Luis Rubio
Por muchos años, de acuerdo a una encuesta realizada regularmente por uno de los institutos de investigaciones de la UNAM, los mexicanos tenían muy claras sus preferencias y preocupaciones. De acuerdo a la encuesta, los mexicanos aborrecían al gobierno, eran sumamente escépticos respecto a la oposición y no querían violencia. A casi cuatro años de concluido el reino del PRI, diversas encuestas muestran cómo han cambiado esas percepciones: ahora los mexicanos aborrecen a los políticos, ya sin distinción, no quieren violencia, pero se sienten entrampados. Los políticos son vistos como seres distantes, concentrados en cosas que no tienen ninguna relación con las preocupaciones de la sociedad; al mismo tiempo, hay impaciencia porque la economía no avanza y se teme que las posibles consecuencias de esta inmovilidad pudieran caer sobre la espalda de la ciudadanía. Es evidente que la democracia no ha resuelto todos los problemas; lo que no es obvio es qué alternativa existe.
El dos de julio del 2000 cambió a México en muchos sentidos, pero no resolvió todos sus problemas, pues ningún evento individual podía hacerlo. El país transitó de una era dominada por el ejecutivo a una etapa de mayor paridad entre los poderes públicos. A la vez y dada la naturaleza del sistema político anterior, el triunfo de un partido distinto al PRI vino acompañado de un efecto que se podría ilustrar, metafóricamente, con el estallido de una olla express a alta temperatura. Una vez que los goznes que sostienen la tapa de la olla, todo comienza a cambiar.
Las transformaciones han sido múltiples: en la relación entre los gobernadores y la federación, y en el activismo de políticos y grupos que antes con dificultad asomaban la cabeza. Por supuesto, mucho de esto ya venía cocinándose; basta recordar el desempeño del congreso a partir de 1997, cuyo impacto sobre la política mexicana es imposible de minimizar. En cierta forma, la democracia abrió ingentes oportunidades a los políticos, oportunidades que muchos de ellos jamás imaginaron tener. Éstas, es cierto, no se limitaron exclusivamente al ámbito político: la ciudadanía también obtuvo su parte, pero a cada uno le tocó uno lado distinto del embudo.
El rompimiento del sistema presidencialista transformó la manera de hacer política. El solo hecho de que ahora se manifiesten públicamente decenas de aspirantes (algunos dirían suspirantes) a la presidencia, es una muestra fehaciente de cuanto ha cambiado. Mientras que en el pasado el presidente se dedicaba a administrar y manipular el proceso político para intentar imponer a su candidato, hoy la disputa entre precandidatos, en todos los partidos, es no sólo pública, sino con frecuencia violenta a un punto que afecta a todo el acontecer nacional, como ilustran las disputas por las candidaturas en los estados y los balazos de la semana pasada. Por lo que toca al congreso, diputados y senadores se sienten libres de manifestar sus preferencias, votar según su “conciencia” y oponerse a políticas o iniciativas que antes hubieran sido aprobadas sin chistar. Quizá más significativo sea el hecho de que los políticos pueden demandarse, acudir a la Suprema Corte de Justicia y dirimir sus diferencias a través de un sistema de justicia que, a ese nivel, funciona tal y como lo establece la Constitución: de manera expedita e imparcial. En otras palabras, la democracia ha florecido de manera prodigiosa en el mundo de los políticos.
No hay duda que el fin del presidencialismo también ha beneficiado a la población, aunque de manera muy distinta. Para comenzar, ha desaparecido el abuso máximo: aquél que podía alterar el orden establecido con la fuerza de un plumazo o una declaración. Se dice fácil, pero la capacidad de modificar todas las variables que afectan a una sociedad de la noche a la mañana, como ocurrió con la expropiación bancaria, es inconcebible en la actualidad. Aunque para el ciudadano común y corriente es difícil asir las implicaciones de este cambio, su importancia no es menor. Pero la democracia también ha venido acompañada de otros cambios significativos que no sólo no han mejorado la calidad de vida de la población, sino que en muchos casos han hecho mucho más onerosa su existencia.
La proliferación de autoridades que se sienten con derechos y, peor, con la necesidad de dejar su marca en el espacio temporal, ha tenido por consecuencia que el ciudadano lidie con múltiples niveles de autoridad para poder resolver un determinado asunto. Mientras que antes la autoridad federal era suprema, hoy un ciudadano tiene que negociar con distintas secretarías, cada una de las cuales le imprime un sesgo y un criterio distinto a sus decisiones, con autoridades autónomas (como podría ser, en el ámbito económico, la Comisión Federal de Competencia), con autoridades estatales y municipales. Cada una de ellas posee responsabilidades que no siempre se encuentran debidamente deslindadas. En todo caso, el sueño de una ventanilla única para la realización de trámites es cada vez más distante. Por si lo anterior no fuera suficiente, muchas de esas autoridades cuentan con facultades que las convierten en juez y parte, además de que los ministerios públicos son parte del poder ejecutivo en cada nivel, lo que deja al ciudadano colgado de la brocha. La democracia ha traído consigo enormes ventajas, pero con frecuencia también ha dejado al ciudadano atorado en un callejón sin salida.
Desde la perspectiva de la sociedad mexicana, el advenimiento de los cambios políticos, tanto los del 97 como los del 2000, abrió enormes expectativas pero pocas soluciones. La democracia que celebran los políticos no se ha visto reflejada en el ámbito ciudadano y la reforma electoral que se discute estos días va a distanciar todavía más a unos de los otros. Además, todo este proceso de cambio político ha coincidido con una etapa recesiva en la economía que ha evidenciado todas las carencias, deficiencias estructurales e impedimentos que enfrenta el desarrollo económico del país, que no sólo han dejado insatisfechas las expectativas de la población, sino que la han entrampado en interminables círculos viciosos.
La ciudadanía siempre ha enfrentado obstáculos para el desarrollo de su vida cotidiana, pero nunca antes se le había hecho una propuesta democrática y sólo ahora vivimos bajo un régimen producto de la alternancia de partidos en el poder. Una estructura democrática debería incidir sobre la realidad a través de una mejor representación y mayor representatividad de la ciudadanía en el ámbito legislativo. Sin embargo, lo que se ha venido afianzando en nuestro sistema político actual, es una partidocracia que ignora a la ciudadanía, dado que su financiamiento está garantizado y que su estructura la ha hecho inmune al sentir o demandas de la población. En ausencia de un liderazgo visionario y de un poder legislativo concentrado en las necesidades de la próxima generación de mexicanos, sólo un cabal Estado de derecho podría garantizar el interés de la ciudadanía. Nada de eso parece cercano en la actualidad.
La combinación de un congreso paralizado con ejecutivos estatales que, con frecuencia, se comportan más como señores feudales que como gobernantes sujetos a rendición de cuentas, y de un gobierno indeciso y descoordinado, ha socavado las políticas públicas que podrían allanar el camino para la inversión y la creación de empleos, elevar la competitividad del país o conferir de instrumentos a la ciudadanía para elevar sus propias capacidades. Nada de esto es nuevo, pero todo se ha hecho más difícil luego del 2000. Para colmo, la inseguridad pública, tema que enfrenta a distintos niveles de autoridad gubernamental, y la ausencia de un poder judicial que efectivamente sirva a las necesidades de una sociedad que aspira a la modernidad o de una economía que requiere soluciones y acciones expeditas, son también resultado de un proceso de cambio político incompleto, no administrado y propenso a pugnas interminables. Total que el ciudadano común y corriente, quien debería ser el beneficiario del cambio político, ha acabado siendo el gran perdedor.
La situación económica de los últimos años no ha ayudado. Junto a la incapacidad de muchos empresarios, sobre todo de menor tamaño, que no se ajustan a los requerimientos de un mundo competitivo, destaca la inexistencia de programas gubernamentales orientados a ese objetivo y la falta de acción legislativa. Estos factores han profundizado la recesión e impedido una recuperación vigorosa tanto del mercado interno como de las exportaciones. Los miedos entre la población, la sensación de impotencia y la percepción de que todo –el país y las personas- está entrampado y sin salidas, se encuentran a la orden del día. Evidentemente existen salidas que no requieren de una imaginación particularmente fecunda, pero el entorno general propicia un ambiente en el cual las salidas no se perciben, en tanto que los obstáculos crecen. Mientras todo esto sucede, los políticos avanzan sus causas prácticamente sin límite. La pregunta es quién representa a la ciudadanía y se preocupa por sus problemas.
La solución que políticos y académicos discuten se resume en una reforma de las instituciones políticas con el objeto de hacerlas efectivas y funcionales. Es decir, modificar la manera en que se eligen e interactúan los legisladores, incentivar la formación de mayorías legislativas y demás, a fin de que sea posible gobernar mejor. En teoría, todo esto tiene sentido y, obviamente, es necesario. Sin embargo, a juzgar por las propuestas que han sido verbalizadas recientemente, los políticos no parecen pensar en la ciudadanía ni impulsan un proyecto que logre lo esencial: que todo en el país funcione para beneficio de la población, ya sea en su calidad de votante o ciudadano.
Aunque los políticos encabezan las instituciones y se disputan los puestos de (supuesta) representación, ellos no son el país. Así como un maestro no lo es a menos de que tenga alumnos, los políticos no están solos. Sin ciudadanos, los gobernantes, al menos en una democracia que se respete, son irrelevantes. La función objetivo de un gobierno debe ser la ciudadanía. Y la ciudadanía mexicana se siente y está entrampada por inacción política. Es ahí donde deben ponerse los kilos, pues lo demás es anécdota.