Objetivos y medios

Luis Rubio

Los mexicanos compartimos el objetivo de reactivar la economía, alcanzar tasas elevadas y sostenidas de crecimiento económico y hacer de ello una plataforma para el desarrollo integral del país y de la población. Como ilustra la Convención Nacional Hacendaria, la definición del objetivo nunca ha sido difícil ni particularmente controvertida; donde los mexicanos parecemos ser incapaces de entendernos es en los medios necesarios para alcanzar dichos propósitos, que parecen ser tan claros como transparentes. Arabia Saudita es un país que, en estos términos, puede servir de contraste a nuestra situación, por lo que vale la pena apreciar las semejanzas, así como las diferencias.

En un estudio reciente, un analista europeo clasificó a los participantes en el debate sobre el futuro de Arabia Saudita en tres grupos: aquellos con un interés creado en el futuro, los escépticos y los fatalistas. Cada uno de ellos se integra, de acuerdo a esta nomenclatura, tanto por ciudadanos sauditas como por actores extranjeros. Los primeros, aquellos que tienen un interés creado en el futuro del país, incluyen a buena parte de la familia real, así como a innumerables participantes y beneficiarios de una estructura económica peculiar, en la que el gobierno tiene compromisos que mantener y transferencias multimillonarias que realizar a una gran porción de la población saudita. De igual forma, participan en este grupo las legiones de ejecutivos de empresas petroleras y de servicios adjuntos que tienen una larga y fructífera relación con la industria local, así como varias cámaras bilaterales de comercio y de centros de estudios financiados por intereses sauditas o por otras naciones con intereses en esa nación.

El grupo de los escépticos incluye sobre todo a estudiosos y analistas tanto sauditas como occidentales, que reconocen la precariedad de la estabilidad tanto política como económica de un reino fincado en el poder del dinero petrolero, pero que no ofrece a una población creciente mayores oportunidades de desarrollo en la vida. Cuando en los setenta el país era una potencia económica, la familia real saudita construyó un estado de bienestar para prácticamente toda la población, a la vez que la familia real y sus socios se dedicaron a despilfarrar el dinero en toda clase de gastos opulentos y malas inversiones. La familia real nunca contó con la posibilidad de que el ingreso petrolero pudiera disminuir o que el crecimiento brutal de la población llegara a poner en entredicho la estabilidad económica del reino. Además, todo esto ha coincidido con el crecimiento de una fuerte disidencia religiosa al interior del reino cuya manifestación más evidente fueron los atentados terroristas contra Estados Unidos. Los escépticos observan el deterioro, analizan la capacidad del gobierno saudita de corregir el rumbo, afianzar la estabilidad económica del país y controlar a su disidencia religiosa, concluyendo, como su nombre lo indica, con dudas severas sobre la viabilidad de largo plazo del statu quo.

El grupo de los fatalistas se integra por la disidencia interna y los críticos del gobierno saudita, sobre todo por el lado conservador extremo en Europa y Estados Unidos. Los fatalistas culpan al reino de la familia Saud de la corrupción imperante en el país, atribuyen el terrorismo a los excesos y arbitrariedades de la familia real y demandan cambios radicales. Unos piden la constitución de una nación islamista en tanto que otros exigen el derrocamiento de la familia real en conjunción con una acción bélica que permita tomar control físico de los pozos petroleros. Aunque este grupo incluye a los pesimistas de ambos lados del espectro, es evidente que, en contraste con los dos grupos anteriores, los intereses de ambos son absolutamente divergentes.

Una visión, así sea superficial, de la naturaleza del debate en aquella nación árabe permite evidenciar un contraste radical con lo que ocurre en nuestro país actualmente. La dispersión de visiones, lecturas y posturas en Arabia Saudita es pasmosa. Una misma nación alberga actores que quieren preservar el statu quo y otros que lo quieren destruir; grupos que quieren el crecimiento económico y otros que lo rechazan y condenan; sectores que buscan encontrar salidas a los problemas existentes junto a otros que tratan de aprovechar los oportunidades para minarlo. Se trata, en una palabra, de un polvorín.

En México hay personas y grupos con posturas por demás contrastantes sobre cómo debería ser el país en el futuro y las acciones que deberían emprenderse para lograrlo. Lo mismo existen guerrillas que rechazan todo lo existente que nostálgicos por el pasado, pero en temas como en mencionado al inicio, el del crecimiento económico, es raro el mexicano que rechace la noción de que la economía tiene que reencontrar su camino y que el crecimiento es una de las mejores herramientas para enfrentar los problemas estructurales y de fondo que enfrenta el país en el sentido más amplio. Es decir, en franco contraste con Arabia Saudita, en México existe un consenso sobre el objetivo más elemental.

La gran pregunta es cómo alcanzar ese objetivo. La respuesta es más complicada de lo aparente pues, como hemos podido apreciar en los últimos años (o décadas), la manera en que se articula el objetivo determina, en muchas ocasiones, el contenido de las políticas gubernamentales resultantes. Es decir, no basta con querer el crecimiento económico para asegurarlo. Es necesario precisar la naturaleza del crecimiento que se busca alcanzar.

Los dilemas que enfrenta México para adoptar las medidas que serían necesarias para retornar a la senda del crecimiento no son exclusivas del país ni particularmente novedosas. Para reactivar el crecimiento, el país tiene que definir, una vez más, si quiere estar cerca o lejos del resto del mundo; si desea seguir los pasos de las sociedades ricas o imitar los de otras naciones pobres. Estas disyuntivas no son pura retórica: quizá el primer país que enfrentó dilemas como éstos fue el Japón del Meiji, en la segunda mitad del siglo XIX. Desde entonces, una infinidad de sociedades ha vuelto al mismo problema.

A finales de los setenta, China comenzó a cuestionarse la conveniencia de seguir en una sociedad comunista que perseguía la igualdad como objetivo, pero a cambio de mantener a su población en la pobreza o abrirse, atraer inversión del exterior y transformarse por medio del crecimiento económico, aunque eso implicara el abandono del objetivo de la igualdad. Cuando China finalmente optó por el camino que hoy conocemos y que ha resultado tan exitoso, el entonces secretario general del partido comunista expresó de una manera muy simpática la orientación de las decisiones tomadas: en lugar de abrazar una postura ideológica en torno a decisiones clave como el de la propiedad privada (y, en muchos casos, extranjera) de los bienes de producción y de la infraestructura, Teng Siao-ping afirmó que lo importante no es si el gato es blanco o negro, sino si caza ratones.

Rusia, un poco como nosotros, se ha pasado quince años debatiendo consigo misma sobre la naturaleza de sociedad y de país que quiere construir en su etapa post-soviética. Por algún tiempo, optó por una apertura amplia, misma que vino acompañada por mucho desorden y abuso por parte de burócratas y vivales, para más tarde, en los últimos años y meses, comenzar a retornar, al menos aparentemente, hacia un esquema semiautoritario de gobierno, todo ello sin la definición cabal de la naturaleza del proyecto económico que pretendía avanzar. A la luz de estos contrastes, no es casualidad que la economía china crezca como la espuma, en tanto que la rusa siga experimentando vaivenes permanentes.

Aunque exista un acuerdo general sobre lo que se busca, la ausencia de acuerdo sobre los medios necesarios para alcanzarlo nos mantiene en la parálisis que hoy parece la norma. Los desacuerdos comienzan con lo más elemental: no existe un reconocimiento amplio sobre la necesidad de inversión para poder generar crecimiento, situación que se complica por el hecho de que, en esta era de globalidad, la inversión que mueve al mundo y hace posible el crecimiento de las economías ya no tiene una localización geográfica exclusiva. De esta manera, en tanto que China se dedica de manera consciente y sistemática a atraer la inversión del resto del mundo, nosotros persistimos en el rezago. Los chinos construyen infraestructura, obligan a que sus mercados sean competitivos, han desarrollado mecanismos para la resolución de disputas en temas como contratos y así sucesivamente. En lugar de pelearse por la nacionalidad del inversionista o la propiedad de los servicios públicos, o rasgarse las vestiduras cada vez que se debate una nueva iniciativa gubernamental, los chinos no pierden de vista el objetivo fundamental: construir una economía sólida y poderosa que permita el enriquecimiento del país y la población.

Lo que para los chinos ha resultado evidente, para nosotros sigue siendo un enigma. La suma de interminables (pero irrelevantes) disputas entre grupos que buscan ciegamente el poder, ha conducido al país al letargo, no porque carezcamos de recursos o capacidades para lograr el crecimiento, sino porque los diversos intereses políticos se consumen en sus propios objetivos de corto plazo y ninguno muestra la menor capacidad para ver más allá. La debacle de la sesión del congreso en diciembre pasado habla por sí misma.

Demasiadas agendas encontradas

 

La Convención Nacional Hacendaria fue concebida como un medio para encontrar soluciones a los desajustes que el fin de la era presidencialista le había heredado al federalismo mexicano. Hoy, a unos días de su inauguración, lo que domina son los protagonismos de los precandidatos. La pregunta es dónde quedan los temas que de verdad importan, como la rendición de cuentas y la cercanía entre el gobernante y el gobernado. La palabra más gastada en la CNH fue democracia. La pregunta es dónde quedó.