Luis Rubio
Es irónico que un país que clamaba por un cambio y que eligió a un presidente cuya oferta se limitaba precisamente a hacer efectivo ese “cambio”, sea el mismo que se rehúsa a adaptarse a una cambiante realidad política y económica. La evidencia de lo anterior es anecdótica, pero tan frecuente, que es imperativo analizarla y discutirla, pues de no enfrentarse, nos mantendrá sumidos en el atolladero.
Antes que nada es esencial definir la naturaleza del problema. Por lo que toca a la economía, el país, y el mundo todo, ha vivido una era de extraordinaria transformación. En unos cuantos decenios, el mundo transitó de una era de inusitada estabilidad económica (que en México se conoció como el desarrollo estabilizador) a consecuencia de los arreglos de Bretton Woods (que tuvieron lugar al fin de la Segunda Guerra Mundial) y sirvieron de anclas para esa estabilidad) a una era de incertidumbre y cambio. Con el fin de los estrechos amarres derivados de esos acuerdos, en los setenta cuando Estados Unidos abandonó el sistema cambiario fundamentado en un valor fijo del oro en dólares, se abrieron espacios para la lujuria fiscal y monetaria en muchos países, incluyendo el nuestro. La globalización que, en cierta forma, impulsaron los japoneses al rediseñar sus procesos productivos para mantenerse competitivos luego del súbito incremento del precio del petróleo en 1973, alteró la manera de producir, distribuir y vender bienes y servicios alrededor del mundo. Es decir, luego de décadas en que el mundo experimentó tasas muy elevadas de crecimiento económico y en que los cambios, económicos y de otra naturaleza, habían sido relativamente pocos, a partir de los setenta el dinamismo del cambio en el mundo ha sido espectacular. Pero así como algunas naciones se han adaptado de manera casi automática a las nuevas realidades, México ha sido lento y torpe en ese proceso de ajuste.
Algo parecido ha ocurrido en el ámbito de la política. A partir de los sesenta, el país ha vivido una era de transformación política interna. El movimiento estudiantil de 1968 inauguró una etapa de ebullición política a la que luego se añadirían otros momentos álgidos, como el del sismo que azotó a la ciudad de México en 1985, la campaña cardenista de 1988 y el levantamiento zapatista de 1994. Todo aquello llegó a su cima con la derrota del PRI en 2000, hecho que alteró las realidades y verdades políticas de una manera definitiva. Lo que era obvio y válido antes de aquel dos de julio, dejó de serlo al día siguiente. Y, sin embargo, muchas de las formas y conductas de los principales actores políticos siguen siendo las mismas. El cambio fue profundo y radical en la realidad política, pero no en el comportamiento de sus actores. La capacidad (y ánimo) de adecuación y adaptación a la nueva realidad ha sido mínima.
Algunos ejemplos de esa incapacidad o indisposición a adaptarse son sugerentes. En el ámbito político, los ejemplos se multiplican cotidianamente, pero no son nuevos. Ya en 1997, por ejemplo, el PRI hizo hasta lo imposible por imponerse en el proceso de instalación de la nueva legislatura, a pesar de que, por primera vez en la historia, no había logrado una mayoría absoluta. Las disputas entre los partidos de oposición en aquel momento estuvieron a punto de hacer exitosa la andanada priísta, pero lo impresionante es lo poco que aquella lección arrojó.
El sainete que han protagonizado diversos políticos panistas y perredistas sobre una potencial alianza en diversos estados del país, muestra una lucha intestina entre posturas pragmáticas y dogmáticas. Por supuesto, cada partido puede seguir la estrategia que le convenga, pero lo notable es la incapacidad que reflejan muchos de sus políticos para adaptarse a una vida política democrática, donde la esencia del intercambio político reside en la negociación, la tolerancia y la construcción de coaliciones (fijas o temporales) cuando nadie tiene una mayoría garantizada.
Pero la política mexicana sigue siendo premoderna. No sólo dominan actitudes antropofágicas, sino que todo parece evolucionar (¿o tal vez involucionar?) hacia mayores grados de inflexibilidad, una menor capacidad de negociación y una menor tolerancia. Hace no mucho tiempo, el editor del principal diario holandés comentaba en un artículo que la multiplicidad de partidos en su país hacía altamente improbable para cualquiera alcanzar una mayoría absoluta, razón por la cual, añadía, ningún político se atrevería jamás a insultar a otro, pues bien podría ser el socio de una futura coalición. Los políticos toman posturas contrastantes, unos critican las posturas de los otros, pero jamás llegan al insulto personal o a la descalificación. Esa anécdota, evidente para cualquier político parlamentario, resulta inconcebible en nuestro país.
Los dogmas partidistas, sobre todo aquellos que se derivan del origen mismo de los partidos, se encuentran tan profundamente arraigados, que parecen inamovibles. La vida política nacional parece determinada por el ensimismamiento de sus protagonistas. Lo que importa es la pureza ideológica y no el poder, la destrucción del contendiente y no el avance de una visión distinta para el desarrollo del país, el interés de corto plazo y no la discusión de mejores opciones de política pública.
Los priístas siguen pensando y actuando como el partido dominante y, de hecho, como dueños del país. Cuando negocian con el gobierno con frecuencia exigen pagos para sus líderes sindicales como precio de la cooperación, como si nada hubiera cambiado. Los perredistas siguen viviendo con la ilusión de que sólo cuando ellos lleguen al poder México habrá rebasado el umbral democrático. Por su lado, los panistas vuelven sus ojos hacia un pasado de pureza ideológica y quieren barrer, eliminar toda vinculación con el gobierno, sin procurar maneras de mantener el control del gobierno después del 2006. En lugar de mirar hacia adelante, los partidos vuelven su mirada a 1929, 1989 y 1939, respectivamente.
Quizá no haya una mejor ilustración de lo antidemocrático de nuestra política que la poca importancia atribuida al votante, al ciudadano, que no existe en la mente o cálculos de los políticos. En un sistema político democrático no hay nada más básico que atender las demandas ciudadanas; el sistema en su conjunto, y cada uno de sus participantes, se vuelca hacia el votante, procurando empatar la oferta del candidato, legislador y partido con las demandas del ciudadano. Pero nada de eso existe en el país. Lo típico del político mexicano es repetir los dogmas propios o partidistas, ignorando al elector. Peor, cuando algún funcionario electo osa aprovechar lo que dicen las encuestas para elaborar programas que responden al sentir de la población, se le acusa de “electorero”, como si hubiera una virtud más elevada en la política democrática que la de servir a la ciudadanía.
Mientras que en la política existe una explicación, tortuosa pero no por ello menos válida, sobre la distancia que media entre la vieja política y la aspiración de crear un sistema democrático de gobierno, dado el marco institucional vigente, que dificulta o imposibilita el ajuste de los políticos a la nueva realidad, no existe justificación alguna en el caso de la economía. La explicación en el caso político es tortuosa, pues son los propios políticos los responsables de que sigamos viviendo bajo un régimen heredado del siglo XIX. Pero en la economía, a pesar de todas las dificultades que existen para la creación de empresas y su operación cotidiana, la competencia del exterior es un poderoso incentivo para que todos los agentes económicos se adapten. Desafortunadamente, eso no ocurre de manera generalizada.
Aunque hay estrellas luminosas en el firmamento de la economía mexicana, lo que domina es un sector empresarial incapaz y poco dispuesto a enfrentar la competencia que es inherente a una economía moderna. En algunos casos, los obstáculos gubernamentales, políticos o regulatorios son tan enormes que abruman a sectores enteros de la economía (como aquellos en que el gas u otros combustibles son el insumo medular). Pero la mayoría del empresariado mexicano se ha ido rezagando. Para nada es común en nuestro contexto la empresa que encuentra un nicho de mercado no explotado, o el emprendedor que desarrolla una tecnología para mejorar la eficiencia en la producción de determinado producto. Los hay, por supuesto, pero lo típico, y patético, es el empresario que lleva años de observar una caída gradual y sistemática de sus ventas, sin que haga nada para corregir el camino. Algunas empresas enfrentaron la competencia del exterior de manera súbita y brutal, como fue el caso de los fabricantes de electrodomésticos; esas empresas tuvieron que adecuarse o morir. Sin embargo, la realidad de la mayor parte del sector industrial es muy distinta: en lugar de enfrentar un embate directo, esas empresas han experimentado una erosión gradual de su mercado: venden unos cuantos lápices o cajas o lo que sea menos cada año.
Un empresario que enfrenta la erosión de su mercado tendría que encontrar nuevas formas de fabricar sus productos, comprender qué es lo que hace mejor su competidor y elevar la eficiencia de sus productos o servicios. Obviamente es más fácil criticar que hacer; pero una buena parte del empresariado mexicano se ha quedado a la retaguardia: no fabrica cosas nuevas ni mejores y aun así aguarda la fidelidad del consumidor. Cuando ya ni ese engaño funciona, el siguiente paso es convencer al gobierno para que le imponga trabas a la importación: ya sea a través de compras preferenciales a empresas nacionales, salvaguardas para protegerse de las importaciones, acusaciones de dumping y demás. El problema es que el nacionalismo no es substituto del trabajo y la calidad.
Resulta obvio afirmar que carecemos de políticas públicas, tanto en la economía como en la política, que contribuyan a hacer posible lo que ni los políticos ni los empresarios han sabido hacer por sí mismos. Pero dichas políticas tienen que orientarse a hacer más flexible y responsivo al sistema político y más productiva la actividad económica y no a afianzar la cerrazón y la incompetencia. El reto es mayúsculo.