Luis Rubio
La pregunta para el PRI es si persiste en retornar a un pasado inasible o comienza a construir una nueva plataforma que pueda hacerle recobrar el poder en el futuro mediato. En concepto al menos, se trata quizá de la disquisición estratégica más importante que tiene el PRI frente a sí. El presupuesto va a ser un buen momento para evaluar si el partido sigue teniendo vocación para gobernar o si es solamente el recuerdo de la vida política fácil lo que motiva su incesante oposición a avanzar la agenda pública.
Los priístas viven un mundo fantasioso que se caracteriza por dos dinámicas que se retroalimentan de manera continua y sistemática. Por un lado, desprecian al gobierno, se burlan de la ineptitud de muchos funcionarios y se consideran los únicos capaces de gobernar. Por el otro, viven en un mundo distinto al del resto de los mexicanos, ensalzando un pasado que, como dijera Miguel de Cervantes, no fue tan bueno como ellos lo recuerdan. Sus actitudes y tácticas de confrontación y obstaculización les han ganado un lugar en el proceso político nacional posterior a su derrota electoral del 2000, pero no necesariamente el que ellos estiman o añoran. Ciertamente, la mayoría de los mexicanos reconoce su experiencia y habilidad para gobernar; pero igual de evidente es el hecho de que una mayoría absoluta de esos mismos mexicanos optaron por sacarlos de Los Pinos en la última contienda electoral. Desde esta perspectiva, más les valdría ser un tanto escépticos de sus premisas y un tanto menos seguros de que el pasado los absolverá.
El tema central de confrontación en la actualidad es el económico. Tanto en materia presupuestal como de reformas fundamentales, los priístas se han mostrado reacios a encabezar un movimiento de reforma económica. Más bien, se han dedicado a lo contrario: han encabezado la defensa de intereses y privilegios indefendibles, como los que representa quizá el sindicato más corrupto del país, si no es que del mundo, y se han dedicado a obstaculizar todas las reformas que ha propuesto el ejecutivo, sobre todo en materia eléctrica, incluyendo aquéllas que no alteran en lo fundamental los arreglos políticos existentes y que son mucho menos ambiciosas que las propuestas por gobiernos priístas anteriores. La pregunta es si ésta es una estrategia inteligente, conducente a mejorar la imagen del partido y, por tanto, su capacidad de triunfo electoral.
Es posible que la respuesta a esa interrogante sea que el PRI no tiene una estrategia, es decir, que sus fracturas internas sean tan agudas que le es imposible desarrollarla. De ser así, eso mismo debería hacerles ver lo precario de su situación. Aunque el PRI ha adoptado posturas muy fuertes en diversos temas, esa aparente fortaleza es una muestra patente de debilidad, pues el partido, muy al estilo del PRD, ha desarrollado una fuerte unidad en oposición al gobierno y sus iniciativas más que a favor de una plataforma distinta a la que éste propone. El tema eléctrico es sugerente: más que proponer una alternativa, los priístas, sobre todo en el Senado, se han dedicado a negar la existencia del problema. Como si eso pudiese resolverlo.
El presupuesto que se discute en este periodo de sesiones constituye una oportunidad excepcional para que el PRI comience a probar su arsenal en anticipación a los comicios del próximo año. A la fecha, los priístas parecen creer que los avatares de la administración Fox garantizarán su triunfo electoral. Si uno observa el devenir de los procesos electorales a nivel estatal, los priístas, que al inicio del sexenio amenazaban al gobierno federal cada vez que se disputaba un estado, han ganado un buen número de ellos. Esto les ha llevado a concluir que la avalancha que pareció iniciarse con el triunfo panista del 2000, comenzó a desinflarse con el curso del tiempo. A partir de esas observaciones, ellos anticipan un arrollador triunfo a mediados del año que entra.
El problema de esa manera de pensar es que no tiene lógica alguna, independientemente de que pudieran ganar en el 2003. Las elecciones estatales siguen una dinámica propia, en buena medida independiente. Un buen gobernante local crea condiciones favorables para el triunfo de su partido en el mismo nivel de gobierno: existe una propensión natural para el elector de votar en favor de un partido que ha llevado bien la administración municipal o estatal. Exactamente lo mismo se puede decir de un mal gobierno. Cuando el elector tiene que decidir por quién votar, naturalmente evalúa al gobernador o presidente municipal que tiene frente a sí: cuando esa administración ha sido muy mala, el elector no tiene mucha dificultad en escoger a alguien diferente, así acabe siendo igual de malo. Nadie con un mínimo de sensatez puede negar que el PRI se ha beneficiado más de las pésimas administraciones que ha reemplazado, que de la riqueza de su mensaje o del contenido de su planteamiento.
El hecho es que el PRI se encuentra ante un dilema fundamental. Para poder recobrar el poder tiene que ofrecer algo más que un pasado poco encomiable y que no es atractivo para la mayoría de la población, sobre todo cuando los propios priístas rechazan las pocas cosas buenas que sus gobiernos realizaron. Por otro lado, sin embargo, los priístas no tienen capacidad de articular un mensaje positivo, una estrategia alternativa y a la vez responsable de desarrollo del país. Sin algo que ofrecer, su oferta acaba reduciéndose a una crítica poco creíble a la capacidad de administración del gobierno actual.
En el fondo, el dilema del PRI que, en cierta forma, es también el del país, es que no se ha definido en torno al presidencialismo. Esa gran institución del sistema político del siglo XX mexicano es fuente de amores y odios dentro de ese partido. Los priístas quieren un absurdo imposible: pretenden retornar al pasado que añoran pero sin la estructura presidencialista de entonces, y recuperar el orden y capacidad de gobierno que se asociaba al presidencialismo mismo, pero prescindiendo de los mecanismos que lo hacían posible. Con el fin de ese sistema, el país entró en una etapa de confusión y ausencia de acuerdos básicos y, peor, de capacidad de articular mayorías capaces de gobernar. Si una función tenía el gran factor integrador de la política mexicana, el presidente, era precisamente la de conciliar a los diferentes intereses dentro del sistema político y, eventualmente, ejercer un liderazgo al respecto en el conjunto de la sociedad. La ausencia de esa capacidad integradora es quizá el signo de los nuevos tiempos; la ironía es que el PRI sea su principal detractor.
Esto coloca al PRI en el centro del huracán de los temas económicos del momento. Todas las discrepancias de la sociedad mexicana han acabado por manifestarse en la discusión del presupuesto federal. Si bien la disputa por los dineros es uno de los temas centrales de cualquier proceso democrático, las controversias que surgen alrededor del presupuesto federal en la actualidad son reveladoras de esa ausencia de acuerdos o de la capacidad para alcanzarlos. Los desacuerdos no sólo se manifiestan en el hecho de cómo distribuir los dineros, sino en los conceptos mismos. Un intento por parte de la UNAM de avanzar hacia un esquema presupuestal más eficiente no pudo trascender el nivel de las generalidades: en lugar de especificar los modos y montos del gasto, se limita a redacciones sugerentes como sería deseable que se incrementara el gasto social en educación e infraestructura a un 4% del PIB. Frases como esa son otra manifestación del problema político que vive el país. Ante la falta de ideas y acuerdos, lo fácil es acabar en deseos y utopías que, hasta por definición, son irrealizables.
La pregunta es qué puede hacer el PRI al respecto. Si los priístas pudieran ofrecer una solución al nuevo problema del presidencialismo, el de la ausencia de marcos de referencia y medios para la solución de controversias, una de cuyas vertientes más obvias es el presupuesto, sus momios electorales podrían mejorar. El tema resulta crucial para el partido no sólo en este momento de discusión presupuestal, sino también para su futuro. Aunque los priístas se ufanan de su pasado, es evidente que enfrentan un proceso cuesta arriba no sólo para su trabajo cotidiano (ya bastante complejo) sino para la nominación de su candidato a la presidencia en el 2006. En ausencia del gran elector, la gran interrogante es ¿cómo se van a dirimir sus conflictos?, ¿quién va a ser un intermediario creíble y honesto?.
El problema del PRI hacia adelante es tan complejo que es poco probable que se pueda resolver en el corto plazo, y mucho menos si los propios priístas siguen pretendiendo que éste se va a resolver solo. Sin embargo, el presupuesto bien podría ser uno de esos primeros pasos que permitirían ir sedimentando una capacidad (y disposición) visible de enfrentar y resolver los problemas del país. En la medida en que los priístas logren acuerdos elementales entre ellos mismos en materia presupuestal y que fuesen, a una misma vez, fiscalmente responsables (a diferencia de lo que han venido haciendo), el partido evidenciaría una capacidad fundacional que, aunque muy comentada entre ellos mismos, no ha sido evidente en momento alguno al resto de la población. A la fecha, en materia presupuestal, el PRI se ha distinguido menos por su seriedad y capacidad de iniciativa que por su propensión a convertirse en un grupo de presión que vela por los intereses de sus socios (los gobernadores), en lugar de pensar en el futuro del país.
La manera en que la SCHP elaboró la propuesta de presupuesto en esta ocasión, en la que se presentan de manera explícita, los costos y gastos absurdos de una enormidad de programas inútiles, dispendiosos y contraproducentes en el gobierno federal en general, le abre al PRI la enorme oportunidad de convertirse en el gran partido reformador del futuro. Aunque podría parecer irónico, el PRI tiene hoy la posibilidad de presentarse como una oposición responsable e inteligente, capaz de ofrecer soluciones. Justo lo que requiere todo partido que trasciende el ánimo de aniquilar al gobierno en turno, para convertirse en una fuerza política deseosa y capaz de convencer al electorado una vez más.