Para atrás o para adelante

Luis Rubio

Luego de décadas de un régimen brutalmente centralizado y con frecuencia muy represivo, la población y sus políticos aprovecharon la primera oportunidad para romper las amarras y descentralizarlo todo. El fin de una era histórica fue el antecedente de cambios reactivos en todos los órdenes. Algunos ejemplos. El gasto público, antes totalmente discrecional y centralizado, fue transferido directamente a las provincias sin que mediara evaluación alguna del costo y beneficio de los proyectos en los que éste iba a ser empleado; el partido, antes una organización vertical, relajó todos los controles que antes lo caracterizaron y dejó que cada una de las organizaciones y regiones cobrara vida propia; y los gobernadores ascendieron como la nueva fuerza política del país. Después de algunos años de experimentar la descentralización política y fiscal, el resultado del ejercicio fue el caos. La economía se estancó, las reformas no avanzaron, los bancos quebraron y resurgió la inflación. El desorden era de tal magnitud que un nuevo gobierno acabó con el experimento y puso freno a la desintegración del país: se reinstauraron diversos mecanismos de control y, sin retornar al esquema represivo de antaño, se fortalecieron de nuevo los poderes del gobierno central, dando lugar a una acelerada recuperación económica y a una nueva era de estabilidad. ¿Prognosis del futuro de México? No, simplemente la historia de Rusia en la última década.

La historia rusa en el siglo XX tiene muchos paralelos con la nuestra. Ambas naciones experimentaron revoluciones tempranas en el siglo e instauraron un sistema de partido único. Aunque infinitamente menos represivo que el soviético, el sistema político mexicano fue en muchos sentidos comparable con el de aquella nación. Esos paralelos persisten en estos años de reformas y cambios.

El fin de la Unión Soviética (URSS) en 1991 vino seguido de una revolución económica que intentó abrir mercados, desarrollar un sector empresarial luego de haberlo erradicado ochenta años atrás y democratizar la toma de decisiones. Como en México, el experimento avanzó de manera espectacular en algunos ámbitos, pero sufrió una aguda crisis económica en 1998 y, particularmente, una crisis de enfoque. A la centralización se le respondió con descentralización; a la imposición desde la capital con la transferencia de poder a los gobiernos regionales; al dispendio del gobierno central con el derroche de recursos de los gobernadores regionales. Para el fin de los noventa, las estructuras institucionales que habían caracterizado a la URSS se habían evaporado, pero el país no funcionaba. La crisis de 1998 les obligó a replantear todo este esquema y comenzar a redefinir una nueva estrategia de desarrollo.

La historia es simple y directa. A mitad de los ochenta la URSS se encontraba estancada: la economía no crecía, el mundo cambiaba a pasos agigantados y la otrora potencia se comenzaba a rezagar en ámbitos clave como el de la tecnología, la industria y los servicios. Gorbachov intentó avanzar diversas reformas, pero se encontró frente a un sistema político infranqueable. Los beneficiarios del sistema se rehusaban a llevar a cabo cualquier cambio. Ante esto, Gorbachov emprendió la llamada glasnost, cuyo objetivo ulterior era   generar apoyo popular a las reformas que el país requería. Como resultado de la glasnost se abrieron los archivos históricos, se eliminaron todos los controles a la expresión y se facilitó la discusión sobre el pasado, como los crímenes stalinistas y la represión en general. La estrategia de apertura política venía acompañada de la llamada perestroika, una política de reforma económica en un principio modesta, pero crecientemente ambiciosa en sus alcances y objetivos. La idea era que la libertad política haría factible la transformación económica sin mayores exabruptos. Claramente, Gorbachov no sabía en lo que se estaba metiendo.

Como en el México de los ochenta, el objetivo de las reformas no era el trastocar el poder o desmantelar a la Unión Soviética, sino elevar la eficiencia de la economía y la legitimidad del sistema político. En contraste con la estrategia seguida por los gobiernos mexicanos de entonces, los soviéticos abrieron primero el debate político, para luego intentar la reforma económica. Sin embargo, cuando llegó el momento del cambio económico, el poder de coacción del régimen se había desvanecido y, en consecuencia, la reforma rodó por el piso. En 1991, la URSS se colapsó. Con el fin de la Unión Soviética renació una Rusia con una extensión territorial disminuida, pero con una economía cada vez más privada y parcialmente liberalizada aunque, como en México, sin una transformación de fondo del entorno institucional, legal o político, en el que habría de operar un nuevo sistema político democrático y una economía capitalista. Las decisiones se descentralizaron, el gasto público se transfirió en montos enormes a los gobiernos regionales, los gobernadores adquirieron un enorme poder y el país comenzó a desintegrarse. Los efectos fueron catastróficos: unos cuantos individuos terminaron acaparando fuentes inmensas de riqueza, la delincuencia hizo explosión, la corrupción alcanzó niveles antes inimaginables, la relación entre el parlamento y el ejecutivo dejó de funcionar y el país acabó en una severa crisis económica a fines de los noventa. El modelo de descentralización política y fiscal, aunado con la transferencia de poder real a un pequeño grupo de billonarios, acabó llevando a la antigua URSS a la bancarrota en lo político y en lo financiero.

Con su llegada al gobierno como primer ministro y luego como presidente, Vladimir Putin comenzó a reorganizar la administración e intentó imponer un nuevo orden en diversos ámbitos. Comenzó por encarcelar a algunas de las cabezas de las nuevas mafias privadas, negoció con el parlamento una modificación constitucional para establecer un nuevo equilibrio entre el gobierno federal y los provinciales y creó un nuevo mecanismo para hacer posible una relación funcional entre el ejecutivo y el parlamento. Muchos critican las acciones del nuevo presidente ruso, sobre todo porque perciben que ha retornado la arbitrariedad burocrática. No obstante, la gestión de Putin constituye un intento por recalibrar las estructuras de gobierno, tras descalabros tan radicales como no intencionados que provocaron una crisis parecida a la que vivimos nosotros en 1995. Ahora Rusia ha recuperado una semblanza de orden, la economía ha vuelto a crecer y varios de los indicadores de desarrollo económico y humano, como la expectativa de vida al nacer, han recobrado sus niveles anteriores luego de colapsarse a mediados de los noventa. Aunque la democracia rusa es al menos tan imperfecta como la nuestra, el país recupera la brújula que extravió en los tiempos de Yeltsin.

Los problemas de la Rusia de hoy evocan mucho a los nuestros. Aunque la relación entre el poder ejecutivo y el legislativo, la Duma, se estabilizó luego de años de confrontaciones, reflejando nítidamente la diversidad y pluralidad que caracteriza a la sociedad rusa, el nuevo parlamento constituye una vuelta hacia el unipartidismo; lo que muchos estimaban como la mejor garantía de que el viejo sistema totalitario no podrá reinstaurarse ha vuelto a quedar en entredicho. Recién fortalecido, el presidente Putin enfrenta ahora el que podría ser el mayor de sus desafíos: por más que logró el control del parlamento, la burocracia se ha convertido en el principal obstáculo para el buen desempeño del gobierno. Empeñada en preservar sus fueros, la burocracia rusa hace hasta lo indecible por crear incertidumbre, imponer su voluntad en la forma de subsidios discriminatorios y laudos administrativos arbitrarios, y beneficiar a sus favoritos, como ocurrió por años con los subsidios a la energía, circunstancia que favoreció la consolidación de un grupo de intermediarios que pasaron de la mediocridad a la riqueza en un plazo brevísimo. Cualquier semejanza con nuestra realidad es pura coincidencia.

En el pasado, los gobiernos rusos (y antes los soviéticos) determinaban el poder del país en función del número de misiles a su disposición. La llegada de Putin al gobierno ha introducido una saludable dosis de pragmatismo a la administración pública; al presidente actual le resulta evidente que la fuerza de un país se encuentra en la solidez de su economía y ya no en sus armamentos. Esta importante redefinición le ha permitido un gran acercamiento con los países occidentales, y muy particularmente con Estados Unidos. Incluso, ahora se encuentra negociando su ingreso a la Organización Mundial de Comercio. Aunque reconocer el hecho inexorable de tener que abandonar su status de superpotencia no debió haber sido nada fácil, lo que parece evidente es que los rusos han encontrado un nuevo equilibrio interno que promete ser funcional.

Rusia parece haber recuperado un esquema de interacción política que sin duda está lejos de ser perfecto y adolece de muchos problemas en términos de representatividad o rendición de cuentas. Sin embargo, el nuevo equilibrio no es autoritario como el del pasado, ni caótico como el de la década de los noventa. En el caso ruso, estos avances se deben a la recreación de un equilibrio entre las regiones y el gobierno central y entre el ejecutivo y el parlamento, donde el antiguo partido comunista ya no es el elemento principal de cohesión. Esto no quiere decir que la nueva realidad sea perfecta o que los ciudadanos rusos se vanaglorien de éxitos que no están a su alcance, pero sí que al menos aprovecharon la crisis económica de 1998 y el colapso del gobierno de Yeltsin para comenzar a ver hacia adelante. Tal vez sea tiempo de que nosotros comencemos, al menos, a aprender la misma lección.

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