Luis Rubio
En una sociedad democrática, cada elección representa una medida clave del momento político. Las elecciones miden la popularidad del gobernante o partido en el poder y constituyen una oportunidad para que la ciudadanía se manifieste sobre el acontecer local, estatal o nacional (aunque con frecuencia esta diferenciación resulte difícil). En toda sociedad que se reconoce como democrática, los políticos leen en las elecciones el mensaje de la ciudadanía. Quizá sea evidencia de nuestro primitivismo democrático el hecho de que a los políticos mexicanos las elecciones les digan poco más que el resultado inmediato; peor aún cuando el sentido del voto pueda estar anunciando cambios significativos en el sentir del electorado.
En Alemania, por ejemplo, los políticos y sus partidos examinan con extraordinaria acuciosidad la evolución de los procesos electorales estatales a lo largo de tiempo. Cuando una elección local marca un cambio significativo en las tendencias anticipadas, los políticos nacionales reconocen en ello un mensaje claro del electorado y actúan en consecuencia. Lo anterior es mucho más significativo de lo aparente: la composición del parlamento alemán puede parecer incólume y, sin embargo, sus patrones de voto cambian como resultado de una elección local, en claro reconocimiento del hecho que los electores están mandando una señal clara y transparente.
En Estados Unidos, cuando en una elección legislativa se debate alguna ley particular, son los miembros del congreso saliente quienes con frecuencia adoptan legislaciones que no habían sido aprobadas previamente, reconociendo el mensaje transmitido por el ciudadano a través de su voto. Así es la democracia. Es obvio que los políticos en las democracias maduras responden de esta manera porque saben que, de no hacerlo, la siguiente elección puede ser una picota para los partidos representados en el parlamento. Este hecho es muestra fehaciente de la existencia de una democracia en forma.
Desafortunadamente, los mexicanos todavía no podemos decir lo mismo. Pocos mexicanos se encuentran satisfechos de la evolución de la política mexicana o de la realidad nacional. Una parte significativa de la población lleva años (y, en muchos casos, lustros o décadas) manifestando su repudio tanto a los políticos como al pobre desempeño económico, la falta de transparencia en las decisiones gubernamentales y legislativas, las crisis económicas y, más recientemente, la ola de criminalidad que corroe hasta destruir la estructura social. Independientemente de la oferta que representaba Vicente Fox y el PAN en 2000, todos los mexicanos sabemos que esa elección constituyó una oportunidad para modificar la realidad política del país de una manera pacífica e institucional. Reconociendo el sentir del electorado, el propio Fox, con su invento del voto útil, aprovechó con extraordinaria habilidad el momento. Todos los políticos quieren imitarlo ahora, pero, irónicamente, nadie responde a la demanda ciudadana; por ejemplo, no hay un solo candidato haciendo propuestas sobre temas que, como el de la criminalidad, son prioritarios para la población.
No cabe duda que la sociedad mexicana se ha vuelto más democrática, pero también más violenta y disfuncional. No necesariamente existe una relación de causalidad entre estas características, pero es evidente que unas refuerzan y profundizan a las otras. Por ejemplo, es imposible que prospere una democracia si la ciudadanía se encuentra acosada por la violencia, la criminalidad y la confrontación armada entre grupos políticos, como ocurrió en los días previos a la elección en Oaxaca. De la misma manera, la disfuncionalidad de nuestro sistema de gobierno, producto en buena medida de la incompatibilidad entre las viejas formas y estructuras de la política mexicana con la nueva realidad del poder político, afecta el desempeño gubernamental, obstaculiza el crecimiento de la economía y, en consecuencia, impide que mejoren los índices de vida y empleo de la población.
Ninguno de estos temas es menor. Aunque las elecciones se han convertido en el mecanismo para determinar quién gobernará las diversas instancias políticas y administrativas del país y las disputas al respecto son cada vez menos frecuentes (pero no inexistentes como hemos podido atestiguar estos días), la realidad es que el país ha entrado en una etapa por demás peligrosa en la que no hay dirección clara ni consideración de los riesgos implícitos que esto conlleva. En lugar de estadistas tenemos políticos dominados por una retórica que incita a la violencia, un discurso de odio y confrontación a ultranza. Todos parecen asumir que sólo su interés inmediato es relevante, lo que les permite ignorar el contexto más amplio, la problemática que el país enfrenta en tal o cual actividad y, quizá más importante, los riesgos de su propia manera de actuar. Resulta evidente que en lugar de avanzar en la alineación de los objetivos de entidades, personas y partidos, hemos afianzado los que conducen al conflicto, la confrontación y al riesgo.
El problema de la inseguridad pública, nunca lejano del pensamiento de la ciudadanía, se deriva de la inexistencia de un sistema policiaco y judicial moderno y eficaz, pero sin duda se agrava por la expectativa de rápido enriquecimiento que se observó y engendró en los noventa, pero sobre todo por el resentimiento que existe en la sociedad mexicana actual y que probablemente explica la saña con que viene asociada la criminalidad. También, y no menos importante en el crecimiento de la criminalidad, ha sido el desinterés de las autoridades –a lo largo de los últimos tres lustros– por combatir el problema, además de la incitación a la delincuencia que entraña el discurso de la lucha de clases, sobre todo en el Distrito Federal.
La violencia política tiene una vinculación directa, aunque no necesariamente de causalidad, con los procesos electorales. Mucha de la violencia que se pudo observar en Oaxaca recientemente, como en Chiapas en el pasado, es consecuencia de la lucha por el poder. En comunidades chicas y distantes, el control del aparato gubernamental puede ser determinante para el uso de recursos naturales, la explotación de minas, la distribución de apoyos gubernamentales, etcétera. La propensión a la violencia es siempre elevada cuando existen conflictos de intereses entre distintos grupos sociales en esas situaciones. Algunos políticos azuzan a unos grupos contra otros con el objeto de polarizar y generar apoyos electorales, pero sin reconocer o mostrar interés alguno en las consecuencias que sus acciones traen consigo. La violencia política en México es vista como un instrumento político y no como un mal que deba erradicarse.
En definitiva, lo que todo esto sugiere es que existe una severa escisión entre los intereses de la sociedad y los de quienes aspiran y ejercen el poder. Para el mexicano común y corriente lo importante es disponer de empleo, seguridad, calidad de vida, nivel de ingreso y potencial de desarrollo para su familia. Para los políticos, no hay nada más importante que acceder al poder. Esto último no los diferencia de sus semejante en otras latitudes; donde sí hay una diferencia radical es que en las democracias consolidadas no hay contradicción entre las aspiraciones políticas y el bienestar de la ciudadanía. Para poder acceder al poder en una nación democrática, el político tiene que responder al reclamo de la población. En nuestro país no existe tal correlato, pues los políticos no se sienten responsables ante la población y no hay nada, en la práctica, que les obligue a rendir cuentas.
De no ser así, uno no se explicaría la lentitud (o indisposición) de muchos funcionarios para responder ante reclamos que parecerían de su competencia más elemental, como es la seguridad pública o el crecimiento económico. La actitud gubernamental es en ocasiones tan pueril que la víctima, bajo su enfoque, acaba siendo causante del delito. En el caso del gobernador saliente de Oaxaca esta actitud fue patente cuando acusó al gobierno federal de conducir una elección de Estado, obviando por supuesto su propio activismo electoral. El punto es que los políticos y funcionarios, con excepciones notables, no se sienten obligados a avanzar políticas públicas y legislaciones necesarias para el desarrollo del país; asimismo no enfrentan costo alguno por oponerse o hacer imposible el avance de alguna iniciativa o propuesta de política digna de encomio.
El viejo sistema político acabó siendo insostenible porque paralizaba al país; el actual está resultando igualmente insostenible al no romper con esa parálisis. Las elecciones del domingo pasado, como las de hace un mes, mostraron que poco ha cambiado. La población ha optado por el partido gobernante cuando la alternativa parecía peor y lo ha rechazado cuando el nivel de frustración alcanza niveles insoportables. Tanto la elevada abstención en Baja California como la propensión a rechazar al partido en el poder, en este caso el PAN, sugieren que los bajacalifornianos llegaron a un nivel de saturación. Algo semejante demuestra el elevadísimo porcentaje de votos que logró la alianza de oposición en Oaxaca, que es tanto más notable por la persistente capacidad de manipulación política y electoral que retiene el gobierno estatal. Independientemente de quién acabe ganando en esas elecciones, la población está enojada con el statu quo. La gran pregunta ahora es si quienes tienen la capacidad de responder ante ese reclamo serán capaces de comprenderlo y actuar en consecuencia.
Ningún sistema político se construye de la noche a la mañana. Pero en México nadie parece querer construirlo. Unos por desidia y otros porque el statu quo sirve a sus propósitos, lo cierto es que ninguna de las instancias políticas, gubernamentales o legislativas, han mostrado la más mínima capacidad o disposición para sentar los cimientos de un sistema político moderno y funcional. Las explicaciones y excusas al respecto son muchas y diversas, pero ninguna relevante. Lo único que resulta claro luego de las elecciones más recientes es que los mexicanos no están satisfechos con su gobierno. Si éstos fueran los tiempos de Churchill, él seguramente diría que los tiempos difíciles son los tiempos de los grandes estadistas. ¿Estará alguno por emerger?