Luis Rubio
Uno no puede hacer un omelet -decía Lenin- sin romper unos cuantos huevos. La marcha de la semana pasada rompió muchos paradigmas y muchos más prejuicios. La sociedad mexicana se hizo presente y demandó soluciones, acciones concretas, ante autoridades que viven en el autismo promovido por nuestra peculiar democracia no representativa. Contra los prejuicios, la marcha fue imponente en número lo mismo que en su composición social. El balón está ahora en la cancha de los políticos y funcionarios, quienes, vergonzosamente, se empeñan en comportarse como candidatos, cuando son los únicos responsables de actuar.
El mensaje de la ciudadanía fue tan claro que es imposible ignorarlo. Más allá de la reacción política que emane de los partidos, los políticos en lo individual y los funcionarios encargados de la seguridad, la respuesta gubernamental no será nada fácil. Por clara y precisa que sea la demanda ciudadana, no existen recetas automáticas que resuelvan el problema de fondo, ni necesariamente son éstas las que están siendo discutidas dentro del poder legislativo o en las oficinas de las entidades responsables de la seguridad en los gobiernos locales y federal. En este sentido, el riesgo de la marcha de la semana pasada es precisamente que el mensaje se pierda, que se diluya en el marasmo de absurdas disputas entre los políticos del momento y que el punto de fondo, la criminalidad, siga impune.
La expresión ciudadana del pasado domingo abrió varios frentes críticos. Por una parte, acabó con la noción de una sociedad apática e incapaz de adoptar los papeles de una ciudadanía moderna. Se derrumbó el paradigma entronizado por la entrevista Díaz-Creelman en 1908, cuando el entonces presidente afirmó que los mexicanos no estaban listos para la democracia. No fue otro el paradigma de los regímenes priísta a lo largo de más de siete décadas y no otro sigue siendo para la mayoría de los políticos de hoy.
En segundo lugar, la manifestación evidenció la incompetencia de las autoridades y su incontenible verborrea. La población se niega a ser vista como una masa imbécil, como pretendió el procurador del Distrito Federal en los días previos a la marcha. En actitudes que recordaban al vocero de Saddam Hussein, el procurador del DF no sólo se mostró ciego a la realidad, sino que pretendió tomarle el pelo a la población. Si alguien recibió un jitomatazo directo en la cara el domingo pasado, fue precisamente el responsable de la (in)justicia en la ciudad de México.
Finalmente, el problema para los gobernantes es cómo responder. Algunos volverán a sus aposentos, pretendiendo que no pasó nada; otros intentarán desesperadamente dar respuesta mediática que atice el furor ciudadano. Ojalá que algunos entiendan que el reclamo es de fondo y que la ciudadanía no se va a quedar callada; o, como decía una pancarta, si no hay respuesta, “nos vemos en las urnas”.
La protesta ciudadana comenzó como un reclamo elemental: que las autoridades hagan su chamba. Nada más fundamental para la vida en sociedad que la convivencia pacífica, secuestrada a los mexicanos desde hace mucho, sobre todo en algunas ciudades y regiones. La primera demanda es por efectividad: que se prevenga el delito, que se actúe de manera inmediata y se acabe la impunidad. Si uno acepta la premisa que la función esencial de cualquier estado es velar por la seguridad de sus gobernados, el reclamo de la sociedad mexicana es una petición para que las autoridades cumplan con lo básico.
Max Weber, un sociólogo alemán de principios del siglo pasado, definió al Estado como una entidad que tiene el monopolio del uso de la violencia. Nuestra realidad demuestra que en el país ocurre justo lo opuesto: si los criminales no pueden ser controlados y castigados por la ley, ellos son el Estado y, por lo tanto, suyo el monopolio de la violencia. La manifestación hizo evidente que la sociedad no pretende substituir al gobierno; quiere, simplemente, que recupere el monopolio del uso de la fuerza: nada más, pero nada menos.
La ciudadanía demostró que no se dejará secuestrar por políticos desinteresados, funcionarios incompetentes, procuradores que la engañan, policías corruptos y un sistema judicial pernicioso y disfuncional. La sociedad está harta del asalto, la vejación y la falta de respuesta gubernamental. Por supuesto que las autoridades responden, pero su interés es mediático, no operativo. Sociedades tan diversas como la salvadoreña y la neoyorquina, la hongkonesa y la queretana, han demostrado que es posible acabar con la criminalidad, que el problema no es técnico, sino político: cuando las autoridades deciden actuar y adoptan las medidas necesarias, el problema se resuelve. En México es evidente es que la lucha contra la inseguridad no ha sido una prioridad gubernamental. Las evidencias lo exhiben en forma escandalosa y la marcha es una prueba más de ello. La ciudadanía está demandando que los políticos asuman el costo de responder al reclamo y se pongan a trabajar en lo que es (debería ser) su responsabilidad esencial.
Lo más impactante de la marcha fue la diversidad de sus actores. La violencia y la delincuencia han unido a toda la población, porque todos hemos sufrido sus estragos. La población mostró, una y otra vez, su indignación por ser víctima de la disfuncionalidad gubernamental al caer en las manos de un delincuente, pero también por el abuso adicional que representa lidiar con los ministerios públicos (no pocas veces ligados con la delincuencia), que tratan a las víctimas como si fueran una punta de criminales. O peor –diría Churchill– como si en lugar de empleados de la ciudadanía, fuesen sus dueños.
La incompetencia de las autoridades es flagrante en todos los frentes. El gobierno federal, más preocupado por el viejo poder de la Secretaría de Gobernación, le quitó su instrumento operativo y dividió las responsabilidades, disminuyendo, con ello, el incentivo y capacidad para actuar. En lugar de atacar el problema de entrada, el gobierno de la ciudad de México navegó por un buen rato asumiendo que era el gobierno federal quien pagaría el costo político de la delincuencia, lo que le hizo perder un tiempo precioso. Uno y otro evaden la responsabilidad sin que la ciudadanía encuentre respuesta a su clamor. En contraste, algunos gobiernos estatales han tomado iniciativas interesantes, pero los resultados siguen siendo pírricos. La manifestación del domingo hizo evidente que el problema no se resolverá hasta que las autoridades, federales y locales, den prioridad al combate contra la inseguridad frente a sus intereses políticos particulares. Así fue como se avanzó en El Salvador y en Nueva York: con los mismos policías e instituciones, pero con estrategias nuevas, creativas y efectivas. Aunque se requiere adoptar políticas apropiadas, la clave no es técnica, sino de compromiso político.
La ausencia de gobierno, que es, a final de cuentas, el reverso de la inseguridad, conlleva todo tipo de vicios. Algunas personas cifran su esperanza en el poder legislativo, otros en penas más elevadas (la reivindicación de la pena de muerte, por ejemplo). Otras, desesperadas por los costos de la delincuencia, abandonan sus trabajos o negocios. Si sumamos todo lo que los políticos obstruyen para recuperar la senda del crecimiento económico a lo que no hacen para terminar con la delincuencia, el gobierno mexicano (legislativo y ejecutivo) resulta disfuncional en lo que hace e incompetente por lo que no hace. Esto sugiere que la solución a los problemas de inseguridad no descansa en leyes o penas sino en acciones concretas que terminen con la impunidad. Para conseguir lo anterior es necesario limpiar los cuerpo policíacos y alentar cambios en la administración de justicia, pero por encima de todo se requiere un cambio de enfoque.
La marcha obliga a todos, gobierno y ciudadanos, a poner las cosas en perspectiva, a definir qué es lo importante. La ciudadanía ha colocado a los políticos contra la pared, pero su ámbito de acción es muy limitado: puede avergonzarlos, como esperamos haya ocurrido el domingo pasado; puede volver a salir a las calles y negar su voto a quienes identifique como responsables. Más allá de cualquier cosa, lo que la marcha arrojó es que se trata de un grupo de votantes sin preferencia político-partidista absoluta y dispuesta a volcarse por quien resuelva lo más elemental de su existencia: su seguridad personal y patrimonial. En este sentido, la marcha es una advertencia que puede acabar siendo mucho más poderosa de lo que aparenta a primera vista.
Resulta claro que hay dos grandes líneas de acción que tienen que ser atendidas por los gobiernos actuales y futuros. En primer lugar, es imperativo atender el problema de la inseguridad. Esto requiere acciones conjuntas y concertadas por parte de los distintos niveles de gobierno, acciones que tienen que ser directas, puntuales y no politizadas. A menos que la delincuencia decline de manera vertical, es difícil creer que alguien se beneficiará directamente de su combate, pero todos pagarán un elevadísimo precio de continuar la ola incontenible.
Por otro lado, resulta igualmente obvio que el país necesita reencontrar su camino al desarrollo. Aunque la evidencia muestra que no hay conexión directa entre pobreza y criminalidad, es evidente que la sociedad mexicana se ha polarizado y que mucho de la saña y violencia que acompaña a los secuestros y otros delitos, es reflejo de una situación social intolerable. La pregunta política es cómo (y quién) puede sumar a toda la población en un proyecto político que lleve al país a otro umbral, lejos de la criminalidad actual, de la polarización social y de la desesperanza que, como mostró la marcha, consume a la sociedad en la actualidad. La respuesta no parece nada obvia.
La marcha fue un éxito que rebasó cualquier expectativa. Pero fue un éxito porque la sociedad hizo suya la calle. Su potencial es inmenso para cualquiera que quiera verlo: demostró que es imperativo dar respuesta al drama de la inseguridad, pero también que ahí está la plataforma que permite hacer posible el desarrollo. De lo que no hay duda es que el balón está en la cancha de los políticos y de los gobernantes. Vaya el santo al que nos tenemos que encomendar.