Luis Rubio
El mundo ideal para cualquier consumidor del planeta es uno abierto al comercio, sin trabas, sin impuestos, con amplia disponibilidad de bienes y servicios y pleno acceso a la información. El mundo real, sin embargo, es muy diferente. En éste, empresas, sectores industriales, sindicatos y grupos interesados diversos pelean por acotar la competencia y mantener controles a los flujos de bienes y servicios (y, con frecuencia, también a los de ideas e información). Muchos políticos y burócratas, que siempre creen saber lo que le conviene a la ciudadanía, con frecuencia buscan limitar o controlar los flujos comerciales a fin de ganar influencia, poder y, no menos frecuentemente, oportunidades de corrupción. Los procesos de liberalización comercial emprendidos en el mundo a lo largo de los últimos cincuenta años se han debatido precisamente entre estos dos mundos: el ideal del consumidor y el real de los intereses políticos. La liberalización al amparo del GATT y, más recientemente, de la OMC permitió multiplicar el volumen de bienes y servicios intercambiados en el mundo de una manera espectacular, pero no logró acabar con los impedimentos que persisten en el camino. En cierta forma, los tratados de libre comercio que han proliferado en los últimos años han resultado ser vehículos muy atractivos para lograr una mayor liberalización del comercio entre países, pero de una manera controlada y administrada. La pregunta para México es qué sigue.
Los tratados de libre comercio, sean éstos bilaterales o regionales, entrañan negociaciones muy específicas entre naciones que aspiran a liberalizar su intercambio comercial y de servicios de una manera selectiva y gradual. Un TLC es precisamente eso: un instrumento que permite abrir o cerrar de manera selectiva la llave del comercio. Dos países interesados se reúnen, analizan sus respectivas estructuras económicas, determinan la capacidad de competencia de sus plantas productivas y, a partir de ello, se dedican a negociar tiempos de desgravación arancelaria, salvaguardas específicas y demás.
Una negociación bilateral en materia comercial suele ser mucho más profunda y específica que las negociaciones multilaterales. Cuando muchas naciones negocian la reducción de barreras al comercio, como ocurre dentro de la OMC, los acuerdos son de aplicación general y todas las naciones se deben apegar a lo acordado. Esto beneficia a los consumidores pues abre la puerta a las importaciones de diversa procedencia y, por lo tanto, a la oportunidad de elección entre una multiplicidad de bienes y servicios. Algunas naciones han aprovechado los foros multilaterales para eliminar barreras al comercio y así obligar a sus plantas productivas a competir y modernizarse, lo que ha derivado en un incremento de la productividad y del ingreso. Quizá lo anterior resulte contraintuitivo a primera vista, pero no es casualidad que las naciones ricas sean también, las que se caracterizan por la mayor apertura de sus economías.
La estrategia mexicana de liberalización ha seguido tres etapas. Primero, a mediados de los ochenta, México se sumó al GATT y con ello dio inicio a una primera ronda de reducción de barreras arancelarias y eliminación de las no arancelarias. Poco tiempo después, el gobierno mexicano optó por acelerar su proceso de integración comercial con el resto del mundo en aras de atraer mayores flujos de inversión extranjera. Su propósito era apresurar el ritmo de crecimiento de la economía a través de un rápido incremento de la inversión. De hecho, el impulso para negociar un acuerdo comercial con Estados Unidos provino del reconocimiento de que el comercio y la inversión privada se encuentran inexorablemente vinculados: a la liberalización del comercio siempre le sigue un incremento en la inversión. Luego de una década de que se iniciaran las negociaciones del TLC, la evidencia al respecto es abrumadora: México pasó de recibir flujos anuales máximos de alrededor de cuatro mil millones de dólares a más de doce mil.
Aunque poco apreciado, el éxito del TLC ha sido espectacular. El intercambio comercial en la región se ha multiplicado, los ingresos de las empresas y trabajadores asociados a ese comercio se han elevado de manera sistemática y el potencial de generación de empleos y riqueza ha avanzado de manera extraordinaria. Ciertamente, no todos los sectores de las tres economías ni todas las regiones de cada país se han beneficiado de igual manera, pero no cabe la menor duda de que el extraordinario crecimiento de la economía norteamericana a lo largo de los noventa se tradujo en grandes beneficios para los sectores modernos de las economías tanto de Canadá como de México.
Ese éxito llevó a México a intentar apalancar su acceso privilegiado al mercado estadounidense por medio de negociaciones de liberalización comercial con otros países: con Chile y Colombia, Venezuela e Israel, Europa y Centroamérica. Con ese mismo espíritu, se están contemplando negociaciones similares con naciones de otro tamaño comercial (y, sin duda, también político) como Japón y Singapur. En este sentido, la tercera etapa de liberalización comercial ha seguido una estrategia muy clara que, a manera de ilustración, sigue la lógica de la rueda de una bicicleta, en la que hay un centro y muchos rayos. Lo importante en esa lógica es siempre estar en el centro. Cuando dos naciones deciden liberalizar su comercio, ambas salen beneficiadas del proceso. Sin embargo, cuando una de esas naciones decide negociar con una tercera, el riesgo para quien se queda afuera es muy elevado: dejar el centro para pasar a la periferia. De esta forma, México ha optado por negociar acuerdos directos, bilaterales o regionales, con un gran número de naciones, convirtiéndose en un importante centro de interacción comercial. Además, ha procurado evitar quedar fuera de las negociaciones que sus socios de la región norteamericana han emprendido: de hecho, México tiene acuerdos de libre comercio con todas las naciones con las que Estados Unidos ha negociado acuerdos similares, excepto con Jordania.
En este momento, México se encuentra en el umbral de la siguiente etapa de liberalización, quizá la más compleja y arriesgada. Aunque es posible seguir negociando pactos bilaterales, y sin duda el gobierno mexicano va a perseverar en ese camino, el hecho de que Estados Unidos decida emprender una estrategia similar va a implicar un cambio radical. Hace poco, el gobierno estadounidense concedió a las naciones caribeñas paridad con el TLC; ahora debate la posibilidad de negociar pactos similares con Chile, Uruguay y Centroamérica y, dentro de la estrategia hemisférica, acelerar el paso hacia la consolidación de un acuerdo comercial continental. Cada uno de estos pasos entraña retos significativos para México, el mayor de los cuales sin duda consiste en que todo el plan de liberalización controlada, cuyo punto neurálgico reside en el acceso privilegiado al mercado norteamericano, acabe debilitándose antes de que la planta productiva nacional se haya modernizado y transformado de una manera definitiva. El interés natural de México, aunque inconfeso, reside en preservar ese acceso privilegiado tanto como sea posible. De hecho, para el 2003, el 94% de las exportaciones mexicanas entrarán a Estados Unidos sin restricciones ni aranceles.
En la medida en que Estados Unidos decida emprender nuevas iniciativas de liberalización, el gobierno mexicano tendrá que buscar medios para adecuarse a las nuevas circunstancias. Por varios años, la situación política en materia comercial dentro de Estados Unidos, en la que el TLC siempre fue objeto de severas controversias, hizo imposible cualquier negociación bilateral o multilateral. Por diversas razones tanto políticas como estratégicas, ninguno de los tres países integrantes del TLC norteamericano parece deseoso de ampliar ese acuerdo por medio de la inclusión de otras naciones. Una acción de esa naturaleza implicaría riesgos que ninguno de los tres países está dispuesto a correr. En consecuencia, de concretarse acuerdos entre Estados Unidos y otras naciones, México tendría que decidir si se justifica un cambio de estrategia. Desde luego, las preocupaciones del gobierno mexicano serían muy distintas si la negociación se lleva a cabo con naciones relativamente pequeñas como Chile o, incluso, Argentina, que con naciones con economías mucho más semejantes (y, por lo tanto, competidoras potenciales) como las de China o Brasil. A la fecha, Brasil ha estado renuente a liberalizar de una manera tan ambiciosa como lo requiere un esquema como el de TLC y el gobierno mexicano ha apoyado fervientemente la postura de aquel país. Esto le ha permitido a México argumentar a favor de la liberalización comercial sin poner en entredicho sus ventajas estratégicas.
Sin embargo, las cosas podrían cambiar de manera radical en los próximos meses. Estados Unidos se encuentra replanteando todos sus paradigmas luego de los ataques terroristas del once de septiembre del año pasado y no cabe la menor duda de que el tema comercial será uno de los que sufrirán modificaciones en su visión y orientación. Por vía de mientras, Estados Unidos y México han avanzado sensiblemente en la homologación de sus políticas en materia de aduanas, migración y seguridad. Si bien ésta no fue una estrategia planeada de antemano, las nuevas circunstancias y la prioridad que Estados Unidos da a los temas de seguridad abren una oportunidad para que México preserve el acceso comercial privilegiado. El gobierno mexicano ha tomado esa oportunidad con gran seriedad. En este sentido, es evidente que existen nuevas posibilidades de negociación aunque, a ciencia cierta, en este momento nadie sabe qué decisiones vaya a emprender el gobierno norteamericano en materia comercial. Pero lo que parece certero es que México tendrá que decidir si opta por la profundización de la relación entre las tres naciones norteamericanas o seguir ampliando su red de relaciones de libre comercio al margen de Estados Unidos y Canadá. Esa decisión es mucho más compleja de lo aparente.