricciones que eso entraña en términos de derechos humanos, de la igualdad de género y demás. No es casualidad que el régimen Talibán en Afganistán haya hecho propicio el desarrollo y crecimiento de Bin Laden y su organización.

De lo que no hay duda es del razonamiento estratégico de los líderes de Al Qaeda al explotar la causa palestina para sus propios fines. Para comenzar, la visibilidad de la violencia árabe-israelí se prestaba como causa idónea para ser enarbolada por un movimiento terrorista (sobre todo después del hecho). Con una causa como esa, con la que se podían identificar millones de árabes en los lugares más recónditos, Al Qaeda lograba no sólo legitimidad retrospectiva para sus actos terroristas, sino, a la vez, deslegitimar a su oposición, comenzando por los propios gobiernos árabes, además de Estados Unidos. El hecho tangible es que los atentados terroristas fueron populares en muchas naciones árabes y que esa popularidad no fue apreciada por los gobiernos de esas mismas naciones.

Es evidente que las manifestaciones de apoyo a Bin Laden o a los palestinos no contribuyen a la estabilidad política de naciones que tienen mucho de que estar preocupadas. La violencia emanada del conflicto palestino ha sido observada por millones de televidentes, todos ellos capaces de comenzar a asociar violencia con gobiernos autoritarios y terrorismo con legitimidad. Es decir, el otro lado de la violencia causada por los terroristas de Bin Laden o por los choques entre palestinos e israelíes es el impacto político de las movilizaciones humanas que están teniendo lugar en el resto del mundo árabe. La creciente concientización y madurez política de la población, todo ello producto de estos movimientos, es un anatema absoluto para el orden establecido en todos los países árabes, independientemente de la naturaleza específica de sus respectivos gobiernos. Para un movimiento como Al Qaeda, cuyo objetivo es precisamente el desestabilizar a los países árabes clave, nada es tan útil como el que sus poblaciones estén alborotadas.

Todo esto ha llevado a la mayoría de los gobiernos árabes a concluir que la existencia de un estado palestino no haría sino agudizar la percepción interna de crisis y la falta de legitimidad de los gobiernos y, por lo tanto, constituir una fuente de inestabilidad política todavía mayor. De esta manera, más allá de la retórica, lo último que quisieran ver naciones como Egipto y Jordania, e incluso Arabia Saudita, es el nacimiento de otra fuente de conflicto en sus fronteras. Aunque la retórica diga una cosa, la realidad política de varios de los regímenes árabes es una de desolación, circunstancia que les lleva a proponer planes de paz, convocar a las partes a entenderse y, sobre todo, a tratar de mantenerse adelante de la ola política en sus propias sociedades.

Desde esta óptica, Irak juega un papel fundamental en la correlación de fuerzas entre el Medio Oriente y Occidente, particularmente Estados Unidos. Irak se ha ganado un gran prestigio en las calles de las naciones árabes precisamente porque ha resistido de manera exitosa a Estados Unidos. En una región en la que en los últimos siglos los fracasos han sido más frecuentes que los triunfos, no es de sorprender que un luchador, sobreviviente frente al poderío de una gran potencia, se haya ganado el respeto de muchos de sus vecinos, aunque seguramente pocos gozarían de vivir bajo su yugo. El prestigio psicológico de que goza Sadam Hussein entre los árabes es inmenso. Ahí yace la importancia estratégica de Irak para Estados Unidos.

Por estas razones, desde la perspectiva de Washington, fuerzas como Al Qaeda e Irak constituyen desafíos que van al corazón de los valores occidentales de libertad y democracia que Estados Unidos representa. El hecho de que una nación, y su cabeza de gobierno, gocen de prestigio precisamente por desafiar a Washington representa un enorme reto para desarticular las redes de Al Qaeda y, en general, para el prestigio de Estados Unidos en la región. De esta manera, aún después del éxito estadounidense contra Al Qaeda en Afganistán, los persistentes choques entre israelíes y palestinos y la sobrevivencia de Hussein en Bagdad han enraizado una psicología anti norteamericana que impide acabar con Al Qaeda.

Así, en esta lógica, el desmembramiento del régimen de Sadam Hussein es percibido en Estados Unidos como un medio para romper con el círculo vicioso en que se encuentra la relación entre las naciones occidentales y las árabes. De ser correcta esta apreciación, más que pretender asestar un golpe inmediato y definitivo contra Sadam Hussein, el propósito de la andanada norteamericana sería el de debilitar la esencia, el alma psicológica que ha prestigiado a movimientos como Al Qaeda y contribuido a sostener a regímenes como el de Hussein en Bagdad. Si bien el tema palestino y el petrolero son obviamente importantes desde cualquier perspectiva estratégica, la dinámica del proceso de decisiones tanto en Estados Unidos como en muchas de las capitales árabes poco tiene que ver con estas consideraciones y todo que ver con la estabilidad política de sus regímenes y la fortaleza relativa de personajes como Saddam Hussein. En definitiva, en esta región, nada es como parece.

 

Liberalización o corporativismo

Luis Rubio

El desenlace de la confrontación entre el gobierno y el sindicato de Petróleos Mexicanos abre una extraordinaria oportunidad para el gobierno y el país: la de comenzar a ver hacia adelante y construir una nueva estructura institucional. La pregunta es si el gobierno aprovechará esa oportunidad y construirá sobre el ejemplo de unidad que su gobierno mostró la semana pasada, o retornará a la descoordinación y ausencia de dirección que ha caracterizado a la administración desde su inauguración.

La pregunta no es ociosa. El actuar gubernamental a lo largo de los primeros veinte meses no arroja nada promisorio. Para muestra basta un botón: las acciones gubernamentales en las semanas previas a la explosión del conflicto petrolero mostraron a un gobierno deseoso de hacer valer su autoridad, capaz de articular una estrategia política y exitoso al menos en avanzar más de lo que retrocedió en el camino. Pero esas mismas acciones también reflejaron problemas fundamentales, como la falta de un sentido de dirección, de unidad de propósito y capacidad de coordinación interna, excepto cuando el riesgo resultó extremo. Antes de que el agua le llegara al cuello, el gobierno se movió en una gran diversidad de direcciones al mismo tiempo, como si cada una de ellas fuese la única y principal. Aunque salió avante en el tema más delicado y conflictivo de lo que va de la administración, en su manera de actuar mostró la inexistencia de un diseño de país, de una visión clara de la estructura económica o política a la que quiere acercarse en el curso de estos años. Mientras más tarde en decidirse, peor será para el país. La oportunidad de dar un viraje es ahora.

A lo largo de las últimas semanas se pudo observar a un gobierno que igual convoca a la articulación de una mayoría capaz de aprobar sus iniciativas de ley en el congreso, que un gobierno dispuesto a hacer valer la ley, y su autoridad, en uno de los temas principales de campaña, la corrupción; un gobierno que convoca a la oposición a sumarse a un proyecto común y que luego lanza una andanada en su contra; un gobierno que invita a su contraparte estadounidense a avanzar en el tema migratorio, pero al que se provoca al atacar, sin beneficio evidente, a uno de los símbolos de su tradicional política exterior en la región; un gobierno que habla de mercados, pero que introduce obstáculos al desarrollo de una economía competitiva; un gobierno que habla de estabilidad económica, pero que concede todas y cada una de las peticiones de transferencias hacia los estados, sin generar mecanismos de rendición de cuentas o responsabilidad. Ninguna de estas acciones es mala o errada por sí misma; el problema es la ausencia de plan, las flagrantes contradicciones en su manera de actuar y la ausencia de coordinación entre lo que hace la mano derecha y la izquierda.

En todo este acontecer fueron evidentes dos tensiones en el actuar gubernamental. Por un lado, la indefinición del gobierno respecto al viejo corporativismo y la necesidad de avanzar hacia una nueva estructura económica, pujante y competitiva. El gobierno ha mostrado, una y otra vez, que no puede decidirse sobre el camino que debe seguir la economía del país y ha mostrado que, a pesar de su retórica, no reconoce que la democracia, de la que con toda razón se siente orgulloso, sólo puede prosperar en el entorno de una economía abierta y competitiva. Por otro lado, en materia política, el gobierno vive apagando fuegos. Su habilidad al respecto ha probado ser espectacular, superior en muchos casos a la de los regímenes priístas, lo que resulta notable porque la complejidad del momento actual es infinitamente superior a la del pasado, cuando el PRI servía de muro de contención. Las viejas y deterioradas estructuras e instituciones que antes servían a la estabilidad ahora resultan ser una de las principales fuentes de conflicto. Sin embargo, aunque la habilidad del gobierno ha sido enorme en ciertas coyunturas, también es evidente la total ausencia de un plan de acción, de un modelo de desarrollo político al que el país debiera encaminarse: ¿se pretende acentuar el corporativismo o liberalizar el “mercado” político? Por encima de todo, las distintas fuerzas dentro del propio gobierno empujan en direcciones opuestas y contradictorias en temas que son de esencia y que trascienden las legítimas diferencias de enfoque que cada secretario naturalmente tiene.

El punto de fondo es que el gobierno no parece tener una visión de lo que desearía que fuera el México del mañana y esa ausencia da cabida para que cada uno de sus componentes exacerbe las tensiones que ya de por sí existen en el país. El tema de la corrupción lo ejemplifica todo: por un lado se encuentran quienes ven el mundo blanco y negro y están decididos a erradicar la corrupción, cueste lo que cueste; por otro se encuentran los idealistas, incapaces de reconocer la realpolitik. El hecho es que el gobierno ha sido incapaz de decidir si va a perseguir la corrupción, a voltear la cara o a pretender que está haciendo lo que es políticamente imposible lograr.

La ausencia de una visión común esconde un hecho fehaciente: la existencia de planes y concepciones acabados y desarrollados, aunque casi siempre incompatibles, cuando no contradictorios entre sí. No hay una visión común o una línea claramente definida. El Pemexgate reunió a todos y cada uno de estos fragmentos en un todo caótico. Al reunir visiones negociadoras con agendas privadas, dogmatismos y visiones idealistas, el asunto de la corrupción entre Pemex y el PRI evidenció las tensiones que han estado ahí a lo largo de lo que va de la actual administración, pero que no habían puesto en entredicho nada fundamental como la estabilidad económica o política. El gobierno se unió y actuó de manera coordinada sólo porque la percepción de riesgo era monumental. Ahora el gobierno tiene la llave de la caja de Pandora: su disyuntiva es aprovechar el momentum que creó su victoria sobre el sindicato para seguir adelante y comenzar a cambiar la estructura política y económica del país o retornar a su anterior dispersión.

El país se encuentra en la mitad de un largo proceso de transición y cambio que iniciaron los gobiernos priístas anteriores, pero que fueron incapaces de concluir, pues eso habría entrañado el desmantelamiento y destrucción de todos los intereses corporativistas que históricamente habían sostenido al gobierno en su lugar. El Pemexgate ha hecho evidentes las contradicciones que entrañan los remanentes del sistema corporativista para el funcionamiento de una economía abierta y competitiva. Es decir, la persistencia de sectores protegidos –explícita o implícitamente- se ha convertido en un obstáculo infranqueable para el desarrollo de la economía del país, en un factor que impide elevar los niveles de competitividad y que, por lo tanto, tarde o temprano va a afectar de manera grave los niveles de crecimiento, empleo y creación de riqueza en el país.

Lo que procede es desmantelar todos los reductos de corporativismo, en lo económico y en lo político, que impiden que el país avance y se desarrolle.  Ese desmantelamiento requeriría poner fin a los arreglos especiales que han creado estancos protegidos en ámbitos sectoriales, sindicales y paraestatales. Esos estancos impiden que la inversión se eleve, que bajen los precios, que se generen nuevos empleos, todo en aras de preservar los privilegios y canonjías que favorecen a un puñado de líderes sindicales, priístas pretenciosos y otros intereses de antaño, a costa del resto de la población. Sin cambios importantes en las regulaciones e instituciones que sostienen a esos intereses, la capacidad de desarrollo de la economía mexicana seguirá truncada.

Lo anterior puede parecer muy teórico y, por lo tanto, muy distante de la realidad cotidiana. Sin embargo, nos afecta de una manera directa todos los días. Hoy pagamos precios por azúcar, telefonía, electricidad y gasolina, por citar algunos ejemplos obvios, sensiblemente superiores a los que pagan los consumidores en otros países. Esto le resta competitividad a los empresarios mexicanos y, por lo tanto, impide generar empleos y riqueza. Puesto en otros términos, por cada privilegio o canonjía de un sindicato o sus líderes, el resto de los mexicanos pierde cientos de oportunidades de emplearse o generar oportunidades de trabajo. La clave está en la competitividad, no necesariamente en la privatización.

Una vez que se comenzaran a desmantelar los arreglos que hacen posible el corporativismo y que muchos priístas parecen dispuestos a defender hasta la muerte, el gobierno se convertiría en un activo promotor de la competencia interna y de la competitividad de la economía en su conjunto. La transformación de la economía mexicana no es posible sin una contraparte igual en el ámbito político. Como mostró el asunto del Pemexgate, uno y otro son indistinguibles.

Hasta ahora, sin embargo, el gobierno actual, gobierno que no es heredero de todos los cochupos priístas del pasado, se ha distinguido por seguir el mismo enfoque que sus predecesores: modificar algunos ámbitos del corporativismo en lo económico (como sus iniciativas en materia laboral, energética y fiscal), pero sin tocar a los intereses políticos que depredan del statu quo. Lo peculiar y paradójico es que, de seguir por este camino, el gobierno habrá sido un digno sucesor de los últimos gobiernos priístas y nada más. El desenlace del conflicto petrolero invita a cambiar esta manera de actuar.

La disyuntiva es corporativismo o liberalización. El caso del azúcar y del absurdamente llamado “blindaje agrícola” muestra a un gobierno decidido a no menear las aguas, indispuesto a desmantelar el sistema al que tanto criticó. En lugar de abrir y transformar, esta recorporativizando o, como dice un agudo observador de estos asuntos, está “remantelando” al viejo sistema corporativista. Si el gobierno quiere lograr algo distinto a lo hecho por el PRI –la mediocridad permanente al servicio de unos cuantos individuos e intereses privilegiados- tendrá que definir a dónde quiere ir: liberalizar y mirar hacia adelante o recorporativizar y caminar hacia atrás.

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