Cuentas pendientes

Luis Rubio

El experimento democrático mexicano tiene un gran activo y un sinnúmero de carencias. El gran activo, algo nada despreciable dada nuestra historia, reside en haber remontado la era del fraude electoral. Pero, mientras que los beneficios de la competencia electoral se pueden apreciar de manera cotidiana, las carencias de la democracia siguen siendo tan amplias y diversas que lo abarcan todo: lo económico, lo político y social. Cada uno de éstos requiere y justifica un análisis serio, así como acciones concretas por parte del gobierno y del legislativo. Un buen lugar para comenzar el análisis podría ser el conjunto de entidades creadas para suplir carencias en nuestra vida institucional, es decir, los organismos independientes o autónomos que han proliferado en los últimos años y que, en muchos casos, han inaugurado un nuevo género de vicios.

Las carencias democráticas del país son muchas y de diverso orden. El espectáculo que ofrecen los partidos y los políticos de manera cotidiana es revelador de dos características particularmente nocivas de la democracia mexicana actual: la ausencia de ciudadanos en la ecuación de la política y la inexistencia de mecanismos de rendición de cuentas. Los políticos actúan como si vivieran en un vacío político, como si la ciudadanía no existiera. Sus conflictos tienen como referente su historia y los intereses de sus líderes partidistas, pero la ciudadanía es la gran ausente.

En la perversa lógica de la política mexicana, la de antes y la de ahora, pues en esto no ha habido cambio alguno, los ciudadanos están para servir a los políticos y no a la inversa. Es evidente que los políticos ya no pueden abusar de la ciudadanía de la manera en que lo hacían en el pasado, pero la esencia de esa relación no se ha alterado. Un viejo chiste decía que la diferencia entre una dictadura y una democracia reside en un factor central: en las dictaduras los políticos se burlan de los ciudadanos, en tanto que en las democracias, son los ciudadanos los que se ríen de los políticos. En México, hace décadas, o siglos, que los ciudadanos se burlan de sus políticos, como ilustran las olas de chistes y pifias que caracterizan diversos episodios de nuestra historia. Pero la crítica implícita no repercute más allá.

Las carencias democráticas son tan patentes que basta con observar los pleitos callejeros entre políticos, por no hablar de la violencia de su lenguaje, para alertarnos sobre la posibilidad de que nuestro reciente ingreso a la vida democrática acabe naufragando por la inexistencia de políticos capaces de pensar más allá de sus intereses primarios. En lugar de desarrollar un marco institucional que permita a la sociedad ser representada, los políticos se concentran en la protección de sus fuentes de privilegios, en la destrucción de sus adversarios y en el empleo de un lenguaje tan pueril que hiere el corazón de lo que debería ser un debate serio y civilizado. Sólo para ilustrar el punto, vale la pena imaginar qué estaría pensando don Jesús Reyes Heroles quien, entre otras muchas virtudes, acuñó la frase aquella de que en política la forma es fondo, al ver a muchos distinguidos priístas compitiendo con los boleros por el mejor uso del lenguaje.

Ninguna de las carencias democráticas en el país es nueva; lo que es nuevo es la complejidad y dificultad del proceso político, ahora que han desaparecido las anclas institucionales de antaño o los mecanismos de disciplina del viejo sistema. Un sistema democrático de gobierno implica, por definición, la inexistencia de mecanismos de disciplina autoritarios, pero no la ausencia de disciplina. Se trata de dos mundos contrapuestos.

En el pasado, el presidente tomaba decisiones para después organizar procesos de negociación, usualmente dentro de su propio partido, que hacían posible su instrumentación. Esos mecanismos permitían la toma de decisiones dentro del gobierno, así como un cierto grado de participación de diversos intereses políticos en el proceso, pero ignoraban al resto de la sociedad. Un sistema democrático de gobierno implica la existencia de pesos y contrapesos, de frenos a los excesos del gobierno y de la discusión seria y meditada de los temas que exigen decisiones por parte del gobierno, pero también de mecanismos de presión sobre el poder legislativo, para que este actúe y no se paralice. El país transitó de una era caracterizada por decisiones frecuentemente unipersonales a otra en que nadie está dispuesto a decidir o a asumir responsabilidad alguna, como bien ilustra el paso al populismo en materia fiscal que dio el congreso esta semana.

En la actualidad hay al menos tres causas de parálisis, todas ellas vinculadas con una transición política incompleta, no planeada y, tanto peor, no pensada. En primer lugar, los funcionarios gubernamentales evaden tomar decisiones por temor a sanciones futuras, revanchas políticas o por el riesgo de incurrir en faltas administrativas absurdas. La reglamentación creada con el supuesto propósito de erradicar la corrupción, dieron lugar a un tipo de Frankenstein que no tenía otro objetivo que perseguir a un funcionario por razones políticas. Si pretendemos que el país cuente con un gobierno eficaz, se tendrán que eliminar esas regulaciones absurdas y perversas y substituirlas por un mecanismo moderno que haga posible el funcionamiento eficaz, además de impoluto, del gobierno.

En segundo lugar, el poder legislativo vive una era de lujuria. Liberados del yugo presidencial, los supuestos representantes populares no hacen sino representarse a sí mismos. Ante la inexistencia de mecanismos de expresión y presión por parte del ejecutivo y de la población, los legisladores sólo tienen tiempo para sus disputas intestinas. La estructura del poder legislativo, con una mezcla de legisladores por representación directa y representación proporcional, impide la rendición de cuentas, inhibe el desarrollo de mecanismos e incentivos que sirvan para que exista disciplina en el mundo de la política y abre reductos para una parálisis permanente. En lugar de encabezar la transformación institucional del país y llevar a cabo las tareas a las que las últimas administraciones priístas se opusieron (porque temían de la posible percepción de que estaban dispuestas a perder el poder), el poder legislativo ha perdido todas las oportunidades que desde 1997 ha tenido para sentar las bases de un país moderno. Los avatares fiscales de la última semana son muestra fehaciente del primitivismo político y de la ausencia de reconocimiento de la precariedad de la economía del país.

Finalmente, en tercer lugar, la transición política ha sido por demás pedregosa y se ha acompañado de la creación de instituciones pensadas de manera táctica y para el corto plazo, pero cuya existencia plantea riesgos serios de largo plazo. En un extremo, éstas podrían convertirse, irónicamente, en un obstáculo para la consolidación democrática del país. En los últimos años del reino del PRI y en lo que va de la presente administración, se ha intentado capotear los problemas de credibilidad y legitimidad del sistema político mediante la creación de entidades autónomas e independientes. La idea era compensar la debilidad institucional que aqueja al país con la credibilidad que le pudieran aportar personas en lo individual a la cabeza de dichas entidades. Es así como se crean instituciones tan distintas como el IFE y el IPAB, las comisiones de derechos humanos y el Instituto Federal de Acceso a la Información. Con una lógica similar se reformó la Suprema Corte de Justicia y se transformó la entidad encargada de fiscalizar las cuentas públicas (la Auditoría Superior de la Federación).

Cada una de estas instituciones ha contribuido al proceso de cambio político y ha servido para mantener la estabilidad política, así como para abrir fuentes de oxigenación al viejo sistema. Muchas de estas entidades han logrado forzar al gobierno federal, así como a los estatales y municipales, a rendir cuentas sobre algunas de sus actividades. A pesar de su éxito relativo, se trata de mecanismos imperfectos para el desarrollo político de un país. Las comisiones de derechos humanos pueden hacer recomendaciones, pero no substituyen la necesidad de un sistema judicial funcional; la Suprema Corte de Justicia ha transformado la vida política en el país, pero no ha llegado al ciudadano común; el IFE se ha ganado el respeto de la sociedad, pero no ha resuelto los problemas relativos a las disputas por el poder más allá de los electorales. Se trata de entidades diseñadas para tapar agujeros en la estructura institucional. Sin el menor afán de restarles mérito, su mera existencia revela los rasgos de un sistema de gobierno deficiente y de una democracia disfuncional. Peor, dada la propensión muy nuestra de conferirle características casi mitológicas a cada nueva institución, no advertimos que muchas de estas instituciones son también fuente de problemas.

El poder judicial, por ejemplo, ha visto crecer su presupuesto en doce veces entre 1995 y 2003. Obviamente, si una de nuestras grandes carencias democráticas tiene que ver con el estado de derecho, es lógico y necesario que se eleve su presupuesto; pero ¿a quién le rinde cuentas el poder judicial por su gasto?, ¿cómo podemos saber que ese dinero, contra toda evidencia, se está empleando para el desarrollo de la legalidad en el país y no para la construcción de nuevos mausoleos físicos o políticos? Algo similar se puede decir del IPAB: si uno ve la recuperación de la cartera mala de los bancos en los últimos años y la compara con la del IPAB, los resultados son reveladores. Mientras que los cuatro bancos, tan criticados, a pesar de haber sobrevivido gracias a que hicieron bien las cosas, recuperaron el 40% de esa cartera, el IPAB sólo recuperó el 9%. ¿Quién le exige cuentas al IPAB por su desastroso desempeño?

Dadas las circunstancias, nadie podía esperar una transición de terciopelo para la democracia mexicana. Pero los mexicanos esperábamos que políticos de otra altura encabezaran el proceso de construcción de esa democracia; vaya, que pensaran en el país y en el futuro más que en ellos mismos y en el pasado. Sin un proyecto orientado a elevar la eficiencia política, desarrollar la representación ciudadana y afianzar la rendición de cuentas, el riesgo de colapso resulta ser ingente.

 

De un ciudadano a un manifestante

Luis Rubio

Memorandum

A: manifestantes consuetudinarios

De: un ciudadano

 

Estimados manifestantes:

Hace unos días ustedes tuvieron la oportunidad de marchar por las calles de la ciudad de México sin contratiempos y sin que nadie los interrumpiera. Todos los que vivimos y trabajamos en la ciudad, abandonamos nuestras tareas cotidianas para que tuvieran la ciudad entera para ustedes.

 

Todos los mexicanos cargamos con agravios de muy distinta naturaleza. Los servicios públicos son una porquería, los asaltos nos tienen atosigados y la situación económica es desastrosa. Sobran razones para el enojo y la frustración. Lo que no entiendo es por qué desaprovechan la oportunidad de contribuir de una manera positiva a que todos esos agravios se resuelvan y podamos vivir en una sociedad próspera que a todos beneficie.

La impresión que ustedes dejan cuando secuestran un camión de transporte público, pintan bardas o destruyen escaparates es que lo único que les interesa es hacer bola y armar escándalo, sin quedar claro el para qué. Todos los ciudadanos entendemos que hay momentos en que es necesario protestar, pero lo que yo oí en el radio y vi en la televisión en la noche después de la llamada “megamarcha”, es que unos cuantos políticos caducos se juntaron con los líderes de algunos sindicatos para manipularlos a ustedes y a la opinión pública en general, al pretender hacernos creer que están defendiendo los intereses del país y de los más necesitados, cuando todo lo que están haciendo es proteger sus intereses y privilegios, o bien,  perseguir un fin muy particular.

Los manifestantes que fueron entrevistados en la radio y en la televisión hablaban de muchos temas, por cierto, distintos a los que enarbolaban quienes convocaron y encabezaron la marcha. Algunos de los entrevistados manifestaban su molestia por la expropiación de unas tierras, otros mencionaban el problema de PubliXIII; otros más esbozaban las consignas zapatistas. Algunos hablaron específicamente de la privatización eléctrica, aunque desconocían los detalles. Lo que más me sorprendió fue la distancia entre lo que la mayoría de ustedes apuntaban como problemas concretos, entre sus enojos acumulados y su profunda preocupación y hasta miedo por la incertidumbre respecto al futuro, y lo que los organizadores enarbolaban: los únicos que hablaron del tema eléctrico fueron los miembros del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME).

Los miembros del SME sí sabían qué buscaban con la manifestación. Para ellos lo que está de por medio en una reforma eléctrica es fundamental, pues se trata  de la defensa de una serie de privilegios de los que ni en sueños goza el resto de trabajadores mexicanos. Ellos pueden retirarse con su sueldo completo después de tan sólo unos años de trabajo. Saben que los sueldos que ganan y las prestaciones que reciben son tan grandes que un cambio en la estructura de la industria les resultaría muy costosa. Generar electricidad más barata o que la población y la industria puedan ser más competitivas como resultado de una reforma en este sector, constituye una amenaza a sus propios intereses.

A ninguno de ellos les oí siquiera mencionar aquellas cuestiones que aquejan  a la mayoría de mexicanos y a muchos otros que lograron movilizar tras su  propia causa. Para ellos lo importante es que sus circunstancias no cambien y han logrado que políticos, sindicatos y otras organizaciones se les sumen, aun cuando ninguno de ellos se beneficie de un “no” a la reforma eléctrica. O sea, para ellos todos ustedes son bola y un buen instrumento para que no se resuelvan los problemas que a todos aquejan.

Esa es la paradoja de la manifestación. Unos cuantos manipulan a otros tantos para proteger sus intereses. A ninguno de los organizadores de la marcha les importa si tú tienes empleo o si la economía mejora o empeora. Para ellos lo importante es que sus privilegios sean preservados.

Los organizadores de la marcha tienen una agenda muy concreta: quieren demostrar que cuentan con el apoyo de muchas personas, grupos y sindicatos para ponerse al tú por tú con el gobierno. Creen que jugando a las vencidas con el gobierno y los legisladores van a poder imponer su agenda de parálisis al resto de la sociedad mexicana.

Por eso me sorprende que ustedes participen en un juego que no les beneficia y del que sólo se puede derivar más bronca. Mientras que yo tengo que encontrar la forma de sobrevivir en esta situación económica tan complicada y difícil, encontrar una chamba adicional y todavía darme tiempo de cuidar de los chavos, ustedes se la pasan de lo lindo en las calles sin siquiera entender que le engordan el caldo a otros para su beneficio personal.

La situación económica es mala porque el gobierno sigue protegiendo a burocracias y empresas a través de regulaciones y criterios diversos que crean cotos de caza para grupos e intereses particulares, incluyendo los de muchos que participaron con ustedes en la manifestación. Mientras que para ustedes la marcha constituyó una manera de protestar, de hacerse presentes y tratar de que alguien los oiga, para esos grupos fue un medio para proteger lo que ya tienen. Es decir, ustedes les están haciendo la chamba a esos otros.

Lo que el país necesita es lo contrario a lo que demandan los grupos que convocaron a la marcha la semana pasada. Ellos organización manifestaciones multitudinarias porque quieren hacernos creer que son millones de personas quienes los apoyan. Pero la verdad es que son unos cuantos los que mantienen al país paralizado. Ustedes no tienen empleos o no tienen los empleos que quisieran porque esos grupos impiden que haya inversión en el país, obligan a que se mantengan regulaciones que hacen costosa la energía eléctrica para las casas y la industria y, con todo ello, aniquilan cualquier posibilidad de que ustedes tengan empleos productivos y bien pagados y que el país se desarrolle.

Ustedes participan en las manifestaciones porque están enojados, porque tienen miedo o porque ven que no existen oportunidades para su desarrollo. Yo les digo que todo lo anterior no se revierte armando bronca, ni obstaculizando las medidas que generarían las dos cosas que pueden hacer que el país prospere; éstas son la inversión y la productividad.

La inversión es necesaria para desarrollar la infraestructura carretera y de comunicaciones, para instalar fábricas y comercios, escuelas y servicio de energía eléctrica. Todo esto cuesta dinero, requiere inversión, en ocasiones fuertes sumas de recursos que deben generar rentabilidad para hacer atractiva una mayor inversión. Lo importante es que se invierta y que esa inversión se traduzca en oportunidades de desarrollo para las personas y, por lo tanto, para el país. Si seguimos con niveles tan bajos de inversión como los actuales, la economía no podrá crecer y eso implica menos empleos y oportunidades para ti y para mí. Todos perdemos cuando ésta no se realiza.

En el caso de la reforma eléctrica, lo que el gobierno propone es que se permita a inversionistas privados invertir en la generación de energía eléctrica. Que ellos compren los terrenos, adquieran la maquinaria y generen electricidad con la tecnología más moderna. Esa tecnología es más barata que la que emplea la CFE en la actualidad, utiliza gas, en lugar de combustóleo, lo que la hace menos contaminante y más barata. En realidad, lo que está proponiendo el gobierno es sumamente modesto. No está planteando la privatización de nada ni está sugiriendo que se abra la distribución o la transmisión del fluido eléctrico a la inversión privada. Con esa nueva inversión, el costo de la energía disminuiría, pero el resto del servicio seguiría siendo exactamente el mismo, con apagones y todo lo demás.

Como no tienen argumentos contra estas obviedades, los organizadores de la marcha se envuelven en la bandera nacional, como si ellos fueran más mexicanos que ustedes o yo. Su verdadero argumento es “friégate tú y no me quites mis privilegios”. ¿De verdad quieres avanzar sus intereses con tu participación?

Además de la inversión, el país necesita elevar su productividad de una manera constante. La productividad no es otra cosa que producir más con menos recursos, esto es, gastar menos dinero, energía o materias primas en la elaboración de un producto. En la medida en que se eleva la productividad, la población se hace más rica y el país gana. Se crean mejores empleos, se pagan mejores salarios, se consumen más bienes y todo mundo acaba mejor. Pero para elevar la productividad es necesario que se invierta en maquinaria y equipos nuevos, que haya operadores, ingenieros y técnicos capaces de operarlas y una infraestructura moderna y competitiva. O sea, es necesario que exista un buen sistema educativo, que la infraestructura sea tan buena como la mejor del mundo y que haya empresarios dispuestos a invertir y capaces de organizar la producción.

Los organizadores de la manifestación en la que participaste no aceptan ese concepto tan elemental porque implicaría la desaparición de sus privilegios, no les importa que eso atente en contra del desarrollo de oportunidades para ti y para el resto de los mexicanos.

Diviértete en las manifestaciones, pero date cuenta que cada marcha en la que participas reduce la posibilidad de que tus condiciones mejoren o que el país progrese. ¿De verdad quieres eso?

Reglas de etiqueta de la Unión Europea

+   En temas de importancia para ti, asegúrate que todos los demás sepan exactamente y con mucha anticipación qué es lo que estás buscando.

+   Si prometes algo, cumple.

+   En reuniones, habla solo cuando el tema es de gran importancia para tu país, o si crees que tu propuesta puede formar la base para un acuerdo de consenso.

+   No cambies la política pública salvo que tengas una buena razón.

+   Siempre debes tener un plan B por si el plan A deja de ser viable.

Fuente: Seminario de la Unión Europea en Septiembre 5, The Economist, Noviembre 22, 2003

www.cidac.org

Nuestra peculiar irrealidad

Luis Rubio

Uno podría pensar que la reforma fiscal, más que una propuesta de modernización, simplificación y racionalización del sistema de recaudación de impuestos, es una fórmula para fabricar drogas psicodélicas. En lugar de una propuesta técnica para sentar las bases para la estabilidad financiera del gobierno y para el crecimiento económico del país en el largo plazo, el tema fiscal parece crear urticaria entre los políticos y genera reacciones por demás interesantes que, de no ser por su gravedad, serían risibles. En lugar de análisis y debates serios, produce reacciones alucinantes entre los legisladores. En lugar de un proyecto serio de reforma, todo lo que los legisladores han podido producir, en el mejor de los casos, es una serie de nuevos parches, que seguro usarán después para decir que el crecimiento no se logra porque otros no saben lo que hacen.

Las reacciones son de caricatura. Primero el PRI logra un acuerdo, que luego desautoriza su líder; se anuncia un nuevo impuesto y se explica que éste no impactará el consumo, mientras que otro miembro del mismo partido se deleita en afirmar que se trata de un IVA disfrazado. Es un híbrido, declara otro diputado, un híbrido que no es un régimen de exentos, tampoco de tasa cero, es una conjugación de ambas propuestas. Mientras todo eso sucede, el gobierno desautoriza su propia propuesta fiscal, justo cuando el Secretario de Hacienda está explicándola ante el pleno de la Cámara. La confusión y la irresponsabilidad en pleno.

Tres cosas quedan claras. Una, si los señores diputados no son capaces de explicar con palabras simples sus propias creaciones, es que produjeron otro mazacote que, no por creativo, deja de ser contrario a la demanda de simplificación en que toda la población coincide. Dos, también es claro que los priístas, porque suya fue la propuesta, entienden que hay un problema fiscal serio, pero no están dispuestos a tomar el toro por los cuernos. Finalmente, el gobierno vive una confusión al menos equiparable a la del PRI.

Al final del día, todo lo que los priístas lograron hacer con sus contradictorios anuncios fue mostrar su incapacidad para remontar la lógica del menor esfuerzo, además de minar su credibilidad como partido capaz de gobernar. En el tema fiscal, como en prácticamente todos los temas cruciales para el desarrollo del país, los políticos de todos los partidos ostentan su incompetencia y se regocijan cuando derrotan, en aras de una causa popular que nunca se define ni explica, las pocas salidas que tiene el país para retomar la senda del crecimiento. Cada una de las victorias recientes reclamadas por los partidos, comenzando por el PRI que, por ser el más grande también tiene la mayor responsabilidad, constituye un retroceso en la posibilidad de ganar en la lucha por el crecimiento, las exportaciones y, sobre todo, el desarrollo del mercado interno.

Vivimos un mundo de irrealidad. No sabemos hacia dónde vamos, ni siquiera hacia dónde quisiéramos encaminarnos. Hay una enorme claridad en el complejo político sobre lo que se percibe como malo y/o contrario a las causas populares, sin que nadie se pare a reflexionar si toda la mitología que impregna los monólogos políticos tiene una fuente de certidumbre y verdad. Lo mismo ocurre del lado contrario: existe un sinnúmero de verdades absolutas que se dan por obvias sin que nadie las cuestione: el déficit fiscal es fuente de crecimiento, los gringos son malos, las exenciones de impuestos reducen la pobreza, la energía es nuestra, etcétera. Nuestros mitos son infinitos.

Pero la realidad lacerante es perceptible y, con la inacción de nuestros políticos, cada vez más aguda. Mucho del crecimiento que han experimentado las exportaciones de China en los últimos años, y que han sido motor del impresionante crecimiento de su economía (los chinos no se hacen bolas al respecto), ha sido a costa de nuestras propias exportaciones. No sólo han perdido participación nuestras exportaciones en el marcado estadounidense, sino también estamos perdiendo en la competencia por el pastel de la inversión extranjera global. Según cálculos del banco de inversión Goldman Sachs, el impacto del crecimiento de China sobre la balanza de pagos mexicana en 2002 fue del equivalente al 4% del PIB. O sea, una brutalidad. México es el gran perdedor del crecimiento chino y no estamos haciendo nada al respecto.

La explicación más fácil, muy de moda en el sector industrial y entre muchos políticos, es culpar a China y solicitar nuevas restricciones al comercio, exigir subsidios y suponer que todo mejorará aunque no se emprendan los cambios internos que constituyen la única oportunidad de elevar la productividad de nuestra propia economía de una manera perdurable. Esta óptica (de por sí mediocre) es ciega al impacto del vendaval chino no sólo dentro del país, sino en todo el mundo, comenzando por nuestros mercados de exportación. Si no actuamos, las cosas sólo pueden ponerse peor.

Es en este contexto que tiene que evaluarse el devenir de las discusiones legislativas en materia de reformas económicas, en particular en los temas fiscales y energéticos. Es fácil comprender la reticencia de los legisladores a considerar temas que, de entrada, suenan disonantes. Luego de décadas de retórica nacionalista, sobre todo en materia energética, la población cree a pie juntillas ese discurso y supone que cualquier cambio al statu quo significa una virtual traición a la patria. En materia fiscal es persistente el mito de que una reducción de impuestos atenúa la pobreza (o, al contrario, que la uniformidad en las tasas de impuestos constituye una medida regresiva y, por lo tanto, antipopular). Los políticos, sobre todo los priístas, temerosos tanto de la retórica que han alimentado por décadas como de la enorme habilidad del PRD de exhibir sus contradicciones, han optado por las salidas fáciles y, peor, las han contaminado con sus propias luchas intestinas. El problema es que las salidas fáciles no resuelven los problemas del país, como ilustra el estancamiento de la economía en los últimos años.

La verdad es que ninguna de las reformas propuestas constituye una solución a los problemas que enfrenta el país. Por supuesto que se requiere una política fiscal que tenga coherencia, distorsione la actividad productiva lo menos posible y que no afecte la economía familiar más que en lo mínimo inevitable. De igual forma, son necesarios mecanismos legales e institucionales que garanticen no sólo el abasto del fluido eléctrico en las cantidades que demanda la economía, sino a un costo que le permita a las empresas mexicanas competir con sus similares en el resto del mundo. No hay duda que se requieren reformas en estos rubros, pero el problema central del país no se reduce a dos reformas particulares. Lo que el país ha perdido es su sentido de dirección. La ausencia de esa brújula es en buena medida responsable de las enormes dificultades que caracterizan al proceso legislativo, de la desazón generalizada y las pérdidas cotidianas que sufre la economía en su conjunto.

Frente a esta realidad, tenemos dos opciones. Una sería la de tratar de avanzar hacia la definición de los objetivos de desarrollo del país y, paso seguido, de las estrategias que harían posible su consecución. La alternativa, que parece ser la favorita de los políticos, es la de seguir dormidos y confiar en que los problemas del país se resolverán, como por arte de magia, de la noche a la mañana (o sea, a tiempo para el 2006).

En la etapa pospresidencialista de nuestra vida política, ya ningún individuo puede definir los objetivos y estrategias para el país e imprimirlos en el actuar cotidiano. Al mismo tiempo, la evidencia que emerge de los procesos políticos actuales es la de una estructura institucional inadecuada para promover la definición de objetivos específicos. Todo esto ha provocado que la presidencia no decida nada, que los panistas sigan actuando como un partido de oposición y que el PRI no pueda acabar de entender su papel en el nuevo contexto. Nada de eso, sin embargo, le ayuda al país a salir del atolladero.

En lo que va de este sexenio ha habido innumerables esfuerzos por avanzar una agenda de reforma política que permita crear condiciones para un mejor funcionamiento del gobierno. Sin embargo, como en los temas económicos, ni siquiera se ha logrado definir el objetivo de lo que se pretende lograr, es decir, el para qué de llevar a cabo cambios significativos en la política electoral o en la composición del congreso, en la legislación en materia presupuestal o en las atribuciones de cada uno de los poderes públicos. Cada partido quiere llevar a cabo algunos cambios, pero, más allá de objetivos tácticos de corto plazo (que parece ser el horizonte de nuestra vida política en la actualidad), no existe una definición cabal de lo que se pretende lograr.

Quizá en lugar de grandes acuerdos y decisiones sobre temas que, no por obvios dejan de ser poco apetecibles para muchos políticos formados en otro mundo, se podría comenzar por tópicos más tangibles, menos disputables como concepto y, por ello, quizá más viables en términos políticos. Obviamente, tarde o temprano, el manejo de esos temas llevaría a diferencias sobre lo específico, pero al menos permitirían partir de puntos de coincidencia en lugar de intentar crearlos cuando ya no es posible. Uno de esos temas podría ser el de la competitividad o el de la productividad. El país enfrenta la feroz competencia de los productos chinos en todos los mercados y tiene pocas armas para atraer a los inversionistas, nacionales o extranjeros. Temas como el de la competitividad podrían permitir que los políticos y los sindicatos, los empresarios y el gobierno se unan en torno a unas cuantas definiciones sobre lo urgente de la agenda nacional, para de ahí echarla a andar a través de acciones y legislaciones específicas.

Lo que ya no es posible es seguir pretendiendo que avanzamos para que, en cada vuelta, resulte que acabamos peor. Los riesgos de pretender que no va a pasar nada son incrementales e igualmente graves para todos los partidos políticos y los aspirantes a la presidencia. Mejor comenzar por temas clave, pero manejables, que seguir intentando una utopía inasequible.

 

¿Hacia Norteamérica?

Luis Rubio

En el país hay una multiplicidad de visiones sobre el futuro en casi todo: en la economía, en la política, en la relación con Estados Unidos y, en general, en el conjunto del país. Cada mexicano tiene sus propias ideas sobre cada uno de estos temas, pero la ironía de nuestro momento político actual es que todas esas ideas se pierden en los espacios políticos. Partidos y políticos tienden a dividir las opiniones más que a construir puentes que permitan desarrollar una visión común del futuro. La ausencia de esa visión común daña al país todos los días y en todos los ámbitos. Pero quizá no haya tema con más costos que el de la relación con Estados Unidos y Canadá. En esa arena, las pérdidas son cotidianas.

La competencia entre ideas y posturas es una de las fuentes principales de riqueza en cualquier sociedad; son, de hecho, el componente medular de cualquier democracia que se respete. En este sentido, la competencia entre ideas y la diversidad de posturas es una muestra de salud política. Desafortunadamente, la diversidad de posturas que se expresan en la arena política no refleja la diversidad y aspiraciones de la sociedad mexicana. La mayor parte de los mexicanos son mucho más pragmáticos de lo que piensan los políticos que dicen representarlos. Hay múltiples temas sobre los que diferentes grupos de mexicanos tienen una opinión común y, sin embargo, los políticos se muestran incapaces de llevarlos a una feliz conclusión.

Si bien esta contradicción se manifiesta en un sinfín de temas, tal vez no haya otro en el que la praxis y la política sean tan opuestas como en el caso de la relación con nuestros vecinos norteamericanos. A diferencia de temas como el de la política energética del país, sobre el que ningún mexicano en lo individual puede actuar al margen de las decisiones políticas, al menos dentro de la ley, en la relación cotidiana entre México y Estados Unidos no existe tal limitación. Mientras que los políticos y los intelectuales se desgarran las vestiduras discutiendo la historia y los inconvenientes de la vecindad con Estados Unidos, millones de mexicanos cruzan la frontera de manera cotidiana. Muchos de ellos, miles de ellos cada día, votan con sus pies, como dice el dicho, manifestando lo que piensan de la política mexicana. En lugar de esperar a que el gobierno o los políticos tomen las decisiones que les permitirían mejorar sus niveles de vida, obtener una mejor educación o beneficiarse del tipo infraestructura que les serviría para salir del círculo vicioso de la pobreza, todos esos mexicanos se ahorran la discusión y marchan a donde sí hay oportunidades.

Dada la naturaleza de la competencia política en el país -y del discurso que de ahí emana- y de su desvinculación con la vida cotidiana de la mayoría de la población, no debería ser extraño para nadie que sea virtualmente imposible articular una postura común para el desarrollo de nuestra relación con Estados Unidos y, en general, con la región norteamericana. Existe, por supuesto, un fundamento muy sólido para la integración comercial de la región a través del TLC norteamericano. Sin embargo, ese es un instrumento que, aunque extraordinariamente efectivo, ha sido ya rebasado por la realidad.

El TLC norteamericano nació al principio de los noventa como una respuesta a la crisis económica que el país sufrió a lo largo de los ochenta. Aunque su propósito era facilitar el comercio y los flujos de inversión a través de las tres naciones norteamericanas, su principal objetivo fue el crear un mecanismo que impidiera revertir el proceso de liberalización económica experimentado por México en los años anteriores. Es decir, su principal propósito era de naturaleza política. El país se encontraba por demás dividido y la disputa sobre qué estrategia de desarrollo económico adoptar era de tal magnitud, que ya había causado varias crisis devaluatorias a lo largo de los setenta y ochenta. Una idea central del TLC era la de aislar a la política económica, al menos una parte central de ésta, de las disputas políticas. No es casual que muchos empresarios e inversionistas vieran al acuerdo comercial como una garantía de continuidad.

Lo que el TLC sin duda ha logrado es evitar que haya una regresión extendida en política económica, en general, y en política comercial, en particular. Aunque en muchas áreas la política de liberalización económica ha sufrido profundos reveses, algunos por demás graves, lo cierto es que no ha habido una regresión generalizada. Pero, al mismo tiempo, tampoco ha habido continuidad en el proceso de reforma y modernización: la última reforma significativa en materia económica tuvo lugar hace más de diez años y sólo ha habido dos reformas de similar magnitud en el ámbito político en ese mismo periodo. Así, aunque podría argumentarse, con muchos asegures, que no ha habido retrocesos demasiado grandes, es por demás evidente que tampoco ha habido avances significativos y esto, en un mundo en el que el avance de otros implica un rezago relativo para todos los demás, entraña un retroceso sistemático. Puesto en términos específicos, el estancamiento de la economía mexicana es producto de la ausencia de reformas, no del éxito de otras naciones: mientras que naciones como China se transforman y lo siguen haciendo, la única industria que ha crecido en la política mexicana es la de las quejas y las disputas.

El TLC constituye un fundamento sólido para la construcción de una vecindad económica exitosa. Sin embargo, el TLC se ha venido erosionando por tres razonas principales: primero, porque otros acuerdos comerciales le han dado un acceso igual de privilegiado a la economía estadounidense a naciones que compiten con nosotros. Segundo, porque en lugar de acelerar el proceso de integración, lo que ha ocurrido es que se han interpuesto un sinnúmero de barreras: desde salvaguardas para productos específicos hasta incumplimientos en los compromisos de apertura. Es decir, aunque ha habido un proceso de profunda integración, ésta ha sido más limitada e incompleta de lo aparente y, por lo que nos toca a nosotros, hoy en día existen un sinnúmero de empresas y personas que han logrado erigir mecanismos de protección que los benefician en lo particular, pero con cargo al resto de la población.

Finalmente, la tercera razón por la que se han erosionado los beneficios reales y potenciales del TLC se explica porque el gobierno mexicano se olvidó del Tratado desde el día en que éste entró en operación. Todo mundo sabía que un instrumento como el TLC entrañaría cambios profundos en la estructura económica mexicana. Sin embargo, no ha habido un solo programa gubernamental, al menos a nivel federal, en todos estos años que se haya dedicado a ayudar a que las empresas y la sociedad mexicana en general se ajustaran a la competencia económica que el TLC entraña. La inacción (y extrema irresponsabilidad) ha redundado en enormes costos para muchos mexicanos que han perdido en el proceso de ajuste. Si uno ve lo extraordinariamente exitosos que son muchos de los mexicanos que emigran a Estados Unidos, es evidente que muchísimas de las personas y empresas que han perdido en el proceso de integración, habrían sido naturales ganadores. Como están las cosas, los únicos que han ganado son aquellos que tuvieron la ventaja del conocimiento y la información y, por lo tanto, la capacidad de comprender la naturaleza del desafío.

Más allá del TLC, los mexicanos no hemos avanzado en torno a la definición de lo que queremos que sea la región norteamericana en el futuro. Detrás de las disputas políticas que caracterizan a la política nacional en la actualidad, se esconden prejuicios muy claros y fuertemente arraigados que hacen sumamente difícil el arribo a una visión que tenga sentido práctico y político. Ese conjunto de prejuicios oscila entre extremos como el de quienes formaron sus opiniones a partir de la invasión norteamericana en 1847, hasta quienes creen que una integración energética nos lleva automáticamente al nirvana. Entre esos dos puntos existe una enorme dispersión de ideas y posturas que mezclan oportunidades con impedimentos, ceguera ideológica y repudio a la historia. Aunque todas las opiniones son respetables, las contradicciones que les son inherentes impiden definir una política respecto al futuro de la región y eso trae por consecuencia el que se pierdan oportunidades y, sobre todo, el que el país avance sin brújula.

Parece plausible pensar que hay tres grandes grupos de posturas respecto al futuro de la región norteamericana: una que aboga por la profundización de los procesos de integración económica, siempre y cuando se respeten las diferencias políticas y culturales que son la esencia de cada una de las tres naciones. Otra reconoce la inevitabildad de la globalización, pero prefiere que la integración no sea con Estados Unidos, sino con el sur del continente o Europa. Finalmente, una más preferiría regresar al pasado, negar la realidad de la globalización y recrear la era del aislacionismo y la autarquía. Independientemente de la viabilidad o de que tan deseables sean cada una de estas visiones, la ausencia de mecanismos que permitan adoptar una visión única y clara, como la que tiene Canadá -un país con características en muchos sentidos similares a las nuestras- respecto a Estados Unidos, tiene enormes costos para nuestro desarrollo.

El peor de todos los mundos es aquel en el que se deja que las cosas tomen su propio curso, sin que éste sea debidamente analizado y construido. La ausencia de definiciones no frena la realidad; al revés, la realidad arrolla con todo, todos los días. Pero en ausencia de una política de integración, ésta cobra formas que son siempre menos buenas de las que podrían resultar si se enmarcaran en un amplio consenso político. Siempre hay costos por la indefinición, pero esta manera, muy mexicana, de no decidir en los temas regionales repercute en una integración difícil, costosa, poco transparente, sin organizador ni brújula. Nadie se va a sentir orgulloso de lo que de ahí resulte.

El PRI y la reforma fiscal

La decisión del PRI de no entrarle a la reforma demuestra la ausencia de visión: cualquiera puede negarse a enfrentar los temas duros; pero son los difíciles los que hacen la diferencia. Podrá el PRI retornar a Los Pinos, pero seguirá siendo incapaz de gobernar.

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La lógica del IVA

Luis Rubio

Nadie quiere pagar impuestos y mucho menos cargárselos a quienes menos tienen. La lógica de quienes se oponen al IVA es impecable y perfectamente comprensible. Pero eso no les da la razón, ni justifica su ignorancia. Sobre el IVA se dicen tantas cosas que parecería que se trata de un impuesto tan virtuoso que no puede causar daño alguno, o tan vicioso que no hace otra cosa que destruir la economía familiar. El asunto del IVA no es sobre recaudación, sino sobre disminución de la evasión. Esa es su virtud y su trascendencia. En lugar de discutir sus costos, el debate relevante debería centrarse en cómo compensar a quienes se verían afectados por el impuesto. El resto es mera anécdota.

La discusión sobre el IVA ha adquirido un tono preocupante. No es sólo el hecho de que se confronten posturas ideológicas y el pragmatismo que es inherente al cálculo político y electoral, todo lo cual es normal y absolutamente legítimo, sino que, como en tantos otros temas de controversia en la política nacional, la discusión no parte de un conjunto de hechos objetivos e indisputables. En otras palabras, no se debate sobre hechos y datos (algo que parecería elemental en tópicos tan precisos como los impuestos), sino sobre situaciones imaginarias y posturas políticas. A nadie parecen preocupar los hechos cuando se le puede sacar raja política a la discusión.

El IVA es un impuesto con una naturaleza distinta a la del resto de los gravámenes existentes. La mayoría de éstos se cobran como el porcentaje de una venta o de un ingreso. El Impuesto Sobre la Renta (ISR), por ejemplo, se expresa como un porcentaje del ingreso y nada más. Lo mismo ocurría con el antiguo Impuesto Sobre Ingresos Mercantiles (ISIM), que también se expresaba como un porcentaje, en este caso sobre el precio de venta de un determinado producto. Con un ISIM del 4%, por ejemplo, si uno compraba algo por cien pesos, pagaba cuatro pesos de impuesto y punto. El consumidor pagaba cuatro pesos y el comerciante reconocía esos mismos cuatro pesos en su declaración correspondiente. El IVA cambió la lógica en el pago del impuesto.

El beneficio del ISIM, o de cualquier impuesto semejante, era su sencillez. La cantidad exacta que pagaba el consumidor al comerciante se le transfería al erario. Eso mismo ocurría en cada uno de los pasos en el proceso de producción: cada una de las operaciones de compraventa en la cadena productiva pagaba el mismo impuesto. El minero pagaba el 4% al fabricante de maquinaria para la extracción de carbón, mismo que reportaba y pagaba el vendedor de la maquinaria. Cuando el minero extraía el carbón y se lo vendía a una empresa comercializadora de materias primas, cobraba otro 4% y lo enteraba a Hacienda. Cada paso de la producción tenía el sello del ISIM y se formulaba como una operación independiente. Esto último fue la fuente del problema que el IVA buscó resolver. El problema de impuestos como el ISR o el ISIM es, precisamente, que cada operación en la producción de un bien es independiente de las otras. De esta manera, si en una operación de compraventa alguien evade el pago del impuesto no pasa nada. No hay manera de saber si alguien lo pagó o lo evadió, ni hay un incentivo real y efectivo para que se pague el impuesto.

El IVA fue diseñado para evitar la evasión. A diferencia de los impuestos tradicionales, el IVA es un impuesto que se causa “en cascada”. En lugar de que el impuesto se cause en cada paso del proceso como operación independiente, la genialidad del IVA es que cada uno de los que participan en la cadena productiva deduce el pago del impuesto anterior y declara solamente la diferencia entre lo cobrado y lo pagado. Si alguien interrumpe la cadena, acaba pagando la totalidad del impuesto, lo que le crea un fuerte incentivo para no sólo no evadir, sino para que no evadan ni los proveedores ni los consumidores. La existencia de la cadena es un mecanismo automático de fiscalización.

Si volvemos al ejemplo de la mina de carbón, el minero le paga el 15% de IVA (la tasa actual del impuesto) al proveedor de la maquinaria. Cuando le vende el carbón al comercializador de materias primas cobra otra vez el 15%, pero al enterarlo a Hacienda no paga la misma cantidad que recibió. A Hacienda le informa que pagó 15% por la maquinaria y por otros insumos y deduce esa cantidad de lo que le cobró a la comercializadora. El minero, al igual que la comercializadora, la empresa siderúrgica y los siguientes usuarios del carbón y sus derivados, sólo pagan (de impuesto sobre ventas) la diferencia entre lo que pagan por sus insumos y lo que le cobran al consumidor en la siguiente etapa del proceso. La mayor parte de los actores que intervienen en la cadena productiva acaba pagando no más que una fracción del 15% de impuesto que cobraron y a ninguno le conviene que alguien deje de pagar el impuesto, pues en ese momento acaban sufragando la totalidad del impuesto. La idea que anima a impuestos de esta naturaleza es que sólo el consumidor final paga el impuesto total para que no se paguen impuestos sobre impuestos.

Para que el IVA cumpla la proeza de eliminar la evasión y cree un poderoso incentivo en todos los participantes a lo largo de la cadena productiva, tienen que reunirse al menos dos condiciones. Primero, que en todas las operaciones de compraventa en la economía se cause el impuesto y, segundo, que la tasa del impuesto sea uniforme. La primera condición es elemental: cuando el impuesto se causa en todos los pasos del proceso productivo, el costo de evadirlo se torna prohibitivo. Supongamos que el comercializador del carbón decide darle la opción a la siderúrgica de pagar el impuesto o no pagarlo. De aceptar el trato para ahorrarse el pago, la siderúrgica no tendría nada que descontar de impuesto cuando vende su acero al fabricante de automóviles. Esta situación le crea un incentivo natural no sólo para pagar el impuesto, sino también para obligar tanto a su proveedor como a su cliente para que todos lo paguen. Unos se benefician del pago del otro.

La segunda condición es igualmente importante. La uniformidad de tasas incorpora un elemento de transparencia y certidumbre a toda la cadena productiva. Si todos los participantes pagan el mismo impuesto en el curso de la cadena productiva, nadie tiene incentivos para evadir la totalidad o, al menos, una parte de é. Cuando unos pagan el 15%, otros el 10%, unos más el 5% y otros el 0%, el potencial de evasión acaba siendo inmenso. Cada uno de los actores en el proceso tiene un poderoso incentivo para localizar su producto en una clasificación correspondiente a una tasa menor. Peor, cuando las tasas no son uniformes, o cuando hay excepciones, cada uno de los causantes del impuesto tiene incentivos para cobrar el máximo impuesto (15% en este ejemplo), pero declarar el mínimo (0% en el mismo ejemplo).

El punto neurálgico de la teoría del Impuesto al Valor Agregado es que encadena a todos los participantes en el proceso productivo y les obliga a pagar el impuesto y trasladarlo al siguiente paso. Esta es la razón por la que se le llama un impuesto “en cascada”. Cuando el impuesto se instrumenta de manera cabal, es decir, siguiendo las dos condiciones de los párrafos anteriores, la evasión desaparece y todos los pasos de la cadena productiva acaban siendo responsables de la recaudación.

Hasta aquí la teoría. Ahora veamos lo que ocurre en México. Para comenzar, en el país no se reúne ninguna de las dos condiciones arriba explicadas. Por un lado, tenemos bienes y servicios que causan el impuesto y otros que están exentos. Además, hay un sinnúmero de excepciones al pago del impuesto. Por otra parte, no existe una tasa uniforme, sino que pululan las tasas: entre el 15% y el 0%, además de los bienes exentos (donde el comerciante final tiene que absorber el impuesto o, que es lo mismo, repercutirlo en el precio en vez de llamarlo por su nombre). ¿Cuál es el resultado? El obvio: que cada vez que uno solicita los servicios de un pintor o un comerciante mediano o pequeño y se les paga, la pregunta obligada es: ¿con factura o sin factura? Si el impuesto fuese universal y a la misma tasa, nadie podría proponer la alternativa de no emitir una factura porque eso implicaría que el vendedor del bien o servicio tendría que absorberlo.

En el momento actual se está discutiendo la posibilidad de universalizar el pago del IVA. Es una buena idea. Para comenzar, eso obligaría a todos los que hoy no pagan a incorporarse de lleno en las cadenas productivas y no perjudicar con su evasión al conjunto de la sociedad. Por ejemplo, quienes hoy viven en la economía informal dejarían de tener la posibilidad de comprar productos sin pagar el IVA, lo que les obligaría a cobrarlo al venderlos. Es decir, al menos en todo lo que sea legal y no producto de robos o contrabando, la universalización del IVA implicaría un significativo incremento de la recaudación no por el impuesto mismo, sino por el hecho de que disminuiría drásticamente la posibilidad y atractivo de evadir su pago.

El problema para los políticos es obvio y nada despreciable. Desde su perspectiva, votar a favor de la universalización del pago del IVA implicaría cargarle la mano a quienes menos tienen. El problema es que han definido mal el problema que enfrentan. Con un IVA generalizado tendrían recursos adicionales para llevar a cabo programas que son de su interés (y con suerte, benéficos para el desarrollo). Lo que realmente deberían preguntarse no es si debe universalizarse el impuesto (idealmente a una tasa única y uniforme), sino cómo se compensaría a las familias que perderían en el proceso.

No cabe la menor duda de que la incorporación del IVA a los alimentos y medicinas implicaría un golpe para las familias cuya mayor proporción de gasto se concentra en esos dos rubros. El reto para el congreso no es cómo evadir, una vez más su responsabilidad, sino cómo resolver el problema de una manera creativa e inteligente, que permita no sólo universalizar el impuesto y uniformar las tasas, sino compensar de una manera focalizada a los más perjudicados. Para eso, el mejor vehículo es el gasto, no el impuesto. ¿Serán capaces de semejante obviedad?

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Las trabas del desarrollo

Luis Rubio

No cabe la menor duda de que el mayor impedimento al desarrollo del país radica en la falta de dirección. Cuando uno sabe a dónde va, el paso siguiente, el qué hacer, se vuelve mucho más simple. Sin embargo, en ausencia de objetivos claros y realistas para el contexto en que nos ha tocado vivir, adoptar una estrategia susceptible de lograr el desarrollo del país parece imposible. Por supuesto que no es difícil acordar objetivos definidos en términos de tasas de crecimiento o niveles de vida; lo que ha resultado virtualmente imposible en esta era de confusión y competencia política es asumir el hecho de que vivimos en una realidad nacional e internacional donde las opciones no son muchas y la necesidad de compromiso para la acción es inevitable. El país seguirá a la deriva en la medida en que no se resuelva este dilema de esencia.

El problema es muy evidente: el mundo ha cambiado mucho más rápido que la capacidad de adaptación a las nuevas realidades de nuestro aparato político y la población en general. Mientras que en las décadas de los cincuenta y sesenta, por mencionar una era de oro en términos de crecimiento económico, la economía se encontraba auto contenida y todo se movía en función de un conjunto de variables económicas que, en buena medida, se encontraban bajo el control gubernamental, en los albores del siglo XXI, las economías nacionales prácticamente han desaparecido. Este cambio de realidad ha sido fenomenal. Antes las cosas eran mucho más sencillas: en la medida en que un gobierno alcanzara equilibrios en las principales variables de la economía (sobre todo en las finanzas públicas y en las cuentas externas), el resto de la economía funcionaba con normalidad. Los empresarios invertían en donde encontraban oportunidades (muchas de ellas creadas por la inversión pública) y eso generaba riqueza, lo que a su vez se traducía en empleos, consumo y demanda para la instalación de más empresas y así sucesivamente. El mundo de hoy funciona de una manera similar, pero a escala global. Inevitablemente, las implicaciones para cualquier economía en lo individual acaban siendo monumentales.

Un ejemplo dice más que mil palabras: por algunas décadas a lo largo del siglo XX, la economía mexicana logró mantener equilibrios fundamentales en sus principales variables macroeconómicas, a la vez que el gobierno empleó con gran habilidad los recursos públicos para generar crecimiento de la inversión privada. La construcción del sistema carretero en la primera mitad del siglo XX se convirtió así en un enorme aliciente a la inversión privada, al igual que el desarrollo del sistema hidráulico que dio nacimiento a la agroindustria del noroeste del país y la inversión en el desarrollo de los mantos petroleros recién descubiertos en los años setenta.

La etapa exitosa de crecimiento económico del siglo pasado se disipó por dos razones: primero, el gobierno comenzó a desviarse de la fórmula que por décadas favoreció el crecimiento de la economía, sobre todo al abandonar los equilibrios macroeconómicos y al dejar de destinar los fondos públicos para el desarrollo de infraestructura. A partir de ese momento se volcó a la creación (o absorción) de industrias cuyo impacto económico era mucho menor. Estos cambios, ocurridos en los setenta, desquilibraron la economía mexicana y la condenaron a décadas de estancamiento posterior, pero su principal impacto fue impedir que el país se percatara de los cambios que súbitamente comenzaron a cobrar forma en el resto del mundo. De esta manera, la segunda razón por la que la capacidad de crecimiento se agotó en los ochenta del siglo pasado, y que sigue explicando el estancamiento económico actual, tiene que ver con el empecinamiento en ignorar, o dejar de reconocer, que la economía mexicana, como todas las del mundo, está inscrita en un entorno internacional que ya no permite un aislamiento como el que era típico hace cuatro o cinco décadas.

La economía mexicana se ha estancado en parte por la recesión norteamericana, pero sobre todo porque perdió competitividad frente al resto del mundo. En una era en la que la inversión privada se orienta hacia aquellos lugares donde los costos son menores y el valor agregado es mayor, la economía mexicana no es apta para contender en ese escenario. Se trata de un problema de costos relativos: México puede tener en su cercanía al mayor mercado de la Tierra una ventaja comparativa excepcional, pero si los costos del transporte marítimo desde Asia acaban siendo menores a los del tránsito de México a Estados Unidos, esa ventaja deja de ser relevante. Y esto es precisamente lo que ha ocurrido en los últimos años: mientras que la infraestructura nacional se deteriora, la infraestructura de varios de los países asiáticos, en particular China, se incrementa, al grado en que hoy en día un productor en esa región sabe que sus costos de operación allá son sensiblemente inferiores a los que puede encontrar en México, y eso sin considerar el costo de la mano de obra.

A lo largo de la década de los noventa, la economía mexicana creció gracias a las expectativas de empresarios mexicanos y extranjeros, quienes confiaban en que se llevarían a cabo reformas profundas en el ámbito no sólo comercial, sino también en el plano laboral, energético, fiscal, educativo, judicial, entre otros. Las reformas que sí se emprendieron en un primer momento (las privatizaciones, el TLC, la autonomía a la Suprema Corte, etcétera) favorecieron un rápido crecimiento de la productividad en la economía del país, propiciaron la modernización de millares de empresas y crearon ingentes oportunidades de inversión. Sin embargo, cuando las reformas se interrumpieron, la productividad dejó de crecer y, con ello, la capacidad de generar crecimiento económico. Peor, en la medida en que los alcances de la reforma mostraron ser mucho más limitados y modestos de lo que los inversionistas y empresarios habían anticipado al inicio de los noventa, la inversión comenzó a declinar. Puesto en otros términos, la economía del país comenzó a evidenciar dificultades aun antes de que la economía norteamericana entrara en recesión en el año 2000, lo cual pone en entredicho su capacidad de crecer aun cuando aquella economía se recupere plenamente.

Hay dos perspectivas que permiten entender la problemática económica por la que atraviesa el país en la actualidad. Una es observar los obstáculos que existen para el desarrollo; y la otra es comparar nuestra capacidad de crecimiento con la de otras naciones con las que competimos por la inversión. También es crucial comprender que, en un mundo económicamente integrado, todas las naciones compiten por la inversión y todos los inversionistas, sean mexicanos o extranjeros, analizan sus opciones de una manera objetiva. Lo anterior implica que los empresarios determinan la localización de una inversión en función de factores como la disponibilidad de mano de obra calificada; la cercanía a fuentes de materias primas, la proximidad a los mercados de consumo, la calidad de la infraestructura, los factores que determinan los costos de operación (como tráfico, costos de instalación, burocratismos, etc.), la calidad de los servicios públicos y costos potenciales en caso de incurrir en conflictos que requieran de la intervención del poder judicial. Hace sólo unos meses, una empresa canadiense decidió instalarse en el lado norteamericano de la frontera de Baja California en lugar de hacerlo en Tijuana, luego de analizar con detenimiento cada lugar y de evaluar los costos de cruzar la frontera continuamente para llevar sus productos ya manufacturados al mercado estadounidense. El punto medular de este ejemplo es que la empresa canadiense no estaba buscando costos de mano de obra comparables a los chinos; lo que fue determinante en su decisión fue que a pesar del mucho mayor costo de la mano de obra en Estados Unidos, los costos de operación en México era tan altos que resultaba más barato instalarse en ese país.

Nadie puede albergar la menor duda de que los costos de operación en México son por demás elevados. Todo es costoso en el país: desde las facultades arbitrarias con que cuentan funcionarios de diversos niveles (federal, estatal y municipal) y que con frecuencia se traducen en procedimientos prolongados, requisitos excesivos y mucha burocracia, hasta la mala calidad de las calles y servicios públicos, además de la delincuencia, cuyos riesgos hacen más costoso el funcionamiento de una empresa en el país.

Una manera rápida de evaluar las enormes dificultades que existen para la instalación de una empresa en México es reflexionando sobre los miles de empresarios mexicanos hay actualmente en Estados Unidos, la mayoría de ellos inmigrantes ilegales en un principio, quienes encontraron allá lo que aquí se les negaba. El entorno empresarial, legal y competitivo estadounidense bastó para darles oportunidades de desarrollo personal. Es casi un axioma decir que esas mismas personas no hubieran podido jamás rebasar las barreras burocráticas, de crédito y de desarrollo en general que existen en nuestro país. Es tiempo de reconocer que todo en México conspira contra el desarrollo económico.

Nuestro futuro económico está determinado por la capacidad de generar condiciones propicias para el desarrollo de la inversión y el crecimiento de la productividad. Esto implica que cada empresario tiene opciones y que sólo se instalará aquí si el país le ofrece (y mantiene) condiciones competitivas. La lucha es por la inversión y eso supone una modernización permanente, una disposición a transformar la planta laboral y productiva, un reconocimiento de que nada es permanente y que la inversión no vendrá por sí misma. Además, que sólo un mayor valor agregado permitirá compensar los costos de la mano de obra barata en otras latitudes. No hay otra alternativa, o trabajamos para adecuarnos al cambio o persistimos en el atraso, con todo lo que eso implica para una población pobre y creciente como la nuestra. El dilema es obvio y nuestra capacidad de enfrentarlo con éxito históricamente demostrada; lo que no es evidente es si estaremos dispuestos a asumir el reto para salir adelante.

 

La ciudadanía

Luis Rubio

¿Qué tanto conoce el político al ciudadano? Aunque el país vive una fiebre de encuestitis, no es lo mismo tomarle el pulso a la ciudadanía para indagar su opinión sobre determinado candidato antes de una elección o conocer sus preferencias en el consumo de determinado producto, que conocer lo que es, piensa o quiere. Por supuesto, muchos políticos y legisladores tienen toda una historia personal de vivencia y cercanía con la población más pobre y traqueteada del país, pero nuestro sistema político ha promovido la distancia y los cacicazgos antes que la cercanía y la representación. No es exagerado afirmar que los problemas de representación que enfrentamos van en severo y grave ascenso.

Todo esto viene a colación por una carta que recibí de un apreciado lector la semana pasada. En mi artículo anterior argumentaba yo que el problema de las reformas que se discuten ahora en el seno del poder legislativo, radica en la resistencia de los políticos para impulsarlas, ya sea porque no les gustan o porque afectan intereses o valores personales, pero que en ningún caso representan a la población. Es decir, que los más fatigados en este proceso de reformas son los políticos, pues los ciudadanos demandan cambios que les permitan romper con los amarres que les impiden progresar. En su carta, el lector presenta una argumentación que habla por sí misma, por lo que me permito reproducir sus partes sustantivas a continuación.
”No sé si la población, prefiero el ciudadano, quiere o no cambios, me parece que no sabe bien lo que quiere. Tal vez quiere más trabajo, mejores servicios,
menos impuestos; no sé por que nadie sabe. La masa ciudadana es una cosa
desconocida. No me parece que el esfuerzo en estadística que se ha hecho
sea suficiente para saber lo que el ciudadano quiere o no. Los políticos, una
vez que han dejado de ser ciudadanos, no saben lo que es el pesero en Neza
a las 6:30 hacia el metro, o nunca anduvieron por ahí, nacieron en una nube…
Si supieran habrían hecho algo. No saben lo que es no tener agua o luz en
zonas de la Ciudad de México, por semanas o meses, sin que haya quien los
escuche (salvo algunas estaciones de radio). De saberlo habrían hecho algo.
¿Dónde viven estas gentes-funcionarios? Qué no se les va la luz, ni les roban. Así aislados no saben lo que quiere o no quiere el ciudadano, y la estadística es a lo más raquítica para ayudarlos. Ahora que si el ciudadano supiera lo que quiere, ya habría destituido a muchos funcionarios, ya habría exigido de mil maneras soluciones a otras mil cosas….Le aseguro que no hay, en la clase política quien se quiera poner los zapatos del despistado ciudadano. Así las cosas, a quién le importa lo que  quiera el ciudadano que no exige; que no sabe, porque no pregunta, que si  toma decisiones, lo hace en base a lo que “cree” que puede pasar, ninguna ciencia de por medio. Que no sabe lo que es la instrucción de calidad y, pues, no le hace falta…El nuevo comercial del Touraeg de VW lo pone claro: Al mexicano, que es tan ignorante, se le puede dejar vivir en el sueño, y pasarse por atrás, que el  estúpido no se dará cuenta. (Si se dieran cuenta habrían dicho algo ¿no?) Es cómodo ser político. Se puede hacer y decir lo que sea, a nadie le importa, nadie se interpondrá, nadie demandará. Lo que pasa sería más que suficiente para enviar a varios tras las rejas en un país con una ciudadanía proactiva, no aquí. El juego político y el gobernar es en esencia un juego de mesa. Como político cuido lo que tengo y lo de mi partido, la ciudadanía allá está, si me hace falta lana, súbanle el impuesto y ya está, que no harán nada. (Aguas por que la burocracia no es ciudadanía y ahí hasta los políticos se tuercen). Pensar que en los políticos está el destino del país es como pensar que el Sol circula alrededor de la tierra. Son los ciudadanos los
que han pagado y pagarán absolutamente todititos los platos, los rotos y los otros. Por ello, aunque no lo sepan, está en ellos hacer florecer al país, exigiendo, trabajando con su mente y con sus principios en mejorar la selección
de sus empleados, los servidores públicos, y con ellos a la República.
La ignorancia es tan infinita entre los políticos que no saben a ciencia cierta,
no a creencias, el efecto que tiene en la economía el IVA generalizado de 10,
o de 15. Creen saber los efectos políticos que tendría, sin saber a ciencia cierta, pero ni le han preguntado a la ciudadanía. El pleito es entre ellos y sus creencias políticas. El ciudadano y su economía, su bienestar, no caben en el pleito. No le han propuesto al ciudadano si estaría dispuesto a hacer otro sacrificio más para sacar al buey de la barranca en un planteamiento claro y definitivo. Si necesitan  dinero para los servicios, lo repito, para los servicios que se supone pagan los  impuestos, ¿No hay otras maneras de adquirirlos?, ¿Es esa la única manera?  ¿No saben Historia?, ¿No han viajado a otros países, y estudiado allá lo  suficiente? ¿No hay creatividad? Me gustaría que le preguntaran a cualquier  diputadillo o senador que se supone sabe lo mínimo suficiente de recaudo de  impuestos, de cómo se compone el recaudo y hacia dónde se va el gasto,  (seguro no es mecánica cuántica o genética) si sabe cuánto del recaudo del IVA  es del mercado negro, y cuánto del establecido legalmente. ¿Que porcentaje de  la economía representa el mercado negro? ¿De qué manera se podría hacer tan interesante pagar impuestos, que las empresas en el mercado negro, vieran en a conveniencia convertirse al bien? ¿Cómo es que no se dan cuenta que si le  suben a los servicios menos los queremos pagar?¿Saben que si le subieran a la calidad estaríamos más dispuestos a pagar? ¿Que si gastáramos más, pagaríamos más? ¿Que si ganáramos más, gastaríamos más? Les horroriza la
e-v-a-s-i-ó-n, ¿Ya fueron a Tepito, a la Merced? Si está muy lejos, les pago el metro. O que caminen por el Eje Central. Se quiere leer escepticismo en la falta de votos en las elecciones. Yo leo indiferencia. Es como los aguacates, da igual cuándo los compre siempre se harán verdes. Sin propuestas claras, realistas, particularizadas, solo hay verde. “

En un sistema político democrático, cada ciudadano habla por sí mismo y esta carta no hace más que expresar la visión de su autor; muchos de sus conceptos podrán ser criticables o inapropiados desde la perspectiva más amplia que se requiere para adoptar políticas públicas efectivas. Sin embargo, me atreví a citar una parte larga de esta carta porque no sólo representa una visión muy distinta a la que prevalece en el mundo de la política, sino porque presenta evidencia clara de al menos una cosa: los legisladores que afirman representar a la población no la conocen ni la entienden. Sería maravilloso que el problema fuera meramente de individuos, pues su substitución resolvería el asunto. Desafortunadamente, nuestro sistema político fue diseñado para que no existiera cercanía entre la ciudadanía y la política. Por décadas, eso resultó funcional al sistema político; ahora es por completo disfuncional y, potencialmente, peligroso.

Cuando el sistema político fue constituido, integró en su seno a todos los liderazgos de grupos, milicias, sindicatos, corporaciones y políticos. Virtualmente todos los “hombres fuertes” de la política mexicana pasaron a formar parte del abuelo del PRI, el PNR. La idea era apalancar el desarrollo del país en la capacidad de control de esos individuos. A partir de ese momento, y con la transformación del PNR en PRM en 1938, se consolida un sistema político apuntalado en caciques y jefes cuya función principal era la de intermediar el poder político: control hacia abajo a cambio de participación hacia arriba. El sistema se creó para ejercer control sobre la población, mientras las redes del partido se convirtieron en el instrumento principal para ese objetivo. En este contexto, los políticos –igual los gobernadores que los diputados, los senadores y los funcionarios, los líderes obreros y los líderes partidistas- servían de mecanismos de transmisión y control. Se premiaba la disciplina y se castigaba la representación. No es casual que el sistema viera permanentemente hacia arriba y empleara la capacidad de control hacia abajo de individuos y organizaciones para impulsar un proyecto político determinado. Nadie siquiera pretendía representar a la población de carne y hueso.

Todo funcionó bien hasta que dejó de funcionar. La nueva realidad política podría parecer un paraíso para los políticos, pero igual éste puede ser un espejismo. Para los políticos acostumbrados a servir al jefe, a cuadrarse sin chistar ante la autoridad y ajustar sus carreras y aspiraciones a las vicisitudes de una sola persona, la nueva situación política es como un sueño hecho realidad. Ahora no sólo ya no se cuadran ante nadie, sino que dejan volar su imaginación y pretensiones como si no hubiera límites. Sin embargo, hay múltiples indicios  que muestran que ese mundito es por demás inestable.

Para comenzar, los propios gobernadores se han rebelado contra ese modelo: su obra política más importante, la llamada Convención Nacional Hacendaria, constituye un reto fundamental a la autoridad y legitimidad del congreso, al que subvierte en su pretensión de convertirse en foro legislativo. La carta que cito es muestra fehaciente de que la población está dispuesta al menos a decir lo que piensa. El mundo idílico en que viven los políticos, el que les hace suponer que pueden abstraerse de la realidad, ignorar las demandas ciudadanas y las urgencias que enfrenta el país, puede acabar chocando con la viabilidad económica futura.

En honor a la verdad, los legisladores que se rehúsan a definirse en temas como la reforma fiscal y la eléctrica no están haciendo nada que no sea parte de su realidad jurídica y política. Todo en la política mexicana fue diseñado para ejercer un control vertical y la legislación que norma el funcionamiento del poder legislativo, del conjunto del gobierno, incluyendo el sistema electoral, responde a ese criterio. Mientras eso no se cambie, la brecha entre la política y la ciudadanía seguirá ensanchándose y, con ello, la viabilidad del país.

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La ciudadanía no aguanta más

Luis Rubio

‘Fatiga para reformar’ es una frase que emplean algunos políticos para explicar (aunque más correcto sería decir para justificar) su falta de acción en los temas más importantes y trascendentes para el desarrollo del país y, por lo tanto, para la ciudadanía. Se atribuye la supuesta fatiga a la población, la que, se dice, ya no quiere más cambios. Obviamente, los fatigados e indispuestos son los políticos que leen mal a la ciudadanía: la población no puede oponerse a cambios que le benefician; se opone, por el contrario y con toda razón, a reformas incompletas, cambios arbitrarios y reformas que no cristalizan los resultados prometidos. La gente reacciona, sobre todo, contra el abuso de cualquier especie.

Nuestra historia reciente es una muestra clara de abusos sistemáticos contra la ciudadanía. Se le promete la panacea y se le obliga a pagar altísimas tarifas por los servicios públicos; se le ofrecen tasas de crecimiento elevadísimas y a cambio se le entrega una virtual recesión; se le prometen empleos mientras la desocupación se eleva sistemáticamente. Las últimas décadas se han caracterizado por crisis, promesas y una total incapacidad de cumplirlas. Aunque muchos políticos se rehusaran a aceptar la responsabilidad que esto implica, dado que virtualmente todas esas promesas requirieron mayorías legislativas para aprobarse, con frecuencia mayorías constitucionales, la responsabilidad trasciende los pasillos políticos. Por ello, si alguien se pone en los zapatos del ciudadano común y corriente, difícil sería pedirle que confíe en los políticos, cualquiera que fuere su filiación partidista. El sistema político en su conjunto no sólo ha ignorado a la ciudadanía; con sus acciones muestra un ostensible desprecio por ella.

El escudo (y la excusa) de que la población se rehúsa a aceptar más reformas es por demás pobre. Una población que ha sido víctima del abuso y vejada de manera sistemática, tiene buenas razones para ver con escepticismo cualquier nueva promesa. Los políticos populares de hoy, son justamente quienes en lugar de prometer, hacen cosas, cualquier cosa. El PRI comprendió esa lógica desde tiempo atrás: la campaña electoral típica se caracterizaba por la entrega de beneficios antes de la elección; de esta manera, al son de que “más vale pájaro en mano que cientos volando”, la ciudadanía lograba al menos algún beneficio  de los políticos. La legitimidad que por años experimentó el PRI se debió en no poca medida al hecho de que había menos promesas y más continuidad. Todo eso se rompió a partir de los setenta, cuando proliferó el abuso burocrático, la legislación reaccionaria y la infinidad de promesas que por poco hunden al país.

La politización y creciente conciencia política de la ciudadanía no son producto de la casualidad, sino de la incapacidad de los políticos por mantener al menos un mínimo de estabilidad en la economía. Por décadas, la mexicana fue una sociedad esencialmente pasiva en lo político; todo eso cambió a raíz del movimiento estudiantil de 1968 y de las crisis económicas que comenzaron a partir de los setenta. Pero una vez rebasado el umbral de la politización, ya no es posible volver hacia atrás. Puesto en otros términos, la pretensión de muchos políticos de verle la cara a la población una y otra vez es absurda, como lo prueban las tres últimas elecciones federales. No menos importante es el hecho de que el factor crítico para la ciudadanía no reside en la pureza de las intenciones, sino en la capacidad de gobernar.

Al país le urgen reformas en los ámbitos político y económico; no más reformas que cambien todo para que nada cambie o para que cambie sólo lo mínimo sin afectar intereses centrales de la burocracia y sus aliados tradicionales. Ciertamente, es comprensible la suspicacia con que muchos mexicanos reciben la iniciativa de abrir espacios a la inversión privada en sectores como el eléctrico, pues aunque se nos ha prometido un mercado competitivo –en el que los precios igual pueden subir que bajar-, ningún mexicano ha visto jamás que los precios de los servicios provistos por el gobierno, como la electricidad y las gasolinas, disminuyan. El país ya no puede seguir adelante en las condiciones actuales, pero tampoco con un conjunto de medidas aisladas e incompletas. Lo que urge es un conjunto de reformas integrales que transformen no sólo algunos sectores, sino la manera de funcionar del país.

Esto que parece demasiado ambicioso es, de hecho, lo mínimo que una ciudadanía demandante puede esperar. De nada sirve abrir incluso un poco al sector eléctrico, si las tarifas serán determinadas por un conjunto de burócratas que no son responsables ante nadie y cuyas decisiones no siguen procedimientos transparentes y visibles por todos. Los procedimientos de decisión en el sistema político mexicano, tanto en lo judicial como en lo  legislativo y ejecutivo, se caracterizan por la discrecionalidad y ausencia de rendición de cuentas. Los legisladores, lo mismo que los burócratas, responden sólo ante sí mismos e incluso se molestan cuando algún ciudadano les reclama información sobre su manera de decidir o los criterios que animaron su decisión. ¿Cómo no ser escéptico de los políticos cuando uno ve que la motivación central para rechazar algunas reformas se explica por la protección de intereses sindicales y a corruptelas indescriptibles? Resulta evidente que no es la población la que se opone a las reformas per se, sino a reformas incompletas e insuficientes que no hacen sino ahondar su precariedad.

Los  legisladores, en su calidad de representantes populares, tienen que decidir si su inacción es sostenible. Por supuesto que el liderazgo del ejecutivo resultaría indispensable para consolidar una fuerza política capaz de transformar al país, pero quizá más importante que el liderazgo mismo sea el riesgo inherente a la parálisis que experimenta el país. La ausencia de fortaleza en un poder no constituye un impedimento al actuar político. Más bien, son los mitos que dominan a buena parte del aparato político los que amenazan la viabilidad del país.

Las reformas que el país requiere son tanto políticas como económicas, y ambas tienen que avanzar de la mano. Unas no tienen sentido sin las otras. En eso reside tanto la oportunidad como la amenaza. Amenaza porque, por definición, una reforma entraña la afectación de intereses. Oportunidad porque una vez que una reforma ha tenido la posibilidad de funcionar, todos los que la promovieron ganan. Muchos políticos son reacios a considerar nuevas iniciativas y reformas porque su experiencia les ha enseñado que los riesgos son elevados. La verdad es que los riesgos de una reforma mal llevada a cabo son enormes, pero eso no es un argumento válido para no emprenderlas, pues de esa manera todo mundo pierde. Lo responsable es diseñar y emprender bien las reformas desde el inicio y, además, estar dispuestos a llevar a cabo los cambios subsecuentes para que el resultado final sea óptimo.

Muchos legisladores se encuentran renuentes a considerar una reforma fiscal. Justifican su resistencia con dos argumentos: uno, que la mayoría suscribe, es que un aumento general del IVA es esencialmente regresivo y afecta principalmente a los más pobres. El otro, abanderado por el PRI, tiene su origen en el mito: que el aumento del IVA del 10% al 15% en 1995 tuvo por consecuencia la derrota electoral del partido dos años después. El tema del IVA es importante por la naturaleza del impuesto, que es esencialmente distinta a la de cualquier otro impuesto. El IVA es un impuesto que se genera en todos los pasos del proceso productivo, desde la materia prima hasta que el producto  llega al consumidor final. Si todos los involucrados pagan su IVA y lo deducen del anterior, el IVA se convierte en uno de los mejores mecanismos de fiscalización existentes. Con un IVA generalizado para todos los bienes y servicios, el potencial de evasión fiscal disminuye drásticamente; de la misma forma, cada excepción a la generalidad se convierte en un reducto para la evasión. Las virtudes del IVA son tan grandes que la discusión debería orientarse hacia lo único que de verdad importa: cómo compensar a la población pobre del país que sin duda sufriría con la introducción de un IVA a todos los bienes y servicios que hoy están exentos o tienen una tasa cero. Pero regresando al  PRI, el argumento que responsabiliza al IVA de su derrota en las elecciones de 1997 es no sólo absurdo, sino por demás supino: la población rechazó mayoritariamente al PRI en las urnas aquel año no por el IVA, sino por una crisis que disminuyó a la mitad su poder adquisitivo.

El sistema político mexicano actual es disfuncional y propenso a la parálisis. No cabe la menor duda que aun en esas circunstancias, un conjunto de líderes partidistas y políticos visionarios y decididos podrían construir la necesaria capacidad no sólo para tomar decisiones, sino para transformar al sistema político mexicano. El gran problema es que la mayoría de los políticos que hoy tenemos no se distingue por su habilidad e inteligencia para construir el tipo de instituciones y mecanismos que el país necesita. Este planteamiento no es ocioso. El mundo de hoy exige estructuras y mecanismos institucionales para encauzar las decisiones de los individuos tanto en el ámbito económico como en el político. Lo que se requiere no son cientos o miles de reglamentos y códigos que especifiquen cada detalle y luego lo consagren en ley. En un entorno político y económico tan cambiante, lo que se requiere es un marco institucional que propicie e incentive comportamientos responsables y una visión de largo plazo por parte de todos los ciudadanos, cualquiera que sea el ámbito en que se desempeñen. Si nuestros políticos no están dispuestos a pensar en la ciudadanía, mejor que ni lo intenten. Quizá con mucha más visión que la de los políticos, el escepticismo de la población sobre la posibilidad de lograr semejante marco institucional es lo que le ha llevado a no otorgarle una mayoría absoluta a los partidos en las tres últimas justas electorales. La ciudadanía es una realidad; la pregunta es cuánto tardarán los políticos para hacerla florecer y, con ésta, al país.

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¿Qué hace posible el desarrollo económico?

Luis Rubio

El instinto natural de la mayoría de los políticos mexicanos, y uno de nuestros grandes mitos, es el de preferir la inversión gubernamental sobre la privada. Nuestra historia postrevolucionaria es rica en anécdotas que ilustran esta propensión y que, a fuerza de repetirse, han acabado por convertirse en verdades indisputadas. Aunque hay diversos modelos de interacción entre la empresa privada y la pública, no cabe la menor duda de que las sociedades más ricas del planeta se distinguen por crear condiciones para que los empresarios acepten tomar riesgos, compitan y creen riqueza. Esto ocurre igual en países con mucha presencia gubernamental, como Francia, así como en países con poca, como Estados Unidos. El secreto del éxito no reside en limitar los campos de acción de la inversión privada, sino en alinear los objetivos e incentivos de los empresarios con los del país.

El mito de la empresa paraestatal es viejo, pero sin duda adquirió relevancia con la expropiación petrolera. Los abusos imputados a las empresas concesionarias como argumento para la expropiación de la industria petrolera pasaron a la mitología política y, a partir de entonces, han dominado cualquier discusión sobre la naturaleza de la administración que debería caracterizar a sectores como el eléctrico y el petrolero. Por muchos años, la situación llegó al extremo de generalizarse hacia prácticamente toda la economía: en los setenta, por ejemplo, el gobierno llegó a administrar (es un decir) incluso panaderías y zapaterías, además de empresas acereras, manufactureras, vinícolas y otras más. La desconfianza hacia las empresas privadas había llegado a su cúspide.

Treinta años después la mitología sigue ahí, pero el pragmatismo ha ganado un enorme terreno. Aunque sigue existiendo una suspicacia en el mundo político hacia el empresariado, el impulso automático de querer resolverlo todo por medio de la creación de empresas paraestatales ha desaparecido. Sin embargo, la fallida privatización de muchas empresas públicas tuvo el efecto de alentar de nuevo dichas suspicacias. Los abusos de algunos empresarios “privatizados” y la corrupción asociada a algunas de las privatizaciones, no hicieron sino atizar las dudas y matizar el supuesto de que el camino hacia el desarrollo pasaría por el empresariado.

Pero la pregunta esencial en torno al empresariado no es si los empresarios son santos, sino si contribuyen al desarrollo económico del país. La crítica más frecuente es acusar al empresario de perseguir sólo el interés propio. La verdad es que esa es la maravilla de los empresarios y, de hecho, del concepto de empresa. Las empresas son el mecanismo más eficiente encontrado por la humanidad para descentralizar la toma de decisiones en el ámbito económico. Por ello, todas las sociedades modernas, independientemente de la ideología que profesen sus gobiernos, han creado empresas para satisfacer las necesidades de producción y distribución de bienes y servicios al conjunto de la población. Ciertamente, cada sociedad le ha dado un sesgo particular a la forma de propiedad que caracteriza a las empresas, pero con la salvedad de las naciones comunistas más recalcitrantes, su objetivo de entrada es asegurar que la existencia de múltiples empresas garantice la disponibilidad de esos bienes y servicios. Las naciones desarrolladas y ricas van un paso más adelante: buscan apuntalar la existencia de empresas diversas y competitivas con el objeto de procurar no sólo la disponibilidad de los bienes, sino  generar una competencia que eleve  la calidad de los productos y disminuya sus precios.

Pero más allá de las virtudes de las empresas y los empresarios, la noción de que los empresarios son sospechosos por el hecho de que persiguen su mejor interés particular no deja de ser peculiar. Si observamos la manera en que funciona la sociedad, constatamos que aquello de lo que se acusa a los empresarios es tan solo una manifestación más de la naturaleza humana. Prácticamente no hay individuo en esta tierra que no procure su interés propio. Los políticos y los periodistas, los burócratas y las amas de casa, todos buscan lo que juzgan como su mejor interés. Así es la naturaleza humana. La gran pregunta es cómo asegurar que ese conjunto de percepciones y comportamientos egoístas contribuyan al desarrollo del conjunto de la sociedad.

En México llevamos décadas de ignorar lo obvio (la naturaleza egoísta de ser humano) y de esgrimir una doble moral: acusar a unos de ser egoístas mientras se enaltece a otros por supuestamente no serlo. Es probable que haya personas ajenas a la búsqueda de beneficios para sí mismos (las monjas en un convento o algunos profesores que viven en la era del apostolado), pero se trata sin duda de excepciones. El común de los mortales concibe al mundo de acuerdo a sus propios objetivos y actúa en función de ello. En la medida en que los objetivos de cada uno de los individuos coincidan con los de la sociedad, todos ellos tendrán el incentivo de colaborar en aras del desarrollo del país.

No se trata que cada individuo piense en el país cada vez que compra manzanas o decide cómo invertir su dinero. El punto es que si los incentivos de los individuos están debidamente alineados con los de la sociedad, las millones de decisiones adoptadas por cada persona contribuirán al progreso de la sociedad. Por el contrario, al no coincidir los incentivos de las personas con los del país, como ocurre con frecuencia en la actualidad, esas millones de decisiones cotidianas acabarán produciendo resultados contradictorios.

La historia de la fallida privatización bancaria ilustra bien estas deficiencias. Cuando se comenzaron a privatizar los bancos al inicio de los noventa, las autoridades crearon un marco legal y regulatorio que dislocaba los intereses de los banqueros con los del desarrollo de largo plazo del país. Por ejemplo, en lugar de incentivar la capitalización integral de los bancos en venta, los responsables de la privatización propiciaron comportamientos financieros peligrosos. Si uno pone atención en lo que las autoridades hicieron más que en lo que dijeron, resulta evidente que su objetivo no era el de constituir bancos sólidos y viables, sino el de vender los bancos al precio más elevado, sin reparar en las consecuencias. Por tal razón, el propio gobierno procuró el otorgamiento de créditos a los futuros banqueros, a pesar de que los precios que éstos estaban pagando eran excesivos bajo cualquier comparación internacional. En consecuencia, los bancos nacieron débiles y con una enorme urgencia de recuperar lo invertido. Esto llevo a que los nuevos banqueros otorgaran créditos con tasas elevadísimas y a los acreditados más riesgosos en términos de su capacidad de pago. No hay duda que los banqueros cometieron infinidad de errores y, algunos de ellos, fraudes extraordinarios. Pero tampoco hay  duda de que la manera de privatizar sentó los incentivos para que los banqueros se comportaran como lo hicieron.  En descargo de los vendedores habría que decir que los incentivos que enfrentaron eran igualmente perversos y contraproducentes: era tal la suspicacia sobre el potencial de corrupción en el proceso de privatización que los vendedores decidieron que el criterio de “la mejor oferta monetaria” imprimiría transparencia y protegería su probidad.

La historia de la privatización bancaria es muestra fehaciente de las consecuencias de la existencia de incentivos contradictorios. Aunque la corrupción o las prácticas fraudulentas son imposibles de erradicar por completo aun en un entorno en el que hay congruencia entre los objetivos de la sociedad, los vendedores y los compradores, bajo un escenario de esta naturaleza, estas prácticas serían excepcionales y los riesgos de un colapso como el que experimentamos muy menores.

Los individuos actúan de acuerdo al que perciben como su mejor interés. Esto es cierto para los empresarios y para los políticos, así como para todos los demás. No hay político alguno que, de manera consciente, patrocine una iniciativa que pudiera ser contraproducente o rechace la oportunidad de explorar una acción que le prometa dividendos en la próxima elección. Esa es la naturaleza humana. Si queremos ser exitosos como país tenemos que dejar de negar esta obviedad y ver a las personas como son (con toda su carga egoísta). Se podrá así comenzar a alinear los incentivos de todos para que con el trabajo individual de millones de personas que actúan de manera egoísta, la sociedad prospere.

Justamente para prosperar, la sociedad requiere de la existencia de muchos empresarios dispuestos a arriesgar su capital en aras de hacerse ricos. Si los incentivos que propician las regulaciones y las prácticas gubernamentales se conciben como mecanismos para orientar el comportamiento empresarial en favor del desarrollo del país, los empresarios van a incorporarlos en sus decisiones cotidianas. Algunos serán exitosos y otros no, algunos perderán en el camino y algunos más cometerán tropelía y media. Sin embargo, en su conjunto, la actividad empresarial arrojará resultados favorables para todos. Un ejemplo permite ilustrar este fenómeno: si el empresario sabe que no hay riesgo de quebrar porque el gobierno siempre lo va a rescatar, su comportamiento será temerario; si, por el contrario, el empresario está consciente de que cualquier violación a la ley será penalizada, su comportamiento será ejemplar. Como el de cualquier otro ser humano.

Vistos en forma individual, los empresarios pueden ser probos o corruptos, pero siempre se apegarán a los incentivos que perciben en el entorno en que operan. Si estos últimos favorecen la competencia y la competitividad, la economía mexicana saldrá ganando, independientemente de cómo le vaya a cada uno de ellos en lo particular. Esto es lo que permite pensar en introducir una sana competencia incluso en sectores “sensibles” como el eléctrico y el petrolero sin que eso entrañe riesgos excesivos ni traiciones a la patria.

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Instituciones y burocracias

Luis Rubio

México, otrora el país de las instituciones fuertes, es ahora el lugar de las instituciones débiles. Instituciones que parecían inamovibles, como el presidencialismo, han acabado en el ocaso. Otras, como el PRI, han pasado a una etapa incierta de competencia política. Ninguno de estos cambios es negativo por sí mismo, en tanto que pueden acabar sentando las bases para una transformación del país, como ha ocurrido en otras latitudes. Sin embargo, es inevitable que este proceso de debilitamiento institucional genere incertidumbre y falta de credibilidad. Para atenuarlos, sucesivas administraciones han recurrido a la credibilidad de personas e instituciones no gubernamentales, dentro y fuera del país. Como recurso de emergencia, este procedimiento ha resultado extraordinariamente benéfico para llevar adelante la compleja transición que nos ha tocado vivir. Pero la función pública requiere de políticos y funcionarios profesionales, no de personajes advenedizos, cada cual con una agenda personal. En otras palabras, apelar a la celebridad de una persona no es un mecanismo que pueda o deba funcionar de manera permanente.

En la actualidad enfrentamos dos situaciones, cada una con una dinámica propia y diferenciada, que pueden acabar entorpeciendo el desarrollo político del país. Una tiene que ver con el recurso a las instituciones mal llamadas ciudadanas o autónomas que se han constituido en los últimos tiempos para resolver problemas concretos, atajar ausencias de credibilidad gubernamental y asegurar algún grado de independencia respecto al gobierno y los partidos. Es el caso de las comisiones de derechos humanos, los institutos electorales, el Instituto de Acceso a la Información, el Instituto para la Protección del Ahorro Bancario, la Comisión de Competencia Económica y otras semejantes. La otra situación tiene que ver con el advenimiento de personas ajenas a la función pública, en particular los empresarios que ocupan hoy elevados puestos de la administración. Ambas circunstancias han llevado al país a evadir lo que era urgente: fortalecer las instituciones y procedimientos burocráticos, que no pueden depender de personas en lo individual, sino de procesos bien establecidos que la sociedad pueda identificar como suyos por su confiabilidad y permanencia. Nada de ello existe en la actualidad.

El problema de la debilidad institucional es muy simple de definir. Luego de décadas de vivir en un entorno institucional que, independientemente de sus imperfecciones, resultaba funcional para el desarrollo general del país, las crisis políticas y económicas de los setenta en adelante acabaron por minar y destruir lo que hoy pomposamente se ha dado por llamar el viejo régimen del que aquellas instituciones eran cimiente. Instituciones que por décadas habían gozado de algún grado de credibilidad y confiabilidad (como el PRI y el presidencialismo) se fueron erosionando, al grado de acabar convirtiéndose en enemigos públicos. En el pasado, dichas instituciones funcionaban, al menos en parte, por el enorme poder de coerción que ejercían, causa que explica, al menos parcialmente, su descrédito actual. Al perder la ciudadanía el respeto (o miedo) por esas instituciones, todo el andamiaje de operación política implícito en esa estructura institucional se vino al suelo. Las disputas electorales que comenzaron a finales de los ochenta son vivo testimonio de esta realidad.

Ante la imposibilidad de resolver de una manera estructurada y permanente el problema de la decadencia del sistema político tradicional, los gobiernos de los ochenta y noventa recurrieron a métodos creativos que, si bien no podían resolver el problema de fondo, permitieron salvar un escollo tras otro. Cuando se presentó una crisis de la llamada procuración de justicia, por ejemplo, el gobierno inventó la Comisión Nacional de Derechos Humanos. La idea no era particularmente novedosa y su creación por parte de un gobierno al que debía auditar un tanto peculiar, pero sin duda representó una respuesta oportuna y valiosa a la indefensión de la ciudadanía en ese ámbito.

Algo semejante ocurrió en el marco de las disputas electorales que caracterizaron la primera mitad de los noventa y que acabaron por dar forma a una entidad profesional, creíble y sólida, el IFE, cuya responsabilidad sería la organización, supervisión y control de los procesos electorales. Años más tarde se creó también el IPAB, como respuesta a una crisis, en este caso la del rescate bancario; y más recientemente se instituyó una entidad dedicada a procurar la transparencia y garantizar en acceso a la información gubernamental, el IFAI. A pesar de diversas vicisitudes, cada una de estas entidades ha contribuido a dar confiabilidad a algunos de los procesos políticos y a conferir algo de solidez y transparencia a la función pública.

Pero a pesar del éxito relativo, existen costos asociados con este experimento. Para comenzar, la característica común de todas estas instituciones es el hecho de que no son administradas por funcionarios públicos, sino por personajes reconocidos en la academia, el periodismo, las organizaciones no gubernamentales o el mundo empresarial. La mayoría de los integrantes de los consejos de estas entidades -sobre todo aquellas que tienen responsabilidades operativas y resolutivas y cuyos integrantes son empleados de tiempo completo (que son todos, con excepción de las comisiones de derechos humanos)-, han sido personas probas y excepcionalmente competentes para desarrollar su cometido. A diferencia de los funcionarios públicos a quienes reemplazaron, su independencia garantiza credibilidad y, más allá de las obligaciones directamente vinculadas a sus funciones, su responsabilidad se extiende no sólo a su fuente de empleo sino al riesgo de descrédito público precisamente por su origen no burocrático. El problema es que muchas decisiones públicas exigen, además de independencia y responsabilidad, un compromiso con la institución que, casi por definición, personas ajenas a la función pública no pueden ofrecer.

Es decir, por más que el desempeño de estas entidades haya sido ejemplar, el servicio público no siempre es compatible con la personalidad y veleidades de personas públicas y, por lo tanto, no puede ser ejercido fácilmente por personas ajenas a la función pública. Esta afirmación no constituye crítica alguna a personas o entidades, sino a nuestra propensión a crear entidades paralelas a la burocracia en lugar de reformar, modernizar e institucionalizar la función pública. Estas entidades suplantaron las carencias de la burocracia a lo largo de una década de cambios sin precedente en la historia del país. Pero, a pesar de su éxito, su mera existencia contribuye no al progreso y profesionalización de las burocracias gubernamentales, sino a su anquilosamiento e, incluso, a la precariedad e inacción características de la forma actual de tomar decisiones. Así, en lugar de ayudar a sedimentar las bases de un país moderno, la burocracia se está rezagando cada vez más.

Ahora que comienza el proceso de reemplazo de los consejeros ciudadanos del IFE, es un momento ideal para repensar la naturaleza de estas instituciones. Dada la existencia de infinidad de conflictos y disputas subyacentes (y en esto el tema electoral sigue siendo por demás álgido), sería temerario abandonar la estructura que le dio tanta certidumbre a los procesos electorales en los últimos años. Pero lo anterior no implica cerrar espacios para instrumentar cambios parciales que pudiesen comenzar una transición en esas instituciones.

Por una parte, es inexcusable que todos los consejeros ciudadanos comiencen y concluyan sus funciones el mismo día, lo que abre un espacio intolerable de incertidumbre; lo razonable sería una pertenencia escalonada a ese consejo, a fin de que una persona vaya cambiando cada año o cada dos. Por otra parte, podría nombrarse un consejo que sume tres criterios centrales: experiencia, credibilidad propia y función pública. En el nombramiento de los nuevos consejeros del IFE, así como en futuras transiciones en otras entidades similares, podría nombrarse a un grupo con distintas personas que satisfaga cada uno de estos criterios.

Algo muy distinto, pero no menos relevante, es el caso de la toma de decisiones en los más altos niveles de la administración pública cuando sus responsables no son funcionarios públicos o políticos. La excepcional presencia de empresarios y profesionistas en el gabinete del presidente Fox, pone de manifiesto los límites de la participación de personajes que, más allá de su éxito en otros ámbitos, no tienen las características idóneas para la conducción de los asuntos públicos. En el país existe la creencia mítica que exige a un secretario de Estado ser un experto en los temas asociados con el perfil de su secretaría. Este mito surge de una historia de crisis y catástrofes, muchas de ellas producto de la inexperiencia e ignorancia de los funcionarios responsables.

Sin embargo, también aquí, el problema se explica por la ausencia de una burocracia moderna que garantice, de manera apolítica y apartidista, el ejercicio responsable y confiable de la función pública. Todos los países modernos y ricos cuentan con un servicio civil profesional que trabaja con el gobierno en turno, cualquiera que sea su filiación partidista. En esos casos, existen burócratas profesionales que responden a secretarios políticos; los primeros son responsables de la operación cotidiana de sus entidades, en tanto que los segundos toman las decisiones cualitativas. Por ejemplo, los profesionales se aseguran que la educación o las cuentas fiscales funcionen de manera efectiva, en tanto los políticos deciden los contenidos de los programas educativos o los objetivos del gasto. La presencia de empresarios y profesionistas ajenos a la función pública no hace sino confundir y profundizar la mediocridad de un sistema de gobierno inadecuado para un país que aspira a la modernidad y al desarrollo. Es tiempo de decidir si queremos el desarrollo o nos conformamos con la mediocridad.