¿Importa cómo votar?

Luis Rubio

A diferencia del dos de julio del año 2000, el día de hoy la ciudadanía carga un peso mucho más liviano sobre su espalda. Aunque el mensaje que los votantes le enviarán a los políticos será crucial, su trascendencia va a ser relativamente menor. El Senado continuará con su composición actual hasta el fin del sexenio, lo que implica que el PRI tiene, además de poder de veto, una virtual mayoría en esa cámara gracias a su vínculo con el PVEM, razón por la cual el único escenario que sería dramáticamente distinto al vivido en estos últimos tres años sería aquél en el que el PRI logra una mayoría absoluta. Las encuestas sugieren que ese escenario es altamente improbable, por lo que la verdadera importancia del voto de hoy reside en la percepción que la población guarda sobre el presidente Fox y el PRI. En última instancia, la justa electoral del día de hoy mostrará si la población ha avanzado en su desarrollo ciudadano (deseado por el presidente Fox), o si se ha asustado frente a los avatares de la democracia y la inexperiencia (como argumenta el PRI).

Si la composición del poder legislativo no sufrirá cambios significativos cabe preguntarse cuál es la relevancia de las elecciones que tienen lugar el día de hoy. Esta pregunta se hace todavía más significativa a la luz del hecho de que el Senado permanecerá con su composición actual, pues esa cámara se renueva cada seis años. Aunque las encuestas han venido demostrando de manera sistemática que es improbable que algún partido logre una mayoría absoluta en la próxima legislatura, las encuestas son, a final de cuentas, una fotografía del momento en que se levantan. El día de la verdad no es el día de la encuesta, sino el día de las elecciones. Nada hay que impida que algunos votantes alteren sus preferencias en el último momento.

Pero regresando a la pregunta de por qué son relevantes las elecciones de hoy, la respuesta reside en dos circunstancias muy específicas. Primera, existe una posibilidad, pequeña de acuerdo a las encuestas, pero posibilidad al fin, de que alguno de los dos partidos grandes, el PAN o el PRI, llegara a disparar la llamada “cláusula de gobernabilidad”, que es un mecanismo interconstruido en el Código de Procedimientos Electorales para garantizar la mayoría absoluta a una fuerza política si rebasara el 42% de la votación y, además, tuviera una ventaja superior al 5% respecto a su primer contendiente. Si se considera que la mayoría de las encuestas arroja una diferencia menor a 5% entre las dos principales fuerzas electorales y un rango de votación que no rebasa el 40%, la probabilidad de que alguna de las dos llegara a disparar la famosa cláusula  es bastante pequeña. Para que el PRI o el PAN pudieran tener una mayoría absoluta en la próxima cámara, muchos votantes tendrían que alterar sus preferencias de voto de manera muy substancial en los últimos días.

La otra circunstancia que hace relevante estas elecciones es que será la primera oportunidad del electorado para manifestarse en torno a la presidencia de Vicente Fox. La elección del candidato de un partido distinto al PRI en el 2000 cimbró a la política mexicana. Nada había preparado al país para una presidencia que no se hubiera originado en el PRI, lo que explica en buena medida las desavenencias y complejidades características de la política mexicana en este periodo. Con la derrota del PRI en las urnas, se vino abajo el sistema presidencialista y con éste la capacidad de los presidentes mexicanos para imponer sus preferencias. Vicente Fox llegó a la primera magistratura sin experiencia relevante para el puesto y sin los instrumentos de imposición y control de sus predecesores. Ambos factores –la ausencia de instrumentos y la inexperiencia- han marcado el devenir de esta administración. Ahora los votantes se manifestarán al respecto.

Vicente Fox asumió el cargo con la promesa de un cambio. Aunque nunca, incluso después de su toma de posesión, fue preciso sobre qué tipo de cambio proponía o los alcances que tendría, es evidente que hay dos factores centrales involucrados en esa promesa de cambio. Uno se refiere al modo de conducir los asuntos públicos y el otro tiene que ver con la economía.

La primera gran expectativa de la población que votó por Fox (y de muchos que se sumaron a su elección después de cerradas las urnas) fue el combate a la corrupción. Buena parte de quienes votaron por Fox, sobre todo ese enorme grupo de individuos que votaron por él sin ser miembros o incluso simpatizantes del  PAN, lo hicieron convencidos de que el país requería un rompimiento con el pasado; y la mayoría de ellos asociaba el pasado con abuso y corrupción. No es casual que, a pesar de la extraordinaria popularidad que sigue comandando el presidente Fox, haya un gran escepticismo en la sociedad mexicana respecto a la conducción de los asuntos públicos. Escándalos como el de Amigos de Fox y los supuestos negocios ilícitos de los hijos de la pareja presidencial, han  acentuado ese escepticismo y, quizá, han alienado a muchos de quienes antes fueron sus electores.

La situación económica no ha sido precisamente benigna para este gobierno. La presente administración no sólo ha adolecido de una estrategia para avanzar su agenda, sino que ha logrado reactivar todos los intereses creados que, mal que bien, habían sido medianamente controlados o socavados en los años pasados. En lugar de impulsar una agenda de reformas, el gobierno se ha limitado a demandar cambios sin negociarlos. En vez de encontrar reductos de negociación e intercambio con un renuente y, a menudo, hostil poder legislativo, el gobierno se ha enquistado y renunciado a transformar su propia estructura administrativa, a pesar de que muchos de los cambios ofrecidos por el presidente dependen del propio poder ejecutivo, más que del legislativo. De reformarse secretarías como la de Comunicaciones, Economía, Trabajo y Educación, el país estaría encontrando las reformas microeconómicas que todo mundo demanda, pero que aparentemente nadie tiene la sagacidad y determinación de materializar. En cambio, innumerables empresarios, sindicatos y grupos que representan los intereses particulares más mezquinos han logrado protección, subsidios y beneficios que perjudican al resto de la sociedad. Parece más sencillo culpar al legislativo de lo que no se hizo, que avanzar con seriedad la agenda de reformas al interior de sector público que hasta los priístas más comprometidos con una estrategia de transformación económica habían evitado.

La gran pregunta para la justa electoral del día de hoy es cómo evaluará la ciudadanía el desempeño gubernamental. A todas luces es evidente que el presidente no ha logrado avanzar su agenda por falta de habilidad y  por el bloqueo al que se ha visto sometido a causa del legislativo. Las encuestas sugieren que la población no culpa al presidente de la parálisis y que, de hecho, prefiere el statu quo actual que posibles cambios que pudiesen venir acompañados de momentos de inestabilidad económica. El problema es que la estabilidad económica no es suficiente para un país con las características demográficas del nuestro. Contra lo que argumentan muchos economistas y empresarios prominentes, el problema de la economía mexicana no reside en la falta de gasto público (aunque éste ciertamente podría ser infinitamente más productivo), sino en la ausencia de motores internos de crecimiento; de esta manera, frente a la falta de dinamismo del sector exportador, la única alternativa reside en reformas internas, tanto aquellas que dependen del poder ejecutivo, como de las que entrañan cambios importantes en nuestra tradición política y en la propia constitución, como la eléctrica, petroquímica y petrolera.

A la fecha, el PRI ha ganado muchas de las elecciones estatales y locales. Sus principales estrategas estiman que ello ofrece una prueba contundente de que el PRI se recupera en detrimento del PAN, lo cual alienta su ánimo de triunfo para la justa que se verifica el día de hoy. Los estudiosos y analistas de temas electorales y políticos, la mayoría sin intereses de por medio, sugieren una hipótesis alternativa: las elecciones locales son sobre personas y temas, en tanto que las federales son sobre partidos. Ambos supuestos estarán en la palestra el día de hoy.

Esta noche tendremos alguna certeza sobre las preferencias electorales de la población, así como  de la apreciación que tienen los votantes sobre la persona del presidente, su desempeño y, en particular, la disposición que pudieran mostrar para conducir al PRI nuevamente a la presidencia en algunos años. De esta manera, aunque intrascendentes por su resultado inmediato, las implicaciones de esta justa electoral son enormes.

Para el votante común y corriente, las opciones son muy claras. Si vota por el PRI, expresaría una preferencia por la experiencia de décadas en el gobierno, con toda la corrupción que le ha acompañado; optar por el PAN significaría refrendar la esperanza de cambio por encima de la experiencia de los últimos tres años; finalmente, la elección por el PRD supondría el apoyo a una fuerza política que no ha gobernado al país al más alto nivel. Por último, si los partidos chicos alcanzan curules en el Congreso por vía de la representación proporcional, el elector estaría manifestándose por la diversidad. De lo que no hay duda es que el voto hace diferencia y va a afectar la dinámica política del país por años. Por eso, más allá de un voto por tal o cual partido grande o chico, lo más importante es el hecho de votar.

Independientemente de que se haya logrado una sensible mejoría en la calidad de vida u oportunidades de desarrollo para la población, la alternancia en el poder ejecutivo le trajo a los mexicanos un beneficio inigualable: hizo imposible el abuso sistemático y casi ilimitado del viejo presidencialismo. Pero sin reformas, ese logro acaba siendo estéril. La pregunta para el día de hoy es si con el voto depositado hoy, cada ciudadano está haciendo más o menos probable la consolidación de ese excepcional logro.

www.cidac.org

El futuro de la democracia mexicana

Luis Rubio

El debate sobre el futuro de la democracia mexicana es tan fructífero hoy como lo fue hace años, aunque los matices han cambiado. En el pasado, los monólogos, característicos de la política mexicana, mostraban una polarización total: unos argumentaban que la democracia resolvería los problemas del país, en tanto que otros señalaban nuestra imposibilidad estructural para funcionar en un sistema político sustentado en la responsabilidad individual. Independientemente de los intereses, variantes y asegunes que las múltiples posturas reflejaban, la democracia no llegó a México a partir del consenso sino, más bien, a través de la presión de muchas organizaciones sociales, la opinión pública y algunos partidos políticos. La democracia mexicana se ha limitado a lo electoral precisamente porque ese fue el máximo grado de acuerdo al que se pudo llegar. A casi tres años de haber inaugurado una nueva era de la política mexicana, es necesario repensar la viabilidad de esta forma de gobierno.

Hace más de cinco décadas, Wiston Churchill sentó las bases para un debate de esta naturaleza con una contra-definición: la democracia es la peor forma de gobierno, con excepción de todas las demás. El gran estadista británico había sido el único político inglés que pronosticó con precisión el futuro de Alemania después de la primera guerra mundial y sufrió los agravios de un candidato perdedor en un sistema democrático. Pero su visión era por demás práctica: comprendía que un liderazgo dictatorial podría confrontar la creciente amenaza Nazi, pero también sabía bien que un exitoso esfuerzo bélico dependía de la existencia de un electorado convencido de ese esfuerzo. Y esa convicción no podía ser impuesta, sino tenía que derivar del ejercicio de la libertad de acción y elección que sólo una democracia puede ofrecer. Así, Churchill entendió que la lentitud y complejidad que inevitablemente vienen asociadas con la democracia representaban una virtud y no un costo.

Aún con todos los avatares de la publicidad electoral, la democracia mexicana opera bien en su nivel más elemental, el electoral. Pero como forma de gobierno no ha logrado cumplir su cometido. Esta circunstancia no es excepcional, ni sólo característica de México. La mayor parte de las naciones que avanzan hacia un sistema democrático de gobierno, lo hacen más para superar un sistema dictatorial que por vía de un proceso acordado, discutido y consolidado de transición política. Casos tan atractivos como Chile y España son excepciones; lo típico son casos como el de Indonesia y Rusia, México y Argentina. Lo común entre las naciones que aspiran a la democracia es que accedan a ella sin un mapa para su desarrollo. Una vez vencido el primer obstáculo, los problemas asociados a la democracia comienzan a hacerse evidentes. Esto es, todos los males que Churchill asociaba con la democracia empiezan a manifestarse, sin que en apariencia se vean los beneficios. En el caso de México, el mayor de todos los beneficios que la democracia ya dio a los mexicanos es lo que Karl Popper, uno de los mayores teóricos de la democracia moderna, siempre aplaudió: el hacer imposible la imposición dictatorial o semi-autoritaria, característica de la era priísta. Aunque intangible, el beneficio no es pequeño, sobre todo cuando uno considera no sólo las desavenencias del gobierno actual, sino la frecuente arbitrariedad de los gobiernos anteriores.

El gran problema de la democracia no reside en que existan contrapesos entre los distintos poderes públicos, como ahora afirman pomposamente muchos de nuestros legisladores, sino en la ausencia de esos pesos y contrapesos. Es decir, cuando está ecuación está incompleta, como es el caso de México, la democracia no puede operar o prosperar. Justamente, lo que diferencia la parálisis de muchas de las democracias jóvenes e inmaduras del mundo como Indonesia, Filipinas, Brasil, Rusia y México, de la funcionalidad de democracias maduras es, en buena medida, el sistema de equilibrios, ingrediente crucial de la democracia. Cuando ésta cuenta con un sistema de pesos y contrapesos efectivo, cada uno de los poderes públicos sabe a qué atenerse y todos saben que sólo pueden ser exitosos en la medida en que los demás funcionen. De esta manera, en un sistema caracterizado por pesos y contrapesos efectivos, ningún poder puede aducir que fueron los otros poderes la razón que impidió el avance de su propia agenda, como cotidianamente ocurre en nuestro país en la actualidad. El éxito de cualquier poder en un sistema democrático reside en la negociación esa mala palabra de la política mexicana actual- que garantiza que todas las partes (el gobierno y los representados) hayan logrando un acuerdo con el que todo mundo puede vivir. La democracia triunfa cuando se logra el mejor arreglo posible, no cuando una de las partes derrota a las demás.

Lo obvio en nuestro caso es que no hemos desarrollado un sistema efectivo de pesos y contrapesos. Esto es producto de dos circunstancias. Una tiene que ver con la manera peculiar en que arribamos al dos de julio del 2000: a regañadientes y a contracorriente. Los priístas no querían avanzar y cedieron más por la fuerza del presidencialismo que por convicción, así fuera superficial. La otra se refiere al papel de la oposición: aunque en los noventa todo mundo hablaba de democracia, muy pocos la comprendían o deseaban; la mayoría de quienes discutían, argumentaban o pataleaban, quería reemplazar al PRI en los Pinos, pero no tenían ni le conferían mayor importancia a los derechos civiles y ciudadanos, a la representación política o a los pesos y contrapesos. No es por casualidad que nos encontremos donde estamos.

El desarrollo de un sistema de pesos y contrapesos no es algo automático ni natural. No se trata de un sistema mecánico que se implanta desde arriba, sino de un sistema de organización que sólo puede cuajar si una sociedad debate y discute, analiza y acuerda los componentes que integrarán su sistema político. Los españoles de hoy heredaron una estructura mínima y construyeron un gran andamiaje a partir de acuerdos derivados de ese basamento. En forma similar a los estadounidenses del siglo XVIII, los españoles discutieron los componentes de la democracia, debatieron la manera de crear un sistema político apropiado y plasmaron todo eso en la Constitución que hoy los rige. Nada de lo anterior ha ocurrido en México. De hecho, si de diálogo se tratara y si éste fuera una precondición para el éxito de la democracia mexicana, su futuro estaría por demás en duda en nuestro país. Nuestra propensión al monólogo sistemático, además del recurso a la descalificación y las acciones violentas y no institucionales para avanzar intereses particulares, imposibilita el avance de la democracia. La parálisis que nos caracteriza, aunque especialmente visible en la relación ejecutivo-legislativo, no es privativa de nuestros gobernantes.

Juzgado en retrospectiva, uno de los grandes temas de análisis sobre la democracia mexicana a lo largo de las décadas pasadas fue el de la diversidad. Cómo integrar, se preguntaban algunos, a los indígenas de Chiapas o Oaxaca en un proyecto democrático, dados sus usos y costumbres. Otros se preocupaban por la enorme desigualdad de acceso al sistema político, producto tanto de diferencias económicas, sociales y geográficas como educativas. Ciertamente, las oportunidades con que cuenta un niño urbano nada tienen que ver con las del hijo de un campesino pobre. El mismo símil se puede aplicar, en muchas instancias, al niño que crece al amparo de la educación privada frente a quien sufre los avatares de la educación pública. No hay nada de malo en el concepto de una educación laica y gratuita para todos, pero su pésima calidad constituye un fardo para el desarrollo de una enorme proporción de la población. La tónica de los debates sobre estos temas en el pasado, en especial la de los propios priístas, era considerar al mexicano como incapaz de decidir por sí mismo, razón por la cual era necesario un sistema tutelar que le garantizara el bienestar. Como bien mostraron las elecciones del 2000, la abrumadora mayoría de los electores mexicanos (más del sesenta por ciento si se suman los votos de los partidos distintos al PRI) cuestionó ese sistema fundamentado en la imposición para beneficio de unos cuantos.

Pero el tema de la desigualdad de acceso no se puede ignorar por el solo hecho de que los mexicanos hayan probado que tienen capacidad de decidir. De hecho, las desigualdades de acceso nos colocan en un problema complejo y espinoso: el de la integridad territorial del país. Desde mediados del siglo XIX, una de las grandes banderas de la política nacional fue la conservación de la unidad territorial, sobre todo después del acuerdo de Guadalupe Hidalgo. Esa fue también la preocupación y justificación del centralismo que caracterizó tanto al porfiriato como a los gobiernos priístas posteriores. Hoy, al comienzo de la era pospriísta, una vez que se levantó la tapa de la olla que mantenía al viejo sistema bajo control, una interrogante central es si el país se mantuvo unido por las fuerzas de atracción centrípeta que los priístas construyeron y sobre las cuales cometieron todo tipo de abuso, o si, en realidad, como afirmaban muchos de ellos, el país es más una colección de regiones inconexas y desvinculadas que podría romperse a la primera oportunidad.

La democracia mexicana dista mucho de haberse consolidado. Nadie duda de la fortaleza de sus instituciones electorales, pero todo mundo sabe que su sistema de gobierno no funciona. Una de las razones reside en el gobierno mismo, que se ha mostrado incapaz de organizarse para actuar. Pero el problema de fondo es estructural y no se va a resolver sin diálogo, acuerdos y negociaciones. El problema es que el tiempo apremia porque un país estancado es un país en riesgo. Y los riesgos que enfrentamos son serios y de muy diversa índole. Es inminente, impostergable y necesario actuar. Las elecciones de la semana próxima podrían ser un buen principio en este pedregoso camino.

 

¿Ciudadanos?

Luis Rubio

Tres años de cambio pero de muy poca ciudadanía. Este es uno de los saldos más visibles, y despreciables, que arroja la primera mitad del gobierno del presidente Fox. En lugar de promover un cambio en la relación con los ciudadanos, una relación que sirviera para apalancar un proceso de transformación política, económica y social, el gobierno se ha contentado con dejar las cosas como están. El costo es evidente a todas luces: el cambio se ha dado sólo de manera marginal y la población sigue siendo un fardo, en lugar de un impulsor de la transformación que se prometió. La pregunta es si todavía se le puede dar la vuelta a este entuerto.

El problema no es menor. El presidente Fox ganó las elecciones presidenciales del 2000 tras prometer un cambio que todavía hoy resulta difuso e indefinido. Como estratagema de campaña, la idea resultaba atractiva para una población que estaba harta de décadas de gobiernos abusivos, pero como programa de gobierno, una propuesta de cambio indefinido resulta no sólo absurda, sino contraproducente. Como están las cosas, al presidente se le reclama todo: igual lo que no ha cambiado que lo que ha cambiado demasiado y sin control. El problema es que, en ausencia de un programa de gobierno concreto y específico, la población se vuelca, naturalmente, sobre lo que se prometió: un cambio.

Hay dos maneras de analizar este trienio de manera independiente de las percepciones comunes. Por una parte, no hay ni la menor duda que las elecciones del 2000 trajeron consigo un resultado poco perceptible, pero no por ello pequeño. Con el desalojo del PRI de la presidencia y la elección de un congreso de oposición o, en todo caso, sin mayorías absolutas, los ciudadanos robaron al ejecutivo el arma favorita de los gobiernos de los setenta años anteriores: la capacidad de abusar del electorado, de violar la ley sin el menor reparo y de imponer las preferencias presidenciales sin rubor. Un acto expropiatorio como el de López Portillo en 1982, que fue inmediatamente sancionado por el Congreso, sería impensable en la actualidad. Desde esta perspectiva, el cambio ha sido fenomenal: la ciudadanía puede estar segura de que al menos los más grandes abusos, aquéllos que requieren de la concurrencia del poder legislativo o judicial, son altamente improbables en la actualidad.

Pero este avance no es mérito del ejecutivo, sino del propio electorado que, con su voto, decidió cercenarle al presidente la capacidad de abusar. Quizá por eso y a pesar de las penurias por las que sin duda atraviesa la administración Fox en sus relaciones con el poder legislativo, la población sigue indispuesta a concederle al PAN la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados el próximo seis de julio, al menos así lo asientan las mayorías de las encuestas. La población cambió las reglas del juego al elegir a un presidente de la oposición, al reprobar al PRI y negarle acceso a la casa presidencial (y, por lo tanto, a la imposición) y al elegir un congreso sin mayoría para el partido del presidente. Todos estos fueron actos conscientes de un electorado que, a pesar del desprecio que los políticos les manifiestan, evidenció una enorme madurez.

El gran problema, sin embargo, es que este avance ciudadano no ha sido alcanzado por el gobierno foxista. Contra todo pronóstico, el gobierno actual ha manifestado su desprecio a la ciudadanía, ha menospreciado el apoyo que una población consciente y dedicada le puede aportar; en una palabra, ha optado por desconocer el potencial que el propio Fox despertó durante su campaña presidencial. En lugar de apalancarse en una ciudadanía demandante y activa, el gobierno del presidente Fox ha optado por dejar las cosas como están, resolver los problemas que se pueden atender y olvidarse del cambio que propuso y lo llevó a la presidencia.

Al igual que la democracia, la ciudadanía en México está por demás subdesarrollada. En materia democrática, el país apenas rebasó el primer peldaño: el de unas elecciones limpias, competitivas y respetadas. Fuera de eso, nuestra democracia es por demás limitada e insuficiente. Poco o nada se ha avanzado en el desarrollo de un sistema judicial impoluto; los medios de comunicación siguen siendo amarillistas y subjetivos; el acceso a la justicia es por demás limitado; la arbitrariedad burocrática sigue siendo la norma más que la excepción; la burocracia persiste en su arrogancia y sigue siendo impenetrable; los sindicatos de los monopolios gubernamentales (como los de Pemex, la CFE y Luz y Fuerza del Centro) siguen abusando del gobierno y del consumidor. No cabe duda de que la voluntad del gobierno es, en los más de los casos, la de servir a la población. La realidad, sin embargo, es que la vida cotidiana de los mexicanos hoy no es muy distinta a la del pasado. Para el mexicano común y corriente nada ha cambiado, al menos en su vida diaria, respecto a los gobiernos emanados del PRI. Desde esta perspectiva, no es casualidad lo que la población implícitamente manifiesta en las encuestas: mejor un gobierno impotente (como el conocido) que un gobierno con libertad de hacer lo que le plazca (así sea esto bueno).

La vida diaria sigue siendo la misma. Cuando un ciudadano quiere estacionar su automóvil, debe comprarle el lugar a la persona que, para todo fin práctico, es dueña de la calle: aquél que llegó temprano y con cubetas o cascos bloquea el espacio a menos que le paguen su cuota. Lo mismo ocurre cuando un ciudadano va a tratar de pagar la luz o a inscribir a sus hijos a la escuela; hasta el pago de impuestos es un problema. La vida ciudadana sigue siendo una llena de abusos, pesadumbre y arbitrariedades. Hace unos días, una distinguida autoridad del gobierno capitalino recomendaba a la población quedarse en sus casas porque había el peligro de que el caos vial fuera de una magnitud tal que más valía no intentar ir a la escuela, al trabajo o a cualquier otro lado. En lugar de que las autoridades sirvan a la ciudadanía, la recomendación del gobernante, en este caso perredista, era no estorbar a los manifestantes. A ese extremo hemos llegado.

La gran pregunta es por qué el gobierno del presidente Fox abandonó a la que era su principal carta para llevar a cabo un cambio radical en el país. Si bien es perfectamente comprensible que este gobierno mostrara menos destreza y experiencia en el manejo y administración de los problemas cotidianos de la ciudadanía, lo que resulta inexplicable es su total desprecio por la única fuente real y potencial de apoyo y legitimidad. Contentos con mantenerse en el poder, los nuevos gobernantes no sólo han hecho caso omiso de sus propias propuestas y promesas, sino también de la ciudadanía en su conjunto.

Una ciudadanía informada y activa constituye un reto para cualquier gobierno. Es más fácil manejar (de hecho, manipular) a una población ignorante que a una ciudadanía con empuje y comprometida. Ese es el saldo de setenta años de una política educativa orientada a someter y subordinar. Sin embargo, la naturaleza de la coalición que hizo posible la candidatura y el triunfo electoral del hoy presidente Fox es precisamente la opuesta: una clase media urbana despreciada por el PRI que acabó por ser suficientemente numerosa para hacer irrelevante (y, en buena medida, imposible) la manipulación electoral por parte del PRI. No es sorprendente, por eso, que el caso de Amigos de Fox haya afectado gravemente el voto potencial de este segmento de la población, intolerante a la corrupción, venga ésta de donde venga.

Quizá el mayor error del actual gobierno resida menos en sus ineficiencias e incapacidades, que en su desprecio a la ciudadanía. Cuando el gobierno no aprovecha a una ciudadanía boyante para enfrentar lo peor del viejo sistema político y se deja doblegar por masas manipuladas y acarreados con machetes, demuestra que no entiende su papel en la historia, ni el momento político por el que atraviesa el país.

Los mexicanos votaron por un cambio que, al menos en su mínima expresión, implica el respeto a los derechos ciudadanos, el fortalecimiento de la capacidad de los individuos para defender sus intereses y el desarrollo de mecanismos que permitan la transición hacia una plena ciudadanía. Sin embargo, nada de estos es prioridad gubernamental. El gobierno no sólo ha ignorado las demandas ciudadanas, sino que no se ha abocado a ninguno de los temas que harían distinta la relación entre le gobierno y la ciudadanía. Mientras que el gobierno intenta crear un servicio civil de carrera, por citar un ejemplo, ¿qué ha hecho para facilitar el acceso del ciudadano común y corriente al poder judicial? No se trata de que por cada tema que el gobierno impulse exista un avance paralelo en el terreno ciudadano, pero el hecho es que, con la posible excepción de la Ley de Acceso a la Información, la población y sus derechos han estado ausentes del pensar y de la estrategia de la administración foxista.

Además de inexplicable, el proceder del gobierno panista es por demás contraproducente. Mientras que partidos como el PRI y el PRD cuentan con organizaciones capaces de organizar, movilizar, acarrear y manipular a la población en defensa de los intereses más sectarios, obscuros y mezquinos, el gobierno actual se ha limitado a confrontarlos con armas políticas prehistóricas, como la concertacesión y la capitulación (recordemos el caso del aeropuerto en Atenco), en lugar de crear condiciones para el desarrollo de una ciudadanía capaz de defenderse a sí misma e impulsar los intereses y objetivos que el presidente y su gobierno, al menos en espíritu, representan.

Sólo si el gobierno del presidente Fox recapacita y reconoce que su única oportunidad, de hecho su razón de ser, es la ciudadanía, evitará que el país, y con éste el gobierno, fracasen, una vez más. El problema de México no reside en la ausencia de reformas, sino en la ausencia de una ciudadanía capaz de impulsar y hacer inevitables esas reformas. La diferencia no es retórica ni semántica: es lo que distingue a un gobierno de ciudadanos de uno de súbditos. Es tiempo de que el gobierno del presidente Fox se manifieste al respecto.

 

De vuelta al corporativismo

Luis Rubio

Los mexicanos tenemos que llegar a un acuerdo sobre qué clase de país y sociedad queremos ser. Durante casi doscientos años de historia independiente, México se ha debatido por encontrar su esencia: centralista o federalista, liberal o conservadora, democrática o dictablanda, de Occidente o del tercer mundo, moderna o tradicional. Como Sisifo, cuando, finalmente, parece estar a punto de hallarla, las dudas y alegatos comienzan de nuevo, desatando torbellinos que luego ya nadie puede controlar. Las controversias que consumen a la sociedad mexicana actual exigen definiciones, una vez más. Aunque nadie lo está planteando de esta manera, la disyuntiva que enfrentamos es si queremos avanzar en torno a la construcción de una sociedad moderna, democrática y rica, o si preferimos el retorno a una sociedad corporativizada, centralizada e incapaz de impulsar el desarrollo económico, político y social. Este es el tema que yace detrás de la reciente propuesta de constituir un Consejo Económico y Social (CES) que nos obliga, por sus implicaciones, a definirnos más pronto que tarde.

La mayor parte de los promotores de CES son personas y organizaciones de buena fe. Más que ninguna otra cosa, los anima la urgencia de acabar con el desorden que caracteriza al país, impulsar un derrotero claro hasta ahora ausente, recuperar el crecimiento económico y quizá, por encima de todo, reestablecer esquemas del pasado que asocian con estabilidad, tranquilidad y certidumbre. El recuerdo de esos tiempos es una fuente generosa de mitos y fantasías e invita, casi por reflejo, a tratar de recrearlas. El modo que ahora se propone para lograrlo es un Consejo cuyo propósito es reunir a sindicatos, productores y legisladores con el objeto de proponer soluciones a los problemas que estos grupos de interés enfrentan y presionar al gobierno para que actúe de acuerdo a sus intereses. El Consejo le conferiría legitimidad a las iniciativas que de ahí emanaran, cerrando un círculo perfecto. Perfecto, cabe agregar, para los involucrados en ese pacto de intereses especiales y mezquinos, pero costosísimo para el resto de la población y el desarrollo político del país.

La idea de crear un CES responde a un problema real. Muchos países, sobre todo en Europa, cuentan con una instancia semejante para resolver diferendos y avanzar una agenda económica y social. Pero hay dos diferencias fundamentales entre aquellas naciones y el México de hoy. Esas diferencias explican porqué allá pudo operar el mecanismo (aunque nunca ha sido perfecto en ningún lado) y aquí no funcionaría más que para un puñado de intereses especiales y por demás limitados.

La primera diferencia reside en que esas naciones adoptaron un CES luego de haber consolidado sus procesos democráticos y, por esa vía, desarrollaron tanto medios para la resolución de disputas como instrumentos efectivos para hacer cumplir la ley y respetar los contratos. Es decir, se trataba de sociedades maduras, y por cualquier definición democráticas, que apostaron por la creación de un mecanismo adicional para enfrentar desafíos importantes para la planta productiva con la suma de esfuerzos de sindicatos y empresas.

Ningún mexicano razonable y sensato puede afirmar que la nuestra es una sociedad madura y democrática con mecanismos efectivos para la protección de los derechos ciudadanos, la resolución de disputas y el cumplimiento de la ley. Por citar un ejemplo que bien ilustra la imposibilidad de imitar el esquema europeo, la membresía sindical del Consejo Económico y Social de España es designada por las organizaciones sindicales más representativas en proporción a su representatividad de acuerdo a lo dispuesto en la ley respectiva. Yo me pregunto qué sindicato en México va a someterse a una análisis honesto sobre su representatividad. En este sentido, no hay fundamento alguno para pensar que el Consejo propuesto funcionaría como complemento a la sociedad organizada que ya existe y funciona, en lugar de convertirse en un substituto de la frágil democracia que hoy nos caracteriza. En lugar de contribuir a la resolución de diferendos económicos y sociales, el CES se convertiría en un grupo de presión al servicio de los intereses más retrógrados del país, así como de los monopolios que impiden que se liberen las fuerzas productivas y se desarrolle cada individuo y cada región. Una entidad de esta naturaleza no haría sino socavar los ya de por sí pocos derechos ciudadanos, políticos y económicos que como votantes y consumidores tenemos.

La otra diferencia fundamental con las naciones europeas que cuentan, o que en alguna época contaron, con una entidad como el CES es el contexto en que surgieron. Hay dos grupos de naciones que han creado Consejos con este perfil. Unas son sociedades ya de por sí corporativizadas, como Jordania, Malasia y Libia. Las otras son aquellas europeas que, con sólo un par de excepciones, crearon sus Consejos respectivos en el contexto de la posguerra, momento en el que sus economías se encontraban totalmente devastadas. El marco histórico que sirvió de escenario al surgimiento del CES en Europa, no guarda paralelo alguno con el México actual. Allá, la guerra había dejado un panorama desolador en el que la primera prioridad era llegar a acuerdos que permitieran echar a andar la economía de inmediato. La guerra explicaba la urgencia, en tanto que los mecanismos políticos existentes garantizaban los derechos ciudadanos y la representación política. En nuestro caso, las enormes carencias y deficiencias que caracterizan a nuestra economía son producto de la acción paciente, consciente y sistemática de una sucesión de gobiernos y sus beneficiarios organizados dentro de la estructura corporativista de antaño que, a juzgar por el debate sobre el CES, no acaba por extinguirse.

A diferencia de Europa, donde se buscó construir un mecanismo para la resolución de disputas y el forjamiento de consensos entre empresas y sindicatos con la mirada puesta en el futuro, la institución propuesta para México fija su atención en el pasado. Hay tres casos particularmente sugerentes que evidencian lo absurdo, y hasta a-histórico de la propuesta.

Primero, Alemania se distingue por el hecho de que no cuenta con una institución como ésta, a pesar de ser una nación en la que, por ley, existe representación sindical en los consejos directivos de las empresas. Ello se explica, en buena medida, por la ocupación norteamericana al final de la guerra. Segundo, el Reino Unido creó el mecanismo en los cincuenta, pero luego, en los ochenta, cuando éste entró en contradicción con la vida democrática y el potencial de desarrollo económico, fue eliminado. No es casual que la economía inglesa sea, entre sus pares europeas, la que ha experimentado mayores tasas de crecimiento en la última década. Finalmente, el caso de España es axiomático: el Consejo no se creó sino hasta el año 1991, una vez que el país contaba con una democracia plenamente consolidada. Como vemos, el prurito de imitar acaba siendo producto de la ignorancia o de la mala fe.

La propuesta del CES para México está inspirada en la idea de recrear un pasado que ya no es posible, excepto para un puñado de empresas y sindicatos en busca de protección y subsidios, renuentes a la competencia como mecanismo generador de oportunidades y reacios a supeditar sus intereses a las prerrogativas de los votantes y consumidores. En su más puro espíritu corporativista, persigue sobreponer los intereses de un núcleo de empresas y sindicatos que se ufanan de sus virtudes monopólicas sobre los de la colectividad. En un ámbito un tanto distinto pero inspirado en el mismo principio, el caso reciente de la salvaguarda impuesta por el gobierno mexicano para la importación de pollo es indicativo de la andanada que yace detrás del CES: por arte y magia de esa decisión, el consumidor mexicano ahora tiene que pagar seis veces más que antes, todo para proteger a tres grandes productores de pollo, dos de los cuales son norteamericanos y canadienses. Es el mismo espíritu constructivo de quienes propugnan por el CES: que los consumidores se frieguen.

Por las razones antes expuestas, la idea de un CES no constituye un complemento, sino un substituto, una alternativa a un sistema político que aspira a ser democrático y representativo y a una economía que busca mejorar con base en la competencia y la generación de oportunidades para todos los integrantes de la sociedad, sin excepción. Con su propuesta, los impulsores de un CES afianzan la protección de los intereses de las empresas a las que representan, privilegian a las organizaciones sindicales que gozan de la ventaja de no tener competencia y apoyan a otras organizaciones políticas cuya motivación principal reside en tratar de reconstruir las partes positivas del viejo corporativismo. El problema es que los componentes de ese pasado que los propugnadores del CES ven como positivos, son precisamente los que impiden el desarrollo una economía moderna, productiva y competitiva. Es decir, se trata de una disyuntiva fundamental: o avanzamos hacia una economía abierta y competitiva sin la presencia de entidades e intereses corporativizados, o nos retraemos a los esquemas superados de antaño, altamente discriminadores y responsables de que la mayor parte del país viva en la miseria. En esto no hay puntos intermedios.

Más allá del CES, es evidente que el país enfrenta un problema para construir acuerdos y llevar a cabo las reformas que requiere para salir de su letargo. La pregunta es quién determina la agenda de esas reformas. Evidentemente, quienes proponen la creación de un Consejo están en su pleno derecho de avanzar su agenda, como lo han venido haciendo desde que comenzó la apertura de la economía. Lo que es inaceptable, porque constituye una afrenta a la incipiente democracia mexicana y la rendición final de las instituciones existentes-, es apoyar una agenda sectaria y mezquina a través de un mecanismo de presión legalmente constituido y sancionado por ley. ¿Quién habla por la ciudadanía, los consumidores y, en todo caso, los millones de mexicanos que el corporativismo excluyó?

 

Convergencia

Luis Rubio

La economía mexicana ha perdido su sentido de dirección. Hasta hace unos cuantos años, el crecimiento económico, si bien insuficiente para resolver los problemas del país, permitió al menos avanzar en frentes tan diversos como el de generar nuevas empresas y fuentes de riqueza, empleos e ingresos gubernamentales para atender la ingente agenda social. Pero ese crecimiento no se ha sostenido, circunstancia que ha abierto la caja de Pandora retórica en la política mexicana. Hay muchas propuestas, pero poca acción; muchos objetivos, pero pocas estrategias concretas para alcanzarlos; muchas ideas, pero poco realismo. Por diez años, la economía funcionó razonablemente bien, aun a pesar de la crisis del 95, gracias a que se mantuvo un claro sentido de dirección: converger con nuestros vecinos del norte. Las opciones hipotéticas son todas, pero la realidad sólo es una y la economía volverá a su cauce cuando así lo acepte la sociedad mexicana y sus políticos. Sólo podremos superar la parálisis actual si recuperamos esa brújula.

La economía se comportó de una manera razonablemente benigna a lo largo de los noventa gracias a las reformas con que se inauguró la década. Algunas de ellas fueron por demás acertadas, mientras que otras sufrieron diversos descalabros a lo largo del tiempo. Unas probaron ser sólidas y se convirtieron en pilares del crecimiento, otras representaron un elevado costo para el país en general y para el erario en lo particular. Pero más allá de reformas específicas, lo que hizo posible la gradual transformación de una parte significativa de la economía del país fue la existencia de un sentido de dirección, de un vector metafórico que permitió que todos los involucrados en los procesos económicos supieran a que atenerse. Es posible que no todos los participantes en la actividad económica gustaran de las reformas o se beneficiaran de ellas, pero todos sabían a qué atenerse. Más allá de la estabilidad macroeconómica, la mayor falla del actual gobierno ha sido, precisamente, esa: su incapacidad para proyectar un sentido creíble de dirección.

Las reformas de los tempranos noventa le dieron a la economía un fuerte impulso porque indicaban un camino, señalaban una dirección. No olvidemos que el país llevaba más de una década a la deriva, después de que en los setenta, los gobiernos desbarrancaran la economía gracias a la contratación excesiva de deuda, la expropiación de los bancos, la generación de subsidios insostenibles y otras medidas que acabaron siendo no sólo infructuosas, sino extraordinariamente costosas. Muchos de los mitos sobre el quehacer nacional, además de la deuda que todavía registran los libros gubernamentales se remontan a esos años de lujuria en la retórica gubernamental y en el gasto público. Las reformas de los noventa permitieron romper el círculo vicioso en que había caído la economía del país y, al constituirse en una brújula, confirieron a todos los actores en el plano económico una gran claridad de rumbo.

Por definición, una reforma supone modificar lo existente. En consecuencia, toda reforma entraña la afectación de algún interés particular. Si no fuera así, las reformas serían innecesarias. Las reformas de los tempranos noventa alteraron el orden vigente en la economía mexicana: la apertura a las importaciones, por ejemplo, representó un giro dramático no sólo en la manera de operar de las empresas y en su entorno, sino sobre todo en su relación de poder con los consumidores. Por décadas, toda la economía mexicana se había volcado hacia los productores: el gobierno desarrolló una casi impenetrable estructura de protección para los empresarios nacionales, a quienes con frecuencia saturaba de apoyos, subsidios y otros beneficios, siempre a costa del consumidor, quien debía aceptar precios elevados de los bienes y servicios, mala calidad y ausencia de opciones. Para los empresarios, la clave del éxito residía en la relación con la burocracia y no en la satisfacción del consumidor. La apertura de la economía obligó a los productores a invertir sus prioridades de la noche a la mañana. Ahora tendrían que competir por el favor del consumidor con productores de todo el mundo.

Algo semejante ocurrió con la privatización de empresas que el gobierno acumuló y con la desregulación de los disfuncionales procedimientos de una abusiva y abultada burocracia. Si bien no todas las privatizaciones resultaron felices, nadie puede negar que contribuyeron a crear un entorno propicio para el establecimiento de nuevas empresas, la atracción de inversionistas del exterior y el desarrollo de una vigorosa industria de exportación. Todo esto hizo posible que, a pesar de las obvias insuficiencias, los noventa fueran años propicios para el crecimiento económico.

Una pregunta en la que no se insiste lo suficiente, a pesar de lo nutrido de la retórica que caracteriza los debates públicos en torno a la reactivación de la economía nacional, es ¿por qué el sector exportador funciona pero no así el mercado interno? Por definición, las exportaciones responden a la demanda del exterior; cuando esa demanda disminuye o, como en la actualidad, no crece, las exportaciones tampoco lo hacen. El estancamiento de las exportaciones ha propiciado muchos monólogos (y pocos debates serios) sobre cómo reactivar el mercado interno. La premisa obvia es que no hay nada más lógico y saludable para cualquier economía en el mundo que el desarrollo activo y acelerado de su economía interna. Reacios a mirar la historia de los setenta y ochenta, algunos proponen la receta de siempre: más gasto público. Otros proponen soluciones políticas: pactos entre todos los afectados por las reformas para resarcir daños y restaurar los privilegios, subsidios y protecciones que ciertamente favorecieron a los productores y sindicatos, no así al crecimiento sostenido de la economía.

La activación de mercado interno requiere exactamente lo contrario de lo que se propone: lo urgente no son arreglos en lo obscurito entre intereses creados al amparo de consejos de desarrollo económico y social, ni un gasto burocrático e improductivo como el que hoy en día caracteriza buena parte del presupuesto público, sino de nuevas reformas que de manera natural confluyan para activar el desarrollo del mercado interno. Tal y como ocurrió en la década pasada.

Lo que urge es un sentido de dirección, algo que sólo puede ser provisto por acciones concretas que vayan dando orientación a la actividad de las empresas, a los inversionistas, ahorradores, consumidores y sindicatos. Esto implica nuevas fuentes de inversión, un mejor uso del gasto público, un entorno regulatorio propicio y un gobierno dispuesto a enfocar sus esfuerzos y los de la sociedad hacia la reactivación económica. Ninguna de estas cosas es nueva ni particularmente innovadora. Pero el desarrollo económico de una sociedad requiere, más que grandes cambios o ideas novedosas cada rato, de constancia y claridad de rumbo. En lugar de sumarnos a proyectos ajenos, si algo hay que copiarle a Lula, el nuevo presidente de Brasil, es esto: definir un rumbo claro y alinear todos los recursos gubernamentales en esa dirección.

El rezago del mercado interno tiene una explicación muy sencilla: al arrancar los noventa, diversas reformas persiguieron facilitar el comercio exterior y atraer la inversión externa; nada semejante se llevó a cabo en el interior del país. Es decir, la mayoría de las reformas que tuvieron lugar en los noventa se enfocaron hacia el comercio y la inversión extranjera. Por diez años, esas reformas le confirieron extraordinaria vitalidad a la economía, al grado de transformar a buena parte del aparato productivo del país. Ahora que las exportaciones ya no crecen a los ritmos de antes, se han comenzado a evidenciar las limitaciones del mercado interno, lo anquilosado de sus estructuras y las enormes limitantes que debe enfrentar para su reactivación. Si verdaderamente se desea reactivar ese mercado, es tiempo de enfrentar los impedimentos que se le oponen, en lugar de negar su existencia.

La reactivación del mercado interno requiere de la existencia de polos de atracción tanto físicos como conceptuales, es decir, factores que acerquen la inversión y den garantías de permanencia y de seguridad jurídica a los inversionistas Por lo que toca al componente material, la atracción la generaría el conjunto de reformas orientado a liberar recursos y abrir oportunidades en sectores y actividades que hoy están vedadas, como la infraestructura, la electricidad, la petroquímica y el petróleo. Lo políticamente atractivo sería inventar nuevos conceptos y aportar ideas distintas a las que todo mundo conoce, pero la realidad es que en esto no hay grandes novedades. Se requiere la apertura de sectores que impulsen el desarrollo económico del país, pues en la actualidad su enorme potencial se encuentra reducido y el gobierno no tiene la capacidad financiera para aprovecharlo. Cada uno de estos sectores, que nos encanta llamar estratégicos, opera en el subdesarrollo porque carece de los recursos necesarios para convertirse en el pilar económico que debería y podría ser.

Un sinnúmero de ejemplos anecdóticos ilustra muy bien cómo el país pierde oportunidades de inversión en los más diversos sectores, pues muchas empresas apuntan hacia otras latitudes ante la incertidumbre del abasto eléctrico o petroquímico. Además de atraer inversión directa para el desarrollo de cada una de estas actividades, la apertura de estos sectores permitiría atraer inversión y generar polos de atracción para empresas mexicanas en todas las regiones del país, simplemente por la derrama que grandes inversiones siempre traen consigo. Las oportunidades de desarrollo del país son ingentes, pero sólo si se les deja existir.

La gran transformación de los noventa tuvo menos que ver con las reformas mismas que con la idea de converger con las naciones desarrolladas de nuestro continente. Las reformas abrieron espacios y crearon oportunidades. Pero más que nada, le dieron a la población y a los empresarios un sentido de dirección. Eso es lo que hoy no existe: claridad de rumbo. Con sentido de dirección se puede recuperar la confianza de la población y no hay nada más poderoso que eso para el desarrollo de un país.

 

Confusión

Luis Rubio

Una profunda confusión  domina el debate público en el país. La ausencia de un claro liderazgo presidencial respecto a los retos que México enfrenta y el estoicismo, casi fatalista, con que la población acepta el statu quo como algo natural y hasta deseable, han fortalecido la parálisis y el impasse que caracteriza al poder legislativo y al país en general. Atrás parece haber quedado la noción de que la vida política, económica y social del país puede mejorar y ahora nos conformamos con que no haya sobresaltos. Esta es quizá la medida de los tiempos, pero no por eso deja de ser engañosa. Aunque no hay razón alguna para anticipar una situación de crisis financiera como las del pasado reciente, el país enfrenta ingentes desafíos para recuperar tasas razonables de crecimiento económico y fuentes generadoras de riqueza y empleo sostenibles. A la larga, la crisis de estancamiento, improductividad y desempleo puede acabar siendo mucho peor que las del pasado.

México vive momentos difíciles, aunque pocos parecen dispuestos a reconocerlo. La economía ha logrado mantenerse estable gracias a un feroz control de las cuentas fiscales, pero la estabilidad no es substituto del crecimiento económico para una sociedad con el perfil demográfico de la nuestra y los niveles de pobreza que la caracterizan. La economía está estancada no porque la economía norteamericana crezca a un ritmo menor que en el pasado, sino porque existen fallas en nuestra economía que no han sido resueltas. El desafío es identificar correctamente el origen de esas fallas y construir acuerdos para resolverlas. Ése y no otro debería ser el mandato del gobierno y del legislativo.

Por varios años, los problemas de nuestra economía parecían menores porque las exportaciones crearon un motor de crecimiento que permitió compensar nuestras carencias. En los últimos años, sin embargo, las cosas han cambiado. Ciertamente, la economía estadounidense crece menos que antes, pero eso no es lo único que explica el estancamiento de la nuestra. A final de cuentas, dado el enorme tamaño de aquélla, cualquier brote de demanda allá se traduce en grandes oportunidades aquí. Si tuviéramos capacidad de aprovechar esas oportunidades, el estancamiento actual no existiría. La realidad cotidiana  revela que no tenemos esa capacidad de adaptación. Naciones como China y otras de menor tamaño en Asia, así como algunas en Centroamérica y el Caribe, han mostrado mucha mayor flexibilidad en sus estructuras internas, lo que les ha permitido ajustarse con celeridad a los cambios en nuestro principal mercado de exportación. Aunque es indispensable y urgente desarrollar fuentes o motores de crecimiento internos, los problemas estructurales de nuestra economía tienen que resolverse, pues de otra manera no romperemos el círculo vicioso en que nos encontramos.

Si revisamos la historia reciente, hay dos problemas obvios, aunque hoy, en medio de la confusión y necedad aparentemente intencionales que atraviesan todo debate público, no muchos quieran reconocer. El primero es que la economía mexicana, y todo el modelo de desarrollo del país hasta 1982, se colapsó y, de hecho, quebró en ese año. Lo que se hizo antes, sobre todo en los setenta, fue tan oneroso que todavía hoy seguimos pagándolo. El segundo es que si no fuera por las reformas emprendidas al inicio de los noventa, el país hace mucho habría enfrentado otro colapso como el de entonces. Por diez años, a lo largo de los noventa, la economía mexicana vivió del impulso de reformas como la desregulación, las privatizaciones, el TLC y, sobre todo, de la expectativa de oportunidades crecientes asociadas al éxito de las mismas.

Sin embargo, para el inicio de la década actual, la ausencia de nuevas reformas y, sobre todo, las contradicciones de las que se emprendieron, desinflaron las expectativas y pusieron en aprietos a la economía mexicana aun antes de que la economía norteamericana entrara en recesión. Nada se mueve hoy en la economía mexicana; el tránsito se volvió asentamiento y el ímpetu de las reformas iniciales ha terminado en inacción. La economía mexicana no acaba de definir cuál es su vocación. Lo anterior no ignora los avances que se han logrado. Pero la economía mexicana no ha retomado una senda de crecimiento sostenido que permita generar oportunidades para una población creciente que se incorpora a los mercados laborales. Si bien ha logrado diferenciarse de otros mercados ahora en crisis, la economía mexicana corre grandes riesgos ante el entorno internacional por su falta de competitividad y escasa productividad.

La población, acostumbrada a crisis recurrentes, casi instintivamente prefiere el statu quo, que ahora implica estancamiento, al riesgo de caer en otro torbellino de contracción económica y desempleo. Ese instinto parece haberse transferido al ejecutivo y a los legisladores, cuyas propuestas y acciones no hacen sino acentuar la improductividad, restaurar viejos privilegios y, por lo tanto, posponer todavía más la recuperación.

Todas las economías del planeta deben ajustarse a un entorno cambiante. El problema de la economía mexicana, sin embargo, no es sólo uno de ajuste en el margen, sino uno de esencia. Muchas de las reformas del pasado desataron energías contenidas por los controles impuestos sobre la economía, pero dejaron intactos los iconos del nacionalismo económico y, detrás de ellos, los privilegios y cotos de poder. Esto ha impedido que se creen condiciones mínimas para que el desarrollo encuentre un cauce natural. El éxito empresarial, por tanto, ha dependido de la capacidad individual de cada empresario, de su visión y de su acceso al financiamiento. Los que no cuentan con estos tres elementos –en términos absolutos, la gran mayoría-, han sufrido un deterioro creciente. No ha habido una política gubernamental para acabar de transformar la economía y para que los sectores rezagados se ajusten, salgan de su letargo o, de ser necesario, cierren de una manera ordenada.  En ello debería concentrarse el esfuerzo gubernamental.

La mitad del problema reside en los errores de las reformas pasadas, pero la otra mitad se explica por la ausencia de continuidad en el proceso de reforma. Las reformas abrieron la economía a la competencia internacional, pero en lo interno se mantienen regulaciones que protegen de la competencia a sectores vitales para la competitividad del país. Puesto en otros términos, el estancamiento no es producto de la casualidad. Lo anterior tiene una manifestación concreta: las empresas y los consumidores mexicanos pagan más por servicios (como la telefonía, las tarifas aéreas, el peaje carretero y la electricidad, si se consideran los subsidios) que sus contrapartes en otras latitudes. Las empresas mexicanas parten así de una situación de desventaja. Lo único que medio compensa esos costos es el relativamente bajo costo de la mano de obra; es decir, el mexicano promedio compensa con su bajo ingreso los elevadísimos costos de nuestra anquilosada economía. Las opciones ya no son muchas. Para la inversión extranjera la opción es emigrar, como lo están haciendo empresas trasnacionales de gran tamaño, y para la mayoría de las empresas mexicanas la opción es cerrar o apenas sobrevivir.

La idea predominante en diversos medios es que la existencia de estos monopolios no hace mucha diferencia, pero las pruebas en contrario son abrumadoras. Si uno observa el comportamiento de las empresas responsables de la energía eléctrica, la electricidad y la telefonía y lo compara con sus pares en otras naciones, el resultado es patético. Las tres empresas son mucho menos eficientes que sus contrapartes en otras naciones, pero además generan incertidumbre en cuanto al suministro de los servicios o insumos que proveen y pasan la factura de su ineficiencia al resto de la economía. Y, evidentemente, no se trata de sectores marginales sino centrales para el resto de la actividad productiva.

El problema de la economía mexicana no tiene su origen en las reformas económicas de las últimas décadas. Sin las reformas, hace mucho que la economía se habría estancado, con todas las consecuencias que eso podría traer consigo. El problema radica en la ausencia de reformas y en la incongruencia de muchas que se llevaron a cabo. Las reformas no transformaron de fondo el paradigma en la acción gubernamental.

El gobierno no se reformó lo suficiente como para constituirse en un verdadero motor de cambio. Esto no tiene que ver con su tamaño, con los activos que son de su propiedad o con el número de burócratas que albergan sus distintas instancias, sino con su efectividad y con la lógica que anima su actuación. El gobierno ha sido incapaz de establecer reglas del juego claras, regulaciones propicias a la competencia, instituciones que faciliten el intercambio, que generen certidumbre y confianza y en última instancia permitan la “destrucción creativa”, inherente a toda economía de mercado. No existen o no se han consolidado instituciones para que un modelo de economía liberal pueda arraigarse y funcionar. Esta debería ser la agenda de reforma del Estado.

En el último lustro las exportaciones que demandaba el enorme dinamismo de la economía estadounidense disfrazaban la realidad estructural de la economía mexicana; hoy su problemática es evidente. Los políticos –el ejecutivo y el legislativo- pueden proseguir por el camino de reforma, intentar navegar “de muertito”, o retroceder. Lo que no puede es pretender que la economía va a lograr tasas elevadas de crecimiento en las actuales condiciones o con las reformas parciales e inadecuadas que se proponen de manera cotidiana: desde la renegociación del TLC hasta la constitución de un Consejo Económico y Social. Su única alternativa es reformar.

Se requiere un nuevo impulso reformador que oriente el desarrollo del país. Clave en esto es la manera de actuar del propio gobierno (para ello debería ser la reforma del Estado y no para seguir saldando cuentas entre políticos), la reforma fiscal (que libere el gasto público para acelerar la inversión y el desarrollo de infraestructura) y la reforma energética, que permita explotar  el enorme potencial de este sector clave de la economía nacional. Ante todo, hay que acabar con la confusión.

www.cidac.org

El PRI y nuestra disfuncional democracia

Luis Rubio

La democracia es un sistema diseñado para que una sociedad tome decisiones. Por tal razón requiere de un conjunto de mecanismos de representación popular, de resolución de disputas, la separación de poderes (es decir, la acotación de atribuciones entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial) y, en su estructura ideal, de organizaciones formales e informales, algunas generadas por el propio sistema político (como el IFE) y muchas otras por la sociedad en general. A diferencia de los sistemas políticos que concentran el poder (desde las dictaduras hasta los sistemas de partido único), la democracia requiere de una organización muy peculiar esencialmente de pesos y contrapesos efectivos dentro del contexto de un sistema de legalidad- que permita la toma de decisiones y el progreso de la sociedad en todos sus ámbitos. Es evidente que, en la actualidad, nuestra democracia no cuenta con estos atributos. La pregunta es qué debemos hacer para desarrollarlos.

A propósito de otros temas, Montesquieu, el gran teórico de la división de poderes, afirmó que en los estados modernos, la libertad compensa la existencia de impuestos onerosos; en los estados despóticos, el equivalente de la libertad son los impuestos modestos. Esta cita resume muchos de los dilemas que enfrenta hoy la democracia mexicana. Para empezar, el ciudadano común no ha derivado beneficio alguno de nuestro arribo, al menos formal, a la democracia. La razón es muy simple, el país todavía no acaba de adoptar las formas y características de una democracia funcional y, por tanto, no se le puede pedir que rinda sus potenciales beneficios. Si nos atenemos al tema fiscal que menciona Montesquieu, lo evidente es que a la fecha nadie se ha querido hacer responsable de la construcción de una sociedad moderna, razón por la cual la democracia no ha podido avanzar. En esto el tema fiscal es por demás revelador, pero no por lo adecuado o inadecuado de la estructura tributaria o la de gasto, sino por lo que éste esconde. El tema de fondo es que un gobierno (entendido éste en su conjunto) que no está organizado para gobernar, no goza de la capacidad ni de la legitimidad para avanzar la causa del desarrollo.

No se trata de un mero juego de palabras. Nuestra realidad es una en la que las deficiencias se apilan y retroalimentan, haciendo cada vez más complejo el problema. Aunque la correlación de poder ha cambiado entre el ejecutivo y el resto de la sociedad, las instituciones que administran las relaciones de poder siguen siendo esencialmente las del pasado. El viejo presidencialismo ha desaparecido, pero no así la esperanza de que el presidente será el redentor. Mucho más grave es que los mecanismos formales de interacción entre el ejecutivo y el legislativo permanezcan casi intactos, siendo que la correlación de poder entre ambos haya cambiado de manera dramática. Lo mismo se puede decir de la relación entre la federación y los gobernadores. El hecho es que todo ha cambiado menos los mecanismos que vinculan a las partes. Esta nueva realidad no sólo es disfuncional, sino altamente volátil.

El resultado práctico de lo anterior es visible en todos los espacios sociales: la economía no crece; la inversión pública decrece y el gasto público, ahora administrado mayoritariamente por los gobernadores, se dispendia cada vez más; la productividad de la actividad económica permanece estancada y, en muchos casos, comienza a retraerse; el desempleo se incrementa de manera sistemática; la educación no rinde frutos y los trabajadores mexicanos están siendo cada vez menos competitivos respecto a los del resto del mundo; la inversión privada no se materializa y mucha se orienta hacia naciones como China; un número creciente de mexicanos sale del país en busca de las oportunidades que aquí no encuentra y, en vez de responsabilizarse y actuar, lo único que los políticos hacen al respecto es demandar que los norteamericanos resuelvan el problema, suponiendo que se trata de una dádiva y no de un intercambio. Ante la ausencia de un sentido de dirección, la población se desilusiona y pierde fe en la viabilidad de la democracia, en particular, y del país en general. A menos que se haga algo, y pronto, el deterioro puede llegar a ser extremo, como tantas veces lo ha sido en el pasado.

La democracia mexicana se ha convertido en el santuario de vacas sagradas e intereses particulares y lo único que prospera en este ambiente son los mitos: el mito de que todo lo viejo era mejor; el mito de que el gasto público resuelve todos los problemas; el mito de que el TLC destruye a la agricultura; el mito de que el gobierno es mejor administrador que los privados de los recursos (como los energéticos); el mito de que el gobierno todo lo puede. Prácticamente todos los partidos y políticos contribuyen a engrosar esta mitología con los suyos propios. Unos sirven para esconder o disfrazar intereses particulares, otros simplemente enaltecen verdades a medias o mentiras completas que no hacen sino preservar un statu quo dañino y pernicioso para la abrumadora mayoría de la población.

El hecho de que el gobierno vaya mucho más allá de la rectoría y monopolice la administración de los recursos energéticos no perjudica sólo a las empresas, sino al mexicano más pobre, que es quien más comúnmente acaba desempleado. El hecho de que el gobierno pontifique sobre las obligaciones que tiene para con nosotros el gobierno norteamericano en materia migratoria, no hace sino reducir las oportunidades para los mexicanos más desamparados que han acabado por cifrar sus esperanzas en un empleo del otro lado porque aquí nadie hace nada por crear oportunidades. El discurso político en México está preñado de mitología y, por consiguiente, la toma de decisiones tiende a preservar los intereses más pequeños, a impedir que el país prospere y a cerrar oportunidades de desarrollo al conjunto de la población. El acuerdo político en materia agrícola, recientemente firmado, es tan brutalmente obvio en este sentido que, de no hacerse nada al respecto, seguramente fincará los cimientos del museo de la pobreza permanente en el país.

Los legisladores gustan afirmar, contra toda evidencia, que su labor y productividad supera a la de legislaturas pasadas. Esto sin duda es cierto en términos cuantitativos, pero es igualmente cierto que no se están avanzado los temas centrales para el desarrollo del país. Lo anterior sin duda se origina en la ausencia de un sólido liderazgo presidencial, pero también en la dinámica legislativa que caracteriza a nuestra incipiente democracia y en los incentivos perversos que llevan a que las decisiones de gasto de los gobiernos estatales privilegien el aumento de burocracias y gastos suntuarios, en lugar de proyectos de inversión que apuntalen las oportunidades de desarrollo económico.

De seguir por este camino, el país tarde o temprano acabará en una crisis. Mientras el gobierno sostenga una política fiscal y monetaria tan sólida como la actual, el riesgo de una crisis del corte de las que caracterizaron el último cuarto del siglo veinte es relativamente menor. Pero aun este manejo ortodoxo de la economía no resuelve el problema de la deuda contingente que, de manera creciente, enfrenta el gobierno federal (sobre todo por las pensiones no financiadas de la federación y los gobiernos estatales y municipales). Más serio es el riesgo de que el estancamiento que hoy caracteriza a la sociedad y a la economía acabe conduciendo a una crisis social y, de ahí, a una crisis política. El problema no es de carácter técnico: soluciones existen y no son particularmente novedosas. Lo que no hay es la capacidad política para llevarlas a la práctica.

De no hacerse nada, es posible que el país entre en una crisis política creciente. Para evitarla sería necesario que los partidos y fuerzas políticas cobraran conciencia de lo pernicioso de la situación actual y el riesgo que implicaría perder el camino. En este momento, los conflictos internos que enfrentan los partidos casi todos referidos a la próxima sucesión presidencial- tienden a ocultar el problema más grande: la crisis institucional que vive el país en general y de la cual no escapan sus propios procesos internos. La democracia, así sea incipiente, puede favorecer la participación política y la apertura de espacios únicos de libertad, pero no constituye, como hemos podido observar, una garantía para la optimización en el uso de los recursos o para generar crecimiento económico.

En ausencia de una propuesta y de la articulación de intereses por parte del ejecutivo federal, quizá sólo el PRI o, más propiamente, algunos o muchos priístas- tenga la capacidad de encabezar un esfuerzo de reconstrucción institucional. Podría parecer irónico proponer que sea el PRI (o los priístas) quien pudiera liderar un proyecto de renovación, pues, al final de cuentas, por más que todos los partidos estén saturados de mitos, nadie como el PRI ondea el estandarte del pasado, prende incienso a las vacas sagradas y antepone los intereses particulares a los del resto de la sociedad. Pero en cierta forma, lo opuesto también es verdad: por su historia y naturaleza, nadie como ellos (incluyendo a los expriístas y a quienes abandonen el barco en el futuro mediato) entiende el poder y su ejercicio.

A la fecha, los priístas se han dedicado a ordeñar al sistema, al erario y al pueblo de México como si no hubiera futuro. Por ello la gran pregunta es si podrán ser capaces de resolver los problemas fundamentales del país y reconstruir los marcos institucionales para hacer posible el progreso y el desarrollo económico, antes que proteger intereses y vacas sagradas, la que ha sido su propensión por muchos años. En Argentina fueron los peronistas, los grandes defensores de las vacas sagradas, quienes comenzaron a sacrificarlas. La pregunta es si el PRI tendrá los tamaños para construir en lugar de seguir medrando.

¿Y el consumidor qué?

Algunas empresas, sindicatos y partidos pretenden unirse en un Consejo Económico y Social para supuestamente avanzar el proceso de reforma económica. Es un intento por demás burdo por restaurar el corporativismo, minar las frágiles e incipientes instancias democráticas y, una vez mas, trasquilar al consumidor.

 

Petróleo y migración

Luis Rubio

Difícil encontrar dos sociedades más diferentes y dispares en su naturaleza y modo de ser. Hasta en las concepciones más elementales, las formas políticas y los modos de interactuar, los mexicanos y los norteamericanos somos totalmente distintos. Lo que aquí parece natural y es por demás emblemático, allá resulta ser incomprensible; y viceversa, lo que a ellos les parece evidente y lógico, aquí resulta ser ajeno, intervencionista y a todas luces abusivo. Nuestro modo de presentar las cosas tiende a ser maximalista, es decir, se demanda todo y se juega a ganar o perder, en tanto que allá todo es sujeto de negociación y el objetivo de la política es lograr un acomodo entre las partes. Cuando los gobiernos de las dos naciones se sientan a negociar, enfrentan diferencias no sólo de objetivos, sino de esencia. Esto es lo que se puso de manifiesto con el claro mensaje que enviaron aludiendo a los temas más álgidos en cada una de las dos naciones, el petróleo para nosotros y la migración para ellos.

El mensaje fue nítido y preciso, pero indirecto. No fue un miembro del poder ejecutivo quien presentara la nueva postura norteamericana con relación a nuestro país; la comunicación llegó en la forma de un addendum a una legislación presupuestal. La enmienda, patrocinada por un grupo de Republicanos, todos ellos miembros del Comité de Relaciones Internacionales de la cámara baja en el congreso norteamericano, tenía por objeto decir algo así como “antes éramos amigos y aliados, ahora somos vecinos, ambos adultos y tenemos que relacionarnos como tales; entendemos que su prioridad con nosotros es la protección legal de sus connacionales que residen ilegalmente en Estados Unidos, así como la migración de mexicanos hacia este país, en tanto que nuestra prioridad es la apertura del sector petrolero a la inversión norteamericana. Es tiempo de negociar con base en nuestros intereses mutuos y no de amistades contingentes”.

El Representante Class Ballinger, en forma poco sutil, fue el encargado de plantear los términos de la negociación en materia petrolera y migratoria. La respuesta mexicana a tal planteamiento fue la lógica y predecible, pero no necesariamente la más conveniente para el desarrollo del país. En su expresión más fundamental, la reacción mexicana pone de manifiesto la incapacidad e indisposición para analizar y debatir los temas más elementales del desarrollo del país, la relación con Estados Unidos y la primacía del tema migratorio en la agenda política nacional.

Hay tres ángulos que son clave para evaluar el desafío formulado por el gobierno norteamericano: el porqué del mensaje, el brutal contraste en la manera de plantear la agenda de negociación entre las dos naciones y, lo más trascendental, cómo vamos a financiar el desarrollo del país en el largo plazo. El conjunto de estos tres elementos permite apreciar el planteamiento norteamericano en su dimensión real.

La postura estadounidense vino en la forma de una enmienda, que es la manera en que se denomina en el congreso norteamericano al conjunto de adiciones y condicionantes que los congresistas emplean frecuentemente para avanzar sus posiciones. Al agregar una enmienda a una legislación importante, un congresista incrementa las probabilidades de que su interés avance porque nadie quiere arriesgar el éxito de la legislación en su conjunto por una condicionante que, a menudo, es poco atractiva para los demás legisladores. Pero ese no fue el caso de esta enmienda en particular; aquí el objetivo era enviar un mensaje más que imponer una condicionante. Esta enmienda, similar a los “puntos de acuerdo” del congreso mexicano, establece que cualquier acuerdo con México en materia migratoria debe incluir la correspondiente disposición de nuestro país para abrir el petróleo a la inversión norteamericana.

Como era de esperarse, la enmienda recibió poca cobertura periodística en Estados Unidos. Este hecho no disminuye la importancia del mensaje, aunque se trata nada más de eso, una comunicación. Su importancia reside en dos factores: primero, en la frustración que refleja del establishment norteamericano respecto a México; y, segundo, en la nueva postura norteamericana sobre nuestro país. Todo sugiere que el remitente del mensaje no es un grupo de representantes marginales, sino el propio presidente norteamericano, en cuyo caso su importancia sería todavía mayor. Sea como fuere, nuestros vecinos reconocen así que no podemos ignorarnos el uno al otro y que, por lo tanto, se tienen que encontrar maneras de resolver los problemas comunes. Al mismo tiempo, el mensaje indica, con toda claridad, que ellos están en la mejor disposición de negociar con México como iguales: no más concesiones. Y, como iguales, ambos tenemos que ceder para avanzar.

Pero una cosa fue el mensaje y otra muy distinta la respuesta del destinatario. Independientemente de lo que los estadounidenses hayan querido decir o de la manera en que hayan estimado que los mexicanos reaccionaríamos, nuestro talante era completamente anticipable: se descalificó la propuesta, se acusó de intervensionistas a los norteamericanos y se invocó a la bandera nacional para evitar una discusión seria del asunto. Este es uno de los muchos ejemplos sobre las diferencias abismales entre las percepciones y modos de actuar de las dos naciones.

Para los norteamericanos, los conflictos y las diferencias, independientemente de su naturaleza, se resuelven negociando. Las partes debaten a sabiendas de que no van a ganar todos sus puntos ni alcanzar todos sus objetivos, pero seguros de que todos los involucrados alcanzarán un acomodo, logrando lo suficiente como para sentirse victoriosos. Sus leyes y decisiones legislativas son siempre producto de una negociación donde todos participan en espera de beneficios, tanto  por el proceso como por el resultado. Cuando proponen una transacción de petróleo por migración, no significa que busquen quedarse con Pemex, sino sólo emprender un proceso en el que ambas partes lleven adelante sus posturas: algo de liberalización en el tema migratorio a cambio de algo de apertura en el ámbito petrolero.

Nuestra manera de actuar es casi exactamente la opuesta. La postura mexicana es la de todo o nada. En el caso migratorio, el (desafortunado) término que empleó el gobierno mexicano para plantear su postura lo dice todo: quería “toda la enchilada” y no migajas, es decir, quería una apertura total a los migrantes mexicanos y no aceptaría nada menos que eso. A casi tres años de iniciada esa “negociación”, hoy sabemos qué es lo que obtuvimos a cambio de esa posición maximalista: nada. El tema migratorio nunca se formuló como un tema de negociación, sino como un asunto de derecho humanos y laborales: no estábamos negociando nada, sino exigiendo concesiones de los norteamericanos. Su respuesta ahora es muy clara: si queremos migración, tendremos que negociar; para los estadounidenses la migración es lo más sensible y políticamente difícil, por lo que están dispuestos a negociar con México por algo equivalente.

El planteamiento migratorio del actual gobierno contrasta fuertemente con la negociación del TLC. En retrospectiva, quizá lo más impactante de aquella negociación fue el hecho de que el gobierno mexicano fuera capaz de desarrollar una organización y una concepción conducentes a una negociación de iguales. En lugar de demandar todo y quedarse con las manos vacías, aquel equipo negociador analizó las fortalezas y debilidades de ambas partes, desarrolló una estrategia cabal y logró una negociación extraordinariamente ventajosa para el país. En lugar de estrategia y de un intento por comprender la lógica y los intereses de nuestra contraparte, los planteamientos del actual gobierno se fundamentaron exclusivamente en una lectura de las encuestas nacionales. Con esto no es difícil explicar el fracaso al que se llegó.

Independientemente de que en algún momento las dos naciones entren en una negociación de petróleo por migración, el tema petrolero es uno que los mexicanos ya no podemos eludir. Es irónico que, tratándose de un sector tan importante, con un potencial enorme para activar el desarrollo, hayamos optado por coartar su crecimiento, limitar su potencial y desaprovechar el par de décadas que aún le quedan como fuente de desarrollo (antes de que otras fuentes de energía resulten competitivas). Al limitar la inversión, el petróleo no hace sino financiar parte del costo del gobierno y la burocracia. De abrirse la inversión, obviamente bajo un esquema de estricto control soberano y en forma paralela a Pemex, el país podría gozar de enormes ingresos adicionales, más  empleos y nuevas fuentes de riqueza en la forma de refinerías, petroquímicas y demás. El Pemex actual, sobre todo en el contexto de un gobierno que recauda tan poco, no puede sino seguir siendo una fuente marginal de recursos. O, puesto en otros términos, la estructura monopólica de la industria petrolera que hoy existe constituye un fardo, el lugar de una oportunidad, para el desarrollo del país. Tratándose de un sector denominado como estratégico, lo lógico sería dedicarle todos los recursos posibles; pero lo que ocurre es que estamos cuidando tanto el recurso que quizá acabemos guardándolo en el subsuelo aún después de que haya dejado de ofrecer las oportunidades que hoy son asequibles.

En todo esto, el tema importante no es la negociación con Estados Unidos, sino nuestra propensión casi instintiva a cerrarnos oportunidades. Los americanos han optado por decirnos que si no somos capaces de organizarnos para crear riqueza y fuentes de empleo suficientes para todos los mexicanos, busquemos otras posibilidades, no concesiones de su parte. La estructura de nuestra industria petrolera y eléctrica, usualmente pilares de cualquier economía, no es adecuada para contribuir al desarrollo del país. Si no queremos que otros nos estén enviando mensajes, deberíamos comenzar a organizarnos y resolver nuestros problemas por nosotros mismos. La alternativa es negociar opciones que resuelvan dos problemas centrales a una misma vez: el petróleo y la migración.

www.cidac.org

¿Gobierno vs. crecimiento económico?

Luis Rubio

Sin crecimiento económico, ninguna sociedad con el perfil demográfico de la nuestra puede sostenerse por mucho tiempo. De hecho, más allá de posturas ideológicas y preferencias políticas, entre los mexicanos hay consenso sobre la imperiosa necesidad de lograr y sostener tasas elevadas de crecimiento. Desafortunadamente, no hay un acuerdo equivalente en las acciones que tendrían que ser emprendidas para poder alcanzarlas. Mucho peor, no hay  reconocimiento de que buena parte de las acciones gubernamentales y legislativas, así como las de muchas organizaciones productivas y sociales, atentan contra el crecimiento de la economía. El estancamiento de nuestra economía es producto de lo que se ha hecho y de lo que ha faltado por hacerse. La responsabilidad es toda nuestra.

El panorama actual está lleno de contrastes. Por un lado, todo mundo quiere que la economía crezca; por el otro, hay una tendencia creciente a hacer lo posible por perpetuar el estancamiento y nadie reconoce la conexión entre ambas cosas. El empresario que se queja de las demandas de los (supuestos) representantes de los campesinos es con frecuencia el mismo que se queja de las importaciones chinas; el diputado que le reclama al gobierno más gasto para su causa favorita, es el mismo que votó en contra de la reforma fiscal; el gobernador que exige ampliaciones de fondos es el que instruye a su bancada en el poder legislativo para que obstruya las iniciativas del ejecutivo. Los senadores que rechazan la necesidad de una nueva reglamentación para la industria petrolera y petroquímica son los mismos que critican al presidente por la falta de resultados. Fox ofrece mejores resultados, pero su administración se empeña en obstaculizar al empresariado. Todas éstas son dos caras de una misma moneda.

Puesto en otros términos, el crecimiento económico es una aspiración generalizada pero nadie quiere asumir los costos que entraña el crear las condiciones para hacerlo posible. “Que el costo lo paguen los bueyes del compadre”, es la premisa común. Así vemos que el presidente quiere quedar bien con todos los intereses y acaba quedando mal con todos los mexicanos. Los senadores del PRI quieren hacer valer sus preferencias ideológicas y, a la vez, impedir que el presidente tenga algún éxito, haciendo imposible la inversión privada en las pocas áreas que ofrecen un potencial de revitalización económica relativamente rápida. Los diputados que piensan que impidiendo una recaudación fiscal más elevada y equitativa a través del IVA van a castigar al gobierno del presidente Fox, acaban paralizando a la administración pública en su conjunto. Todos y cada uno de estos actores políticos tienen buenas razones para comportarse como lo hacen y su retórica es florida y rica en justificaciones. Pero el hecho es que la economía del país está estancada y nadie asume su responsabilidad en este resultado.

La gran pregunta es a quién beneficia el estancamiento económico. Si bien es cierto que el crecimiento económico favorece al presidente en turno, un sistema político que no permite la reelección impide que el ejecutivo obtenga el beneficio electoral. Es posible que el partido del presidente logre algún beneficio, pero la relación entre una cosa y la otra tiende a ser menos evidente, como pudimos apreciar en el 2000. Quizá algún día existan mecanismos que le permitan al ciudadano efectivamente exigirle cuentas a sus representantes, pero mientras eso no suceda, es posible, como sugieren las encuestas, que los perjuicios por el estancamiento sean mayores para todos los políticos, independientemente del partido al que pertenezcan, que los beneficios que alguno de ellos pudiese obtener por la recuperación.

Siendo así, la pregunta es por qué hay una virtual “conspiración” en el país contra el crecimiento. En lugar de que la suma de los intereses de miles o millones de individuos y grupos reditúe en un beneficio para la colectividad, como se esperaría de una sociedad bien organizada, México está en el centro de intereses encontrados que no encuentran tamices y mecanismos de intermediación que permitan obtener un beneficio para todos. De esta manera, el beneficio percibido por unos (como los que demandan las organizaciones políticas que representan o dicen representar a campesinos del país) choca con el desarrollo del resto de la sociedad. La protección de las importaciones que demandan algunos grupos de productores implicaría mayores costos y quizá menor calidad para los consumidores. Todo esto es sintomático de la desorganización que nos ha tocado vivir.

No hay nada de anormal en las demandas y manifestaciones de los diversos intereses en la sociedad. Es natural que cada quien vele por su propio interés. Lo errático es el proceso de toma de decisiones de la sociedad en su conjunto, pues éste permite que los intereses de unos paralicen a los otros, máxime cuando se apela a vías no institucionales como el cierre de carreteras, el bloqueo de puentes fronterizos o la amenaza del uso de machetes. Por si lo anterior no fuera suficiente, los miembros del poder legislativo suelen representar intereses distintos a los de sus electores, lo que se traduce en prebendas para los grupos tradicionales dentro de los partidos. En aras de proteger a un sindicato, por ejemplo, todas las familias mexicanas están pagando tarifas eléctricas muy superiores a las que pagarían si la inversión en el sector fuera mayor y la empresa pública más eficiente.

Esta situación es novedosa por dos razones. Primero, por décadas, el sistema de decisiones operó bajo el principio, muy dudoso, de que el presidente sabía mejor que el resto de la población lo que convenía al país. Bueno o malo, ese mecanismo permitía resolver los conflictos por medio de una decisión lapidaria dentro del ejecutivo. Al terminar la era priísta en la presidencia, se rompió esa mecánica y quedó un sistema incapaz de tomar decisiones de manera colectiva. La novedad radica en la inexistencia de mecanismos que permitan procesar las demandas de la sociedad en forma tal que se logre conciliar diferencias y se avance el desarrollo del país. Segundo, por varios años, la economía gozó de tasas más o menos altas de crecimiento debido, fundamentalmente, a la inversión extranjera y las exportaciones generadas por la entrada en vigor del TLC. Lo nuevo desde entonces es el menor dinamismo de la economía estadounidense en los sectores en que nuestra economía puede exportar, además de que ya no son tan relevantes los factores que atrajeron a la inversión extranjera en el pasado.

En consecuencia, la economía del país requiere de nuevas fuentes de crecimiento que se sumen a las ya existentes. El problema es que no hay decisiones ni acciones orientadas en esa dirección El gobierno federal ha sido incapaz, al menos hasta ahora, de generar condiciones propicias para el desarrollo económico dentro de su propio ámbito administrativo (a través de mejores y menos onerosas regulaciones, para comenzar), así como para impulsar iniciativas de reforma sólidas en materia energética, petroquímica y petrolera. El congreso, por su parte, se ha ocupado más  en cultivar los intereses particulares y partidistas de sus miembros que los de la población en general, arrojando una situación de parálisis que a todos debiera preocupar.

Gobierno y Congreso pueden emplear sus vastos recursos retóricos para culparse entre sí o para asignar culpas a terceros (los campesinos, la guerra, la economía estadounidense, la recesión mundial, el conflicto India-Pakistán o lo que sea), pero no pueden renunciar a su responsabilidad. Sus acciones, lo mismo que sus inacciones, han provocado que el país se retrase, que diversos proyectos de inversión no se consoliden y que la economía navegue a la deriva. Las cifras de inversión extranjera para el año pasado son sugerentes: todo  indica que éstas fueron sensiblemente inferiores a las de la década pasada. Una vez más, lo fácil es culpar a los inversionistas y a la recesión, a la economía china o a la vecina del primo en Tingüindín, pero la realidad es que el país está perdiendo competitividad frente a otras naciones.

La ausencia de crecimiento en la economía refleja no sólo el hecho de que otras naciones resultan más atractivas como punto de localización o producción que la nuestra, sino también el enorme deterioro que caracteriza a la seguridad pública, la infraestructura, la educación y la capacidad de resolución de conflictos. La falta de crecimiento impacta a toda la sociedad, pero particularmente a aquéllos que ven deteriorada su capacidad adquisitiva,  ya no por la inflación, sino por la carencia de activos personales (en la forma de educación o habilidades) o simplemente de un empleo. De no corregirse estos males, el país puede acabar adicionando nuevas generaciones de mexicanos pobres, incapaces de integrarse a la economía moderna. Nada de esto es trivial.

Cada vez que el gobierno falla en resolver un conflicto en favor del crecimiento, el país pierde decenas de oportunidades potenciales. Tanto la ciudadanía como los inversionistas, mexicanos y extranjeros, están pendientes de lo que hace el gobierno, de los criterios que guían las decisiones (o, en los últimos tiempos, indecisiones) de los legisladores y arriban a conclusiones propias que les animan a ahorrar o gastar, invertir aquí o allá. Desde esta perspectiva, el actuar del ejecutivo en los últimos dos años ha sido particularmente preocupante: no sólo no ha resuelto los problemas de esencia, como el de la inseguridad pública, sino que ha mostrado una particular incompetencia en la solución de problemas específicos, todos ellos simbólicos y por demás significativos. Baste citar el frustrado proyecto de construcción del nuevo aeropuerto de la ciudad de México o los avatares en el conflicto de TV Azteca con Canal 40. También ha mostrado incapacidad para forjar una relación funcional con el poder legislativo, misma que impacta de manera definitiva el crecimiento. Hay muchas salidas para la economía del país, pero éstas requieren acciones y decisiones. Requieren, sobre todo, disposición y capacidad de actuar.

www.cidac.org

Llegó el tiempo de pagar los platos rotos

Luis Rubio

Ahora que el ministro iraquí de información ya no aparece en el televisor para informarnos de los extraordinarios avances de su ejército y de la inminente derrota de los norteamericanos, alguien en el gobierno mexicano tiene que comenzar a reconocer los costos de nuestra política exterior y hacer algo al respecto. Si bien es sencillo describir la sucesión de ideas, conceptos y objetivos que nos llevaron a confrontarnos con los norteamericanos, así haya sido de una manera legítima y popular, no debemos dejar de preguntarnos si esa estrategia de política exterior fue la idónea y adecuada para México. Todo indica que, por el contrario, los costos de lo ya hecho serán abismales.

Ahora que la guerra ya terminó (y, con todos sus vaivenes, resultó ser más popular en Irak de lo que millones de personas y políticos alrededor del mundo pensaban), el gobierno y la sociedad norteamericanas se ocupan nuevamente de los temas cotidianos. Desde la perspectiva estadounidense, es el momento de restaurar relaciones con el resto de las naciones, compensar a quienes los apoyaron y determinar cómo lidiar con quienes se les opusieron. Ciertamente puede ser denigrante para una nación soberana atravesar por un proceso de esta naturaleza. Pero dada la enorme asimetría de poder que hoy caracteriza al mundo, lo que en realidad debe ser cuestionado es la decisión que, de manera soberana, tomó el gobierno del presidente Fox para colocar al país en contra de nuestro principal socio comercial y la más importante de nuestras relaciones políticas y diplomáticas en el mundo. Así es esto de jugar con las potencias.

Este tipo de cuestionamientos están teniendo lugar alrededor del mundo, sobre todo en Francia, pero también en Alemania, Bélgica y Rusia. Ahora que los costos de la política anti-norteamericana han comenzado a evidenciarse,  diversos políticos y periodistas en esos países intentan entender los porqués de una estrategia tan visceral que no tenía posibilidad alguna de éxito. En algunos casos, sobre todo en el de las naciones con una clara e histórica vocación de potencia, como Rusia y Francia, lo extraño fue el extremo al que sus gobiernos estuvieron dispuestos a llegar. Antes de esta última confrontación, lo típico del comportamiento de ese tipo de naciones había sido la política de brinkmanship (de empujar y empujar hasta el extremo, pero sin dar el paso final al abismo), que se ilustró con el primer voto sobre Irak (resolución 1441) al final del año pasado: Rusia y Francia amenazaron con vetar la resolución y presionaron hasta el último minuto, sólo para promover después una resolución unánime. Naciones sin experiencia en estos menesteres, como la nuestra, fueron sorprendidas por los profesionales.

Pero en la propuesta de segunda resolución ganaron las pasiones, hasta las de los profesionales. La característica de ese proceso fue más bien la lujuria retórica de personajes como el presidente francés, pero también de nuestro presidente Fox. En ambas instancias, la retórica inflamó los ánimos de la población y elevó la popularidad de los gobernantes, haciendo imposible una evaluación racional de los costos y beneficios de votar de una manera u otra. No pasó mucho tiempo antes de que el presidente Chirac experimentara los primeros rechazos, sobre todo el desprecio que le mostraron las nuevas democracias del este de Europa, quienes dependen de EUA para su seguridad geopolítica, dada su vecindad con la antigua Unión Soviética. El berrinche del gobierno francés exhibió las grietas existentes dentro de Europa, además de poner en entredicho la alianza atlántica que le había dado consistencia y estabilidad a la sociedad de naciones desde el fin de la segunda guerra mundial.

En nuestro caso, dada la historia de invasiones e intervenciones estadounidenses, pero sobre todo de su explotación política por parte de gobiernos priístas a lo largo de muchos años, no era necesario rascarle mucho a la superficie de la cultura popular para encontrar una jugosa viña de rechazo a las soluciones violentas y un profundo anti-norteamericanismo. El presidente Fox no sólo encabezó el rechazo popular, sino que lo llevó a niveles extremos, haciéndose notorio no por su pretendida promoción de la paz, sino por exacerbar los ánimos y el descrédito insistente al gobierno de nuestro vecino del norte. Fox acabó elevando sus niveles de popularidad, creyendo que esto sería gratuito. En medio de todo lo anterior se evidenció la supina y extrema ignorancia de nuestras autoridades sobre el modo de proceder de los norteamericanos y, en particular, de su actual gobierno. Esa ignorancia nos va a costar carísima.

Nada de lo anterior pretende justificar la andanada norteamericana en el Medio Oriente ni sugiere que su estrategia de combate al terrorismo sea la correcta o que, en todo caso, amerite nuestra aprobación. La lógica de su ataque a Irak y su proyecto de contención de la organización responsable de los ataques terroristas del once de septiembre puede ser la correcta o no, y su decisión de llevarla a cabo unilateralmente, contra de muchos de sus aliados tradicionales,  por demás condenable. Las encuestas sugieren que la abrumadora mayoría de los mexicanos no tiene ni la menor duda sobre lo que opina al respecto. A pesar de lo anterior, no es nada obvio que la manera de proceder del gobierno del presidente Fox a lo largo de estos meses y años haya sido la más conveniente para el país.

México se colocó en la línea de fuego del gobierno norteamericano al buscar con insistencia formar parte del Consejo de Seguridad de la ONU. Hay que recordar que esa membresía se logró en el mes de octubre del año 2001, es decir, varias semanas después de que todo en la política norteamericana cambiara súbitamente y que el presidente Bush definiera con toda claridad su postura de ese momento en adelante: el que no estuviera con ellos, estaría con los terroristas. De esta manera, es evidente que el gobierno mexicano no tomó sus providencias en materia de política exterior: de una manera totalmente irresponsable, estimó que nuestra membresía en el Consejo de Seguridad le traería un enorme prestigio al gobierno y al país, sin jamás reparar en la posibilidad de que, tarde o temprano, se colocaría entre la espada y la pared, como efectivamente ocurrió a raíz del conflicto en Irak. Mientras que para los observadores de la política estadounidense era obvia la transformación de todos los marcos de referencia norteamericanos después de los ataques terroristas, el gobierno mexicano prosiguió con sus planes con una ceguera total.

Nuestra membresía en el Consejo de Seguridad, aunada a la verborrea pacifista y de superioridad moral del gobierno mexicano,  va a acabar siendo sumamente onerosa. Ahora que el resultado de la guerra de Irak les es sumamente favorable, Estados Unidos reivindica todas sus premisas (y excesos), a la par que la estatura del presidente Bush crece de manera asombrosa en su propio terreno político. Mientras tanto, las percepciones norteamericanas sobre nuestro gobierno se han empequeñecido de una manera no sólo preocupante, sino potencialmente catastrófica. Aunque los responsables dentro de nuestro gobierno estiman que se trata de un distanciamiento reparable, es evidente que la brecha es enorme y que, dada la estructura binaria que anima las decisiones de aquél gobierno, la relación será irreparable al menos en lo que resta de la administración del presidente Bush. Esto no significa que pudieran existir iniciativas expresamente diseñadas en contra de México, pero sí que sólo habrá receptividad ante las peticiones o iniciativa del gobierno mexicano que sean de su interés particular. El resto quedará excluido. Incluso, está en duda la asistencia del presidente Bush a las reuniones de jefes de Estado que en materia de seguridad hemisférica están previstas para los próximos meses en nuestro país.

Mucho de lo que ocurra en los próximos meses y años va a depender de lo que el gobierno estadounidense decida hacer respecto a sus aliados tradicionales. Es posible que, siguiendo la máxima churchiliana, el gobierno norteamericano acabe siendo magnánimo con su victoria y que eso abra espacios para estrechar los vínculos entre las principales potencias occidentales, incluyendo a Rusia. De ser así, nosotros seguramente también podríamos encontrar alguna manera de sumarnos. Como ya resultó evidente, el tema de seguridad fronterizo, que para ellos es central, podría servir de cuña para comenzar a restablecer canales de comunicación. En todo caso, lo más probable es que la magnanimidad del gobierno de EUA se limite a quienes fueron sus aliados y, sobre todo, a Irak, donde tiene la intención de desarrollar un modelo de sociedad para el resto de las naciones del Medio Oriente y forzar, por este medio, un cambio en la región en general. De ser así, las gélidas temperaturas que hoy caracterizan a algunas de las relaciones trasatlánticas serán la norma para nosotros.

Los costos de una política exterior amateur van a acabar siendo enormes, pero tal vez poco mesurables. Aunque no parece haber ninguna razón para pensar que habrá modificaciones en el plano económico de la relación bilateral, es de esperarse que muchas de nuestras ventajas competitivas sufran una erosión todavía más acelerada cuando las otrora ventajas y concesiones nuestras se otorguen a la mayoría de las naciones centroamericanas que, nominalmente, formaron parte de la alianza contra Irak. Mientras otros negocian ventajas futuras, nosotros nos quedamos con lo que logramos hace lustros. Todo esto tendrá un costo en crecimiento económico y en los satisfactores con los que éste viene acompañado.

La aventura de una política exterior agresiva nos va a acabar saliendo muy cara. La pregunta es quién o qué se benefició y qué ganamos con alienar a nuestro principal socio comercial y motor de nuestra economía. Por muchos años, el país optó por no participar en foros donde los costos potenciales de nuestra presencia fueran infinitamente mayores que los beneficios. Es tiempo de reconocer la sabiduría de ese principio informal de la política exterior y comenzar a pagar los costos de una fiesta por demás irresponsable.

www.cidac.org