La nueva y vieja disputa

Luis Rubio

El país vive una nueva era de disputa política e ideológica. Otra vez, como en los ochenta, todo está a discusión. Unos exigen la definición de un modelo de país, en tanto que otros se oponen a lo existente, pero todo mundo parece insatisfecho con el statu quo. Buenas razones hay para ello, pues el país se encuentra paralizado. Desde la izquierda se denuncia una conspiración de las derechas; desde el sector empresarial se demanda la articulación de políticas y reformas congruentes con decisiones ya tomadas, sobre todo en el frente del comercio exterior y la inversión. Mientras los políticos se indefinen, la oposición a todo lo existente crece y, con ello, el riesgo de que no lleguemos a ninguna parte. Mientras esto continúe, la economía seguirá estancada.

Todo está en disputa y las consecuencias de este hecho pueden ser enormes. El proceso de modernización y apertura de la economía que se inició hace veinte años, transformó la estructura económica del país, pero evidentemente no resolvió todos los problemas. Hay buenas explicaciones de por qué no se han logrado los resultados anunciados, pero en el entorno de conflicto que vivimos en la actualidad nadie quiere analizar y discutir los temas de acuerdo a sus méritos. La disputa es política e ideológica y, cuando las cosas son así, lo que prevalece no es la razón sino la retórica.

Hay muchos críticos del modelo económico actual, pero la mayoría se inscribe en dos grupos: aquellos que debaten algunos de sus componentes y quienes lo rechazan de entrada. Los primeros incluyen a quienes plantean pequeñas adecuaciones (desde reformas adicionales hasta una política fiscal más agresiva), en tanto que los críticos rechazan sin concesiones el concepto de una economía abierta y, de hecho, el capitalismo en general; para ellos se trata de una disputa ideológica y no sólo de una corrección marginal. En ocasiones, sobre todo cuando la retórica resulta ser estruendosa, es difícil distinguir entre unos y otros, pero la diferencia es obviamente diametral.

La disputa ideológica que caracteriza a nuestro ámbito sociopolítico no es privativa de México. Algo similar ha sobrecogido a numerosos países desde hace años. Baste ver el panorama de naciones como Venezuela y Argentina, pero también algunas europeas, al igual que Estados Unidos, para reconocer que muchos de los puntos de confrontación que caracterizan a esas naciones son los mismos que saturan el discurso político nacional. Temas como la desigualdad y los efectos de la globalización sobre las estructuras salariales de cada país son frecuentes en todo el mundo. China, país que por décadas buscó, como dogma casi religioso, la igualdad a ultranza, acabó por reconocer que el crecimiento económico es más importante que su viejo objetivo porque el crecimiento es la mejor manera de combatir la pobreza. Como resultado de esa decisión política, los ingresos de toda la población han ascendido, a pesar de que las diferencias de ingresos también se incrementan. Es decir, todos han ganado, aunque unos lo han hecho más que otros.

India y China, dos de las naciones más exitosas del mundo en términos de crecimiento económico en las últimas dos décadas, constituyen un caso paradigmático. Aunque hay críticos internos que cuestionan que la desigualdad sea el precio a pagar en aras de la transformación de sus economías y naciones, la decisión política fue absolutamente transparente. En el caso de India, la decisión fue producto de una negociación dentro de un contexto democrático, en tanto que en China surgió de un gobierno con capacidad para definir el rumbo de toda la nación. Pero el hecho importante es que ambas naciones no sólo decidieron un rumbo, sino que se han dedicado a hacerlo exitoso. El contraste con nuestra realidad no podía ser más acusado: aquí se dio la decisión política de modernizar la economía, pero no se emprendieron los cambios necesarios para que esa decisión fructificara. Y ahora estamos estancados y envueltos por disputas político-ideológicas que creíamos ya superadas.

La disputa trasciende el marco de la economía. A pesar de su cercanía con Estados Unidos en numerosos temas, los principales países de Europa se han distanciado en múltiples frentes. Mientras que en la época de la guerra fría ambos lados del Atlántico compartieron valores fundamentales, el fin de la Unión Soviética acentuó las divergencias. Movimientos de protesta como el de los globalifóbicos habrían sido inconcebibles hace veinte años, en tanto que hoy son cosa de cada día. Como algunos grupos en México, los globalifóbicos rechazan no algunos aspectos de la política económica, en este caso la globalización y sus implicaciones en términos de flujos de inversión y comercio, sino la esencia misma del capitalismo. El disfraz es atractivo, pero el mensaje detrás es claro y contundente.

En nuestro caso, los cambios económicos de las últimas décadas han alterado no sólo las relaciones entre productores y consumidores, sino que han trastocado muchos valores que se daban por permanentes e inamovibles. Pero quizá lo más notable del panorama socio económico del país en los últimos años sea el rechazo casi visceral a la realidad en que vivimos. Aunque innumerables empresarios y obreros, comerciantes y consumidores, para no hablar de los ciudadanos en general, se han beneficiado de manera extraordinaria de la (incompleta) modernización de la economía, todo mundo parece aferrado inexorablemente al statu quo, así sea sensiblemente inferior en calidad, beneficios y resultados de lo que podría ser la realidad si se promovieran las reformas necesarias para reducir los costos de instalación de empresas, facilitar la generación de empleos, elevar la productividad del trabajo, etcétera.

Es por la ausencia de un jalón adicional en el proceso de reformas que México persiste en su parálisis. El punto aquí no es asignar culpas, sino plantear dos fenómenos de extraordinaria trascendencia para el momento actual: uno es que el estancamiento tiene consecuencias y no sólo en el ámbito económico. El hecho de que innumerables mexicanos se dediquen sin siquiera pensarlo a actividades informales o ilegales supone no sólo que la economía se fragmenta y que los beneficios no se generalizan, sino también, y sobre todo, que el potencial de crecimiento y desarrollo de esa población se limita de manera inevitable. Por ejemplo, un changarro puede existir por décadas, pero mientras no se formalice no puede crecer, desarrollarse e impactar el empleo y la generación de riqueza en el país. En otras palabras, la extraordinaria inflexibilidad de nuestra economía limita el desarrollo de las personas y del país. La reticencia del gobierno a reformarse a sí mismo y del congreso a avanzar transformaciones clave para el desarrollo tiene implicaciones fundamentales.

El otro fenómeno producto de la falta de ese jalón es, precisamente, esa disputa ideológica que parece consumir al país. Muchos mexicanos se oponen legítimamente al modelo económico porque rechazan su esencia (el capitalismo), pero muchos más se han sumado a movimientos que promueven el rechazo por la falta de oportunidades que perciben en la economía mexicana. La globalización es un hecho inexorable al que todas las naciones tienen que adecuarse, como ilustran incluso algunos de los casos más extremos y recalcitrantes del mundo: Vietnam, Cuba, Libia, etcétera. Pero el hecho de que la globalización sea inevitable no implica que toda la población de un país tenga los elementos (el llamado capital humano y las condiciones y servicios públicos requeridos) para poder ser exitoso en ese entorno. En México, por decirlo metafóricamente, la población fue enviada a la guerra sin fusil. Las masas que claman a los vendedores de milagros en la forma de un rechazo a la modernidad lo hacen porque se sienten impotentes frente a fuerzas que no pueden siquiera comprender. Esa impotencia es resultado directo de la incompetencia de nuestros gobernantes (ejecutivo y congreso), que no han sabido construir el andamiaje necesario para que la economía pueda ser exitosa.

No cabe la menor duda de que el país atraviesa por un momento complejo y riesgoso. El simple hecho de que la economía crezca poco y, sobre todo, que no existan motores internos de crecimiento, nos deja en una situación de extraordinaria vulnerabilidad. El empobrecimiento de una parte significativa de la población es un hecho real y tangible y, por lo tanto, un componente natural e inevitable de la disputa política que nos caracteriza. Todos sabemos, en efecto, que los problemas del país no comenzaron con la política económica de los últimos años. La pobreza ha sido un mal endémico que tiene siglos de ser una de las circunstancias más vergonzosas de nuestra realidad. Es obvio, por eso, que la existencia de un pasado idílico ofrecido ahora como panacea es pura ficción. Pero ese hecho no cambia dos situaciones igualmente tangibles: una, la población siente miedo frente a una realidad que desconoce, no entiende y no sabe cómo enfrentar; y otra, la abrumadora mayoría de la población no cuenta con los instrumentos para poder enfrentar los retos de un entorno distinto.

El país tiene opciones y nuestros problemas tienen solución. Pero las soluciones no provendrán de una lucha ideológica cuya dinámica nos arroja al inmovilismo. Como no se discuten problemas sino preferencias políticas e ideológicas, la solución no puede venir por la vía de la confrontación. La población requiere soluciones concretas que le permitan salir adelante en su vida cotidiana, algo que no existe en la actualidad. De la misma manera, se requieren acciones específicas en terrenos como el de la educación, la infraestructura y las regulaciones. Nada de esto es ciencia compleja o imposible, sino la razón de ser del gobierno y la política. Pero sin acciones ni respuestas, el país continuará sumiéndose en el sopor que se ha vuelto característico de nuestra realidad. Vale la pena recordar que Singapur era una de las naciones más pobres en los sesenta y hoy tiene el segundo ingreso per cápita más alto del mundo. China era todavía más pobre hace sólo una década y hoy ya es una potencia económica mundial. Tenemos que trascender la lucha ideológica que sólo nos erosiona, aunque sea de a poquito.