Luis Rubio
Una vez más, el país se encuentra hoy ante una verdadera encrucijada. Domina la sensación de que nada camina, que los males se apilan y que las salidas que antes parecían seguras dejaron de serlo. Se trata, por supuesto, de una quimera. Las salidas para el país existen y son evidentes, no así la capacidad política para hacerlas nuestras y salir adelante. Urge hacer de la mexicana una economía productiva y competitiva; ninguna otra cosa nos sacará del hoyo en que nos hemos metido, en ocasiones parece que con toda alevosía. Es tiempo de dejar de discutir y pasar a las decisiones.
Esta no es, por supuesto, la primera vez que el país se encuentra ante una tesitura semejante, pero hay una diferencia fundamental con el pasado. Antes, las opciones potenciales para salir adelante eran de diversa índole; hoy las alternativas son tajantes. Antes había la posibilidad, al menos en teoría, de intentar avanzar hacia el desarrollo a través de esquemas ortodoxos como los seguidos por naciones como Suiza o Hong Kong, o bien, mediante proyectos heterodoxos como los de algunas otras naciones del sudeste asiático. Aunque por distintos caminos, ambas avenidas parecían prometedoras. Con los cambios que el mundo ha sufrido en las últimas dos décadas, el presente no ofrece más que una alternativa y la dicotomía es muy clara: o comenzamos a desarrollar las bases para que el país pueda triunfar en el mundo globalizado que nos ha tocado vivir o nos quedaremos condenados a depender de los vaivenes y altibajos de los mercados, los cambiantes gobiernos de la república y, no menos importante, los humores de nuestros políticos.
Si uno ve para atrás, impresiona repasar lo que el país ha cambiado a lo largo de las dos últimas décadas. De tener una economía cerrada y protegida, México se ha abierto y, en lo fundamental, ha logrado salir adelante frente a una cada vez más intensa competencia mundial. Aunque en ocasiones las dificultades para seguir adelante parecen inconmensurables, todo mundo reconoce que, a pesar de la complejidad, no hay punto de retorno. El pasado hace mucho que se perdió en el horizonte, pero eso no implica que el presente sea sostenible o que el futuro sea certero. Lo único certero es que se avecinan más cambios. De hecho, nos encontramos en una situación de equilibrio precario que hace pensar, lo mismo, en el gran paso adelante hacia el desarrollo que en el regreso a la pobreza e inestabilidad.
Indudablemente, el país no está hoy en condiciones adecuadas para enfrentar la creciente competencia que caracteriza al mundo y que parece incrementarse día a día. A pesar de que la economía mexicana arroja cifras positivas en diversos rubros, algunos de ellos críticos para la estabilidad, su realidad se asemeja cada vez más a aquel famoso comunicado de la Guerra Civil española en donde se anunciaba que “el avance continuó todo el día sin que se hubiera perdido territorio”. En efecto, la competencia es una lucha sin cuartel en un entorno de cambio permanentemente. Cualquiera que no se adecue con celeridad pierde terreno. Hemos llegado al punto en que nos medimos más por lo que no avanzamos.
Luego de décadas de disputas sobre la función de las empresas y los empresarios en el desarrollo económico del país, hoy prácticamente nadie duda del papel central que juegan en el desarrollo. Más allá de las diferencias normales sobre la política económica, al empresario se le reconoce hoy como el creador de riqueza y generador de fuentes de empleo que es. De hecho, en un país como el nuestro, con la juventud de su fuerza de trabajo, hay un consenso tácito: sin empleadores no hay empleos. Sin embargo, estamos aún a la espera del siguiente paso: el de crear las condiciones para que las empresas –nuevas y viejas- prosperen y, sobre todo, para que el país experimente un rápido incremento de su productividad que es, en última instancia, el factor que determina la riqueza de un país y el ingreso de sus habitantes. Todos hablan de las empresas, pero nadie facilita su desarrollo.
Del consenso sobre la importancia del empresario en el desarrollo de empleos no se deriva un acuerdo similar sobre la urgencia de generar las condiciones para que haya más empresarios, más empresas, mejores oportunidades y, por lo tanto, más crecimiento y más empleos. El mundo de la política y los debates abandonó su desprecio por el empresario pero, como ilustran los últimos días, no ha asumido las implicaciones y necesidades de una economía moderna que funciona en un entorno no solamente competitivo, sino con un dinamismo tan intenso que el único patrón de comportamiento que admite es el del cambio mismo.
A diferencia de lo ocurrido en los países del sudeste asiático, por citar el caso más obvio, donde los esfuerzos se concentraron en optimizar las condiciones en que operan las empresas, en México el empresario tiene que competir con una mano amarrada tras las espalda y la otra distraída en burocratismos, corruptelas e insuficiencias de la infraestructura. Si bien es cierto que las empresas son la base del desarrollo económico, no todas ni las mismas empresas pueden cumplir con ese cometido: se trata de un dinamismo permanente que es precisamente lo que hace exitosa y rica a una economía. Lo imperativo es hacer posible (y fácil) que se creen, desarrollen, prosperen y, de ser necesario, mueran las empresas. Aquí reside la base del desarrollo y la creación de riqueza.
Cualquiera que haya vivido en el mundo de la industria y los servicios en el país, conoce la historia. La creación de una empresa toma meses; los bancos ven con suspicacia a quien requiere crédito para emprender un negocio; las líneas telefónicas con frecuencia no están disponibles y su costo es mucho mayor al de sus competidores en Asia o en Estados Unidos; la energía eléctrica es cara y se caracteriza por cambios en su voltaje que afectan la maquinaria; las regulaciones en materia laboral y fiscal son complejas, contradictorias, costosas y difíciles de cumplir; los trabajadores suelen estar muy bien dispuestos y son capaces de inventar y mejorar procesos de producción, pero sus fundamentos educativos son pobres y no les ayudan a agregar valor en el proceso de producción. La agenda económica es por demás obvia, pero no así la existencia de un gobierno y poder legislativo capaces y dispuestos de llevarla hacia adelante. Aunque patético, no es casual que el precio de la mano de obra (y, al mismo tiempo, el tipo de cambio) siga siendo determinante de nuestra competitividad. Con todos estos handicaps, el empresario que sobresale en nuestro país es un verdadero héroe.
Cuando la economía mexicana se encontraba cerrada y protegida, estos temas parecían poco importantes. Claro que, aunque aparentemente intrascendentes, esas deficiencias tenían costos elevados que se podían observar en la mala calidad de los productos y servicios o directamente en su precio, pero era posible al menos sobrevivir. Con la transformación del mundo a raíz de la llamada globalización, proceso que es ineludible y no sujeto a voluntades, todo el esquema anterior se alteró. Ahora ya no es posible competir con precios altos o mala calidad. Las empresas tienen que ofrecer mejores productos y servicios y competir con sus pares en el resto del mundo. Es un giro radical que no fue creado por el gobierno y con el cual todos los mexicanos tenemos que vivir y aprender a ajustarnos.
Este ajuste, sin embargo, ha sido sumamente difícil y costoso. Muchos empresarios han encontrado maneras de competir en el exterior y defenderse con éxito de las importaciones, pero muchos más han sido incapaces de hacerlo. Algunos podrían ser muy exitosos, pero operan en un entorno tan hostil que les resulta difícil, cuando no imposible, vencer los obstáculos. El mundo de los viejos empresarios era tan sencillo que simplemente no se pueden adaptar a las nuevas realidades mundiales. Pero lo que es cierto es que no existen condiciones idóneas que favorezcan el desarrollo de empresas y empresarios en el país. Esa es la gran tarea que tenemos hacia adelante.
El país requiere cambios profundos que no están teniendo lugar. Alrededor de ellos se ha suscitado una enorme confusión que surge, precisamente, de intereses que se verían afectados por los cambios y de la ignorancia que caracteriza a muchos políticos y a la población en general sobre las condiciones que generan riqueza en una sociedad. Lo que el país requiere es un entorno conducente a la competitividad de las empresas.
Nada ni nadie puede garantizar el éxito de una empresa o de un empresario, pero en México todo parece edificado para dificultarle el camino. Se requiere, urge, crear las condiciones que hagan posible el nacimiento, desarrollo y consolidación de empresas competitivas, capaces de generar riqueza, satisfacer al consumidor nacional, exportar y crear empleos. Al mismo tiempo, es imperativo facilitar la transformación, y desaparición en su caso, de empresas que no funcionan o no pueden competir exitosamente, de una manera tal que permita aprovechar sus activos, es decir, su maquinaria, sus edificios, los conocimientos de sus empleados, etcétera. Ese es el gran reto del México de hoy y todos los mexicanos (incluidos, en primer lugar, los empresarios); un objetivo singular al que todos deberíamos sumarnos.
Parte del éxito depende exclusivamente de los propios empresarios. Son ellos quienes tienen que adoptar una estrategia, organizar sus procesos de producción, elevar su eficiencia y desarrollar nuevos mercados. Pero su capacidad de competir depende en buena medida del entorno en que operan y a ese entorno le da forma el gobierno y el legislativo. El tema clave es la productividad: todo lo que contribuye a elevarla debe ser privilegiado y todo lo que la disminuye o impide debe ser desechado. Así de fácil y así de difícil. El marco legal y regulatorio, la calidad de la educación, la existencia de mecanismos para hacer cumplir los contratos a un costo bajo, la calidad de la infraestructura y la confiabilidad de los servicios (banca, comunicaciones, energía eléctrica, etc.) son todos factores cruciales para el crecimiento de la productividad. La pregunta es si podremos organizarnos para ser una sociedad próspera y rica. La alternativa ya la conocemos.