Cuentas pendientes

Luis Rubio

El experimento democrático mexicano tiene un gran activo y un sinnúmero de carencias. El gran activo, algo nada despreciable dada nuestra historia, reside en haber remontado la era del fraude electoral. Pero, mientras que los beneficios de la competencia electoral se pueden apreciar de manera cotidiana, las carencias de la democracia siguen siendo tan amplias y diversas que lo abarcan todo: lo económico, lo político y social. Cada uno de éstos requiere y justifica un análisis serio, así como acciones concretas por parte del gobierno y del legislativo. Un buen lugar para comenzar el análisis podría ser el conjunto de entidades creadas para suplir carencias en nuestra vida institucional, es decir, los organismos independientes o autónomos que han proliferado en los últimos años y que, en muchos casos, han inaugurado un nuevo género de vicios.

Las carencias democráticas del país son muchas y de diverso orden. El espectáculo que ofrecen los partidos y los políticos de manera cotidiana es revelador de dos características particularmente nocivas de la democracia mexicana actual: la ausencia de ciudadanos en la ecuación de la política y la inexistencia de mecanismos de rendición de cuentas. Los políticos actúan como si vivieran en un vacío político, como si la ciudadanía no existiera. Sus conflictos tienen como referente su historia y los intereses de sus líderes partidistas, pero la ciudadanía es la gran ausente.

En la perversa lógica de la política mexicana, la de antes y la de ahora, pues en esto no ha habido cambio alguno, los ciudadanos están para servir a los políticos y no a la inversa. Es evidente que los políticos ya no pueden abusar de la ciudadanía de la manera en que lo hacían en el pasado, pero la esencia de esa relación no se ha alterado. Un viejo chiste decía que la diferencia entre una dictadura y una democracia reside en un factor central: en las dictaduras los políticos se burlan de los ciudadanos, en tanto que en las democracias, son los ciudadanos los que se ríen de los políticos. En México, hace décadas, o siglos, que los ciudadanos se burlan de sus políticos, como ilustran las olas de chistes y pifias que caracterizan diversos episodios de nuestra historia. Pero la crítica implícita no repercute más allá.

Las carencias democráticas son tan patentes que basta con observar los pleitos callejeros entre políticos, por no hablar de la violencia de su lenguaje, para alertarnos sobre la posibilidad de que nuestro reciente ingreso a la vida democrática acabe naufragando por la inexistencia de políticos capaces de pensar más allá de sus intereses primarios. En lugar de desarrollar un marco institucional que permita a la sociedad ser representada, los políticos se concentran en la protección de sus fuentes de privilegios, en la destrucción de sus adversarios y en el empleo de un lenguaje tan pueril que hiere el corazón de lo que debería ser un debate serio y civilizado. Sólo para ilustrar el punto, vale la pena imaginar qué estaría pensando don Jesús Reyes Heroles quien, entre otras muchas virtudes, acuñó la frase aquella de que en política la forma es fondo, al ver a muchos distinguidos priístas compitiendo con los boleros por el mejor uso del lenguaje.

Ninguna de las carencias democráticas en el país es nueva; lo que es nuevo es la complejidad y dificultad del proceso político, ahora que han desaparecido las anclas institucionales de antaño o los mecanismos de disciplina del viejo sistema. Un sistema democrático de gobierno implica, por definición, la inexistencia de mecanismos de disciplina autoritarios, pero no la ausencia de disciplina. Se trata de dos mundos contrapuestos.

En el pasado, el presidente tomaba decisiones para después organizar procesos de negociación, usualmente dentro de su propio partido, que hacían posible su instrumentación. Esos mecanismos permitían la toma de decisiones dentro del gobierno, así como un cierto grado de participación de diversos intereses políticos en el proceso, pero ignoraban al resto de la sociedad. Un sistema democrático de gobierno implica la existencia de pesos y contrapesos, de frenos a los excesos del gobierno y de la discusión seria y meditada de los temas que exigen decisiones por parte del gobierno, pero también de mecanismos de presión sobre el poder legislativo, para que este actúe y no se paralice. El país transitó de una era caracterizada por decisiones frecuentemente unipersonales a otra en que nadie está dispuesto a decidir o a asumir responsabilidad alguna, como bien ilustra el paso al populismo en materia fiscal que dio el congreso esta semana.

En la actualidad hay al menos tres causas de parálisis, todas ellas vinculadas con una transición política incompleta, no planeada y, tanto peor, no pensada. En primer lugar, los funcionarios gubernamentales evaden tomar decisiones por temor a sanciones futuras, revanchas políticas o por el riesgo de incurrir en faltas administrativas absurdas. La reglamentación creada con el supuesto propósito de erradicar la corrupción, dieron lugar a un tipo de Frankenstein que no tenía otro objetivo que perseguir a un funcionario por razones políticas. Si pretendemos que el país cuente con un gobierno eficaz, se tendrán que eliminar esas regulaciones absurdas y perversas y substituirlas por un mecanismo moderno que haga posible el funcionamiento eficaz, además de impoluto, del gobierno.

En segundo lugar, el poder legislativo vive una era de lujuria. Liberados del yugo presidencial, los supuestos representantes populares no hacen sino representarse a sí mismos. Ante la inexistencia de mecanismos de expresión y presión por parte del ejecutivo y de la población, los legisladores sólo tienen tiempo para sus disputas intestinas. La estructura del poder legislativo, con una mezcla de legisladores por representación directa y representación proporcional, impide la rendición de cuentas, inhibe el desarrollo de mecanismos e incentivos que sirvan para que exista disciplina en el mundo de la política y abre reductos para una parálisis permanente. En lugar de encabezar la transformación institucional del país y llevar a cabo las tareas a las que las últimas administraciones priístas se opusieron (porque temían de la posible percepción de que estaban dispuestas a perder el poder), el poder legislativo ha perdido todas las oportunidades que desde 1997 ha tenido para sentar las bases de un país moderno. Los avatares fiscales de la última semana son muestra fehaciente del primitivismo político y de la ausencia de reconocimiento de la precariedad de la economía del país.

Finalmente, en tercer lugar, la transición política ha sido por demás pedregosa y se ha acompañado de la creación de instituciones pensadas de manera táctica y para el corto plazo, pero cuya existencia plantea riesgos serios de largo plazo. En un extremo, éstas podrían convertirse, irónicamente, en un obstáculo para la consolidación democrática del país. En los últimos años del reino del PRI y en lo que va de la presente administración, se ha intentado capotear los problemas de credibilidad y legitimidad del sistema político mediante la creación de entidades autónomas e independientes. La idea era compensar la debilidad institucional que aqueja al país con la credibilidad que le pudieran aportar personas en lo individual a la cabeza de dichas entidades. Es así como se crean instituciones tan distintas como el IFE y el IPAB, las comisiones de derechos humanos y el Instituto Federal de Acceso a la Información. Con una lógica similar se reformó la Suprema Corte de Justicia y se transformó la entidad encargada de fiscalizar las cuentas públicas (la Auditoría Superior de la Federación).

Cada una de estas instituciones ha contribuido al proceso de cambio político y ha servido para mantener la estabilidad política, así como para abrir fuentes de oxigenación al viejo sistema. Muchas de estas entidades han logrado forzar al gobierno federal, así como a los estatales y municipales, a rendir cuentas sobre algunas de sus actividades. A pesar de su éxito relativo, se trata de mecanismos imperfectos para el desarrollo político de un país. Las comisiones de derechos humanos pueden hacer recomendaciones, pero no substituyen la necesidad de un sistema judicial funcional; la Suprema Corte de Justicia ha transformado la vida política en el país, pero no ha llegado al ciudadano común; el IFE se ha ganado el respeto de la sociedad, pero no ha resuelto los problemas relativos a las disputas por el poder más allá de los electorales. Se trata de entidades diseñadas para tapar agujeros en la estructura institucional. Sin el menor afán de restarles mérito, su mera existencia revela los rasgos de un sistema de gobierno deficiente y de una democracia disfuncional. Peor, dada la propensión muy nuestra de conferirle características casi mitológicas a cada nueva institución, no advertimos que muchas de estas instituciones son también fuente de problemas.

El poder judicial, por ejemplo, ha visto crecer su presupuesto en doce veces entre 1995 y 2003. Obviamente, si una de nuestras grandes carencias democráticas tiene que ver con el estado de derecho, es lógico y necesario que se eleve su presupuesto; pero ¿a quién le rinde cuentas el poder judicial por su gasto?, ¿cómo podemos saber que ese dinero, contra toda evidencia, se está empleando para el desarrollo de la legalidad en el país y no para la construcción de nuevos mausoleos físicos o políticos? Algo similar se puede decir del IPAB: si uno ve la recuperación de la cartera mala de los bancos en los últimos años y la compara con la del IPAB, los resultados son reveladores. Mientras que los cuatro bancos, tan criticados, a pesar de haber sobrevivido gracias a que hicieron bien las cosas, recuperaron el 40% de esa cartera, el IPAB sólo recuperó el 9%. ¿Quién le exige cuentas al IPAB por su desastroso desempeño?

Dadas las circunstancias, nadie podía esperar una transición de terciopelo para la democracia mexicana. Pero los mexicanos esperábamos que políticos de otra altura encabezaran el proceso de construcción de esa democracia; vaya, que pensaran en el país y en el futuro más que en ellos mismos y en el pasado. Sin un proyecto orientado a elevar la eficiencia política, desarrollar la representación ciudadana y afianzar la rendición de cuentas, el riesgo de colapso resulta ser ingente.