Los mexicanos después de la democracia

Luis Rubio

Por muchos años, de acuerdo a una encuesta realizada regularmente por uno de los institutos de investigaciones de la UNAM, los mexicanos tenían muy claras sus preferencias y preocupaciones. De acuerdo a la encuesta, los mexicanos aborrecían al gobierno, eran sumamente escépticos respecto a la oposición y no querían violencia. A casi cuatro años de concluido el reino del PRI, diversas encuestas muestran cómo han cambiado esas percepciones: ahora los mexicanos aborrecen a los políticos, ya sin distinción, no quieren violencia, pero se sienten entrampados. Los políticos son vistos como seres distantes, concentrados en cosas que no tienen ninguna relación con las preocupaciones de la sociedad; al mismo tiempo, hay impaciencia porque la economía no avanza y se teme que las posibles consecuencias de esta inmovilidad pudieran caer sobre la espalda de la ciudadanía. Es evidente que la democracia no ha resuelto todos los problemas; lo que no es obvio es qué alternativa existe.

El dos de julio del 2000 cambió a México en muchos sentidos, pero no resolvió todos sus problemas, pues ningún evento individual podía hacerlo. El país transitó de una era dominada por el ejecutivo a una etapa de mayor paridad entre los poderes públicos. A la vez y dada la naturaleza del sistema político anterior, el triunfo de un partido distinto al PRI vino acompañado de un efecto que se podría ilustrar, metafóricamente, con el estallido de una olla express a alta temperatura. Una vez que los goznes que sostienen la tapa de la olla, todo comienza a cambiar.

Las transformaciones han sido múltiples: en la relación entre los gobernadores y la federación, y en el activismo de políticos y grupos que antes con dificultad asomaban la cabeza. Por supuesto, mucho de esto ya venía cocinándose; basta recordar el desempeño del congreso a partir de 1997, cuyo impacto sobre la política mexicana es imposible de minimizar. En cierta forma, la democracia abrió ingentes oportunidades a los políticos, oportunidades que muchos de ellos jamás imaginaron tener. Éstas, es cierto, no se limitaron exclusivamente al ámbito político: la ciudadanía también obtuvo su parte, pero a cada uno le tocó uno lado distinto del embudo.

El rompimiento del sistema presidencialista transformó la manera de hacer política. El solo hecho de que ahora se manifiesten públicamente decenas de aspirantes (algunos dirían suspirantes) a la presidencia, es una muestra fehaciente de cuanto ha cambiado. Mientras que en el pasado el presidente se dedicaba a administrar y manipular el proceso político para intentar imponer a su candidato, hoy la disputa entre precandidatos, en todos los partidos, es no sólo pública, sino con frecuencia violenta a un punto que afecta a todo el acontecer nacional, como ilustran las disputas por las candidaturas en los estados y los balazos de la semana pasada. Por lo que toca al congreso, diputados y senadores se sienten libres de manifestar sus preferencias, votar según su “conciencia” y oponerse a políticas o iniciativas que antes hubieran sido aprobadas sin chistar. Quizá más significativo sea el hecho de que los políticos pueden demandarse, acudir a la Suprema Corte de Justicia y dirimir sus diferencias a través de un sistema de justicia que, a ese nivel, funciona tal y como lo establece la Constitución: de manera expedita e imparcial. En otras palabras, la democracia ha florecido de manera prodigiosa en el mundo de los políticos.

No hay duda que el fin del presidencialismo también ha beneficiado a la población, aunque de manera muy distinta. Para comenzar, ha desaparecido el abuso máximo: aquél que podía alterar el orden establecido con la fuerza de un plumazo o una declaración. Se dice fácil, pero la capacidad de modificar todas las variables que afectan a una sociedad de la noche a la mañana, como ocurrió con la expropiación bancaria, es inconcebible en la actualidad. Aunque para el ciudadano común y corriente es difícil asir las implicaciones de este cambio, su importancia no es menor. Pero la democracia también ha venido acompañada de otros cambios significativos que no sólo no han mejorado la calidad de vida de la población, sino que en muchos casos han hecho mucho más onerosa su existencia.

La proliferación de autoridades que se sienten con derechos y, peor, con la necesidad de dejar su marca en el espacio temporal, ha tenido por consecuencia  que el ciudadano lidie con múltiples niveles de autoridad para poder resolver un determinado asunto. Mientras que antes la autoridad federal era suprema, hoy un ciudadano tiene que negociar con distintas secretarías, cada una de las cuales le imprime un sesgo y un criterio distinto a sus decisiones, con autoridades autónomas (como podría ser, en el ámbito económico, la Comisión Federal de Competencia), con autoridades estatales y municipales. Cada una de ellas posee responsabilidades que no siempre se encuentran debidamente deslindadas. En todo caso, el sueño de una ventanilla única para la realización de trámites es cada vez más distante. Por si lo anterior no fuera suficiente, muchas de esas autoridades cuentan con facultades que las convierten en juez y parte, además de que los  ministerios públicos son parte del poder ejecutivo en cada nivel, lo que deja al ciudadano colgado de la brocha. La democracia ha traído consigo enormes ventajas, pero con frecuencia también ha dejado al ciudadano atorado en un callejón sin salida.

Desde la perspectiva de la sociedad mexicana, el advenimiento de los cambios políticos, tanto los del 97 como los del 2000, abrió enormes expectativas pero pocas soluciones. La democracia que celebran los políticos no se ha visto reflejada en el ámbito ciudadano y la reforma electoral que se discute estos días va a distanciar todavía más a unos de los otros. Además, todo este proceso de cambio político ha coincidido con una etapa recesiva en la economía que ha evidenciado todas las carencias, deficiencias estructurales e impedimentos que enfrenta el desarrollo económico del país, que no sólo han dejado insatisfechas las expectativas de la población, sino que la han entrampado en interminables círculos viciosos.

La ciudadanía siempre ha enfrentado obstáculos para el desarrollo de su vida cotidiana, pero nunca antes se le había hecho una propuesta democrática y sólo ahora vivimos bajo un régimen producto de la alternancia de partidos en el poder. Una estructura democrática debería incidir sobre la realidad a través de una mejor representación y mayor representatividad de la ciudadanía en el ámbito legislativo. Sin embargo, lo que se ha venido afianzando en nuestro sistema político actual, es una partidocracia que ignora a la ciudadanía, dado que su financiamiento está garantizado y que su estructura la ha hecho inmune al sentir o demandas de la población. En ausencia de un liderazgo visionario y de un poder legislativo concentrado en las necesidades de la próxima generación de mexicanos, sólo un cabal Estado de derecho podría garantizar el interés de la ciudadanía. Nada de eso parece cercano en la actualidad.

La combinación de un congreso paralizado con ejecutivos estatales que, con frecuencia, se comportan más como señores feudales que como gobernantes sujetos a rendición de cuentas, y de un gobierno indeciso y descoordinado, ha socavado las políticas públicas que podrían allanar el camino para la inversión y la creación de empleos, elevar la competitividad del país o conferir de instrumentos a la ciudadanía para elevar sus propias capacidades. Nada de esto es nuevo, pero todo se ha hecho más difícil luego del 2000. Para colmo, la inseguridad pública, tema que enfrenta a distintos niveles de autoridad gubernamental, y la ausencia de un poder judicial que efectivamente sirva a las necesidades de una sociedad que aspira a la modernidad o de una economía que requiere soluciones y acciones expeditas, son también resultado de un proceso de cambio político incompleto, no administrado y propenso a pugnas interminables. Total que el ciudadano común y corriente, quien debería ser el beneficiario del cambio político, ha acabado siendo el gran perdedor.

La situación económica de los últimos años no ha ayudado. Junto a la incapacidad de muchos empresarios, sobre todo de menor tamaño, que no se ajustan a los requerimientos de un mundo competitivo, destaca la inexistencia de programas gubernamentales orientados a ese objetivo y la falta de acción legislativa. Estos factores han profundizado la recesión e impedido una recuperación vigorosa tanto del mercado interno como de las exportaciones. Los miedos entre la población, la sensación de impotencia y la percepción de que todo –el país y las personas- está entrampado y sin salidas, se encuentran a la orden del día. Evidentemente existen salidas que no requieren de una imaginación particularmente fecunda, pero el entorno general propicia un ambiente en el cual las salidas no se perciben, en tanto que los obstáculos crecen. Mientras todo esto sucede, los políticos avanzan sus causas prácticamente sin límite. La pregunta es quién representa a la ciudadanía y se preocupa por sus problemas.

La solución que políticos y académicos discuten se resume en una reforma de las instituciones políticas con el objeto de hacerlas efectivas y funcionales. Es decir, modificar la manera en que se eligen e interactúan los legisladores, incentivar la formación de mayorías legislativas y demás, a fin de que sea posible gobernar mejor. En teoría, todo esto tiene sentido y, obviamente, es  necesario. Sin embargo, a juzgar por las propuestas que han sido verbalizadas recientemente, los políticos no parecen pensar en la ciudadanía ni impulsan un proyecto que logre lo esencial: que todo en el país funcione para beneficio de la población, ya sea en su calidad de votante o ciudadano.

Aunque los políticos encabezan las instituciones y se disputan los puestos de (supuesta) representación, ellos no son el país. Así como un maestro no lo es a menos de que tenga alumnos, los políticos no están solos. Sin ciudadanos, los gobernantes, al menos en una democracia que se respete, son irrelevantes. La función objetivo de un gobierno debe ser la ciudadanía. Y la ciudadanía mexicana se siente y está entrampada por inacción política. Es ahí donde deben ponerse los kilos, pues lo demás es anécdota.

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Terrorismo y democracia

Luis Rubio

¿Al Qaeda, la ETA o una alianza entre terroristas para fines electorales? El terrorismo es terrorismo y punto. Pero es obvio que el membrete hace una diferencia política enorme y eso es lo que manifestaron los votantes españoles el pasado domingo. Ese día, el triunfo de la democracia fue contundente. España demostró ser, una vez más, una democracia ejemplar. A pesar del enorme golpe que constituyó el ataque terrorista del 11 de marzo, los españoles, perfectamente conscientes de lo que estaba de por medio, manifestaron primero su unidad y repudio absoluto a la violencia y luego, dos días después, se volcaron a las urnas a votar. En lugar de politizar el luto, los españoles se unieron y en vez de retar la institucionalidad, se expresaron en las urnas. Pero no es obvio que el ceder ante el terrorismo, los exima de ataques futuros y quizá se haya evidenciado la vulnerabilidad de la democracia ante la manipulación externa.

El resultado electoral refleja un cambio de parecer significativo en una porción del electorado no comprometido con ninguno de los dos partidos grandes, el PSOE y el Partido Popular. Por años, el desempeño del PP había sido tan exitoso que incluso muchos españoles reticentes a apoyar a un partido de centro derecha, luego de años de dictadura franquista, se convirtieron en su principal fuente de sustento político. Las encuestas previas a los bombazos de la semana pasada le conferían un cómodo triunfo al sucesor del presidente Aznar, situación que claramente se revirtió como resultado del ataque terrorista. Para muchos españoles, la política exterior de apoyo a la lucha antiterrorista estadounidense era errada pero, hasta el momento del atentado, sus beneficios más que compensaban una alternativa electoral.

La experiencia del ataque terrorista fue tan brutal y el resultado electoral tan contundente, que nadie puede albergar dudas del sentimiento popular. Desde que el presidente Aznar optó por la alianza con Estados Unidos y en contra del bloque germano-francés en la antesala de la invasión a Irak, no sólo el PSOE encabezó la oposición, sino que, a juzgar por las encuestas, una amplia mayoría de los españoles sostenía un sentimiento igual. A pesar de lo anterior, el liderazgo del presidente Aznar había sido tan convincente y sus resultados tan exitosos, que el candidato de su partido gozaba de una clara ventaja en los sondeos de opinión. Los bombazos fueron entendidos por la población como una represalia, una venganza contra España por su política exterior. Además, el manejo de la crisis por parte del presidente Aznar fue poco afortunado y eso en nada le ayudó a su candidato. Ciertamente hay otras interpretaciones posibles, pero la verdad política se reflejó, categórica, en las urnas.

Hay dos perspectivas analíticas que permiten especular sobre lo que significa la combinación terrorismo-democracia. Lo primero que resultó impactante del fin de semana pasado fue el estoicismo del pueblo español. Acostumbrados a la violencia de la ETA, los españoles se unieron para manifestar su repudio a la violencia, venga de quien venga. Para cuando tuvieron lugar las colosales manifestaciones del 12 de marzo, que unieron a cerca del 25% de la población total del país, corrían ya diversas versiones sobre la autoría del crimen que en un principio se había atribuido a la organización terrorista vasca. Los españoles no se dejaron amedrentar: independientemente del origen del ataque, el terrorismo es execrable y todos se sumaron al rechazo. La respuesta fue ejemplar.

Tres días después de los atentados, en el marco de la jornada electoral, la información disponible ya apuntaba con gran fuerza hacia Al Qaeda o, al menos, hacia alguna agrupación radical islámica asociada o semejante a aquella organización. Los españoles pudieron haber roto con los marcos democráticos, salir a las calles, organizar desmanes, encabezar manifestaciones fascistoides o gritarle al presidente Aznar; pero lo que hicieron fue manifestarse pacíficamente y, sobre todo, salir a votar. El número de votantes fue significativamente superior al de la elección anterior, lo que confirma el deseo de la población de hacerse presente, pero de una manera plenamente institucional. La población optó por un gobierno distinto sin necesidad de apelar a otros medios que no fuera el voto depositado en la urna, mostrando que las instituciones democráticas tienen vida propia y que, a pesar de que muchos reprobaban algunos aspectos de la política del gobierno ahora saliente, nadie, excepto la ETA, recurrió a medios no democráticos para hacer valer su punto de vista. Momentos como estos ponen a prueba las instituciones y a los actores políticos. Los españoles, no cabe duda, evidenciaron su enorme madurez política. Los mexicanos podríamos aprender mucho del comportamiento de los españoles en estos días.

Si la democracia española triunfó en forma visible, el golpe terrorista que antecedió a la jornada electoral, abre más preguntas que respuestas. Para comenzar, esta es la primera vez que Al Qaeda, o una organización similar, ataca en el corazón de Europa. La interpretación inmediata (y lógica) es que se trata de una venganza. A pesar de que Europa lleva décadas sufriendo el azote de variados actos terroristas (aunque pocos de esta magnitud), es la primera vez que una organización islámica actúa con brutalidad en la región. La gran pregunta es si estos bombazos constituyen el inicio de una nueva escalada o si se trata de un acto aislado. De lo que no hay duda es que, a pesar de su oposición a la estrategia estadounidense respecto a Irak, países como Alemania y Francia han sido por demás diligentes para cooperar en materia de seguridad. El tamaño de la población islámica en varios países europeos y la tensión que han generado algunas de sus acciones recientes (como la nueva ley francesa que prohíbe usar símbolos religiosos en público), sugieren que los riesgos crecen en lugar de disminuir. Cualquiera que sea su respuesta, los europeos seguramente actuarán de manera distinta que Estados Unidos, pero sus preocupaciones no serán menores.

En el tiempo podremos saber con certeza tanto el origen del atentado como su dinámica interna. Por vía de mientras parece obvio que la guerra del fundamentalismo totalitario llega a Europa. Es posible que España sea su primera víctima y que el golpe haya sido calculado con precisión para infligir el máximo daño humano y político a un miembro de la coalición aliada. Pero también es probable que, una vez establecida dentro del continente, sea capaz de todo. El fundamentalismo islámico no sólo está en guerra con Estados Unidos y sus aliados, sino con todos los que, desde su perspectiva, son infieles. Y en esa categoría caben las demás naciones del continente.

De confirmarse la autoría de Al Qaeda, las implicaciones serían mayúsculas. Hasta ahora, Al Qaeda había perdido espacios de acción. Luego de los espectaculares ataques a Estados Unidos en 2001, los americanos han logrado agenciarse, por las buenas o por las malas, la cooperación de la mayoría de las naciones islámicas, tienen control territorial de naciones que antes le eran particularmente hostiles, como Afganistán que le daba refugio a los líderes de la organización terrorista e incluso han logrado cercarlos en las montañas que separan a esa nación de Pakistán. Hay quienes suponen que un asalto a Pakistán, así sea indirecto o a cargo de terceros, está previsto. Desde esta perspectiva, era evidente que si Al Qaeda deseaba mantener su credibilidad, debía asestar un golpe brutal y escogieron a los españoles como sus víctimas.

Pero de comprobarse que el ataque no provino de Al Qaeda, las implicaciones políticas internas serían mayúsculas. Además de que los electores habrían demostrado susceptibilidad a presiones de esta naturaleza, resultaría evidente que algún interés interno habría manipulado la elección. La historia puede ser larga.

La pregunta es qué sigue. Una de las diferencias significativas de los bombazos en Madrid respecto a otras operaciones de Al Qaeda es la naturaleza del ataque: no fueron ataques suicidas sino detonaciones remotas, lo que presume una organización en forma, con experiencia y capacidad de acción. Esto pone al nuevo gobierno socialista en un predicamento. Una de las cosas que hicieron popular al presidente Aznar fue su inflexibilidad con la ETA. Ahora, José Luis Rodríguez Zapatero, presidente electo, tendrá que enfrentar la amenaza de nuevos ataques por parte de Al Qaeda y la del enemigo en su propia casa. No sería extraño que frente a este escenario, como ha ocurrido tantas otras veces en la vida política de múltiples países, el nuevo gobierno recurra a muchas de las políticas que antes, desde la oposición, rechazó.

El ataque terrorista del pasado 11 de marzo en Madrid promete ser tan importante para España y Europa como el 11 de septiembre lo fue para Estados Unidos. Lo anterior no implica que la respuesta europea sea igual a la norteamericana, pero sí que la lógica de su acción cambiará. No habían pasado ni 48 horas desde el estallido de las bombas cuando el gobierno alemán convocó a los ministros europeos a una reunión de emergencia sobre el terrorismo y que el presidente de la Comisión Europea propusiera la creación de un nuevo Comisionado responsable del tema. Es decir, los gobiernos europeos han sido consecuentes con la máxima de que el terrorismo es terrorismo independientemente del arma que utilice. Y esto constituye un giro radical en más de un sentido.

Los españoles que sufrieron en carne propia el golpe terrorista pudieron iniciar una lucha política intestina que pusiera en entredicho la solidez de su democracia. El que no lo hayan hecho muestra qué tanto puede crecer, desarrollarse y madurar una nación y su democracia. Está por verse qué ocurrirá en el frente terrorista pues, a final de cuentas, las bombas constituyen un triunfo para el terrorismo; pero en el político, España es una nación verdaderamente envidiable.

México

Valiente la postura del presidente Fox frente a las bombas de Madrid. Parecía como si estuviera respondiendo a los ataques contra Estados Unidos en 2001. Ya era hora de que México se definiera con claridad.

 

Y después de los escándalos ¿qué?

Luis Rubio

Los contextos no matan, afirmaba el padre de Luis Donaldo Colosio hace unas semanas, pero sí destruyen tanto como las balas y, en algunos casos, mucho peor. La creciente sucesión de escándalos que hemos atestiguado los mexicanos recientemente, ha dejado azorado hasta al más paciente. Los políticos viven atemorizados ante el siguiente video, en tanto que la población, más allá de gozar el espectáculo en lo inmediato, comienza a preguntarse eso que decía, o implicaba, el padre de Colosio: y después de todo esto ¿qué?

Es tiempo de comenzar a reflexionar sobre las implicaciones del “contexto”.

  1. La descomposición política es evidente a todas luces. La destrucción incremental de toda noción de civilidad política y de respeto a la integridad personal de los actores políticos puede ser benéfica y hasta atractiva para los contrincantes, pero sume a todo el sistema político en una situación de violencia al menos verbal que inevitablemente tendrá consecuencias. Nada le garantiza a quien produce un video o lanza una acusación no ser la víctima del siguiente escándalo. Una vez rotos los parámetros de la etiqueta política, el cielo –o, en este caso, el infierno- acaba siendo el límite de la descomposición.
  2. Los escándalos tienen consecuencias. La consecuencia más inmediata es por demás obvia para quienes los promueven, toda vez que debilita o aniquila a un contrincante político. Sin embargo, ¿alguien está pensando en las consecuencias no inmediatas? Lo fácil es desentenderse de las reacciones en cadena que un escándalo motiva, pero esas reacciones son reales e inevitables. Una persona que haya sido victimada por un escándalo, así sea plenamente culpable, pierde todo incentivo para actuar dentro de los marcos legales o institucionales. Quien ha perdido toda oportunidad de proseguir su carrera política ya no tiene nada que perder, lo que le puede orillar a cualquier cosa, sin límite.
  3. El clima de antropofagia que priva en el país sin duda representa un cambio radical respecto al pasado, pero no todos los cambios se traducen en mejoría. Hoy en día todo se vale en la política mexicana y no hay costo para nada. El cinismo crece de manera proporcional a los escándalos. Quienes han sido victimados tratan de distraer la atención de sus actos de corrupción hacia aquellos que tomaron o distribuyeron la información o el video respectivo, cuando lo verdaderamente grave e inaceptable es la corrupción misma. La ausencia de escrúpulos es flagrante: no sólo para quienes son parte de la corrupción o, incluso, para quienes la evidencian para sus propios fines, sino también para quienes lanzan amenazas al aire como medio de distracción. Por encima de todo, uno se pregunta, luego de tanto gasto, ¿para qué está el poder judicial?
  4. Hay distracciones que no son, ni pueden ser, aceptables bajo ningún concepto. El político que ha sido victimado de manera directa o indirecta busca controlar el daño y salir avante para proseguir con su propia carrera; en ello no hay nada criticable ni malo, siempre y cuando el modo que adopte para intentar controlar el daño no lleve la descomposición a niveles todavía más elevados. El asesinato de Luis Donaldo Colosio constituyó uno de los momentos más críticos y potencialmente caóticos de la vida política nacional y eso que ocurrió en un momento en el que existía capacidad de conducción política. Recurrir a la amenaza implícita de un martirio es inaceptable y punto: la irresponsabilidad de semejante estrategia no tiene medida.
  5. Una contienda política, en cualquier lugar, supone una buena dosis de confrontación. Para eso son las contiendas: para presentar posturas, medir la calidad de los contendientes, evaluar su carácter y capacidad de decisión. El conflicto es parte del proceso. Pero una cosa es el conflicto inherente a todo debate público y otra muy distinta es la descalificación a ultranza de los oponentes. La corrupción es intolerable e inaceptable, pero en lugar de convertirse en el tema central del ejercicio cotidiano del poder judicial, los políticos la han convertido en un instrumento de acción política: lo importante no es la corrupción, sino el hecho de exhibirla. El propósito de quien la exhibe nada tiene que ver con la necesidad de erradicarla, sino con destruir a su adversario. La evolución de Venezuela en las últimas décadas, y de Argentina en los últimos años, muestra lo que puede ocurrir cuando los partidos políticos se destruyen al punto que desaparece todo vestigio de institucionalidad.
  6. En lugar de ver hacia adelante, la política mexicana está empeñada en saldar las cuentas del pasado. Nadie parece construir, a la vez que todos se concentran en dañar al enemigo. Se edifican alianzas por demás efímeras: en lugar de articular acuerdos entre diversas fuerzas políticas, las alianzas se desarrollan a partir del regocijo compartido de quienes observan el ocaso de un contrincante común. Todo, sin exceptuar la política, se ha vuelto desechable.
  7. La gran pregunta es quién gana con todo esto. Si se tratara de un conjunto de experimentos de laboratorio, los escándalos afectarían exclusivamente a los involucrados en lo personal o, de manera indirecta, a sus aliados o jefes. Pero todos sabemos que no se trata de un experimento de laboratorio, sino de una disputa ciega y sin límites por el poder. Obsesionados por el poder, los aspirantes a la presidencia (que, en la época post presidencialista, parecen ser prácticamente todos los políticos) han optado por desconocer todo límite ya no de la civilidad, sino incluso de la responsabilidad. A nadie, o muy pocos, parece preocupar el futuro; lo crucial es destruir al opositor el día de hoy. De seguir por donde vamos, las elecciones del 2006 podrían parecerse a las del 88, en un contexto institucional, para bien y para mal, totalmente distinto.
  8. Algunos se las dan más de estadistas. En su reciente celebración de aniversario, los priístas festinaron los dolores de sus contrincantes. “Ya todos somos iguales” parecía decir el discurso principal. Pero su respuesta no trascendió al evento. Ensimismados por el hecho de haberla librado esa semana, los priístas se dedicaron a fustigar a sus contrincantes. No resulta tan obvio aquello que dicen festinar. En un entorno político tan viciado como el que hoy caracteriza al país, nada garantiza que los priístas sean inmunes a los escándalos cotidianos. A final de cuentas, lo único novedoso es el hecho de que se explote la corrupción para fines políticos, porque la corrupción es un fenómeno viejo que, a la luz de la evidencia, todos ellos parecen condonar, si no es que estimular. Más corrupción, parece ser la nueva lógica, implica más escándalos y más escándalos conllevan al poder. También pueden acabar carreras políticas y destruir al país.
  9. Más allá de los escándalos, la nueva realidad política se caracteriza por un gobierno que ya no ejerce su función; ahora son los medios quienes establecen la agenda pública, determinan qué carrera política asciende y cuál desciende, quién gana y quién pierde. Pero, a diferencia de los políticos, que al menos nominalmente son responsables ante la ciudadanía, los medios no le reportan a nadie más que a sus accionistas. Ni siquiera sabemos qué criterios emplean para decidir qué escándalo es aceptable y cuál no, qué político tiene acceso al aire y cuál no. ¿Se trata al menos de un proceso de decisión transparente en el seno de la empresa, o hay la misma corrupción de por medio? La manera en que se estructuró la doble entrevista del escándalo en torno a la figura de Bejarano sugiere que hay más gato encerrado de lo aparente. El gobierno tiene facultades suficientes para atemperar el ánimo escandaloso de los medios, pero aparentemente ha decidido no emplearlas.
  10. La gran pregunta es si hay algo constructivo que se pueda derivar de la creciente descomposición política. Los teóricos del contrato social, comenzando por Hobbes y Rousseau, argumentaban que el caos era el límite a la descomposición, que las personas o, en este caso, los políticos, llegarían a un punto en el que el caos, o el riesgo de caos, sería tan grande que haría atractivo y posible comenzar a estructurar un contrato que restableciera o creara el orden social. Hobbes decía que el temor a la violencia llevaría a un gobierno duro, pero aceptado por todos, sobre todo dada la alternativa. Rousseau iba mucho más lejos hacia la construcción de un pacto entre la población por medio del cual todos acordaban abandonar la libertad natural (que les daba derechos a destruir, incluso violentamente, a todos los demás), a cambio de la libertad civil, que de entrada entraña reglas y procedimientos. En algún momento, al menos en eso tendría uno que confiar, hasta los propios políticos que hoy se ufanan y benefician de la descomposición, tendrían que llegar a concluir que por este camino no hay salida, que sólo la reconstrucción de las reglas del juego, ya no bajo el esquema presidencialista de antaño, sino ante las nuevas realidades, permitiría contener y revertir la situación actual. La historia sugiere que si un pacto social del corte ideado por Russeau no es posible, las soluciones de Hobbes también existen. El riesgo es real y, a la larga, todos perdemos.

 

Todo escándalo viene acompañado de su oportunidad respectiva. De hecho, la acumulación de escándalos abre oportunidades quizá no vistas en años o lustros. La oportunidad reside en que las fuerzas políticas nacionales aprovechen el caos, o potencial de caos, para llegar a al menos un acuerdo: que la ley está y debe estar por encima de todo. La aplicación de la ley, que todos los políticos reclaman de manera retórica todos los días, sobre todo cuando son víctimas, justas o injustas, de un escándalo, no depende de los llamados para que ésta se cumpla, sino de la existencia de un reconocimiento generalizado, de un acuerdo explícito por parte de todas las fuentes de poder de una sociedad, de que todos pierden cuando no hay un Estado de derecho y la aplicación no discriminatoria de la ley. Muchos argumentarán que en México eso no opera, pero el régimen electoral demuestra que, cuando las fuerzas políticas acuerdan someterse a un régimen legal, es posible hacerlo efectivo. El reto, y la oportunidad que ofrecen los escándalos, es llegar a un acuerdo similar sobre el Estado de derecho en su conjunto.

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El problema reside en el régimen de partidos

Luis Rubio

El régimen de partidos construido a lo largo de los noventa, no se concibió como un mecanismo para afianzar la democracia, la transparencia o le honorabilidad de los políticos y sus partidos. Las sucesivas reformas electorales de aquel periodo buscaron dos cosas: uno, crear un mecanismo impecable e impoluto de organización de los procesos electorales, de conteo de los votos y de resolución de disputas. Ese objetivo se ha cumplido a cabalidad y el Instituto Federal Electoral, ahora en su tercera edición, se ha convertido, junto con el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, en las principales anclas de la estabilidad política en el país, lo que le ha granjeado un enorme respeto entre innumerables observadores, expertos y políticos extranjeros. El otro objetivo, en buena medida inconfeso, buscaba afianzar el control sobre la política nacional que ya ejercían los tres partidos políticos más importantes. No se trataba pues de afianzar la democracia, ser transparentes o representar a la ciudadanía, sino controlar la política nacional. Este propósito también se ha conseguido a cabalidad y el desorden que existe en la política nacional, que ejemplifican  escándalos como el que envuelve al Partido Verde, más los que se acumulen esta semana, es la cosecha de lo que se sembró. No hay nada de lo cual debamos sorprendernos o escandalizarnos.

Los partidos organizaron un régimen electoral a su medida. Aunque la condición sine qua non para que pudieran establecerse los acuerdos que condujeron a la reforma constitucional de 1996 fue la creación de una estructura que garantizara, de una vez por todas, la limpieza de los procesos electorales, los partidos políticos tenían otras agendas escondidas en la manga. Años de corrupción electoral, fraudes de todo tipo (con su correspondiente pléyade de chistes) y arrogancia gubernamental llevaron a que todos los actores políticos, observadores, especialistas, comentaristas y analistas del más variado cuño, coincidieran en que el tema de la limpieza de los procesos electorales en todas sus fases (desde su organización hasta la resolución de disputas), constituía la prioridad política central de la política mexicana. Y dicho y hecho: después de los interminables conflictos electorales de décadas pasadas, así como de seminarios y arduas negociaciones, las elecciones dejaron de ser el tema contencioso de la política nacional. Súbitamente, el acceso a puestos de elección popular dejó de ser el meollo de la disputa política.

La consolidación de la democracia electoral, sin embargo, no resolvió todos los problemas del país. Lo que antes eran disputas relacionadas con los procesos electorales, después se transformaron en discusiones sobre el financiamiento de las campañas; lo que antes eran disputas sobre la autonomía de los órganos electorales, hoy son enfrentamientos al interior del congreso; lo que antes eran conflictos relativos al acceso al poder, ahora son conflictos relacionados con su ejercicio. Lo anterior sugiere que ha habido un cambio político de extraordinarias magnitudes y que se ha avanzado en términos de la institucionalización de la política nacional, pero también indica que los problemas políticos del país distan mucho de haber sido resueltos. El gran problema es que quienes tienen en sus manos la capacidad de resolver esta nueva serie de dilemas y fuentes de conflicto tienen un interés creado en el sostenimiento del statu quo, es decir, se benefician de que nada cambie.

Los problemas comienzan por su propia naturaleza: se trata de conflictos entre partidos y entre políticos, donde la ciudadanía no es más que un espectador en lugar de ser el centro de atención como ocurre en cualquier democracia que se respete. Lo curioso es que todos los trances que aquejan a la política nacional y ocupan las primeras planas de todos los medios de comunicación cotidianamente, poco se relacionan con las preocupaciones de la ciudadanía, con el ejercicio apropiado de la función de gobernar o con la construcción de una democracia en la que los políticos sirven a los intereses de la población y no al revés.

Más allá de los problemas estructurales que aquejan a la política nacional y cuyo origen se remonta décadas atrás (la no-reelección así como el extraño y peculiar sistema mixto de representación directa y proporcional en el congreso), la manera en que se resolvió la fuente principal de conflictos entre los partidos a lo largo de los noventa, las disputas electorales, creó las condiciones que hoy explican la dinámica y corrupción de los partidos.

 

A la par que el IFE y el TRIFE adquirieron el perfil institucional y de credibilidad que les caracteriza, los partidos organizaron un régimen de partidos que le confirió un extraordinario monopolio a los tres más grandes (que fueron los que sentaron los términos de la reforma de 1996), además de abrir una puerta (aunque por demás limitada) a la creación de nuevos partidos con privilegios reales, pero acotados. Es decir, los partidos organizaron un régimen legal que les permitió adueñarse de la política nacional, limitar y regular la competencia y excluir del proceso a la población. De acuerdo al modelo aprobado en esos años, la ciudadanía se limitaría a votar y a darse por bien servida.

Como resultado de la estructura armada en aquel momento, los tres principales partidos gozan de un sistema de distribución de los escaños asignados por representación proporcional que les garantiza una sobrerepresentación sistemática; al tener seguro el financiamiento (sobra decir que pagado con nuestros impuestos), los partidos no tienen necesidad de ganarse el pan de cada día, vaya ni siquiera de hacer rifas como en otro tiempo lo hiciera el PAN. Con el sistema de financiamiento vigente, los partidos, siempre y cuando no abusen de manera demasiado obvia como ocurrió con el llamado Pemexgate, tienen sus necesidades cubiertas. Al limitar la competencia, hacer excesivamente compleja la estructuración de alianzas electorales y privilegiar a los partidos existentes sobre potenciales alternativas, estas instituciones políticas no tienen que ver más que hacia sí mismas, con lo que ignoran de manera sistemática los intereses, reclamos o demandas de la ciudadanía. En una palabra, todo el sistema de incentivos que existe en el sistema partidista-electoral vigente, tiende a privilegiar a las burocracias de los propios partidos, así como a hacerlos impermeables a la ciudadanía. Valiente democracia.

Por lo que toca a los partidos chicos, el régimen electoral creado por los tres partidos grandes creó otro sistema de privilegios, aunque de menor escala, que se consolidó el pasado diciembre. La creación de un partido es un proceso oneroso, complicado, costoso y difícil. El proceso de constitución y aprobación diseñado por el IFE es tan engorroso (y absurdo en buena medida) que orilla a todos aquellos que aspiran a la creación de un partido a “rentar” organizaciones políticas o sindicales para que les aporten los asistentes a las asambleas que la normatividad exige. Es decir, el sistema es tan insensato que institucionaliza la corrupción antes de que un partido siquiera tenga la oportunidad de nacer. Además, cuando un partido no logra alcanzar el umbral mínimo del 2% del voto en elecciones federales o estatales, el partido pierde su registro y desaparece. Así, la creación de un nuevo partido constituye una verdadera odisea. Pero una vez que un partido ha sido constituido, los privilegios comienzan a apilarse. Para comenzar, el nuevo partido nace con el financiamiento garantizado (mismo que las nuevas organizaciones utilizan para pagar las deudas contraídas en el proceso de su fundación) y, con ello, con una fuente infinita de protección que les permite prescindir de la ciudadanía. Si además el partido logra un “pegue” razonable con los electores, como ha sido el caso del PVEM, adquiere un enorme atractivo como aliado para los partidos grandes (como demostró Vicente Fox en 2000 y el PRI en 2003), mismos que se abocan a garantizar su permanencia, independientemente del comportamiento u honorabilidad de sus integrantes. No es casualidad que, ante la evidencia de corrupción del presidente del PVEM, el PAN guarde silencio, el PRI lo apoye hasta la muerte y el PRD, único partido que todavía no logra sumarlo como aliado, lo denuncie (probablemente confiando poder sumarlo como aliado en la próxima elección). A final de cuentas, todo queda entre cuates.

Por si lo anterior no fuese suficiente, en el mes de diciembre pasado se aprobó una nueva reglamentación para la creación de nuevos partidos políticos que hace todavía más difícil la creación de uno nuevo. ¿Quién propició la nueva reglamentación? No es difícil de adivinar: el PVEM. Tampoco es difícil adivinar quiénes votaron a su favor: el PRI y el PAN. Con este nuevo ordenamiento se aumentan los privilegios para los partidos chicos que ya están sancionados por el régimen electoral, se reduce la competencia y se consolida la distancia con respecto a la ciudadanía. En lugar de tres partidos privilegiados con derechos exclusivos ahora tenemos seis: la familia se expande a la par que se reduce el potencial de desarrollo democrático.

James Madison, uno de los redactores de El Federalista, el libro que inspiró el desarrollo del sistema político estadounidense, estableció la esencia de lo que, desde entonces ha sido una de los principios centrales de toda discusión en estas materias. En el párrafo más citado de este libro, Madison afirma que si los hombres fuesen ángeles, no se requeriría un gobierno y que si los ángeles fueran a gobernar, no se requerirían controles internos o externos sobre el gobierno. Si ampliamos el tema del gobierno a los partidos políticos, la problemática es tan vigente en el México de hoy como lo fue para Madison en el siglo XVIII. Sin pesos y contrapesos, sin límites al potencial de abuso de los partidos (y, por supuesto, del gobierno) y sin mecanismos para que sea la ciudadanía la que guarde la llave de la democracia, los abusos y corruptelas de los partidos y sus políticos van a seguir siendo el pan suyo de cada día.

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Gobierno fuerte

Luis Rubio

El futuro del gobierno actual depende de lo que haga por sí mismo; sin embargo, su propensión natural es la de esquinarse. En lugar de actuar en los ámbitos y con los instrumentos que tiene a su alcance, apuesta su futuro en decisiones sobre las cuales no tiene control alguno. En el ámbito económico, ha fincado su éxito en las dádivas que el congreso esté dispuesto a darle en términos de reformas (como la fiscal y eléctrica), en tanto que en la política internacional se ha jugado toda su credibilidad en una carta (un pacto migratorio con Estados Unidos) que depende por entero de un proceso político que no sólo no controla, sino sobre el cual su influencia es irrisoria. Parte del problema es de estrategia y parte es estructural; en la actualidad, ambos conspiran en contra del gobierno.

El gobierno ha sido víctima de una confusión estratégica y del cambio en las realidades políticas. Lo primero tiene que ver con su propia manera de enfrentar la nueva realidad, en tanto que lo segundo es producto de los desajustes que se originaron con el divorcio entre el PRI y la presidencia. La gran pregunta es si todavía es posible hacer algo al respecto.

La coyuntura todos la conocemos: el gobierno ha sido incapaz de lograr que el congreso responda a sus iniciativas de manera positiva. Aunque producto de una situación política inédita, el gobierno actual actúa como si nada hubiera cambiado, como si el viejo presidencialismo mexicano siguiera vigente. En el pasado, el ejecutivo negociaba las iniciativas de ley de su preferencia fuera de la luz pública, a la vez que empleaba toda la fuerza de la presidencia y del partido para avanzar sus propuestas en los términos en que se enviaban. Aunque muchas de esas iniciativas sufrían modificaciones, lo cierto es que en el marco del viejo sistema lo que se negociaba, con frecuencia, nada tenía que ver con el contenido de las iniciativas: se intercambiaban favores y protección a cambio de la aprobación.

El gobierno actual tardó más de un año en definir su estrategia política. Dividido desde el principio respecto a la forma en que se vincularía con los partidos de oposición y, sobre todo, respecto a su relación con el pasado, el gobierno perdió un tiempo precioso y todo su capital político- por sus titubeos iniciales. En lugar de resolver los temas estratégicos (el PRI y el pasado), el primer año de la administración se desperdició en luchas intestinas.

Algunos argumentaban que el gobierno debía reconocer la realidad política la inevitabilidad de negociar con el PRI por el hecho de ser el mayor partido en el congreso-, en tanto que otros partían del principio de que un acuerdo con el PRI entrañaba la imposibilidad de avanzar una agenda distinta a la de los gobiernos anteriores, pues cualquier arreglo con ese partido implicaba la impunidad del pasado. En la práctica, el gobierno intentó los dos caminos, con resultados poco encomiables.

Hoy, luego de más de tres años con Fox al frente del gobierno, resulta evidente que la indefinición estratégica inicial ha sido extraordinariamente costosa, pero menos definitiva de lo aparente. Por un lado, el gobierno acabó reconociendo la fortaleza numérica y política del PRI, lo que le llevó a negociar su agenda de reformas legislativas con ese partido. Por más que hubo momentos en que esa estrategia pareció estar a punto de rendir frutos (tanto a finales de 2001 como en diciembre pasado), el resultado a la fecha es lamentable. Sin embargo, curiosamente, el fracaso de la estrategia de negociación con el PRI no reside tanto en el gobierno como en la incapacidad de los propios priístas para ponerse de acuerdo. Aunque siempre es posible argumentar que hubo cosas que no se hicieron u otras que pudiesen haberse hecho de manera distinta, el actuar gubernamental en materia legislativa fue el único posible.

En una democracia, el gobierno negocia con quienes detentan el poder legislativo a fin de lograr una mayoría funcional. El ejemplo europeo es paradigmático: ahí los gobiernos se consolidan a partir de coaliciones parlamentarias que con frecuencia incluyen partidos o facciones con posturas francamente divergentes en lo político o ideológico. Los partidos entran en coalición luego de llegar a acuerdos sobre lo que guiará el desempeño del gobierno, donde van implícitos acuerdos e intercambios sobre iniciativas de ley, posturas de política exterior o vetos sobre determinados temas. Es decir, se estructuran coaliciones que permiten gobernar con las limitaciones que los electores imponen con su voto el día de los comicios. Al buscar acuerdos con el PRI, el gobierno del presidente Fox estaba actuando bajo un esquema no sólo democrático, sino enteramente pragmático.

La experiencia de la estrategia de negociación entre el gobierno y el PRI arroja diversas lecciones que deberán ser aprendidas por futuros gobiernos, pero no cabe duda que el mayor de los problemas enfrentados reside en la realidad del viejo sistema político que el PRI resume en sí mismo. El PRI no es un partido normal, toda vez que ni fue creado en esos términos ni se caracteriza por una línea política o ideológica única que le dé sentido y contenido. Puesto en otros términos, el fracaso legislativo del gobierno actual se debe, en buena medida, a que el PRI no se ha transformado, lo que le impide actuar como un partido en el sentido literal del término. Mientras los priístas no se transformen (lo que podría implicar un realineamiento de todo el sistema de partidos en el país), el problema político-legislativo actual seguirá vigente, independientemente de la persona que ocupe la presidencia. Esto nos lleva a la dimensión estructural del problema político actual.

La historia del presidencialismo mexicano suele nublar la discusión pública y política sobre la naturaleza del gobierno que requiere el país. Por años, la discusión se centraba en la noción de acotar la fuerza de la presidencia, al grado en que el propio presidente Fox así lo expresó un año después de comenzada su gestión. La discusión política hoy, especialmente en el marco de la elusiva reforma del Estado, se concentra en la necesidad de que el sistema político incorpore incentivos que faciliten la conformación de mayorías legislativas, sean éstas permanentes o coyunturales, para el ejercicio efectivo de la función de gobernar. Los dilemas inherentes a este planteamiento no son privativos de nuestro país, pero como ilustra la creciente concentración de poder y popularidad del presidente ruso, Vladimir Putin, no hay muchos modelos que permitan vislumbrar un proceso de cambio y ajuste fácil y sin contratiempos.

Viendo hacia adelante, parecería que hay tres escenarios posibles. Uno tiene que ver con el propio presidente Fox y el enorme arsenal de instrumentos a su alcance que no ha empleado. En lugar de seguir dependiendo de acciones que no controla, en el congreso o fuera del país, el gobierno podría concentrarse en las facultades que el propio ejecutivo tiene a su alcance y que, a la fecha, duermen el sueño de los justos.

El gobierno tiene enormes facultades de regulación y desregulación a su alcance, cuyos impactos económicos y sociales son enormes. De hacer uso de esas facultades, el gobierno podría dejar una marca positiva e indeleble para el desarrollo del país. Una buena administración de las regulaciones y oportunidades de desregulación que tiene bajo su fuero permitiría estimular la inversión, facilitar la creación y el cierre de empresas, generar empleos temporales, reorganizar vastos sectores industriales y de servicios y, con todo esto, abrir oportunidades de desarrollo que hoy están vedadas. El punto es que el gobierno ha apostado todo a unas reformas estructurales que, aunque indispensables, no constituyen la panacea. Aún con ellas, muchas otras cosas tendrían que hacerse; por ello, no hay razón para no comenzar por ahí, lo que además podría tener el efecto de modificar para bien la percepción generalizada de inmovilidad.

Un segundo escenario se relaciona con la viabilidad de la estructura política que hoy nos caracteriza. La experiencia rusa es particularmente relevante y preocupante- en esta materia. Luego de una década de lujuria, desorden y descomposición política y social, el gobierno del presidente Putin ha recurrido a muchos de los viejos mecanismos de control político y social que caracterizaban al sistema soviético para restaurar un sentido de orden. Al votar, la población ha dado la bienvenida a la estabilidad que Putin representa, pues su percepción de la alternativa es la hiperinflación y el desorden de la década pasada. El problema es que la restauración no democrática del orden, como la que representa el gobierno ruso actual, trae consigo una permanente incertidumbre, la inexistencia de rendición de cuentas, el abandono de la construcción de un sistema democrático y la impredictibilidad, característica central del viejo sistema. Lo que es válido para Rusia es igualmente válido para el México de hoy: la restauración de un sistema cuasi-priísta, sea éste en la forma de un gobierno del propio PRI, del PRD o de cualquier otro partido, no sólo no resuelve los problemas del país, sino que amenaza su viabilidad futura.

La alternativa reside en avanzar hacia la consolidación de la democracia. Implica, paradójicamente, iniciar un diálogo serio entre y con los partidos políticos sobre una reforma institucional de fondo, comenzando por el régimen de partidos mismo. También supone definirse sobre el pasado, algo que las acciones recientes del ejecutivo respecto a la llamada guerra sucia comienzan a hacer. El problema es que nada de esto elimina la precariedad del presente, algo que sólo va a atenuarse cuando la reforma institucional comience a rendir frutos pero, sobre todo, cuando el gobierno haga uno uso efectivo de los instrumentos que tiene a su alcance para afianzar un camino claro y definido hacia el desarrollo económico, asegurando con ello que el proceso de sucesión presidencial no pueda alterarlo una vez más.

 

¿Estancamiento permanente?

Luis Rubio

La economía mexicana lleva dos décadas tratando de reencontrar su camino al crecimiento, un objetivo que en la sociedad mexicana nadie pone en duda. A pesar de lo anterior, la disputa política que caracteriza al país en su conjunto, envuelve a la economía en un conflicto del que no parece haber salida fácil. Es lógico que se disputen las asignaciones presupuestales y que se debatan las alternativas de política económica: eso es, a final de cuentas, la esencia de la democracia. Pero en el país nos hemos ido al extremo opuesto: actualmente no existe tema que no sea sujeto de disputa y como resultado tenemos una parálisis en la toma de decisiones legislativa y en la inversión productiva. En medio de todo este revuelo, el país pierde oportunidades para competir por la inversión, el mercado interno no logra salir adelante y el empleo e ingreso de la población se rezagan. Se trata de asuntos fundamentales que no se van a resolver solos.

La problemática económica tiene tres vertientes. Primero, los cambios de política económica experimentados a partir de los ochenta no han logrado generar el entorno de crecimiento elevado y sostenido que prometían. Segundo, la lucha por el poder lo ha contaminado todo y, en cuanto a la economía se refiere, ha llevado a que se discuta interminablemente el pasado, en lugar de construir hacia el futuro. Tercero y último, los políticos muestran una aparente incapacidad de comprender las variables medulares que hacen a una economía funcionar, lo que les lleva a despreciarlas como si se tratara de meros berrinches tecnocráticos. De particular importancia en este rubro es el tema de la productividad, concepto quizá aburrido, pero cuyas implicaciones políticas, económicas y sociales son extraordinarias.

Para nadie es secreto que los cambios económicos de los ochenta no rindieron los frutos que se esperaban. La pregunta es por qué. La idea original de las reformas económicas, luego de varios años de contracción económica y tasas cercanas a la hiperinflación, sostenía que sólo una economía altamente productiva podría crear las condiciones para el crecimiento. Ningún economista serio cuestionaría esa premisa, pues todos reconocen que, en palabras de Paul Krugman, la productividad no lo es todo, pero en el largo plazo es casi todo: de la productividad depende la tasa de crecimiento, la disponibilidad de empleos y el nivel de ingresos de una población. La gran pregunta entonces era cómo elevar la productividad para generar esos beneficios.

La concepción que inspiró las reformas económicas de los ochenta y noventa partió de la premisa, razonable en todos sentidos, de que el gobierno no puede obligar a que la economía sea más productiva; lo que puede hacer es crear condiciones que hagan posible el crecimiento de la productividad. Las reformas económicas fueron concebidas, al menos en teoría, como un mecanismo que forzara a los agentes económicos (empresarios, trabajadores, reguladores, inversionistas, etc.) a modernizarse mediante la elevación de la productividad, cada uno en su ámbito. Es decir, el objetivo era que una serie de cambios en la estructura de la economía presionara a sus participantes, obligándolos a hacer más con menos, a realizar mejor las cosas y bajar el costo de cada cosa que produjeran.

La apertura a las importaciones, que precedió y se profundizó con el ingreso de México al GATT en 1985, perseguía estimular la competencia en la economía mediante la participación controlada de importaciones. Es decir, se buscaba que la presencia de artículos importados con aranceles relativamente altos en una primera etapa, sirviera de acicate para que los fabricantes nacionales comenzaran a optimizar sus procesos productivos. Por su parte, la privatización de empresas propiedad del gobierno seguía una lógica similar: muchas de éstas producían bienes y servicios cuyo impacto en los costos de las empresas era enorme, como puede ser el acero, diversos petroquímicos, la telefonía, la electricidad y demás. La existencia de empresas competitivas en estos ámbitos serviría para reducir los costos de las firmas industriales y de servicios y, por lo tanto, para elevar su productividad. Uno puede aprobar o rechazar estos conceptos, pero nadie puede negar la lógica interna que los caracteriza.

El primer impacto de la liberalización comercial fue mucho más positivo de lo que sostiene la mitología política. Un sinnúmero de empresas comenzó a transformarse, algunas comenzaron a exportar y la inversión comenzó a materializarse, sobre todo a partir de que se anuncia la negociación del TLC norteamericano a principios de los noventa. Aunque lentamente, el proceso de modernización empezó a cobrar forma y sus frutos potenciales se pudieron apreciar al final de los noventa en que la economía logró tres años de tasas de crecimiento superiores al 5% anual.

Aunque la crítica política al proyecto modernizador de la economía ha estado presente desde que éste comenzó a instrumentarse (como ilustra el desprendimiento del PRI de la entonces llamada corriente democrática), la crítica se acentuó en dos momentos cruciales: con la crisis devaluatoria de 1994-1995 y con la recesión/estancamiento que comenzó en el 2000. A pesar de todo, no es evidente que el modelo económico adoptado en 1985 haya sido equivocado, pero tampoco cabe la menor duda de que muchas empresas fueron incapaces de adaptarse a la competencia.

Mucha de la crítica a la política económica de estos lustros tiene un origen estrictamente ideológico. Muchos críticos simplemente rechazan la noción de la globalización, independientemente de que eso sea un tanto equivalente a rechazar la ley de la gravedad. Pero más allá de dimes y diretes, por lo menos hay dos situaciones que explican los magros resultados a la fecha. La primera tiene que ver con lo parcial e incompleto del proyecto de modernización económica. Si bien se liberalizaron las importaciones y se privatizaron muchas empresas, ninguno de los dos procesos se ejecutó de manera homogénea o coherente con el objetivo medular de elevar la productividad. Es decir, en diversos momentos, los responsables de la política económica perdieron de vista o ignoraron el objetivo que se pretendía alcanzar. De esta forma, a pesar de la apertura, no todo se abrió y a pesar de la privatización de empresas, no todas se sujetaron a la competencia. A partir de entonces, la economía mexicana experimenta incoherencias diversas que no facilitan la competitividad de las empresas. Una evidente es la del costo de la energía, cuyos precios se establecen de una manera totalmente arbitraria: el precio del gas se determina en Texas, a pesar de que el país cuenta con enormes yacimientos de gas que por razones de ideología y nacionalismo no se pueden explotar, en tanto que el precio de la electricidad lo determina la burocracia a discreción.

La segunda situación que ha hecho mucho más penoso y difícil el proceso de modernización y ajuste a la competencia tiene que ver con las ausencias que siguen caracterizando a la sociedad mexicana. La productividad se eleva en la medida en que existe una infraestructura moderna que ayuda a reducir costos (del transporte y comunicaciones, por ejemplo), una mano de obra calificada (lo que depende del sistema educativo), un sistema legal que permite dirimir diferencias y conflictos (sobre contratos, por ejemplo) de una manera rápida y efectiva, de la seguridad pública (que garantiza la seguridad de las plantas, personas y bienes en general) y así sucesivamente. Sin embargo, lo que hemos visto en estos lustros es casi lo contrario: la infraestructura se ha rezagado, la educación sigue siendo la misma, el poder judicial no se ha reformado y todo lo relativo a la seguridad pública ha empeorado. Pretender que una empresa pequeña o mediana compita con un rival chino, que cuenta con todas esas condiciones de entrada, es un tanto excesivo.

Lo evidente es que el proyecto de transformación económica tenía una lógica intrínseca que no es fácil de disputar. Al mismo tiempo, sus cimientos conceptuales eran y son sólidos y no han sido rebasados por la realidad. Lo que sí ha sido rebasada es la capacidad del país para enfrentar estos entuertos los errores y deficiencias de las reformas económicas y los rezagos estructurales-, y alcanzar el objetivo medular de elevar la productividad de la economía en su conjunto. Puesto en otros términos, no es casualidad que la economía del país esté rezagada y que algunas regiones lo estén más que otras. Cuando se busca una correlación entre condiciones de infraestructura, mano de obra, calidad de la educación y otras variables con niveles de crecimiento regionales, la correlación es absoluta: las partes más prósperas del país son aquellas que cuentan con la mejor (o menos mala) infraestructura y con un sistema educativo mínimamente funcional, como ocurre en algunas partes del centro del país (como Querétaro y Guanajuato), así como en buena parte del norte. Lo contrario ocurre en el resto: la correlación entre mala o pobre infraestructura, pésima calidad educativa y procesos judiciales arbitrarios es típica de los estados más rezagados, como ilustra el sur y algunas otras regiones del país.

Es muy fácil culpar a la política económica en general de la situación actual, pero la realidad es que los problemas y rezagos son consecuencia de la inacción gubernamental en temas elementales, que son intrínsecos a la actividad de cualquier gobierno que se respeta, como la educación, la seguridad pública, el Estado de derecho y todo el sistema de regulación económica (las comisiones reguladoras, de competencia y afines). El país está rezagado no porque el modelo económico sea el equivocado, sino porque no se ha hecho nada que permita su éxito. La realidad es que ningún modelo económico podría ser exitoso dado el retraso de nuestra estructura social, política y económica. Es ahí donde debiéramos poner el énfasis.

Fallo azucarero

La decisión de Octavo Tribunal Colegiado en Materia Administrativa que revierte la expropiación de un grupo de ingenios azucareros constituye un hito sin precedente en la historia del poder judicial. Con un poco de suerte y se trata de un primer paso trascendental hacia la protección efectiva de los derechos de propiedad y, por lo tanto, hacia la consolidación del Estado de derecho.

 

El tercer poder

Luis Rubio

Los conflictos entre los poderes legislativo y ejecutivo se han vuelto tema recurrente de la prensa cotidiana. Algo semejante puede decirse de los diferendos entre la federación, los estados y municipios. Con el fin de la era presidencialista, todos los goznes que mantenían unida a la estructura política del país se vieron presionados, al punto en que muchos dieron de sí, inaugurando una era de diferencias, disputas y conflictos. De no haber sido por la existencia de una nueva Suprema Corte de Justicia (SCJ), el país bien podría haber estado al borde de una guerra civil.

Cuando se comenzó a desvencijar el sistema político, el país no contaba con instituciones sólidas y legítimas, capaces de dirimir conflictos y resolver disputas de una manera institucional. Se dice fácil y se critica todavía con mayor facilidad- la existencia de una Corte autónoma, pero su valía ha probado ser inconmensurable. A nueve años de refundada la Suprema Corte, es relevante analizar su desempeño y, sobre todo, evaluar el papel que ha jugado en momentos tan convulsos como los que el país vive en la actualidad.

Lo primero que salta a la vista de la Suprema Corte de Justicia actual es el hecho de que ha asumido plenamente su papel de árbitro entre los otros poderes públicos y entre los estados y la federación. Aunque muchas de sus sentencias han sido por demás controvertidas lo cual es la mejor indicación de un actuar serio y autónomo-, es notable su disposición a asumir el difícil papel que le ha tocado jugar en este periodo de larga, compleja e indefinida transición política.

En sus primeros años a partir de que obtuvo la facultad de revisar, con efectos generales, la constitucionalidad de las leyes, la Corte se abocó de lleno a interpretar la Constitución. De pronto, todo el cúmulo de disputas que antes se resolvían (y, en muchos casos, no se resolvían) de acuerdo a las preferencias del presidente, comenzó a ser motivo de controversia en el seno del poder judicial. No tardó mucho un gobernador en demandar al presidente por abusar de la división de poderes, en tanto que otro logró que la Corte determinara que el ejecutivo federal no tenía facultades para decidir en tal o cual materia. Es decir, temas que antes se decidían por un individuo comenzaron a ser del dominio público y sujetos a decisiones de ese cuerpo colegiado. Uno se pregunta qué habría pasado de no haber existido la Corte con estas facultades en esta época, cuando el viejo presidencialismo ha desaparecido.

La presencia de una Suprema Corte que goza de respeto entre la mayoría de los actores políticos es algo igualmente significativo. A final de cuentas, que los políticos acepten la existencia de un poder autónomo constituye la esencia de un sistema político institucionalizado. Esto es algo que no era obvio que iba a ocurrir: en el pasado, los políticos se subordinaban al presidente en turno porque éste gozaba de poderes extraordinarios, lo que garantizaba en buena medida el comportamiento institucional. El caso de la Corte es exactamente el opuesto: la Corte es poderosa sólo en la medida en que sus decisiones son acatadas por los actores políticos. Si la abrumadora mayoría de ellos, comenzando por el propio presidente, acepta sus decisiones entonces hay evidencia incontrovertible de que el país ha evolucionado de manera positiva. Evidentemente, hay mucho terreno que avanzar en esta materia, sobre todo porque todavía hay individuos en la política nacional que no acatan sus sentencias, pero sobre todo porque existen actores políticos, como los zapatistas, que ni siquiera aceptan la legitimidad de las instituciones en general.

El gran déficit de la SCJ reside en el hecho de que la ciudadanía no tiene acceso garantizado, ni se ve directamente beneficiada por sus fallos. De acuerdo a la reforma constitucional que le dio nueva vida a la Corte, sólo los poderes ejecutivos federal, estatales o municipales; los Congresos federal o estatales; así como las minorías legislativas o los partidos políticos pueden ser demandantes ante la Corte. Todo el resto de los mexicanos queda excluido, a menos de que la propia Corte decida lo que entre abogados se llama atraer un caso de amparo.

Un ejemplo de lo anterior fue la acción de la Corte cuando se creó el actual Gobierno del Distrito Federal y en cuyo proceso se impedía a los ex titulares del hasta entonces llamado Departamento del DF a ser electos. Manuel Camacho, quien se encontraba en esa situación, no podía dirigirse a la Corte de manera directa y su caso se resolvió sólo porque la Corte decidió atraerlo. Pero incluso cuando la SCJ resuelve un amparo a favor de un ciudadano (por ejemplo, la inconstitucionalidad de una ley fiscal), la vasta mayoría de los ciudadanos no se ve favorecida por la sentencia de la Corte porque ésta solo beneficia a los que hayan presentado demanda (en aplicación de la llamada formula Otero). El resto de los ciudadanos tenemos que seguir obedeciendo las leyes declaradas inconstitucionales. Bajo las anteriores circunstancias, el acceso a la Corte y la protección de la misma son privilegios a los que un ciudadano común y corriente difícilmente puede aspirar y constituyen una brecha inexplicable en un país que se dice democrático pero que, como en este caso, exhibe serias deficiencias para realmente serlo. Es tiempo de que el poder legislativo actúe al respecto.

Otra deficiencia de la Corte, esa sí de su propia cosecha y no producto de las normas que la facultan como en los casos anteriores, tiene que ver con su renuencia a participar de manera plena en el proceso de transparencia que exige la ley respectiva. Un sistema político moderno requiere no sólo de apertura y discusión pública de los temas relevantes, sino también del conocimiento profundo de los criterios que sirven de guía a los integrantes de la Corte para emitir sus fallos. El hecho de que la Corte interponga obstáculos para el acceso a las sentencias de amparo constituye un retroceso importante, sobre todo porque se trata del Poder más moderno y mejor estructurado en el ámbito federal.

A pesar de lo anterior, lo notable de la Corte es que no ha rehuido los temas difíciles, sobre todo en un país en el que, con la mayor de las frecuencias, la discusión de los temas es más política e ideológica que objetiva y responsable. Algunos de sus fallos o decisiones hablan por sí mismos:

En 1998, por ejemplo, la SCJ tuvo que definirse en un tema por demás controvertido, el de la capitalización de intereses. Se trataba de un tema por demás delicado, pues innumerables deudores argumentaban que los bancos no tenían derecho de cobrar intereses sobre intereses, a pesar de que así lo hubieran pactado las partes en un contrato. El tema era central por dos razones: una, porque esa es la manera en que funcionan los bancos cuando pagan intereses a los ahorradores, que continuamente capitalizan los intereses que se van generando; dos, porque el financiamiento a la vivienda se hubiera venido abajo. A pesar de lo impopular del tema, la Corte no sólo lo hizo suyo, sino que su fallo demostró plena independencia.

En 2003, la Corte emitió un fallo igualmente controvertido con relación a las facultades y relación existentes entre la federación y los estados en materia fiscal. El tema específico tenía que ver con la explotación de las vías de comunicación y el cobro de peaje. En el país se estaba volviendo práctica común el que algunos gobernadores, pero sobre todo presidentes municipales, removieran a la autoridad federal y cobraran directamente el peaje en carreteras o puentes federales. La Corte decidió que una ley no puede modificar a la Constitución y que, por ende, las facultades que la Constitución otorga a la federación son exclusivamente suyas.

En la controversia constitucional que inició el poder ejecutivo en contra de la Auditoria Superior de la Federación respecto a las facultades del auditor, la Corte falló a favor del ejecutivo, en vista de que lo que pretendía el auditor violaba la separación de poderes.

No menos significativo ha sido el manejo políticamente astuto y legalmente impecable que ha hecho la Corte del explosivo caso del Paraje San Juan, cuya sentencia está aún por ser publicada.

A través de sus fallos, existen múltiples ejemplos de la manera en que la Corte ha encarado temas controvertidos y llenos de implicaciones políticas. Uno puede estar de acuerdo con un determinado fallo o no, pero el conjunto de sus decisiones luego de nueve años de desempeño revela una claridad de propósito y, sobre todo, una conciencia de que la debilidad institucional que existe en el país por la naturaleza del viejo presidencialismo y como consecuencia de su desaparición, requieren de un arbitraje permanente. Es decir, más allá de sus decisiones específicas, quizá el gran mérito de la Corte ha sido el de aceptar el reto que entrañaba el tener que decidir en un contexto caracterizado por la ausencia de reglas. La Corte ha venido construyendo un andamiaje que, a la larga, seguramente permitirá fortalecer decisivamente la institucionalidad política en el país. Es por ello que es crucial que todos los actores políticos reconozcan la conveniencia de acatar sus fallos, pues la alternativa bien puede ser la jungla. Lo anterior no es trivial; en la medida en que se agudice la competencia política con miras a 2006, la debilidad institucional que padece el país se va a hacer más que evidente. En este entorno, la Corte es un pequeño, pero crítico, oasis en el desierto.

A pesar de las limitaciones institucionales imperantes en el país, la Corte ha actuado siguiendo el modelo de sus contrapartes en las naciones serias y democráticas. Es decir, asumió de entrada la naturaleza ineludiblemente conflictiva de una sociedad moderna en la que unos partidos compiten con otros y en la que intereses contradictorios tienen responsabilidades que en ocasiones no están debidamente diferenciadas o explicitadas. A diferencia de otros actores en la vida política nacional, la Corte se ha asumido como un Poder clave en un país moderno y democrático y ha actuado en consecuencia. Se trata de una fuente de certidumbre que no debe sino fortalecerse.

 

Objetivos y medios

Luis Rubio

Los mexicanos compartimos el objetivo de reactivar la economía, alcanzar tasas elevadas y sostenidas de crecimiento económico y hacer de ello una plataforma para el desarrollo integral del país y de la población. Como ilustra la Convención Nacional Hacendaria, la definición del objetivo nunca ha sido difícil ni particularmente controvertida; donde los mexicanos parecemos ser incapaces de entendernos es en los medios necesarios para alcanzar dichos propósitos, que parecen ser tan claros como transparentes. Arabia Saudita es un país que, en estos términos, puede servir de contraste a nuestra situación, por lo que vale la pena apreciar las semejanzas, así como las diferencias.

En un estudio reciente, un analista europeo clasificó a los participantes en el debate sobre el futuro de Arabia Saudita en tres grupos: aquellos con un interés creado en el futuro, los escépticos y los fatalistas. Cada uno de ellos se integra, de acuerdo a esta nomenclatura, tanto por ciudadanos sauditas como por actores extranjeros. Los primeros, aquellos que tienen un interés creado en el futuro del país, incluyen a buena parte de la familia real, así como a innumerables participantes y beneficiarios de una estructura económica peculiar, en la que el gobierno tiene compromisos que mantener y transferencias multimillonarias que realizar a una gran porción de la población saudita. De igual forma, participan en este grupo las legiones de ejecutivos de empresas petroleras y de servicios adjuntos que tienen una larga y fructífera relación con la industria local, así como varias cámaras bilaterales de comercio y de centros de estudios financiados por intereses sauditas o por otras naciones con intereses en esa nación.

El grupo de los escépticos incluye sobre todo a estudiosos y analistas tanto sauditas como occidentales, que reconocen la precariedad de la estabilidad tanto política como económica de un reino fincado en el poder del dinero petrolero, pero que no ofrece a una población creciente mayores oportunidades de desarrollo en la vida. Cuando en los setenta el país era una potencia económica, la familia real saudita construyó un estado de bienestar para prácticamente toda la población, a la vez que la familia real y sus socios se dedicaron a despilfarrar el dinero en toda clase de gastos opulentos y malas inversiones. La familia real nunca contó con la posibilidad de que el ingreso petrolero pudiera disminuir o que el crecimiento brutal de la población llegara a poner en entredicho la estabilidad económica del reino. Además, todo esto ha coincidido con el crecimiento de una fuerte disidencia religiosa al interior del reino cuya manifestación más evidente fueron los atentados terroristas contra Estados Unidos. Los escépticos observan el deterioro, analizan la capacidad del gobierno saudita de corregir el rumbo, afianzar la estabilidad económica del país y controlar a su disidencia religiosa, concluyendo, como su nombre lo indica, con dudas severas sobre la viabilidad de largo plazo del statu quo.

El grupo de los fatalistas se integra por la disidencia interna y los críticos del gobierno saudita, sobre todo por el lado conservador extremo en Europa y Estados Unidos. Los fatalistas culpan al reino de la familia Saud de la corrupción imperante en el país, atribuyen el terrorismo a los excesos y arbitrariedades de la familia real y demandan cambios radicales. Unos piden la constitución de una nación islamista en tanto que otros exigen el derrocamiento de la familia real en conjunción con una acción bélica que permita tomar control físico de los pozos petroleros. Aunque este grupo incluye a los pesimistas de ambos lados del espectro, es evidente que, en contraste con los dos grupos anteriores, los intereses de ambos son absolutamente divergentes.

Una visión, así sea superficial, de la naturaleza del debate en aquella nación árabe permite evidenciar un contraste radical con lo que ocurre en nuestro país actualmente. La dispersión de visiones, lecturas y posturas en Arabia Saudita es pasmosa. Una misma nación alberga actores que quieren preservar el statu quo y otros que lo quieren destruir; grupos que quieren el crecimiento económico y otros que lo rechazan y condenan; sectores que buscan encontrar salidas a los problemas existentes junto a otros que tratan de aprovechar los oportunidades para minarlo. Se trata, en una palabra, de un polvorín.

En México hay personas y grupos con posturas por demás contrastantes sobre cómo debería ser el país en el futuro y las acciones que deberían emprenderse para lograrlo. Lo mismo existen guerrillas que rechazan todo lo existente que nostálgicos por el pasado, pero en temas como en mencionado al inicio, el del crecimiento económico, es raro el mexicano que rechace la noción de que la economía tiene que reencontrar su camino y que el crecimiento es una de las mejores herramientas para enfrentar los problemas estructurales y de fondo que enfrenta el país en el sentido más amplio. Es decir, en franco contraste con Arabia Saudita, en México existe un consenso sobre el objetivo más elemental.

La gran pregunta es cómo alcanzar ese objetivo. La respuesta es más complicada de lo aparente pues, como hemos podido apreciar en los últimos años (o décadas), la manera en que se articula el objetivo determina, en muchas ocasiones, el contenido de las políticas gubernamentales resultantes. Es decir, no basta con querer el crecimiento económico para asegurarlo. Es necesario precisar la naturaleza del crecimiento que se busca alcanzar.

Los dilemas que enfrenta México para adoptar las medidas que serían necesarias para retornar a la senda del crecimiento no son exclusivas del país ni particularmente novedosas. Para reactivar el crecimiento, el país tiene que definir, una vez más, si quiere estar cerca o lejos del resto del mundo; si desea seguir los pasos de las sociedades ricas o imitar los de otras naciones pobres. Estas disyuntivas no son pura retórica: quizá el primer país que enfrentó dilemas como éstos fue el Japón del Meiji, en la segunda mitad del siglo XIX. Desde entonces, una infinidad de sociedades ha vuelto al mismo problema.

A finales de los setenta, China comenzó a cuestionarse la conveniencia de seguir en una sociedad comunista que perseguía la igualdad como objetivo, pero a cambio de mantener a su población en la pobreza o abrirse, atraer inversión del exterior y transformarse por medio del crecimiento económico, aunque eso implicara el abandono del objetivo de la igualdad. Cuando China finalmente optó por el camino que hoy conocemos y que ha resultado tan exitoso, el entonces secretario general del partido comunista expresó de una manera muy simpática la orientación de las decisiones tomadas: en lugar de abrazar una postura ideológica en torno a decisiones clave como el de la propiedad privada (y, en muchos casos, extranjera) de los bienes de producción y de la infraestructura, Teng Siao-ping afirmó que lo importante no es si el gato es blanco o negro, sino si caza ratones.

Rusia, un poco como nosotros, se ha pasado quince años debatiendo consigo misma sobre la naturaleza de sociedad y de país que quiere construir en su etapa post-soviética. Por algún tiempo, optó por una apertura amplia, misma que vino acompañada por mucho desorden y abuso por parte de burócratas y vivales, para más tarde, en los últimos años y meses, comenzar a retornar, al menos aparentemente, hacia un esquema semiautoritario de gobierno, todo ello sin la definición cabal de la naturaleza del proyecto económico que pretendía avanzar. A la luz de estos contrastes, no es casualidad que la economía china crezca como la espuma, en tanto que la rusa siga experimentando vaivenes permanentes.

Aunque exista un acuerdo general sobre lo que se busca, la ausencia de acuerdo sobre los medios necesarios para alcanzarlo nos mantiene en la parálisis que hoy parece la norma. Los desacuerdos comienzan con lo más elemental: no existe un reconocimiento amplio sobre la necesidad de inversión para poder generar crecimiento, situación que se complica por el hecho de que, en esta era de globalidad, la inversión que mueve al mundo y hace posible el crecimiento de las economías ya no tiene una localización geográfica exclusiva. De esta manera, en tanto que China se dedica de manera consciente y sistemática a atraer la inversión del resto del mundo, nosotros persistimos en el rezago. Los chinos construyen infraestructura, obligan a que sus mercados sean competitivos, han desarrollado mecanismos para la resolución de disputas en temas como contratos y así sucesivamente. En lugar de pelearse por la nacionalidad del inversionista o la propiedad de los servicios públicos, o rasgarse las vestiduras cada vez que se debate una nueva iniciativa gubernamental, los chinos no pierden de vista el objetivo fundamental: construir una economía sólida y poderosa que permita el enriquecimiento del país y la población.

Lo que para los chinos ha resultado evidente, para nosotros sigue siendo un enigma. La suma de interminables (pero irrelevantes) disputas entre grupos que buscan ciegamente el poder, ha conducido al país al letargo, no porque carezcamos de recursos o capacidades para lograr el crecimiento, sino porque los diversos intereses políticos se consumen en sus propios objetivos de corto plazo y ninguno muestra la menor capacidad para ver más allá. La debacle de la sesión del congreso en diciembre pasado habla por sí misma.

Demasiadas agendas encontradas

 

La Convención Nacional Hacendaria fue concebida como un medio para encontrar soluciones a los desajustes que el fin de la era presidencialista le había heredado al federalismo mexicano. Hoy, a unos días de su inauguración, lo que domina son los protagonismos de los precandidatos. La pregunta es dónde quedan los temas que de verdad importan, como la rendición de cuentas y la cercanía entre el gobernante y el gobernado. La palabra más gastada en la CNH fue democracia. La pregunta es dónde quedó.

 

Fox y la lucha por el futuro

Luis Rubio

El país se encuentra en medio de una encrucijada. Muchas fuerzas políticas tiran hacia el pasado, en tanto que otras intentan empujar hacia el futuro. Ambas posturas se sustentan en argumentos sensibles y legítimos, pero las dos no pueden estar en lo cierto. El país debe encontrar la manera de resolver este dilema o, de lo contrario, la parálisis de los últimos tiempos acabará siendo la norma o, peor, el principio de un nuevo vendaval. Más importante, no se trata de dos opciones igualmente deseables o viables. México necesita transformarse para poder crecer y resolver sus problemas y eso sólo lo puede lograr una agenda modernizadora seria que, sin incurrir en los problemas y errores de la última década, sedimente la base de un nuevo país para todos los mexicanos.

El problema no es difícil de definir: el país hoy se consume en una disputa fundamental sobre el futuro. En ocasiones, la disputa adquiere tonos altisonantes, como cuando se organiza una pretendida megamarcha, en tanto que otras veces se trata de escarceos en el seno del congreso o en los medios de comunicación. Los temas en disputa van cambiando y las líneas de contraposición no siempre son claras, pero no cabe la menor duda que el país está reviviendo el tipo de confrontación política e ideológica que le caracterizó al principio de los ochenta, pero cuyo referente se remonta a la historia moderna del país: a final de cuentas, por ejemplo, todo el siglo XIX transcurrió en torno a una permanente disputa sobre el futuro.

Por un lado se encuentran quienes pretenden avanzar una agenda de modernización que acerque a México al mundo desarrollado, transforme las estructuras políticas y, por esa vía, reduzca la desigualdad, elimine la pobreza y consolide las bases para la construcción de un país próspero. El mejor ejemplo de que esto es posible, argumentarían sus promotores, es España, que en las últimas décadas ha evolucionado hasta convertirse en una de las naciones punteras en Europa en términos tanto políticos como sociales, además de registrar avances notables en el terreno económico. Otras naciones como los tigres asiáticos, Chile y, más recientemente, varias de las naciones del antiguo bloque soviético que están en proceso de integración a la Unión Europea, demuestran que esta vía no sólo es posible, sino altamente factible, pero siempre y cuando se adopten las políticas que son necesarias para que el tránsito sea exitoso. La clave se encuentra precisamente en la adopción de una estrategia integral de transformación y no de un conjunto de medidas aisladas que, como hemos podido observar en los años pasados, entrañan el enorme riesgo de nunca cuajar y, por lo tanto, de no alcanzar los objetivos que se proponen.

La postura contraria es menos coherente, pero su mensaje es igual, si no es que más poderoso. Para comenzar, mientras que los modernizadores tienden a ver hacia delante, sus detractores suelen ser introspectivos. En lugar de abogar por una política alternativa, quienes se oponen a la agenda modernizadora tienden a ver hacia la historia y hacia adentro, para rechazar aquella agenda a partir de argumentos nacionalistas. Además, muchos de quienes enarbolan esta visión prefieren mantener una distancia respecto al resto del mundo, sobre todo de Estados Unidos, y tienen como referente seguro a la Revolución Mexicana y su legado de presencia estatal en el control de algunas de las variables clave de la economía, como mecanismo diseñado para garantizar la consecución de los objetivos de la propia gesta revolucionaria. En muchos casos, los defensores de esta visión tienden a proteger los intereses de los sindicatos de las empresas y entidades que se atribuyen al legado revolucionario, como si se tratara de personas con derechos superiores a los del resto de los mexicanos. De lo que no hay duda es que los campeones de las posturas nacionalistas y retrospectivas, calificados a menudo de progresistas, constituyen una porción significativa de la población que, por diversas razones, teme a los cambios que propone la agenda modernizadora o duda de su viabilidad.

Más allá de las preferencias personales por una u otra postura, no cabe duda que ambas, con los calificativos o asegunes que cada quien quiera asignarles, son legítimas y representativas de vastos sectores de la población. Más importante, aunque en algunos periodos una de las corrientes ha prevalecido sobre la otra, también ha habido muchas etapas de impasse que sólo han agudizado el conflicto y detenido el crecimiento de la economía del país.

Si bien la reyerta es vieja, hay un factor que en la actualidad cambia radicalmente sus términos. Por décadas, o quizá siglos, el país competía en buena medida consigo mismo. Cuando las cosas salían bien, los avances eran significativos, como ilustran las décadas del llamado desarrollo estabilizador. Cuando las cosas salían mal, se precipitaban las crisis y la economía retrocedía. En cada uno de esos momentos, siempre hubo un modernizador por un nacionalista populista, pero usualmente los extremos eran menos exagerados que ahora. Sin embargo, en el presente no sólo se han extremado las posturas, sino que el entorno en el que se desenvuelve el país es distinto y tiene un impacto sobre el desempeño de la economía como nunca antes lo tuvo. La llamada globalización de la economía mundial implica una competencia permanente con todos los países del mundo y cada una de las decisiones que se adoptan entraña consecuencias. Cuando otros avanzan y México se queda en el mismo lugar, se da un retroceso relativo que implica le pérdida de inversiones y, por lo tanto, de empleos. La disyuntiva de mantener lo existente o avanzar hacia el futuro, adquiere una dimensión mucho más sensible hoy que en el pasado, a la vez que los costos de la parálisis se elevan.

Aunque es fácil identificar algunos exponentes particularmente visibles de cada una de estas dos visiones sobre el desarrollo futuro del país, es difícil identificar sus instituciones representativas. Los partidos políticos, por ejemplo, con frecuencia tienen grupos que se acercan más a un paradigma, en tanto que otros prefieren la alternativa, mientras que muchos más navegan de manera casuística entre uno y lo otro. Lo mismo ocurre en el congreso, en el ejecutivo y, en general, en la sociedad. La mexicana es una sociedad dividida que expresa posiciones contrastantes sobre el camino que debería tomarse hacia el futuro. Por eso es tan importante el actuar de los partidos políticos, el liderazgo que ejerce el presidente de la República y la retórica que emana tanto de los partidos como de los aspirantes a la candidatura presidencial por parte de cada uno de ellos.

Al inicio del sexenio, todo parecía indicar que el presidente Fox se convertiría en el principal protagonista de la lucha por el futuro. Durante su campaña, el entonces candidato Fox enarboló la agenda modernizadora, explicó sus virtudes y criticó la falta de alternativas en los argumentos de la oposición. Como ilustra su triunfo, en campaña no sólo convenció a la población de las virtudes de su agenda, sino que luego de su victoria en julio del 2000, buena parte de la población, incluso muchos de los que no habían votado por él, se manifestaron a favor de la iniciativa. Pero una vez que tomó la batuta, el presidente Fox abandonó la estrategia que le había dado tan buen resultado como candidato y cedió ese liderazgo a la revuelta que han organizado las fuerzas que enarbolan la agenda nacionalista y retardataria.

Ahora que el país comienza, una vez más, el largo (y excesivo) periodo de transición hacia la justa electoral del 2006, es tiempo de pensar las implicaciones de esta lucha por el futuro no sólo en el sentido estricto de las candidaturas, sino del devenir del país.

Dado que el presidente Fox prácticamente ha abandonado su participación en esa lucha por el futuro, la cancha la han tomado quienes tienen una visión contraria a la agenda modernizadora, como ilustra el proceder legislativo en los últimos tiempos. Aunque sin definirse en estos términos, muchos de los potenciales candidatos a la presidencia claramente se inclinan por una agenda de retroceso, en lugar de enarbolar la de la modernidad. El problema es que, planteado como la lucha de dos visiones, se podría pensar que se trata meramente de dos caminos hacia un futuro similar, cuando en realidad uno supone un retraimiento, un retroceso hacia un pasado que, por atractivo que pudiese parecer en la retórica, nunca lo fue, mientras que el otro implica la posibilidad de romper con las ataduras que el pasado le ha impuesto al desarrollo del país. Es decir, se trata de dos caminos contradictorios que conducen a futuros muy distintos. Aunque en ocasiones podría parecer atractiva, la agenda nacionalista no es más que un conjunto de medidas orientadas a proteger intereses particulares que impiden el desarrollo del país; la agenda modernizadora bien estructurada (y esto es clave), puede comenzar a abrir los espacios para el desarrollo del país en los años por venir. Quizá más importante, la agenda modernizadora tiene amplio espacio para darle forma; no es necesario repetir lo hecho en los últimos años para avanzarla. La innovación siempre es posible.

La pregunta crucial es qué será necesario para que la agenda modernizadora tenga alguna posibilidad de cobrar fuerza y convertirse en la agenda nacional. En la actualidad, sólo hay una persona capaz de enarbolar la agenda modernizadora, articular el discurso que soporte esa agenda y convencer a la población de su viabilidad, y ese es Vicente Fox. Todas las alternativas en el corto plazo tienen problemas diversos, en principio porque la mayoría está inmersa en la disputa por el poder en el 2006. El sexenio actual acabará mal si el país sigue paralizado o, peor, deslizándose hacia atrás. El presidente todavía puede levantar su gobierno si se asume como el estandarte de su propia oferta política cuando candidato. Todo cambiaría a partir de ese momento, comenzando por el hecho de que un candidato en pro de la modernización (sea o no de su partido) tendría una oportunidad de ganar, oportunidad que, en el momento actual, no parece real.

 

En busca del camino perdido

Luis Rubio

En medio de la vorágine democrática y descentralizadora que ha caracterizado al país a lo largo de la última década, perdimos algo fundamental: el rumbo al desarrollo que el país había encontrado tras largo tiempo de indefinición. No hay nada peor para el desarrollo de una nación que la ausencia de rumbo, porque es ahí donde se pierde la sensación de claridad sobre el futuro, se destruyen expectativas y, por encima de todo, donde hacen su agosto todos los intereses particulares, cuyos beneficios derivan del malestar del resto de la población. El país tiene que recuperar el camino del crecimiento y del desarrollo.

Lograr un consenso en torno al objetivo del desarrollo es simple y directo. Nadie puede objetar, ni con la razón ni en la práctica, la imperiosa necesidad de alcanzar tasas elevadas de crecimiento económico o de crear condiciones para que sea posible la generación de empleos y de oportunidades para el desarrollo. La claridad y sensatez del objetivo son tan obvias que nadie puede, en su sano juicio, disputarlas; las dificultades no comienzan en la definición del objetivo, sino en las decisiones concretas que deben adoptarse para hacerlo posible.

El problema no es nuevo. En realidad, el país perdió el rumbo desde finales de los sesenta y sólo lo recuperó de nuevo hacia el final de los ochenta, para volver a extraviarse una década después. La claridad meridiana de rumbo que aportaba el entonces llamado desarrollo estabilizador, se disipó cuando este modelo comenzó a enfrentar sus limitaciones y fue destruido por las desbocadas políticas en materia fiscal con que se inauguró la década de los setenta. El modelo de desarrollo que le había dado al país casi dos décadas de desarrollo estable, con tasas elevadas de crecimiento del producto, el empleo y el ingreso, había llegado a sus límites y requería ajustes y cambios significativos. Sin embargo, lo que ocurrió en los setenta no fue un ajuste o un cambio menor, sino la destrucción integral de un paradigma que había sido efectivo en las décadas anteriores.

Entre las crisis de los setenta y los ochenta, el país perdió dos décadas antes de encontrar nuevamente un sentido de dirección en materia económica. Aunque en la segunda mitad de los ochenta se hablaba de reformas en la estructura económica, la realidad es que se trataba de un nuevo modelo de desarrollo. Es decir, no se trataba de reformas aisladas e independientes unas de las otras, sino de un proceso de cambio económico que tenía por objetivo la transformación de la economía del país y la creación de nuevas bases para un desarrollo económico sostenido en el largo plazo. El Tratado de Libre Comercio (TLC) norteamericano no era sino la culminación simbólica de un proceso de reformas estructurales que, sin embargo, debía continuar para alcanzar el objetivo final.

Este último punto es crucial: el TLC acabó por convertirse en un fin en sí mismo, en lugar de constituirse en un punto de arranque para una transformación integral del país. Si bien el TLC consolidaba las reformas emprendidas en los años previos a su entrada en vigor, la economía mexicana distaba mucho de encontrarse en condiciones óptimas para competir con el resto del mundo. El TLC nos dio acceso al mercado más grande del mundo y permitió construir un marco legal e institucional tanto para la atracción de inversión productiva como para la resolución de disputas comerciales, pero no resolvió los problemas de competitividad de cada sector de la industria y región del país. Esos problemas debieron ser objeto de atención gubernamental a lo largo de la década siguiente.

El caso de Canadá es ilustrativo. Con la política ningún canadiense se quedará fuera, el gobierno federal de aquella nación creó condiciones óptimas para que cada persona, región y empresa tuviera la oportunidad de beneficiarse del TLC. El gobierno canadiense construyó mecanismos para que los empresarios se informaran de oportunidades y retos, dedicó enormes recursos al reentrenamiento de la población en edad laboral, apuntaló el sistema educativo para que éste empatara las necesidades y requerimientos del proceso productivo. En una palabra, convirtió al TLC en un instrumento para el desarrollo de su país; no esperó a que la competencia rebasara a su población, sino que anticipó las necesidades y transformó un mecanismo comercial en un medio para acelerar el crecimiento económico y el enriquecimiento de su población.

Con la crisis del 94-95, el gobierno mexicano abandonó la pretensión de hacer con el TLC lo que hicieron sus pares canadienses. Si bien se le sacó todo el jugo que era posible dadas las condiciones en que éste se instrumentó (como lo muestran las elevadas tasas de crecimiento alcanzadas entre 1997 y 2000), también se perdieron ingentes oportunidades toda vez que en el camino se perdió el sentido de dirección. El TLC se convirtió en un objetivo, en lugar de ser un medio, y se asumió que los potenciales beneficios evolucionarían por sí mismos. Los resultados de esa falta de acción y decisión los sufrimos hoy en la forma de un estancamiento económico que dura ya varios años. Si bien en este año se habrá de registrar algún crecimiento, su ritmo será menor al que hubiera sido posible de haberse continuado con las reformas requeridas. Sin el TLC, la economía seguiría en crisis; pero igual de cierto es que no se le ha sacado todo el jugo que era posible al TLC.

Hoy nos encontramos nuevamente ante una tesitura crítica. Todo mundo quiere que la economía recupere el crecimiento, pero nadie esta dispuesto a cambiar el statu quo para alcanzarlo. Unos se oponen porque no quieren perder privilegios, mientras que otros se apegan a nociones ideológicas caducas que no hacen sino preservar la pobreza relativa del país. La oposición a cualquier reforma es enteramente explicable y lógica (pues, a final de cuentas, cualquier reforma afectará siempre intereses), no así la falta de una estrategia de desarrollo integral por parte del gobierno. La dinámica política del gobierno actual (y de su predecesor) se ha caracterizado más por la ausencia de una estrategia de desarrollo que por la claridad del rumbo a seguir. De hecho, los opositores a las reformas han tenido mucho más claridad de objetivos que el propio gobierno al proponerlas.

Y ese es el meollo del asunto: en lugar de una estrategia de desarrollo, la dinámica política ha llevado a que se discutan planteamientos de reforma (en lo energético o en lo fiscal, en lo laboral o en las telecomunicaciones) que no siempre son coherentes entre sí, ni son animados por una misma concepción del desarrollo. En otras palabras, el problema del país no reside en la ausencia de tal o cual reforma, sino en la inexistencia de un claro sentido de dirección. A falta de ese sentido de dirección, las iniciativas de reforma resultan ser superficiales y con frecuencia inoperantes.

Cuando se discute cada reforma en lo individual, sin un marco estratégico de referencia, las batallas en torno a cada iniciativa se tornan campales y violentas en un sentido político. Cuando hay un sentido claro de dirección general, las reformas individuales adquieren un dinamismo tal que arrollan a la oposición interesada. El fracaso de las iniciativas de reforma recientes es una expresión de esa ausencia de rumbo y no al revés.

Por algunos años, la cercanía con los mercados le confirió a nuestra economía una ventaja competitiva excepcional. México no sólo contaba con acceso privilegiado al mercado estadounidense, sino que la proximidad, en conjunto con el TLC, convertía al país en una plaza de enorme atractivo para la localización de nuevas plantas industriales. Sin embargo, esas ventajas se fueron erosionando a la par que otras naciones elevaron su productividad de tal manera que nos dejaron atrás. Nosotros, dormidos en nuestros laureles, dejamos que naciones como China nos desplazaran en los mercados de exportación. Aunque se le quieren atribuir condiciones mitológicas al éxito chino, lo cierto es que México se rezagó en todos los órdenes: desde el educativo hasta el de infraestructura, pasando por lo fiscal y la eliminación de obstáculos burocráticos. Mientras que los chinos remueven impedimentos para la creación de empresas nuevas, en México hacemos cada vez más oneroso el privilegio de contribuir al crecimiento de la economía. El éxito chino en nuestros mercados de exportación se explica al menos en parte por nuestra incapacidad para resolver problemas elementales en materia de infraestructura que ellos han sabido manejar con mayor sabiduría.

El éxito de la economía mexicana está severamente determinado por el entorno internacional en que vivimos. Cuando México lanzó la iniciativa de negociar un TLC norteamericano, el país llevaba la delantera en el proceso de desarrollo. Diez años después, ese espíritu de avance se ha extinguido y ya no resulta claro cuál es el objetivo que se persigue. Desde el terreno de lo abstracto, es obvio que se busca el crecimiento, pero una vez que se intenta aterrizar ese objetivo, lo que encontramos es encono y parálisis. China no permitió la inversión privada en electricidad porque soslayara el tema de la soberanía. Justamente porque reconoció que la soberanía se fortalece con una economía más fuerte y pujante es que emprendió reformas en el sector. La reforma eléctrica en China fue un medio para el fin buscado y no un objetivo imposible como se discute en México en la actualidad.

Las oportunidades para el desarrollo económico del país son enormes, pero no van a darse por sí mismas. Se requiere de una concepción clara de lo que se persigue y de una gran habilidad para aterrizarla. Hoy no tenemos la claridad de miras ni la disposición de las fuerzas políticas para hacerla posible. El gran problema es que la competencia a nivel internacional crece cada minuto. China sigue reformando sus estructuras, Malasia eleva la calidad de su educación e India penetra los mercados de servicios de información. México podría estar en todos esos mercados, pero parece seguir esperando algún milagro sobrenatural.