Fox y la lucha por el futuro

Luis Rubio

El país se encuentra en medio de una encrucijada. Muchas fuerzas políticas tiran hacia el pasado, en tanto que otras intentan empujar hacia el futuro. Ambas posturas se sustentan en argumentos sensibles y legítimos, pero las dos no pueden estar en lo cierto. El país debe encontrar la manera de resolver este dilema o, de lo contrario, la parálisis de los últimos tiempos acabará siendo la norma o, peor, el principio de un nuevo vendaval. Más importante, no se trata de dos opciones igualmente deseables o viables. México necesita transformarse para poder crecer y resolver sus problemas y eso sólo lo puede lograr una agenda modernizadora seria que, sin incurrir en los problemas y errores de la última década, sedimente la base de un nuevo país para todos los mexicanos.

El problema no es difícil de definir: el país hoy se consume en una disputa fundamental sobre el futuro. En ocasiones, la disputa adquiere tonos altisonantes, como cuando se organiza una pretendida megamarcha, en tanto que otras veces se trata de escarceos en el seno del congreso o en los medios de comunicación. Los temas en disputa van cambiando y las líneas de contraposición no siempre son claras, pero no cabe la menor duda que el país está reviviendo el tipo de confrontación política e ideológica que le caracterizó al principio de los ochenta, pero cuyo referente se remonta a la historia moderna del país: a final de cuentas, por ejemplo, todo el siglo XIX transcurrió en torno a una permanente disputa sobre el futuro.

Por un lado se encuentran quienes pretenden avanzar una agenda de modernización que acerque a México al mundo desarrollado, transforme las estructuras políticas y, por esa vía, reduzca la desigualdad, elimine la pobreza y consolide las bases para la construcción de un país próspero. El mejor ejemplo de que esto es posible, argumentarían sus promotores, es España, que en las últimas décadas ha evolucionado hasta convertirse en una de las naciones punteras en Europa en términos tanto políticos como sociales, además de registrar avances notables en el terreno económico. Otras naciones como los tigres asiáticos, Chile y, más recientemente, varias de las naciones del antiguo bloque soviético que están en proceso de integración a la Unión Europea, demuestran que esta vía no sólo es posible, sino altamente factible, pero siempre y cuando se adopten las políticas que son necesarias para que el tránsito sea exitoso. La clave se encuentra precisamente en la adopción de una estrategia integral de transformación y no de un conjunto de medidas aisladas que, como hemos podido observar en los años pasados, entrañan el enorme riesgo de nunca cuajar y, por lo tanto, de no alcanzar los objetivos que se proponen.

La postura contraria es menos coherente, pero su mensaje es igual, si no es que más poderoso. Para comenzar, mientras que los modernizadores tienden a ver hacia delante, sus detractores suelen ser introspectivos. En lugar de abogar por una política alternativa, quienes se oponen a la agenda modernizadora tienden a ver hacia la historia y hacia adentro, para rechazar aquella agenda a partir de argumentos nacionalistas. Además, muchos de quienes enarbolan esta visión prefieren mantener una distancia respecto al resto del mundo, sobre todo de Estados Unidos, y tienen como referente seguro a la Revolución Mexicana y su legado de presencia estatal en el control de algunas de las variables clave de la economía, como mecanismo diseñado para garantizar la consecución de los objetivos de la propia gesta revolucionaria. En muchos casos, los defensores de esta visión tienden a proteger los intereses de los sindicatos de las empresas y entidades que se atribuyen al legado revolucionario, como si se tratara de personas con derechos superiores a los del resto de los mexicanos. De lo que no hay duda es que los campeones de las posturas nacionalistas y retrospectivas, calificados a menudo de progresistas, constituyen una porción significativa de la población que, por diversas razones, teme a los cambios que propone la agenda modernizadora o duda de su viabilidad.

Más allá de las preferencias personales por una u otra postura, no cabe duda que ambas, con los calificativos o asegunes que cada quien quiera asignarles, son legítimas y representativas de vastos sectores de la población. Más importante, aunque en algunos periodos una de las corrientes ha prevalecido sobre la otra, también ha habido muchas etapas de impasse que sólo han agudizado el conflicto y detenido el crecimiento de la economía del país.

Si bien la reyerta es vieja, hay un factor que en la actualidad cambia radicalmente sus términos. Por décadas, o quizá siglos, el país competía en buena medida consigo mismo. Cuando las cosas salían bien, los avances eran significativos, como ilustran las décadas del llamado desarrollo estabilizador. Cuando las cosas salían mal, se precipitaban las crisis y la economía retrocedía. En cada uno de esos momentos, siempre hubo un modernizador por un nacionalista populista, pero usualmente los extremos eran menos exagerados que ahora. Sin embargo, en el presente no sólo se han extremado las posturas, sino que el entorno en el que se desenvuelve el país es distinto y tiene un impacto sobre el desempeño de la economía como nunca antes lo tuvo. La llamada globalización de la economía mundial implica una competencia permanente con todos los países del mundo y cada una de las decisiones que se adoptan entraña consecuencias. Cuando otros avanzan y México se queda en el mismo lugar, se da un retroceso relativo que implica le pérdida de inversiones y, por lo tanto, de empleos. La disyuntiva de mantener lo existente o avanzar hacia el futuro, adquiere una dimensión mucho más sensible hoy que en el pasado, a la vez que los costos de la parálisis se elevan.

Aunque es fácil identificar algunos exponentes particularmente visibles de cada una de estas dos visiones sobre el desarrollo futuro del país, es difícil identificar sus instituciones representativas. Los partidos políticos, por ejemplo, con frecuencia tienen grupos que se acercan más a un paradigma, en tanto que otros prefieren la alternativa, mientras que muchos más navegan de manera casuística entre uno y lo otro. Lo mismo ocurre en el congreso, en el ejecutivo y, en general, en la sociedad. La mexicana es una sociedad dividida que expresa posiciones contrastantes sobre el camino que debería tomarse hacia el futuro. Por eso es tan importante el actuar de los partidos políticos, el liderazgo que ejerce el presidente de la República y la retórica que emana tanto de los partidos como de los aspirantes a la candidatura presidencial por parte de cada uno de ellos.

Al inicio del sexenio, todo parecía indicar que el presidente Fox se convertiría en el principal protagonista de la lucha por el futuro. Durante su campaña, el entonces candidato Fox enarboló la agenda modernizadora, explicó sus virtudes y criticó la falta de alternativas en los argumentos de la oposición. Como ilustra su triunfo, en campaña no sólo convenció a la población de las virtudes de su agenda, sino que luego de su victoria en julio del 2000, buena parte de la población, incluso muchos de los que no habían votado por él, se manifestaron a favor de la iniciativa. Pero una vez que tomó la batuta, el presidente Fox abandonó la estrategia que le había dado tan buen resultado como candidato y cedió ese liderazgo a la revuelta que han organizado las fuerzas que enarbolan la agenda nacionalista y retardataria.

Ahora que el país comienza, una vez más, el largo (y excesivo) periodo de transición hacia la justa electoral del 2006, es tiempo de pensar las implicaciones de esta lucha por el futuro no sólo en el sentido estricto de las candidaturas, sino del devenir del país.

Dado que el presidente Fox prácticamente ha abandonado su participación en esa lucha por el futuro, la cancha la han tomado quienes tienen una visión contraria a la agenda modernizadora, como ilustra el proceder legislativo en los últimos tiempos. Aunque sin definirse en estos términos, muchos de los potenciales candidatos a la presidencia claramente se inclinan por una agenda de retroceso, en lugar de enarbolar la de la modernidad. El problema es que, planteado como la lucha de dos visiones, se podría pensar que se trata meramente de dos caminos hacia un futuro similar, cuando en realidad uno supone un retraimiento, un retroceso hacia un pasado que, por atractivo que pudiese parecer en la retórica, nunca lo fue, mientras que el otro implica la posibilidad de romper con las ataduras que el pasado le ha impuesto al desarrollo del país. Es decir, se trata de dos caminos contradictorios que conducen a futuros muy distintos. Aunque en ocasiones podría parecer atractiva, la agenda nacionalista no es más que un conjunto de medidas orientadas a proteger intereses particulares que impiden el desarrollo del país; la agenda modernizadora bien estructurada (y esto es clave), puede comenzar a abrir los espacios para el desarrollo del país en los años por venir. Quizá más importante, la agenda modernizadora tiene amplio espacio para darle forma; no es necesario repetir lo hecho en los últimos años para avanzarla. La innovación siempre es posible.

La pregunta crucial es qué será necesario para que la agenda modernizadora tenga alguna posibilidad de cobrar fuerza y convertirse en la agenda nacional. En la actualidad, sólo hay una persona capaz de enarbolar la agenda modernizadora, articular el discurso que soporte esa agenda y convencer a la población de su viabilidad, y ese es Vicente Fox. Todas las alternativas en el corto plazo tienen problemas diversos, en principio porque la mayoría está inmersa en la disputa por el poder en el 2006. El sexenio actual acabará mal si el país sigue paralizado o, peor, deslizándose hacia atrás. El presidente todavía puede levantar su gobierno si se asume como el estandarte de su propia oferta política cuando candidato. Todo cambiaría a partir de ese momento, comenzando por el hecho de que un candidato en pro de la modernización (sea o no de su partido) tendría una oportunidad de ganar, oportunidad que, en el momento actual, no parece real.