¿Para qué más gasto?

Luis Rubio

Si algo no ha cambiado nada en el país es la noción de que el gasto público, de hecho, un gasto siempre creciente, resuelve cualquier problema. Todo mundo quiere más gasto: lo mismo el empresario más encumbrado, que el presidente de la Suprema Corte de Justicia, los funcionarios de PEMEX y la CFE y, por supuesto, los gobernadores. El gasto público parece ser una fuente inagotable de virtudes y oportunidades. Pero como ciudadanos, lo que debería importarnos es en qué y, sobre todo, cómo se gastan los fondos públicos. Sin una evaluación de la eficacia y eficiencia del gasto, lo único que estamos haciendo es preservar los feudos, negocios e intereses del viejo sistema político.

Gastar es y ha sido siempre el deporte favorito de los políticos. Lo importante no es el destino ni el rendimiento del gasto, sino el que los políticos se vean bien frente al electorado o ciertos grupos de interés. La rentabilidad del gasto siempre se ha evaluado desde esa perspectiva: cómo beneficia al que gasta. En la historia política del país poco ha importado si el gasto mejora la calidad de vida de la población, eleva los índices de escolaridad, mejora y amplía la infraestructura o fortalece la capacidad de crecimiento de la economía en su conjunto. Lo que importa es que el político saque el mayor provecho posible de recursos que no son suyos. Esto explica, entre otros, por qué los gobernadores prefieren gastar fondos federales (de los que no rinden cuenta alguna) que cobrar impuestos en sus localidades, pues eso acarrearía compromisos en que prefieren no incurrir.

El fenómeno no es nuevo ni excepcional. En todo el mundo, los políticos hacen exactamente lo mismo: demandan más fondos y hacen todo lo posible por sacarles el mayor provecho personal. El problema para nosotros es que ese gasto se ejerce sin la menor transparencia, sin una evaluación de su rentabilidad y sin correspondencia con las necesidades más apremiantes de la población. Bienvenida sea la popularidad que se gana un político cuando una comunidad se beneficia de la construcción de un puente que éste promovió o cuando el presidente adquiere renombre por haber logrado tasas elevadísimas de crecimiento económico, luego de haber invertido los recursos públicos de una manera exitosa. Nada de malo hay en la popularidad que un gobernante gana a través de una buena gestión.

Lo que es intolerable para una sociedad es que el gasto público se expropie para servir las prioridades personales del político, sin que la sociedad se beneficie como resultado y, mucho peor, que no exista transparencia alguna en el uso de los recursos. Un anuncio que Pemex ha difundido en los medios es sugerente: en aras de procurar más recursos (y su añorada “autonomía financiera”, whatever that means), la paraestatal anuncia que obtuvo una enorme cantidad de recursos por concepto de la explotación y venta del petróleo y que el gobierno le retuvo, en calidad de impuestos diversos, una cantidad superior a la de sus gastos. El mensaje del anuncio no deja lugar a dudas: los impuestos deberían disminuir para que la empresa se quedara con un remanente. Es decir, para usar un ejemplo numérico, la empresa dice que produjo un total de 100 pesos de recursos, que el fisco le retuvo 50 pero que ellos gastaron 70. Su reclamo es que, al menos, le reduzcan la retención en 20 pesos para que puedan cubrir su gasto con sus propios recursos.

La pregunta que el anuncio omite, por obvias razones, es por qué tendríamos los ciudadanos que aceptar ese gasto de 70 pesos, sin que medie supervisión y transparencia alguna en su ejercicio. El tema no es trivial y es muy revelador de lo que ocurre con los recursos públicos en todo el país. La mayoría de las secretarías del gobierno federal, así como de los gobiernos estatales, gasta más en administración que en los programas que dice estar administrando. La SEP, una de las más grandes demandantes de recursos, gasta una barbaridad en su administración antes de que un profesor vea su primera quincena o que un grupo de expertos comience a elaborar nuevos planes de estudios o desarrolle mejores técnicas educativas. A nadie parece importarle el impacto del uso de esos recursos.

En algunos casos, el problema es más que evidente porque existen referentes internacionales sobre el tema. Volviendo al ejemplo de Pemex, aunque los ciudadanos no tenemos manera de saber en qué se gasta la empresa los 70 pesos aludidos, no hay duda que ese monto supera con creces, el que caracteriza a empresas homólogas en otros países. Nadie puede disputar el que Pemex requiera más recursos para explotar nuevos mantos petroleros, así como dar mantenimiento a los que existen en la actualidad. Sin embargo, lo que los ciudadanos no podemos aceptar es que los recursos se le transfieran a la paraestatal sin mayor trámite, como ésta demanda. La buscada autonomía financiera tiene un gran atractivo, pero siempre y cuando existan mecanismos de supervisión y control tan severos como apropiados para desmantelar la red de corrupción en que navega esa empresa. Incrementar los recursos sin esos mecanismos, sería equivalente a ceder ante un chantaje más. Cuando se refiere al pago de impuestos, la SHCP modificó un dicho popular: en lugar de “borrón y cuenta nueva”, ellos demandan “cuenta nueva y borrón”. Exactamente lo mismo debería exigirse a todas las entidades públicas del país.

Pero el recurso al chantaje como medio para procurar más recursos públicos no es exclusivo a las empresas paraestatales de mayor dimensión. Los gobernadores, otro pozo inagotable, se dan el lujo de argumentar que a ellos les tiene sin cuidado el que la recaudación federal haya disminuido; ellos exigen la totalidad de los recursos originalmente acordados. El caso de los ejecutivos estatales es todavía más triste por lo patético de su argumentación: todo mundo sabe que las participaciones a los estados son un porcentaje del gasto federal. Por lo tanto, si el gasto federal aumenta, las participaciones se elevan proporcionalmente. Pero lo opuesto también es cierto: si el presupuesto federal total disminuye, las participaciones no pueden más que bajar. Así es la aritmética.

Otro intenso demandante de recursos públicos es el poder judicial. El argumento que utilizan es, sin duda, encomiable: si queremos un poder judicial efectivo tenemos que pagar por él. Pero la pregunta es en qué se gastan esos recursos, máxime cuando el poder judicial no está sujeto a las reglas de transparencia que resultaron de la recién aprobada Ley de Acceso a la Información. El poder judicial quiere más recursos pero se rehúsa a que se audite o supervisen sus cuentas y a que la ciudadanía, que es, a final de cuentas, la que paga los platos rotos, tenga derecho siquiera a preguntar. Recuerda mucho a los antiguos fueros eclesiásticos.

Quizá nadie argumente el punto a favor del gasto con mayor vehemencia que los partidos políticos y el IFE, institución por la que atraviesa una cantidad tan grande de recursos que los presupuestos de muchos estados se quedan chiquitos. Ante el atrevimiento de un reportero que preguntó sobre el uso de esos recursos, una consejera del Instituto Electoral del Distrito Federal se dio el lujo de afirmar que “no hay nada más barato que una dictadura”. Una afirmación tan lapidaria y definitiva como esa sirve de escudo para justificar cualquier nivel de gasto, independientemente del uso que se le dé, de los beneficios que reporte a la ciudadanía o de las alternativas que pudiesen ser consideradas. Además, a nadie escapan dos hechos fundamentales: uno es que se trata de los dineros de los partidos, razón por la cual ninguno de ellos en el congreso tiene ni el menor incentivo para disputar o auditar ese gasto. Los partidos son juez y parte en el asunto, así que mejor elevar el presupuesto asignado.

El otro asunto, que no es menor, son los sueldos que devengan los funcionarios de un número creciente de entidades autónomas. La idea de contar con entidades autónomas, “ciudadanizadas” como se les ha dado en llamar, es noble y absolutamente lógica. A su vez parece justo que estas personas reciban un pago decoroso por sus servicios. Sin embargo, si cada una de esas entidades se acaba caracterizando por una estructura en la que sus miembros ganan salarios similares a los secretarios de Estado, en un ratito la democracia mexicana va a acabar costando más que sus beneficios.

El punto de todo esto es que la eficiencia del gasto es mucho más importante que el gasto mismo. El buen uso de un recurso, así sea pequeño, puede ser mucho más rentable que el uso de montos elevadísimos pero mal empleados. Si uno observa el monto total del gasto gubernamental durante la época más exitosa de la economía mexicana, los cincuenta y sesenta, éste representaba un monto menor, en porcentaje del PIB, al que hoy existe. La razón por la cual ese gasto era mucho más rentable, midiendo rentabilidad en términos de la tasa de crecimiento del Producto, era que el gobierno sólo dedicaba recursos a proyectos rentables. En un año se decidía construir una determinada carretera en el sureste del país o electrificar el estado de Sinaloa. El aparato gubernamental en su conjunto creaba condiciones para que esa infraestructura atrajera la inversión privada y fuera generadora de riqueza y empleos. No es casualidad que los administradores de la economía de esa época sigan disfrutando de un reconocimiento que muy pocos de sus sucesores lograrían después.

Si bien resulta obvio que las condiciones han cambiado en los últimos cuarenta años, lo que sigue tan vigente como entonces es el hecho de que el gasto gubernamental sirve cuando se le emplea para generar efectos multiplicadores en la economía, ya sea a nivel regional o nacional. El gasto es un instrumento para el desarrollo. Cuando se le emplea como tal, sus beneficios alcanzan no sólo a la población que los requiere, sino al político que los ejerce. En todos los demás casos, el gasto acaba siendo un mero botín para el beneficio personal del funcionario, cuando no una fuente inagotable de corrupción. La pregunta es cuándo comenzará la ciudadanía a exigirles cuentas.

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