Luis Rubio
En medio de la vorágine democrática y descentralizadora que ha caracterizado al país a lo largo de la última década, perdimos algo fundamental: el rumbo al desarrollo que el país había encontrado tras largo tiempo de indefinición. No hay nada peor para el desarrollo de una nación que la ausencia de rumbo, porque es ahí donde se pierde la sensación de claridad sobre el futuro, se destruyen expectativas y, por encima de todo, donde hacen su agosto todos los intereses particulares, cuyos beneficios derivan del malestar del resto de la población. El país tiene que recuperar el camino del crecimiento y del desarrollo.
Lograr un consenso en torno al objetivo del desarrollo es simple y directo. Nadie puede objetar, ni con la razón ni en la práctica, la imperiosa necesidad de alcanzar tasas elevadas de crecimiento económico o de crear condiciones para que sea posible la generación de empleos y de oportunidades para el desarrollo. La claridad y sensatez del objetivo son tan obvias que nadie puede, en su sano juicio, disputarlas; las dificultades no comienzan en la definición del objetivo, sino en las decisiones concretas que deben adoptarse para hacerlo posible.
El problema no es nuevo. En realidad, el país perdió el rumbo desde finales de los sesenta y sólo lo recuperó de nuevo hacia el final de los ochenta, para volver a extraviarse una década después. La claridad meridiana de rumbo que aportaba el entonces llamado desarrollo estabilizador, se disipó cuando este modelo comenzó a enfrentar sus limitaciones y fue destruido por las desbocadas políticas en materia fiscal con que se inauguró la década de los setenta. El modelo de desarrollo que le había dado al país casi dos décadas de desarrollo estable, con tasas elevadas de crecimiento del producto, el empleo y el ingreso, había llegado a sus límites y requería ajustes y cambios significativos. Sin embargo, lo que ocurrió en los setenta no fue un ajuste o un cambio menor, sino la destrucción integral de un paradigma que había sido efectivo en las décadas anteriores.
Entre las crisis de los setenta y los ochenta, el país perdió dos décadas antes de encontrar nuevamente un sentido de dirección en materia económica. Aunque en la segunda mitad de los ochenta se hablaba de reformas en la estructura económica, la realidad es que se trataba de un nuevo modelo de desarrollo. Es decir, no se trataba de reformas aisladas e independientes unas de las otras, sino de un proceso de cambio económico que tenía por objetivo la transformación de la economía del país y la creación de nuevas bases para un desarrollo económico sostenido en el largo plazo. El Tratado de Libre Comercio (TLC) norteamericano no era sino la culminación simbólica de un proceso de reformas estructurales que, sin embargo, debía continuar para alcanzar el objetivo final.
Este último punto es crucial: el TLC acabó por convertirse en un fin en sí mismo, en lugar de constituirse en un punto de arranque para una transformación integral del país. Si bien el TLC consolidaba las reformas emprendidas en los años previos a su entrada en vigor, la economía mexicana distaba mucho de encontrarse en condiciones óptimas para competir con el resto del mundo. El TLC nos dio acceso al mercado más grande del mundo y permitió construir un marco legal e institucional tanto para la atracción de inversión productiva como para la resolución de disputas comerciales, pero no resolvió los problemas de competitividad de cada sector de la industria y región del país. Esos problemas debieron ser objeto de atención gubernamental a lo largo de la década siguiente.
El caso de Canadá es ilustrativo. Con la política ningún canadiense se quedará fuera, el gobierno federal de aquella nación creó condiciones óptimas para que cada persona, región y empresa tuviera la oportunidad de beneficiarse del TLC. El gobierno canadiense construyó mecanismos para que los empresarios se informaran de oportunidades y retos, dedicó enormes recursos al reentrenamiento de la población en edad laboral, apuntaló el sistema educativo para que éste empatara las necesidades y requerimientos del proceso productivo. En una palabra, convirtió al TLC en un instrumento para el desarrollo de su país; no esperó a que la competencia rebasara a su población, sino que anticipó las necesidades y transformó un mecanismo comercial en un medio para acelerar el crecimiento económico y el enriquecimiento de su población.
Con la crisis del 94-95, el gobierno mexicano abandonó la pretensión de hacer con el TLC lo que hicieron sus pares canadienses. Si bien se le sacó todo el jugo que era posible dadas las condiciones en que éste se instrumentó (como lo muestran las elevadas tasas de crecimiento alcanzadas entre 1997 y 2000), también se perdieron ingentes oportunidades toda vez que en el camino se perdió el sentido de dirección. El TLC se convirtió en un objetivo, en lugar de ser un medio, y se asumió que los potenciales beneficios evolucionarían por sí mismos. Los resultados de esa falta de acción y decisión los sufrimos hoy en la forma de un estancamiento económico que dura ya varios años. Si bien en este año se habrá de registrar algún crecimiento, su ritmo será menor al que hubiera sido posible de haberse continuado con las reformas requeridas. Sin el TLC, la economía seguiría en crisis; pero igual de cierto es que no se le ha sacado todo el jugo que era posible al TLC.
Hoy nos encontramos nuevamente ante una tesitura crítica. Todo mundo quiere que la economía recupere el crecimiento, pero nadie esta dispuesto a cambiar el statu quo para alcanzarlo. Unos se oponen porque no quieren perder privilegios, mientras que otros se apegan a nociones ideológicas caducas que no hacen sino preservar la pobreza relativa del país. La oposición a cualquier reforma es enteramente explicable y lógica (pues, a final de cuentas, cualquier reforma afectará siempre intereses), no así la falta de una estrategia de desarrollo integral por parte del gobierno. La dinámica política del gobierno actual (y de su predecesor) se ha caracterizado más por la ausencia de una estrategia de desarrollo que por la claridad del rumbo a seguir. De hecho, los opositores a las reformas han tenido mucho más claridad de objetivos que el propio gobierno al proponerlas.
Y ese es el meollo del asunto: en lugar de una estrategia de desarrollo, la dinámica política ha llevado a que se discutan planteamientos de reforma (en lo energético o en lo fiscal, en lo laboral o en las telecomunicaciones) que no siempre son coherentes entre sí, ni son animados por una misma concepción del desarrollo. En otras palabras, el problema del país no reside en la ausencia de tal o cual reforma, sino en la inexistencia de un claro sentido de dirección. A falta de ese sentido de dirección, las iniciativas de reforma resultan ser superficiales y con frecuencia inoperantes.
Cuando se discute cada reforma en lo individual, sin un marco estratégico de referencia, las batallas en torno a cada iniciativa se tornan campales y violentas en un sentido político. Cuando hay un sentido claro de dirección general, las reformas individuales adquieren un dinamismo tal que arrollan a la oposición interesada. El fracaso de las iniciativas de reforma recientes es una expresión de esa ausencia de rumbo y no al revés.
Por algunos años, la cercanía con los mercados le confirió a nuestra economía una ventaja competitiva excepcional. México no sólo contaba con acceso privilegiado al mercado estadounidense, sino que la proximidad, en conjunto con el TLC, convertía al país en una plaza de enorme atractivo para la localización de nuevas plantas industriales. Sin embargo, esas ventajas se fueron erosionando a la par que otras naciones elevaron su productividad de tal manera que nos dejaron atrás. Nosotros, dormidos en nuestros laureles, dejamos que naciones como China nos desplazaran en los mercados de exportación. Aunque se le quieren atribuir condiciones mitológicas al éxito chino, lo cierto es que México se rezagó en todos los órdenes: desde el educativo hasta el de infraestructura, pasando por lo fiscal y la eliminación de obstáculos burocráticos. Mientras que los chinos remueven impedimentos para la creación de empresas nuevas, en México hacemos cada vez más oneroso el privilegio de contribuir al crecimiento de la economía. El éxito chino en nuestros mercados de exportación se explica al menos en parte por nuestra incapacidad para resolver problemas elementales en materia de infraestructura que ellos han sabido manejar con mayor sabiduría.
El éxito de la economía mexicana está severamente determinado por el entorno internacional en que vivimos. Cuando México lanzó la iniciativa de negociar un TLC norteamericano, el país llevaba la delantera en el proceso de desarrollo. Diez años después, ese espíritu de avance se ha extinguido y ya no resulta claro cuál es el objetivo que se persigue. Desde el terreno de lo abstracto, es obvio que se busca el crecimiento, pero una vez que se intenta aterrizar ese objetivo, lo que encontramos es encono y parálisis. China no permitió la inversión privada en electricidad porque soslayara el tema de la soberanía. Justamente porque reconoció que la soberanía se fortalece con una economía más fuerte y pujante es que emprendió reformas en el sector. La reforma eléctrica en China fue un medio para el fin buscado y no un objetivo imposible como se discute en México en la actualidad.
Las oportunidades para el desarrollo económico del país son enormes, pero no van a darse por sí mismas. Se requiere de una concepción clara de lo que se persigue y de una gran habilidad para aterrizarla. Hoy no tenemos la claridad de miras ni la disposición de las fuerzas políticas para hacerla posible. El gran problema es que la competencia a nivel internacional crece cada minuto. China sigue reformando sus estructuras, Malasia eleva la calidad de su educación e India penetra los mercados de servicios de información. México podría estar en todos esos mercados, pero parece seguir esperando algún milagro sobrenatural.