Luis Rubio
El debate en materia económica está tan viciado en nuestro país que es imposible avanzar una agenda de desarrollo. Independientemente de la postura que cada persona tenga sobre los temas que se discuten, los problemas del país son reales y no van a desaparecer como resultado del escándalo de la semana o por el mero hecho de que uno apoye o se oponga a las iniciativas de ley o proyectos de reforma que se encuentran en manos de los miembros del poder legislativo. La divergencia de posturas refleja una mezcla de incertidumbre, preocupación, añoranza por los buenos tiempos y desesperanza por la realidad objetiva. No importa el enfoque que uno tome, el hecho tangible es que el país está atorado y no va a salir de su situación a menos de que exista una idea clara, un sentido de dirección, que logre amalgamar voluntades en todo el espectro político.
Aunque a los mexicanos nos gusta percibirnos como un caso único y excepcional, la verdad es que los problemas económicos y el reto del desarrollo son comunes a muchas naciones. México no es el único país que comparte frontera con una potencia económica, ni tampoco es el único con contrastes tan acusados entre la pobreza y la riqueza. Así mismo, no somos excepcionales en nuestra incapacidad para adoptar un proyecto consistente y viable de desarrollo; si así fuera, seríamos la única nación con problemas en el mundo. Tal vez nuestra única, y paradójica, excepcionalidad radica en la absurda y casi permanente propensión a observar e imitar los desastres. En lugar de ver a Francia o a Japón, a Irlanda o a Chile, nos encanta ver a Cuba y Haití, a Venezuela y Brasil.
La realidad es que nuestros problemas económicos no son fuera de lo común. Existe una gama amplia de ejemplos sobre cómo han enfrentando muchos países, unos con éxito y otros sin fortuna, cada uno de los temas materia de controversia política en nuestro país. Más allá de los intereses concretos que defienden una postura determinada en temas como el eléctrico o el fiscal, nuestro problema es que solemos inclinarnos siempre por los ejemplos errados. Sólo por citar un caso, en lugar de analizar las causas del fracaso del modelo de desregulación del sistema eléctrico en Brasil o en el estado norteamericano de California una exigencia obvia para cualquier proceso legislativo serio-, nuestros políticos derivan conclusiones automáticas que nada tienen que ver con el problema que nos concierne. Por supuesto, si se adoptan esquemas de desregulación como los de California y Brasil, es altamente probable que reproduzcamos el fracaso y enfrentemos problemas de abasto o de distribución eléctrica. Pero precisamente por eso los problemas se analizan y discuten a la luz de esos ejemplos: para evitar repetir problemas que ya se conocen de antemano. Esto que parece bastante elemental está ausente en el debate político mexicano.
Si analizamos el tema más amplio del desarrollo, hay ejemplos verdaderamente atractivos de naciones que lograron romper con décadas o siglos de decadencia y salieron airosos de lo que parecía un ocaso inevitable. Aunque casos como el de España son particularmente atractivos como modelo para nosotros, tanto por razones culturales como históricas, la verdad es que España ha seguido un proceso de desarrollo que poco se asemeja a nuestra realidad. En honor a la verdad, España emprendió el camino al desarrollo desde lo sesenta, si bien fue en los ochenta, con gobiernos visionarios y en el contexto de la Unión Europea, que pudo despegar y transformarse para siempre. España es un extraordinario ejemplo de lo que se puede y debe lograr, pero no tan fácil de imitar por las peculiaridades que le son propias. Más parecido es el caso de Irlanda, nación que por décadas o siglos fue pobre y cuya ciudadanía no veía mayor porvenir hasta que se instrumentaron políticas consistentes y de largo alcance. Hoy es la principal estrella del firmamento europeo.
Mucha gente atribuye el éxito irlandés a los fondos de cohesión que la entonces Comunidad Europea transfirió para facilitar su ingreso a ella. Sin duda, esos fondos fueron útiles, pero no hicieron la diferencia pues, si así fuera, Grecia, Portugal o el sur de Italia habrían registrado el mismo desarrollo que Irlanda, algo que simplemente no ha ocurrido. La transformación de Irlanda se puede apreciar a través de un indicador muy preciso: hasta los ochenta, Irlanda mantuvo un ingreso per cápita de aproximadamente 60% de la media europea; hoy en día está por encima de esa media y experimenta el ritmo de crecimiento económico consistentemente más elevado de toda la Comunidad. De manera similar a México, Irlanda era un país que exportaba a su población pobre porque no le ofrecía opciones para su desarrollo. Hoy es una nación cuya economía crece a tasas casi asiáticas y que no sólo retiene a su población, sino que atrae migrantes de otras latitudes. En lugar de concentrarnos en tanta controversia bizantina, bien haríamos en estudiar con detenimiento el ejemplo irlandés para replicar su espectacular éxito.
Aunque se pueden enumerar los factores que hicieron posible la transformación irlandesa, el meollo de su éxito residió no en la política fiscal o la laboral, la de inversiones o de gasto público, aun cuando en cada una de éstas existen excepcionales lecciones para nosotros, sino en el amplio compromiso político que las sustentó. Aquí radica la fuente del éxito irlandés, de la misma manera que el origen de nuestro caos permanente parece ser la infinita capacidad para evadir nuestros problemas.
Mientras que los irlandeses se pusieron de acuerdo en que el objetivo era alcanzar los niveles de desarrollo de los países más exitosos de la Unión Europea, nosotros parecemos incapaces de definir siquiera eso. A diferencia de ellos, que tenían perfecta claridad de lo que se proponían lograr, nosotros no sólo somos incapaces de definir un modelo concreto que nos parezca atractivo, sino que nos empeñamos en impedir que cualesquiera cobre forma cabal. Peor, la ceguera político-ideológica impide una discusión seria, analítica de los temas serios que el país enfrenta. Todos parecen apostar al retorno de un sistema proto priísta en el que el presidente podía decidir cualquier cosa porque tenía control del poder legislativo, a pesar de que semejante escenario es virtualmente imposible en la actualidad.
Lo anterior no impide que las pasiones e intereses personales dominen el panorama: un político cree que la participación privada en la electricidad es equivalente a traición a la patria, situación que paraliza al país en la materia. Otro está convencido de que la situación presente es producto de las reformas de los ochenta y noventa, lo que le lleva a repudiar cualquier reforma, así fuera para corregir los errores del pasado. Un empresario se empeña en que el gobierno gaste más de lo que recauda porque así prosperarán sus negocios particulares, haciendo caso omiso de las crisis económicas que han sido el pan de cada día de nuestra historia reciente y dificultando la necesaria reforma fiscal. En ausencia de un compromiso claro respecto al futuro del país, la discusión nacional mira hacia el pasado. Y la tragedia del pasado es que los políticos e intereses particulares tienen tantas cuentas que saldar entre sí, que es imposible salir adelante.
La esencia del desarrollo comienza con el trazo de un rumbo claro, así como de la convicción y capacidad para articularlo. Por supuesto, sólo una combinación óptima de políticas públicas puede hacer posible la consecución de ese proyecto, pero sin proyecto y convicción, las líneas individuales y específicas de cualquier estrategia económica acaban siendo no más que medios de contención para evitar una crisis. El ejemplo fiscal es por demás ilustrativo: si hubiera un rumbo claro y la convicción de hacerlo realidad, la política fiscal podría ser mucho más activa de lo que es en la actualidad; dada la ausencia de rumbo y la incertidumbre generalizada, la política fiscal necesariamente tiene que ser el muro de contención en que se ha convertido. De romper con el principio de estabilidad fiscal que hoy existe en el contexto de incertidumbre actual, el país caería en una crisis de inmediato.
Más allá de la claridad y convicción de rumbo, ambos factores políticos, Irlanda se transformó gracias a la existencia de una combinación de políticas públicas claras y consistentes. En primer lugar, al igual que nosotros, los irlandeses sufrieron de inestabilidad económica e inflación y no fue sino hasta que se llevó a cabo una aguda corrección fiscal (bajando tasas de impuestos y recortando gastos) que logró estabilidad y una base sostenible para el crecimiento de la economía en general. En segundo término, el gobierno irlandés privilegió a la educación como tema prioritario y rompió con toda clase de intereses para conseguirlo. Al liberalizar la legislación laboral hizo posible, irónicamente, que se contratara a mucha más gente, pues el proteccionismo anterior hacia los trabajadores era tan grande que nadie quería contratarlos. Visto con atención, el caso irlandés no es particularmente excepcional: las políticas instrumentadas son bastante obvias y han probado su éxito en tantas latitudes que son ahora de sentido común. Lo mismo debería ocurrir en México.
A diferencia de nuestro país, Irlanda apalancó su transformación en su ingreso a la Unión Europea. El gobierno aprovechó entonces la oportunidad para unir a toda la población en torno a un proyecto claro y consistente de desarrollo que se empeñó en llevarlo a cabo. En contraste, nosotros vimos al TLC como un objetivo en sí mismo, en lugar de concebirlo como el instrumento que es. En su calidad de objetivo, permitió imprimir un marco legal y de operación al comercio e inversión en la zona, y sus resultados están a la vista. Sin embargo, a diferencia de Irlanda, ninguno de los gobiernos subsecuentes al TLC tuvo la capacidad de visión para convertirlo en un instrumento para el desarrollo del país. Los irlandeses muestran lo que la claridad de rumbo y la consistencia en las políticas públicas pueden lograr, pero siempre y cuando se adopte un rumbo lógico. Para nosotros esto debería ser más que evidente. La pregunta es quién será capaz de hacerlo realidad.