Luis Rubio
El país enfrenta riesgos y desafíos crecientes para los que no se está preparando. El mundo a nuestro derredor se está transformando, pero nosotros seguimos ensimismados en un proceso que no puede sino acabar siendo catastrófico para la mayoría de la población. Los productores chinos sacan del mercado a un número cada vez mayor de mexicanos, a la vez que son más efectivos para atraer la inversión que tanto nos hace falta aquí. La economía del país requiere decisiones y acciones y las requiere pronto. El que los partidos y los políticos tengan profundas diferencias entre sí es algo ciertamente legítimo, pero mientras resuelven los temas de las relaciones del poder, tienen que reconocer el enorme y creciente costo de su inacción.
La economía del país está estancada y el entorno internacional no es favorable. No se requiere ser un genio para observar el enorme desorden que caracteriza al mundo, en todos los ámbitos, y apreciar la complejidad del tiempo que nos ha tocado vivir: el estancamiento en algunas de las principales economías europeas y la deflación en Japón, el terrorismo islámico y la revuelta electoral en Brasil, la enorme competitividad de la economía china y la estrategia geopolítica de Rusia. El mundo cambia a un paso tal que los marcos de referencia que hace algunos años parecían inamovibles, hoy son alterados de manera cotidiana. Lo único que es certero es el cambio mismo, pero también el que todo mundo se ve afectado por ese cambiar permanente. Nadie vive, ni se puede mantener, aislado.
Este es el contexto en el que los mexicanos tenemos que desenvolvernos y prosperar. Cada uno de los habitantes del país tiene que encontrar su camino, pero el marco regulatorio y legislativo lo establece el gobierno (ejecutivo y legislativo) y éste abre o cancela oportunidades. De ahí la enorme responsabilidad que gobierno y legisladores tienen frente a sí. El país requiere cambios fundamentales, definiciones estratégicas y acciones concretas. En ausencia de ellos, la economía se va a mantener estancada y, en el mejor de los casos, evitará caer en una recesión. Se trata de un riesgo monumental para un país con una población creciente como la nuestra. Lo único que los mexicanos ya no quieren consumir es más retórica y más explicaciones de por qué no se puede.
El país cuenta con dos motores para su crecimiento. Uno es el mercado interno y el otro el de las exportaciones. A lo largo de los últimos diez años, la mayor parte del crecimiento fue producto de la demanda generada por nuestros mercados de exportación, sobre todo, de las otras dos economías norteamericanas. En ausencia de otros estímulos, el mercado interno ha crecido esencialmente como consecuencia de la demanda que las propias exportaciones generan, es decir, por la producción de partes, componentes y servicios de que se nutre la industria de exportación. En este momento, la economía norteamericana experimenta un ritmo menor de crecimiento que el de los últimos años, lo que ha afectado el crecimiento de nuestras exportaciones. Además, la competencia de productos originados en otros países, notablemente de China, ha tenido un fuerte y negativo impacto sobre nuestras exportaciones. Es decir, aunque todavía pujantes (seguimos exportando cientos de billones de dólares), nuestros principales mercados de exportación no prometen ser una fuente de crecimiento tan grande como lo fueron hasta hace poco.
El mercado interno, por su parte, sigue atrofiado por la ausencia de una planta productiva moderna y competitiva, capaz de satisfacer al consumidor nacional. Años de protección respecto a las importaciones, de dependencia del gasto público y de subsidios gubernamentales, generaron una planta productiva mediocre, de baja calidad, altos costos y poca especialización. Luego de años de un cambio profundo en la naturaleza misma de la administración económica del país, gran parte de ese aparato productivo se ha rezagado, quedando marginado del sector exportador y sin un mercado interno al cual dirigirse. Se trata de centenares de miles de empresarios medianos y pequeños que no han comprendido el cambio que ha experimentado el mundo y que siguen esperando que el gobierno les eche la mano. Una suerte similar caracteriza a productores pequeños, talleres de confección, talleres mecánicos y demás, que no se han modernizado ni tienen la menor idea de qué es lo que tendrían que hacer para acoplarse a un mundo cambiante como el que nos ha tocado vivir.
La solución no reside en cerrar los ojos al cambio que experimenta el mundo, ni en retornar a esquemas de desarrollo que hace años se abandonaron por inefectivos. Es fácil, como decía Miguel de Cervantes, pretender que todos los tiempos de antes fueron mejores; la realidad es que las reformas económicas de los ochenta y noventa se iniciaron y avanzaron porque lo que había no estaba funcionando, porque nos orillaba a un desastre económico y social. La idea que con frecuencia se defiende de que lo que se necesita es una nueva política industrial, más gasto público y, en general, mucho de lo que el probable candidato vencedor para la presidencia brasileña, promete en caso de ganar, es mera retórica. Lo que el país requiere es crear las condiciones para que nuestras exportaciones recuperen su dinamismo y eleven su valor agregado, en tanto que se genera un poderoso mercado interno por medio de nuevas inversiones productivas. El pasado, que nunca fue tan bello, ya no existe. Lo imperativo es construir el futuro.
Las soluciones a la problemática económica y productiva que enfrentamos no son difíciles de conceptualizar, ni demasiado complejas de instrumentar. El problema radica en la incapacidad de los políticos para ponerse de acuerdo en temas esenciales para darle solución a estos problemas y en su indisposición a pensar en función del futuro del país y del desarrollo de la población.
Tanto por el lado de las exportaciones como del mercado interno, la problemática central que nos aqueja se caracteriza por el extraordinariamente poco valor que se agrega en la economía mexicana. Es decir, una buena parte de los procesos productivos que se realizan en el país consiste en ensambles simples, que no entrañan más valor que la fuerza física del trabajador que los realiza. Por supuesto que no hay nada de malo en ese trabajo, pero el sueldo que percibe esa persona, usualmente no más que el salario mínimo, si acaso, refleja el valor que agregó. La única manera de elevar el nivel de vida de la población es generando más valor y haciéndolo de una manera eficiente. Es decir, aportando no sólo capacidad física, sino capacidad mental al proceso, de una manera muy productiva. El secreto de lo que tenemos que hacer reside en más valor agregado y una mayor productividad. No hay mucha ciencia en esto.
El país tiene que invertir en todo aquello que genera más valor agregado y una mayor productividad. Esto implica tres cosas: a) modernizar al sector productivo nacional; b) invertir en infraestructura, educación y salud; y c) crear condiciones que hagan propicio un crecimiento acelerado de la inversión productiva. Ninguno de estos elementos es particularmente novedoso. El problema es que ni el gobierno ni el poder legislativo se está dedicando, en cuerpo y alma como deberían, a hacer posibles estas tres condiciones. La modernización del sector productivo nacional depende no de protección, y subsidios, sino de la disponibilidad de información, crédito y un sentido de dirección. La mejor manera de lograr lo anterior es estimulando el desarrollo de nuevas cadenas productivas dentro del país, sobre todo en torno a las grandes empresas. Es decir, el gobierno podría crear mecanismos de estímulo para que las grandes empresas industriales del país se conviertan en las promotoras de la modernización productiva. Dados los enormes obstáculos que persisten (desde la falta de crédito productivo hasta la indisposición por parte de muchos empresarios pequeños de subirse al carro), sólo el gobierno tiene la capacidad de convocatoria para que todo el sector productivo se modernice. Un buen plan podría incluso crear estímulos adecuados para aprovechar el proyecto para desincentivar la producción informal de bienes. Es decir, urge un proyecto de desarrollo industrial, que no es lo mismo que una colección de apoyos y subsidios sin sentido (excepto el de enriquecer a unos cuantos favoritos), como los que caracterizaron la política gubernamental en la materia en los años cincuenta y sesenta.
Por lo que toca a la inversión en infraestructura, educación y salud, tanto el gobierno como el congreso tienen la última palabra. Al país le urge inversión en electricidad y una revolución educativa. Ambos chocan con la ideología paternalista y los intereses corruptos de algunos priístas y sus líderes sindicales. Cualquiera que analice los montos de inversión que se requieren en materia energética sabe bien que sólo con inversión privada éstos pueden ser satisfechos de una manera eficiente y oportuna. Lo mismo ocurre con la educación: millones de mexicanos son pobres porque la educación los empobrece más. Hasta que no cambiemos la ecuación y pongamos al mexicano en el centro de todo programa de desarrollo, la producción seguirá siendo de poco valor agregado y los ingresos igual de bajos y miserables. Dada la realidad china, a menos que invirtamos seriamente inversión en dinero, pero también inversión política- en educación, infraestructura y salud, los mexicanos vamos a vivir una era de empobrecimiento acelerado. No hay alternativa: tenemos que cambiar.
El país requiere de inversión productiva y en infraestructura. Está en manos del gobierno formular las propuestas correspondientes y del poder legislativo hacerlas realidad. Uno o el otro puede ofuscarse, esconderse, pretender que el otro es responsable o envolverse en la bandera de sus intereses e ideologías. Pero eso no va a resolver el problema que el país enfrenta y el empobrecimiento que le espera de no actuarse bien y pronto. Lo fácil es rehuir la responsabilidad, que ya parece deporte nacional. Lo responsable sería comenzar a actuar en estos frentes; las diferencias, todas ellas legítimas, dejémoslas para los deportes.