Luis Rubio
El país lleva años debatiendo, casi siempre de manera implícita, cómo enfocar su desarrollo. Digo de manera implícita porque prácticamente nadie enfoca el problema del desarrollo de manera frontal y en términos de sus beneficiarios; la tendencia es centrar la atención en las carencias que la situación económica arroja. Todo mundo parece querer ver el vaso medio vacío, de lo cual llega a conclusiones injustificadas. Por ejemplo, aunque hay suficiente evidencia para demostrar que no existe una correlación robusta entre inseguridad pública y la situación económica, muchos afirman que una es la causa de la otra. De igual forma, existe una gran confusión en torno a ideas (la mayoría viejas y obsoletas) como la de crear los llamados campeones industriales, concepto que obligaría al gobierno a volcarse en apoyos para un conjunto de sectores económicos que, presumiblemente, podrían convertirse en punteros del desarrollo. Ninguno de estos temas es privativo de México. En todo el mundo se debate la mejor manera de elevar la tasa del crecimiento de la economía. Lo que no se quiere reconocer es que es el consumidor y el ciudadano, y no el empresario, el burócrata o el sindicato, quien se encuenta al final del camino.
El dilema podría presentarse de la siguiente manera: ¿debe el gobierno proteger, y hasta salvar, a las empresas existentes, o debe abocarse a crear condiciones para que cualquier empresa, nueva o vieja, pueda prosperar? Este es un dilema central para la definición de la estrategia de desarrollo del país en la actualidad. Aunque rara vez se enfoca de esta manera, son frecuentes los alegatos sobre la necesidad de una política industrial, término que en general se entiende como un conjunto de subsidios y apoyos para la industria en general o para un núcleo de empresas o sectores que se consideran clave para el desarrollo. Muchos también plantean que es necesario enfatizar el mercado interno por encima de las exportaciones (como si se tratara de dos economías distintas y diferenciables), o que se debe dar un tratamiento distinto a ciertas empresas o sectores por ser (en apariencia al menos) propiedad de mexicanos o calificarse como actividades que tradicionalmente se han asociado con el desarrollo de un país (como podrían ser algunas industrias básicas, como el acero, los ferrocarriles, etcétera).
Ninguno de estos temas es nuevo, pero si se debaten ahora con insistencia significa que no hay una claridad y acuerdo en torno a cómo debería enfocarse el desarrollo del país. Mucha gente afirma que nuestro verdadero problema es que no tenemos un proyecto de desarrollo y que dicha ausencia explica lo mismo las crisis de las últimas décadas que las disputas en torno al sentido de la política gubernamental en materia del crecimiento de la economía, así como la cuestión sobre si debería mantenerse un régimen comercial abierto o proteccionista. La noción de que no existe un proyecto de desarrollo ha adquirido dimensiones míticas que no hacen sino confundir la discusión.
La mayor parte de las personas que piensa que no existe un proyecto de desarrollo pueden agruparse en dos rubros: el primero y más crítico, rechaza de entrada la noción de una economía integrada al resto del mundo, repudia la inversión privada en industrias que consideran clave para el desarrollo y, en general, disputa la esencia de una economía capitalista. Para quienes así piensan, lo que se requiere es una mano firme por parte del gobierno para asegurar que las cosas salgan tal y como el político o burócrata responsable las imagina sentado en su sillón. El desarrollo ocurre porque así lo imagina el dueño del poder. Algunos críticos de la política económica de las últimas décadas van menos lejos de lo que implica este párrafo, pero igualmente consideran que el gobierno debe encauzar el desarrollo a través de una política fiscal agresiva en materia de incentivos, subsidios y otros medios de promoción a sectores y actividades favoritas (y, más recientemente, a empresas propiedad de mexicanos).
El segundo grupo no critica lo hecho por el gobierno en las últimas décadas, sino que expresa una profunda frustración por todo lo que no ha hecho, lo que ha hecho mal o, de plano, las acciones estancadas en un limbo inamovible. Para estas personas el problema no reside, por ejemplo, en el régimen comercial que caracteriza al país, sino en las flagrantes contradicciones entre el régimen de competencia que caracteriza al sector manufacturero y la protección de que gozan muchos de los servicios (como telefonía y banca) fundamentales para el éxito de la industria. De igual forma, no rechazan la necesidad de competir, pero aseguran que es imposible hacerlo cuando el gobierno administra los precios de bienes y servicios clave, como los de la energía eléctrica y el gas, cuya dinámica refleja un sindicalismo depredador, un régimen legal barroco y un gobierno dependiente de esos precios para su estabilidad financiera.
En otras palabras, mientras que para un grupo de críticos el problema reside en la existencia de una economía abierta y en competencia, para el otro el problema consiste precisamente en que no se puede competir en el entorno que caracteriza al país. Si uno analiza los argumentos implícitos en este debate, resulta obvio es que sí hay un proyecto de desarrollo, pero a los primeros no les gusta, en tanto a los segundos les parece un dechado de incongruencias. Este es el verdadero tema: en los ochenta el país dio un viraje en su estrategia de desarrollo, situación que molestó a los estadólatras tradicionales (quienes afirman ahora que el país estaba a punto de resolver todos sus problemas entonces), pero el viraje fue solo parcial e incompleto, pues preservó muchos de los vicios de antaño y, en consecuencia, hizo imposible consolidar la nueva estrategia de desarrollo. Ahí está el problema: abandonamos la ribera del río en que el gobierno lo hacía y decidía todo y no se crearon las condiciones para arribar a la otra orilla con una economía competitiva y exitosa. Nos quedamos a la mitad del río, padeciendo las lacras del viejo sistema económico y sin disfrutar las ventajas del nuevo.
La gran pregunta es: ¿para quién debe ser el desarrollo? Esta pregunta es mucho más trascendente de lo que aparenta porque lleva implícitos otros dilemas: ¿debe privilegiarse al burócrata o al ciudadano?, ¿al industrial o a los sindicatos?, ¿al consumidor o al productor? Hay países cuyos gobiernos realizaron sesudos estudios y concluyeron que ciertos sectores de la economía serían punteros en el desarrollo, lo que les llevó a diseñar estrategias de apoyo a esos productores, en detrimento de los demás. Japón es un buen ejemplo de lo anterior: la burocracia determinó que algunos sectores serían clave para su desarrollo y creó toda una estrategia de protección y subsidios para acelerar su desarrollo. Lo irónico fue que sectores no privilegiados, como el automotriz, resultaron ser fundamentales para el crecimiento de su economía, en tanto que el criterio discriminatorio condenó al subdesarrollo a toda la economía interna, paradoja que se refleja en las contradicciones de una economía donde coexisten algunas de las industrias más modernas del mundo con otras comparables en su rezago a algunas en América Latina.
Para quién es el desarrollo resulta una pregunta capital en términos filosóficos y de política pública. Más allá de la retórica de los políticos, es evidente que en el país no hemos enfrentado los dilemas que esta definición exige. Veamos. La apertura a las importaciones sugiere, en apariencia, privilegiar al consumidor. Sin embargo, el régimen de protección que rige sobre las comunicaciones, la televisión, los transportes y demás, sólo privilegia a un pequeño grupo de empresas, donde la competencia es inexistente y se obtienen cuantiosos beneficios por las rentas extraídas a los consumidores, menguados al no tener otras opciones. Por su parte, mientras que los consumidores pueden escoger el cereal que más les atraiga, los productores dependen del humor con que se despierta el despachador de la energía eléctrica o la disposición del Senado para alentar más inversión en la extracción de gas. En pocas palabras, vivimos en un mundo de confusiones donde todo se convierte en un obstáculo permanente a la inversión y, por lo tanto, al crecimiento de la economía y del empleo.
Por más que muchos críticos claman por la aniquilación del modelo económico que se comenzó a instrumentar en los ochenta, lo cierto es que las opciones planteadas por ellos son más bien limitadas. En el terreno energético, por ejemplo, México es hoy virtualmente el único país del mundo que prohíbe la inversión privada de manera absoluta. La globalización de los procesos industriales es un hecho ineludible con el que hay que lidiar de manera cotidiana.
La verdadera disyuntiva para el país no se da entre proyectos alternativos de desarrollo, sino entre la pobreza y el estancamiento por un lado, y la transformación y modernización por el otro. El primer binomio implicaría quedarnos donde estamos o revertir algunos instrumentos de política (a través de mayor gasto público o protección a algunas empresas o sectores), todo ello con la falsa noción que pretende concederle a la burocracia la inefabilidad absoluta en materia de decisiones económicas. Esta noción es peligrosa porque, además de ser ahistórica y falaz en nuestra propia experiencia, pretende que México puede ir contra todas las corrientes que dominan al mundo en la actualidad.
La transformación y modernización del país es nuestra única opción real, lo cual obliga a resolver los dilemas y contradicciones que hoy dominan los procesos económicos para definir con precisión qué o quién debe ser el objetivo último del desarrollo y romper con todos los impedimentos para conseguirlo. La confusión imperante hace posible que se preserven los cotos sindicales y las prebendas políticas, pero también prolonga la parálisis en que se encuentra sumergido el país. Para combatir nuestro subdesarrollo es necesario definir un solo beneficiario y someter al resto a ese criterio. Si queremos ser una democracia verdadera, el beneficiario no puede ser otro que el consumidor y el ciudadano; todos los demás deben subordinarse a ese objetivo fundamental.