Fortalecer a los estados

Luis Rubio

Mas allá de la militancia reciente de algunos gobernadores, la apertura política que el país ha venido experimentando en los últimos años ha estado acompañada de un fenómeno pernicioso y potencialmente peligroso: el del derroche fiscal en los estados y municipios. Luego de que por décadas la federación ejerciera un férreo control sobre los asuntos fiscales, control que era con frecuencia denigrante y animado por criterios partidistas y de lealtad personal, hemos pasado a un esquema de despilfarro que no sólo no fortalece el federalismo, sino que pone en riesgo la estabilidad fiscal del país. Ahora que los legisladores están por revisar el presupuesto de la federación, existe la oportunidad de transformar la estructura de las finanzas públicas para el bien del país.

Por décadas, el gasto público se manejó de una manera arbitraria y autoritaria. El ejecutivo federal decidía las prioridades de gasto, el poder legislativo las sancionaba y legitimaba y los mexicanos apechugábamos. En ocasiones, como ocurrió en las décadas de los cincuenta y sesenta, los criterios de asignación del gasto resultaron propicios para el crecimiento económico con estabilidad. En otras, ocurrió exactamente lo contrario: en los setenta, por ejemplo, el gasto público se utilizó como un arma ideológica, lo que eventualmente se tradujo en la sucesión de crisis económicas que comenzó en 1976 y concluyó, esperemos, en 1995. El punto medular es que el uso arbitrario del gasto público gastar más de lo que se tiene y de manera caprichosa- lleva a la inestabilidad económica, a la vez que obstaculiza el crecimiento.

Pero la arbitrariedad no se limitaba a la definición de las prioridades del presupuesto. Por muchos años, el gasto público sirvió como mecanismo para premiar o disciplinar a los gobernadores de los estados, quienes tenían que sujetarse no sólo a las demandas presidenciales de lealtad política, sino también a las reglas establecidas por la Secretaría de Hacienda y a los humores y preferencias personales de funcionarios de quinta. Hace no muchos años era frecuente encontrar a gobernadores y funcionarios electos, haciendo antesala en las oficinas de algún director general de la Secretaría de Programación y Presupuesto, confiando que el responsable de las asignaciones presupuestales vería con favor las peticiones del gobernador. Los gobernadores -que ahí esperaban horas para ser recibidos por funcionarios menores en la escala burocrática, pero obviamente superiores en el organigrama político- parecían niños de primaria esperando a que el director de la escuela los castigara por haberse portado mal. El espectáculo era, además de denigrante, ilustrativo de los vicios de un sistema político que privilegiaba la disciplina partidista y personal sobre el desarrollo del país.

La revuelta contra el control centralizado del presupuesto que hemos observado en estos años, y con alevosía en la última semana, es perfectamente explicable. Tan pronto tuvieron la primera oportunidad de rebelarse, los gobernadores y muchos ex gobernadores o ex funcionarios estatales que hoy son diputados o senadores, actuaron con saña. Las transferencias directas de la federación a los estados y municipios, que hoy representan casi el 70% de presupuesto federal, son resultado de una reacción, de una venganza contra la arrogancia de la burocracia federal. No es casualidad que sean tan populares. El propio presidente Fox, en su calidad de ex gobernador, fue de los primeros en aplaudir la muerte de la subordinación de los gobernadores al la burocracia federal en todo lo relacionado con esta materia. Pero ahora que vemos las consecuencias del nuevo esquema, se impone la necesidad de evaluar su racionalidad.

El punto de partida es, tiene que ser, el rechazo al viejo esquema de subordinación. Sin embargo, esa premisa no puede emplearse para justificar transferencias millonarias sin que medien mecanismos de rendición de cuentas como contraparte. El hecho palpable es que la calidad del gasto estatal se ha deteriorado, toda vez que, en la mayoría de los casos, los dineros ya no se emplean para proyectos con una elevada rentabilidad social y/o económica, sino para los que le resultan atractivos al gobernador o, en su caso, al presidente municipal. El crecimiento en el número de vehículos y camionetas de lujo que han adquirido los gobiernos estatales y municipales es el mejor testimonio de la nueva realidad. Si bien antes los funcionarios federales con frecuencia injuriaban a los gobernadores al exigirles no siempre de buena forma- proyectos concretos de inversión con una elevada rentabilidad social (desarrollo de infraestructura versus camionetas Suburban para la esposa del gobernador), ahora no existe condicionalidad alguna para la mayor parte de los recursos que se transfieren. En la actualidad, los fondos federales, los que hemos aportado todos los mexicanos a través de nuestros impuestos, acaban en manos de gobernadores que no sienten ni la menor responsabilidad ante nadie: los recursos son suyos para hacer lo que les venga en gana.

Es evidente que no todos los ejecutivos estatales y locales son caprichosos y que muchos hacen el mejor uso posible de los recursos. También es evidente que muchos de ellos, con frecuencia, no cuentan con las capacidades para evaluar la rentabilidad de los proyectos de inversión y acaban decidiendo en función de su mejor juicio. El problema es que los mexicanos acabamos dependiendo de la buena voluntad y del buen criterio de estas personas para el uso óptimo de los recursos fiscales. Ninguna sociedad democrática puede tolerar semejante arbitrariedad.

Ahora que los legisladores tienen frente a sí el presupuesto federal para el próximo año, tienen la oportunidad de modificar la estructura de asignación de los recursos públicos. Es evidente que el problema no reside en transferir recursos públicos a estados y municipios o en etiquetar una determinada porción de ellos, sino en la manera en que esto se hace y en la ausencia de mecanismos que obliguen a la rendición de cuentas. Los legisladores tienen la oportunidad de crear un nuevo sistema de asignación. Hay tres criterios que podrían guiar su proceso de decisión en esta materia: primero, tiene que haber rendición de cuentas sobre esos recursos; segundo, es imperativo fortalecer las finanzas públicas (tanto las estatales y municipales como las federales); y, tercero, debe privilegiarse (y premiarse) el empleo de los recursos públicos en los proyectos de mayor rentabilidad social y económica.

El criterio central en la asignación de los recursos fiscales tiene que ser el de la responsabilidad. La forma de acabar con la arbitrariedad y arrogancia de los funcionarios federales de antaño no puede ser, como ahora sucede, con arrogancia y arbitrariedad de los gobiernos estatales o municipales. Lo imperativo es crear mecanismos de rendición de cuentas que hagan responsables a los gobernadores directamente frente a sus ciudadanos. En la actualidad, como los recursos vinieron del cielo, el gobernador no tiene porqué darle explicaciones a nadie de su uso. En cierta forma, desde la perspectiva de un ciudadano residente en un estado, los recursos son una adición bienvenida a lo que había, así se mal usen o desaparezca parte de ellos: de lo perdido lo que aparezca. Este procedimiento es intolerable porque se presta a la corrupción pero, sobre todo, porque no permite asegurar que los recursos sirvan a su propósito esencial: contribuir al desarrollo del país, de la región, estado o municipio.

La única manera de avanzar hacia un uso responsable de los recursos federales es desarrollando fuentes de recaudación a nivel local. En la actualidad es mucho más fácil para un gobernador conseguir recursos del gobierno federal que cobrar impuestos en su propio estado. Aun en los casos en que el gobernador tenga que someterse a la arrogancia de los funcionarios federales, ese procedimiento es infinitamente más sencillo y barato que el de recaudar impuestos en su propio terruño. Por esta razón, lo primero que los legisladores tienen que lograr es hacer atractivo el cobro de impuestos a nivel estatal y local. Esto lo pueden lograr de una manera muy sencilla: convirtiendo las transferencias federales en zanahorias. Es decir, en lugar de transferir los recursos sin más, la federación se compromete a entregar, por ejemplo, un peso federal por cada peso que el estado logre recaudar. Más aún, este principio se podría desarrollar de tal manera que la federación premiara la recaudación adicional: a cada peso de recaudación local, le correspondería uno federal hasta llegar a equis número de pesos. Después de ese umbral, se entregaría el doble por cada peso recaudado en el estado o municipio.

Un esquema como el anterior permitiría matar varios pájaros con un solo tiro: desarrollar una base fiscal mucho más amplia, sólida y sostenible que la que actualmente existe, sobre todo a nivel municipal y estatal (que, además, tendría el beneficio de ser independiente del gobierno federal); crear un mecanismo de rendición de cuentas, pues la persona que paga su impuesto predial va a estar en mejor disposición y capacidad de exigirle resultados a su presidente municipal y gobernador; y crear mecanismos de apoyo por parte de la federación (o de entidades como los bancos de desarrollo e, incluso, el Banco Mundial) para asegurar la rentabilidad de los proyectos de inversión. Los gobiernos estatales, ya con dineros propios, podrían recurrir a entidades debidamente pertrechadas con técnicos competentes para ayudarles a realizar las mejores inversiones en sus respectivos estados.

El país ha cambiado de manera notable y, sin embargo, la ciudadanía no vive mejor ni tiene mejores medios para influir sobre sus gobernantes directos. Los legisladores podrían utilizar el presupuesto federal para desarrollar incentivos idóneos, capaces de desatar la mayor revolución política que el país jamás haya experimentado. Los gobernadores se han presentado como la nueva fuerza política que son. Bienvenidos, pero con una clara rendición de cuentas.