Luis Rubio
Los bancos, al igual que el gobierno, las empresas y las organizaciones ciudadanas de cualquier ámbito, son una parte orgánica de la sociedad. Su crecimiento y desarrollo corren en paralelo con el devenir de la sociedad y su capacidad de ofrecer servicios y oportunidades de crédito depende enteramente del desarrollo de la propia sociedad. Es decir, aunque toda la sociedad mexicana –ciudadanos, políticos, empresarios, consumidores y partidos políticos- demanda a las instituciones bancarias ampliar el crédito, la evolución de los bancos y sus posibilidades de satisfacer dicha demanda están estrechamente vinculadas al desarrollo y transformación de la sociedad. Y las últimas décadas han creado un ambiente social extraordinariamente hostil para el desarrollo de los servicios bancarios, especialmente el del crédito. Para nadie debería ser sorpresa que el crédito no crezca.
El crédito bancario, sobre todo a las empresas, se encuentra estancado; en contraste, las estadísticas muestran que el crédito al consumo sigue creciendo. Muchos críticos en la prensa y en diversas tribunas políticas, acusan a los bancos de depredar del erario público a través del Fobaproa, además de incumplir con la “función social” y primordial de las instituciones bancarias, que es la del crédito. Los críticos tienen razón al afirmar que los bancos no han ampliado el otorgamiento de crédito de manera paralela y proporcional a la demanda, pero a la vez ignoran la naturaleza de la función bancaria.
Los bancos son, ante todo, intermediarios. Como la palabra indica, su responsabilidad es doble: por un lado, al recibir el depósito de una persona física o moral, el banco adquiere un pasivo, es decir, una obligación de cuidar ese dinero y devolverlo al vencimiento del depósito con el interés que se haya pactado; por el otro, el banco coloca ese dinero con usuarios de crédito que ofrecen una razonable certidumbre de que lo emplearán de manera productiva y, al final del tiempo acordado, lo devolverán con un pago de intereses por concepto de uso. Con ello, el banco cierra el círculo. Si todo funciona como debe ser, el círculo anterior permite que el acreditado realice un negocio (construya una fábrica, compre una máquina o adquiera una casa o un coche), el ahorrador obtenga un retorno por su ahorro y el banquero gane una utilidad por guardar el dinero, evaluar el riesgo del crédito y recuperar el crédito mismo. Pero el México de hoy no es un lugar normal donde operar.
Hasta los setenta, el círculo ahorro-crédito funcionaba de manera normal y natural. Los ahorradores se sentían confiados de dejar su dinero en el banco y los acreditados se sentían obligados a pagar el crédito. Lo que es más, había una fuerte sanción social para quien incumplía con los bancos, que crecían y se desarrollaban en paralelo con el crecimiento de la economía pues existía una comunión de objetivos en todos los ámbitos. La estructura institucional daba cobertura al desarrollo de los negocios y la cultura social sancionaba esas relaciones. Todo mundo salía ganando.
Digo que la estructura institucional funcionaba, pero uno no debe dejarse llevar por las apariencias. Estamos hablando de la era de Ernesto P. Uruchurtu en la jefatura del entonces llamado Departamento del DF, época en la que el país se mantenía en orden no porque el gobierno respetara formas y procedimientos, sino porque empleaba mecanismos extra institucionales (es decir, arbitrarios) para asegurar que no hubiera delincuencia, ni comercio informal en las calles. Cualquier violación a las normas se castigaba sin miramiento, en un escenario donde las autoridades judiciales no eran autónomas. Las medidas funcionaban independientemente de que fueran legales o decentes y gozaban del reconocimiento social.
Por lo que toca a los bancos, el exitoso funcionamiento de la economía había creado una cultura de repudio a quienes no cumplían con sus compromisos y ser una persona señalada por “transa” constituía el peor de los insultos. En ese ambiente, los bancos no discutían garantías o procedimientos judiciales, sino la fortaleza intrínseca del negocio demandante de crédito. Si la empresa prometía o si el demandante de crédito satisfacía los criterios convencionales de honorabilidad, el banco otorgaba el crédito y punto.
Las cosas cambiaron en algún momento de los setenta y, en particular, con la expropiación bancaria en 1982. En lugar de que las arbitrariedades institucionalizadas de antaño evolucionaran hacia el desarrollo de un sistema judicial eficiente y la consolidación de la legalidad como la norma de interacción social, el país comenzó a experimentar justo lo contrario. De la arbitrariedad institucionalizada y funcional pasamos a la descomposición del gobierno, de las normas de convivencia social y, eventualmente, de la sociedad misma, problemas todos que hoy nos amenazan. Del país en que la transa era reprobable, pasamos a otro que se resume con el dicho “el que no transa no avanza”.
En el sistema bancario, a partir del 82, las obligaciones comenzaron a ser relativas. Con la toma de los bancos por parte de burócratas y políticos, en el contexto de una galopante inflación, todas las normas, sociales y bancarias, comenzaron a erosionarse. En lugar de criterios bancarios esencialmente objetivos (paga o no paga, cumple o no cumple), el “nuevo sistema bancario” comenzó a operar bajo normas y criterios esencialmente políticos: primero se procedió a premiar intereses políticos (amistades, sindicatos, etc.); luego, ya en manos de políticos, la opción para no ser acusado de duro, consistió en no molestar a nadie. Pronto aparecieron los vivales que encontraron que no había sanción para el no cumplimiento de los compromisos.
En un tema tan fundamental para el crecimiento económico como el crédito, de las consideraciones financieras que hicieron posible un desarrollo tan exitoso de los cincuenta a los setenta, pasamos al control político y burocrático de esas decisiones y, con ello, a la inauguración de una nueva cultura social al respecto. El punto más alto de ese declive se alcanzó durante los noventa, cuando lo común fue la cultura del no pago. Una persona adquiría un crédito para luego sentirse desobligada a pagarlo. La percepción era que si el costo de los intereses subía, uno tenía razón para incumplir. La sociedad en pleno acabó por despreciar a quienes actuaban de acuerdo a sus compromisos y a la ley que, por lo demás, parecía premiar a quien no pagaba. Los bancos, que ciertamente no son hermanas de la caridad, pero que tampoco están en este mundo para serlo, se encontraron con que para poder cobrar se tenían que echar encima a toda la sociedad. La desaparición del crédito fue una respuesta inevitable y lógica a esta realidad.
Pero no sólo la sociedad condonó a quienes incumplían: también el poder judicial se sumó a la corriente. Los ministerios públicos rechazaban demandas para el pago de créditos, los jueces se oponían a decidir en favor del acreedor, incluso en los casos más flagrantes y cuando la evidencia era incontrovertible. En los pocos casos en que un juez dictaminó favorablemente al banco, el actuario responsable de hacer valer el fallo usualmente lo rehuía.
La lógica social y el comportamiento de las diversas instancias del poder judicial son perfectamente explicables. Si uno adopta una perspectiva sociológica, es fácil entender el resentimiento social, la dislocación motivada por la crisis y la inflación, la dificultad para pagar cargos elevados de intereses y, en general, los aprietos sufridos por cualquier familia de clase media urbana para atender las múltiples demandas que ejercen hijos, padres y hermanos para obtener los satisfactores mínimos necesarios. El comportamiento de la sociedad es comprensible, pero eso no disculpa su proceder. Al rechazar la prioridad que la sociedad de antaño le deba al cumplimiento de las obligaciones adquiridas y, peor, al tener al poder judicial como cómplice, la sociedad mexicana y sus gobiernos minaron el campo en el que opera el sistema financiero.
A partir de ese momento, la sociedad mexicana dejó de discutir en términos de obligaciones y contratos, para entrar en el terreno pantanoso de lo que es justo. Se abandonó la discusión de lo que es legal para adentrarse en un concepto anodino de justicia, siempre otorgándole a éste una importancia superior. De esta forma, pasamos de instituciones débiles a partir de las cuales el gobierno actuaba de manera arbitraria, a instituciones débiles en las que el gobierno simplemente se convierte en parte del problema por su inacción. La justicia se valora de manera indefinida y muy por encima de la ley, que es lo único que, en teoría al menos, nos iguala a todos. Puesto en otros términos, en el curso de los ochenta y noventa, la sociedad mexicana abandonó una institucionalidad sostenida con acciones arbitrarias pero, en lugar de proceder a fortalecer la institucionalidad por medio de la legalidad y la construcción de un poder judicial fuerte y autónomo, pasó a una institucionalidad igual de débil pero disfuncional. En el camino perdimos la oportunidad de construir una sociedad moderna fundamentada en la igualdad ante la ley y la justicia.
Al romperse el lazo entre justicia y legalidad, la función bancaria entró en un terreno por demás resbaloso. La evaluación del crédito ya no podía depender de la existencia de buenos proyectos (que, desafortunadamente hay muy pocos), sino del carácter de las personas. El concepto de justicia pasó a depender de las creencias personales, la capacidad de manipulación partidista y las actitudes grupales, y no de la letra de la ley y la imparcialidad de un juez. En ese mundo, la función bancaria no puede prosperar, mucho menos cuando desde el gobierno se sanciona el incumplimiento. Nadie debe sorprenderse de la escasez del crédito cuando las garantías no son abrumadoras.
Fobaproa
El arreglo sobre Fobaproa concebido e impulsado por la SHCP cierra un triste capítulo de la historia bancaria del país, capítulo que se distinguió por lo peor de la administración gubernamental al propiciar comportamientos irresponsables y abusivos por parte de algunos banqueros, la burocracia y muchos acreditados. Se trata de un hito, pero tan sólo de una condición necesaria, más no suficiente, para consolidar una plataforma de crecimiento económico sostenido. Todos deberíamos aplaudirlo.