Luis Rubio
El desenlace de la confrontación entre el gobierno y el sindicato de Petróleos Mexicanos abre una extraordinaria oportunidad para el gobierno y el país: la de comenzar a ver hacia adelante y construir una nueva estructura institucional. La pregunta es si el gobierno aprovechará esa oportunidad y construirá sobre el ejemplo de unidad que su gobierno mostró la semana pasada, o retornará a la descoordinación y ausencia de dirección que ha caracterizado a la administración desde su inauguración.
La pregunta no es ociosa. El actuar gubernamental a lo largo de los primeros veinte meses no arroja nada promisorio. Para muestra basta un botón: las acciones gubernamentales en las semanas previas a la explosión del conflicto petrolero mostraron a un gobierno deseoso de hacer valer su autoridad, capaz de articular una estrategia política y exitoso al menos en avanzar más de lo que retrocedió en el camino. Pero esas mismas acciones también reflejaron problemas fundamentales, como la falta de un sentido de dirección, de unidad de propósito y capacidad de coordinación interna, excepto cuando el riesgo resultó extremo. Antes de que el agua le llegara al cuello, el gobierno se movió en una gran diversidad de direcciones al mismo tiempo, como si cada una de ellas fuese la única y principal. Aunque salió avante en el tema más delicado y conflictivo de lo que va de la administración, en su manera de actuar mostró la inexistencia de un diseño de país, de una visión clara de la estructura económica o política a la que quiere acercarse en el curso de estos años. Mientras más tarde en decidirse, peor será para el país. La oportunidad de dar un viraje es ahora.
A lo largo de las últimas semanas se pudo observar a un gobierno que igual convoca a la articulación de una mayoría capaz de aprobar sus iniciativas de ley en el congreso, que un gobierno dispuesto a hacer valer la ley, y su autoridad, en uno de los temas principales de campaña, la corrupción; un gobierno que convoca a la oposición a sumarse a un proyecto común y que luego lanza una andanada en su contra; un gobierno que invita a su contraparte estadounidense a avanzar en el tema migratorio, pero al que se provoca al atacar, sin beneficio evidente, a uno de los símbolos de su tradicional política exterior en la región; un gobierno que habla de mercados, pero que introduce obstáculos al desarrollo de una economía competitiva; un gobierno que habla de estabilidad económica, pero que concede todas y cada una de las peticiones de transferencias hacia los estados, sin generar mecanismos de rendición de cuentas o responsabilidad. Ninguna de estas acciones es mala o errada por sí misma; el problema es la ausencia de plan, las flagrantes contradicciones en su manera de actuar y la ausencia de coordinación entre lo que hace la mano derecha y la izquierda.
En todo este acontecer fueron evidentes dos tensiones en el actuar gubernamental. Por un lado, la indefinición del gobierno respecto al viejo corporativismo y la necesidad de avanzar hacia una nueva estructura económica, pujante y competitiva. El gobierno ha mostrado, una y otra vez, que no puede decidirse sobre el camino que debe seguir la economía del país y ha mostrado que, a pesar de su retórica, no reconoce que la democracia, de la que con toda razón se siente orgulloso, sólo puede prosperar en el entorno de una economía abierta y competitiva. Por otro lado, en materia política, el gobierno vive apagando fuegos. Su habilidad al respecto ha probado ser espectacular, superior en muchos casos a la de los regímenes priístas, lo que resulta notable porque la complejidad del momento actual es infinitamente superior a la del pasado, cuando el PRI servía de muro de contención. Las viejas y deterioradas estructuras e instituciones que antes servían a la estabilidad ahora resultan ser una de las principales fuentes de conflicto. Sin embargo, aunque la habilidad del gobierno ha sido enorme en ciertas coyunturas, también es evidente la total ausencia de un plan de acción, de un modelo de desarrollo político al que el país debiera encaminarse: ¿se pretende acentuar el corporativismo o liberalizar el “mercado” político? Por encima de todo, las distintas fuerzas dentro del propio gobierno empujan en direcciones opuestas y contradictorias en temas que son de esencia y que trascienden las legítimas diferencias de enfoque que cada secretario naturalmente tiene.
El punto de fondo es que el gobierno no parece tener una visión de lo que desearía que fuera el México del mañana y esa ausencia da cabida para que cada uno de sus componentes exacerbe las tensiones que ya de por sí existen en el país. El tema de la corrupción lo ejemplifica todo: por un lado se encuentran quienes ven el mundo blanco y negro y están decididos a erradicar la corrupción, cueste lo que cueste; por otro se encuentran los idealistas, incapaces de reconocer la realpolitik. El hecho es que el gobierno ha sido incapaz de decidir si va a perseguir la corrupción, a voltear la cara o a pretender que está haciendo lo que es políticamente imposible lograr.
La ausencia de una visión común esconde un hecho fehaciente: la existencia de planes y concepciones acabados y desarrollados, aunque casi siempre incompatibles, cuando no contradictorios entre sí. No hay una visión común o una línea claramente definida. El Pemexgate reunió a todos y cada uno de estos fragmentos en un todo caótico. Al reunir visiones negociadoras con agendas privadas, dogmatismos y visiones idealistas, el asunto de la corrupción entre Pemex y el PRI evidenció las tensiones que han estado ahí a lo largo de lo que va de la actual administración, pero que no habían puesto en entredicho nada fundamental como la estabilidad económica o política. El gobierno se unió y actuó de manera coordinada sólo porque la percepción de riesgo era monumental. Ahora el gobierno tiene la llave de la caja de Pandora: su disyuntiva es aprovechar el momentum que creó su victoria sobre el sindicato para seguir adelante y comenzar a cambiar la estructura política y económica del país o retornar a su anterior dispersión.
El país se encuentra en la mitad de un largo proceso de transición y cambio que iniciaron los gobiernos priístas anteriores, pero que fueron incapaces de concluir, pues eso habría entrañado el desmantelamiento y destrucción de todos los intereses corporativistas que históricamente habían sostenido al gobierno en su lugar. El Pemexgate ha hecho evidentes las contradicciones que entrañan los remanentes del sistema corporativista para el funcionamiento de una economía abierta y competitiva. Es decir, la persistencia de sectores protegidos –explícita o implícitamente- se ha convertido en un obstáculo infranqueable para el desarrollo de la economía del país, en un factor que impide elevar los niveles de competitividad y que, por lo tanto, tarde o temprano va a afectar de manera grave los niveles de crecimiento, empleo y creación de riqueza en el país.
Lo que procede es desmantelar todos los reductos de corporativismo, en lo económico y en lo político, que impiden que el país avance y se desarrolle. Ese desmantelamiento requeriría poner fin a los arreglos especiales que han creado estancos protegidos en ámbitos sectoriales, sindicales y paraestatales. Esos estancos impiden que la inversión se eleve, que bajen los precios, que se generen nuevos empleos, todo en aras de preservar los privilegios y canonjías que favorecen a un puñado de líderes sindicales, priístas pretenciosos y otros intereses de antaño, a costa del resto de la población. Sin cambios importantes en las regulaciones e instituciones que sostienen a esos intereses, la capacidad de desarrollo de la economía mexicana seguirá truncada.
Lo anterior puede parecer muy teórico y, por lo tanto, muy distante de la realidad cotidiana. Sin embargo, nos afecta de una manera directa todos los días. Hoy pagamos precios por azúcar, telefonía, electricidad y gasolina, por citar algunos ejemplos obvios, sensiblemente superiores a los que pagan los consumidores en otros países. Esto le resta competitividad a los empresarios mexicanos y, por lo tanto, impide generar empleos y riqueza. Puesto en otros términos, por cada privilegio o canonjía de un sindicato o sus líderes, el resto de los mexicanos pierde cientos de oportunidades de emplearse o generar oportunidades de trabajo. La clave está en la competitividad, no necesariamente en la privatización.
Una vez que se comenzaran a desmantelar los arreglos que hacen posible el corporativismo y que muchos priístas parecen dispuestos a defender hasta la muerte, el gobierno se convertiría en un activo promotor de la competencia interna y de la competitividad de la economía en su conjunto. La transformación de la economía mexicana no es posible sin una contraparte igual en el ámbito político. Como mostró el asunto del Pemexgate, uno y otro son indistinguibles.
Hasta ahora, sin embargo, el gobierno actual, gobierno que no es heredero de todos los cochupos priístas del pasado, se ha distinguido por seguir el mismo enfoque que sus predecesores: modificar algunos ámbitos del corporativismo en lo económico (como sus iniciativas en materia laboral, energética y fiscal), pero sin tocar a los intereses políticos que depredan del statu quo. Lo peculiar y paradójico es que, de seguir por este camino, el gobierno habrá sido un digno sucesor de los últimos gobiernos priístas y nada más. El desenlace del conflicto petrolero invita a cambiar esta manera de actuar.
La disyuntiva es corporativismo o liberalización. El caso del azúcar y del absurdamente llamado “blindaje agrícola” muestra a un gobierno decidido a no menear las aguas, indispuesto a desmantelar el sistema al que tanto criticó. En lugar de abrir y transformar, esta recorporativizando o, como dice un agudo observador de estos asuntos, está “remantelando” al viejo sistema corporativista. Si el gobierno quiere lograr algo distinto a lo hecho por el PRI –la mediocridad permanente al servicio de unos cuantos individuos e intereses privilegiados- tendrá que definir a dónde quiere ir: liberalizar y mirar hacia adelante o recorporativizar y caminar hacia atrás.