Luis Rubio
Uno podría pensar que la reforma fiscal, más que una propuesta de modernización, simplificación y racionalización del sistema de recaudación de impuestos, es una fórmula para fabricar drogas psicodélicas. En lugar de una propuesta técnica para sentar las bases para la estabilidad financiera del gobierno y para el crecimiento económico del país en el largo plazo, el tema fiscal parece crear urticaria entre los políticos y genera reacciones por demás interesantes que, de no ser por su gravedad, serían risibles. En lugar de análisis y debates serios, produce reacciones alucinantes entre los legisladores. En lugar de un proyecto serio de reforma, todo lo que los legisladores han podido producir, en el mejor de los casos, es una serie de nuevos parches, que seguro usarán después para decir que el crecimiento no se logra porque otros no saben lo que hacen.
Las reacciones son de caricatura. Primero el PRI logra un acuerdo, que luego desautoriza su líder; se anuncia un nuevo impuesto y se explica que éste no impactará el consumo, mientras que otro miembro del mismo partido se deleita en afirmar que se trata de un IVA disfrazado. Es un híbrido, declara otro diputado, un híbrido que no es un régimen de exentos, tampoco de tasa cero, es una conjugación de ambas propuestas. Mientras todo eso sucede, el gobierno desautoriza su propia propuesta fiscal, justo cuando el Secretario de Hacienda está explicándola ante el pleno de la Cámara. La confusión y la irresponsabilidad en pleno.
Tres cosas quedan claras. Una, si los señores diputados no son capaces de explicar con palabras simples sus propias creaciones, es que produjeron otro mazacote que, no por creativo, deja de ser contrario a la demanda de simplificación en que toda la población coincide. Dos, también es claro que los priístas, porque suya fue la propuesta, entienden que hay un problema fiscal serio, pero no están dispuestos a tomar el toro por los cuernos. Finalmente, el gobierno vive una confusión al menos equiparable a la del PRI.
Al final del día, todo lo que los priístas lograron hacer con sus contradictorios anuncios fue mostrar su incapacidad para remontar la lógica del menor esfuerzo, además de minar su credibilidad como partido capaz de gobernar. En el tema fiscal, como en prácticamente todos los temas cruciales para el desarrollo del país, los políticos de todos los partidos ostentan su incompetencia y se regocijan cuando derrotan, en aras de una causa popular que nunca se define ni explica, las pocas salidas que tiene el país para retomar la senda del crecimiento. Cada una de las victorias recientes reclamadas por los partidos, comenzando por el PRI que, por ser el más grande también tiene la mayor responsabilidad, constituye un retroceso en la posibilidad de ganar en la lucha por el crecimiento, las exportaciones y, sobre todo, el desarrollo del mercado interno.
Vivimos un mundo de irrealidad. No sabemos hacia dónde vamos, ni siquiera hacia dónde quisiéramos encaminarnos. Hay una enorme claridad en el complejo político sobre lo que se percibe como malo y/o contrario a las causas populares, sin que nadie se pare a reflexionar si toda la mitología que impregna los monólogos políticos tiene una fuente de certidumbre y verdad. Lo mismo ocurre del lado contrario: existe un sinnúmero de verdades absolutas que se dan por obvias sin que nadie las cuestione: el déficit fiscal es fuente de crecimiento, los gringos son malos, las exenciones de impuestos reducen la pobreza, la energía es nuestra, etcétera. Nuestros mitos son infinitos.
Pero la realidad lacerante es perceptible y, con la inacción de nuestros políticos, cada vez más aguda. Mucho del crecimiento que han experimentado las exportaciones de China en los últimos años, y que han sido motor del impresionante crecimiento de su economía (los chinos no se hacen bolas al respecto), ha sido a costa de nuestras propias exportaciones. No sólo han perdido participación nuestras exportaciones en el marcado estadounidense, sino también estamos perdiendo en la competencia por el pastel de la inversión extranjera global. Según cálculos del banco de inversión Goldman Sachs, el impacto del crecimiento de China sobre la balanza de pagos mexicana en 2002 fue del equivalente al 4% del PIB. O sea, una brutalidad. México es el gran perdedor del crecimiento chino y no estamos haciendo nada al respecto.
La explicación más fácil, muy de moda en el sector industrial y entre muchos políticos, es culpar a China y solicitar nuevas restricciones al comercio, exigir subsidios y suponer que todo mejorará aunque no se emprendan los cambios internos que constituyen la única oportunidad de elevar la productividad de nuestra propia economía de una manera perdurable. Esta óptica (de por sí mediocre) es ciega al impacto del vendaval chino no sólo dentro del país, sino en todo el mundo, comenzando por nuestros mercados de exportación. Si no actuamos, las cosas sólo pueden ponerse peor.
Es en este contexto que tiene que evaluarse el devenir de las discusiones legislativas en materia de reformas económicas, en particular en los temas fiscales y energéticos. Es fácil comprender la reticencia de los legisladores a considerar temas que, de entrada, suenan disonantes. Luego de décadas de retórica nacionalista, sobre todo en materia energética, la población cree a pie juntillas ese discurso y supone que cualquier cambio al statu quo significa una virtual traición a la patria. En materia fiscal es persistente el mito de que una reducción de impuestos atenúa la pobreza (o, al contrario, que la uniformidad en las tasas de impuestos constituye una medida regresiva y, por lo tanto, antipopular). Los políticos, sobre todo los priístas, temerosos tanto de la retórica que han alimentado por décadas como de la enorme habilidad del PRD de exhibir sus contradicciones, han optado por las salidas fáciles y, peor, las han contaminado con sus propias luchas intestinas. El problema es que las salidas fáciles no resuelven los problemas del país, como ilustra el estancamiento de la economía en los últimos años.
La verdad es que ninguna de las reformas propuestas constituye una solución a los problemas que enfrenta el país. Por supuesto que se requiere una política fiscal que tenga coherencia, distorsione la actividad productiva lo menos posible y que no afecte la economía familiar más que en lo mínimo inevitable. De igual forma, son necesarios mecanismos legales e institucionales que garanticen no sólo el abasto del fluido eléctrico en las cantidades que demanda la economía, sino a un costo que le permita a las empresas mexicanas competir con sus similares en el resto del mundo. No hay duda que se requieren reformas en estos rubros, pero el problema central del país no se reduce a dos reformas particulares. Lo que el país ha perdido es su sentido de dirección. La ausencia de esa brújula es en buena medida responsable de las enormes dificultades que caracterizan al proceso legislativo, de la desazón generalizada y las pérdidas cotidianas que sufre la economía en su conjunto.
Frente a esta realidad, tenemos dos opciones. Una sería la de tratar de avanzar hacia la definición de los objetivos de desarrollo del país y, paso seguido, de las estrategias que harían posible su consecución. La alternativa, que parece ser la favorita de los políticos, es la de seguir dormidos y confiar en que los problemas del país se resolverán, como por arte de magia, de la noche a la mañana (o sea, a tiempo para el 2006).
En la etapa pospresidencialista de nuestra vida política, ya ningún individuo puede definir los objetivos y estrategias para el país e imprimirlos en el actuar cotidiano. Al mismo tiempo, la evidencia que emerge de los procesos políticos actuales es la de una estructura institucional inadecuada para promover la definición de objetivos específicos. Todo esto ha provocado que la presidencia no decida nada, que los panistas sigan actuando como un partido de oposición y que el PRI no pueda acabar de entender su papel en el nuevo contexto. Nada de eso, sin embargo, le ayuda al país a salir del atolladero.
En lo que va de este sexenio ha habido innumerables esfuerzos por avanzar una agenda de reforma política que permita crear condiciones para un mejor funcionamiento del gobierno. Sin embargo, como en los temas económicos, ni siquiera se ha logrado definir el objetivo de lo que se pretende lograr, es decir, el para qué de llevar a cabo cambios significativos en la política electoral o en la composición del congreso, en la legislación en materia presupuestal o en las atribuciones de cada uno de los poderes públicos. Cada partido quiere llevar a cabo algunos cambios, pero, más allá de objetivos tácticos de corto plazo (que parece ser el horizonte de nuestra vida política en la actualidad), no existe una definición cabal de lo que se pretende lograr.
Quizá en lugar de grandes acuerdos y decisiones sobre temas que, no por obvios dejan de ser poco apetecibles para muchos políticos formados en otro mundo, se podría comenzar por tópicos más tangibles, menos disputables como concepto y, por ello, quizá más viables en términos políticos. Obviamente, tarde o temprano, el manejo de esos temas llevaría a diferencias sobre lo específico, pero al menos permitirían partir de puntos de coincidencia en lugar de intentar crearlos cuando ya no es posible. Uno de esos temas podría ser el de la competitividad o el de la productividad. El país enfrenta la feroz competencia de los productos chinos en todos los mercados y tiene pocas armas para atraer a los inversionistas, nacionales o extranjeros. Temas como el de la competitividad podrían permitir que los políticos y los sindicatos, los empresarios y el gobierno se unan en torno a unas cuantas definiciones sobre lo urgente de la agenda nacional, para de ahí echarla a andar a través de acciones y legislaciones específicas.
Lo que ya no es posible es seguir pretendiendo que avanzamos para que, en cada vuelta, resulte que acabamos peor. Los riesgos de pretender que no va a pasar nada son incrementales e igualmente graves para todos los partidos políticos y los aspirantes a la presidencia. Mejor comenzar por temas clave, pero manejables, que seguir intentando una utopía inasequible.