Otra Revolución

Luis Rubio

Los aniversarios celebran el pasado pero el país necesita concentrarse en el futuro. La Revolución Mexicana que hoy se festeja ha quedado bien consagrada en los libros de texto y en la parafernalia política; lo que hoy se requiere es una revolución pero en la manera de pensar, de organizarnos y de construir el futuro.

Sin la Revolución de 1910, México no habría podido construir la plataforma institucional que, por muchas décadas, le permitió la estabilidad política necesaria para el crecimiento económico. Pero hace mucho que esas estructuras dieron de sí. Lo que antes era estabilidad, hoy es criminalidad; y lo que antes era certidumbre, hoy ha pasado a ser impunidad. A pesar de la evolución institucional (pensemos simplemente en la democracia electoral), el país no ha logrado recobrar su camino y sentido de dirección. A México le urge una nueva manera de ver hacia adelante para efectivamente construir un futuro mejor.

En el mundo en que vivimos no es posible definir el futuro por la pura fuerza de los deseos y las preferencias. Más bien, lo indispensable es pensar al revés: evaluar las posibilidades que nos ofrece el futuro para después regresar a plantear lo que es imperativo hacer hoy para ser exitosos en aquel escenario. Esta forma de ver las cosas rompe con todo lo que es y ha sido México, así como con la forma en que ha sido conducido por décadas. Pero es la única forma de avanzar, pues la alternativa es continuar con un desempeño económico y político mediocre per secula seculorum.

Por supuesto, nadie puede predecir el futuro, pero hay elementos que nos permiten avizorar las características más sobresalientes de lo que viene o, al menos, los factores que serán determinantes del funcionamiento de los países y sus economías. Para comenzar, hay dos tendencias que parecen evidentes en nuestro devenir: una es la creciente importancia del capital humano en el desarrollo económico y la otra reside en la relevancia que tienen los mercados en el desarrollo de las sociedades y economías. Ambas tendencias tienen dinámicas propias, así como fundamentales consecuencias políticas y sociales.

Cuando uno piensa en economía, tiende a imaginar la producción de bienes materiales tanto en la agricultura como en la industria. El problema es que en la medida que un número cada vez mayor de naciones interactúa a través del comercio y la inversión, la mayor parte de esos bienes agrícolas y manufacturados se convierten en mercancías cuya rentabilidad disminuye de manera sistemática. No es casual que la planta productiva tradicional del país pierda terreno y rentabilidad de manera constante. La generalidad de los productos mexicanos son indistinguibles de los que se fabrican en otras latitudes, razón por la cual su capacidad de competir depende enteramente de su calidad y precio. El punto es que mientras nuestra producción se limite a bienes en casi nada diferentes a los del resto del mundo, su rentabilidad seguirá disminuyendo.

Lo que genera valor excepcional en la economía mundial de hoy es el raciocinio, es decir, no la fuerza física de la mano de obra tradicional, sino la capacidad intelectual que se traduce en logística, creatividad artística y desarrollo de servicios del más diverso tipo. Pero en el país, con algunas excepciones, persistimos en la vieja manera de ver y hacer las cosas: en lugar de avanzar hacia el terreno de los servicios de alto valor agregado, seguimos empeñados en mantener (y, ahora, proteger) una estructura productiva que será cada día menos atractiva tanto en términos de empleo como de remuneración.

Al mismo tiempo, si queremos reorientar la planta productiva para que ésta sea capaz de agregar cada vez más valor, y con eso generar más empleos y mucho mejor remunerados, tendremos que modificar radicalmente tanto al sistema educativo (y la forma de enseñar), como los incentivos que tienen tanto los estudiantes como los maestros. En la actualidad, el personal capacitado para esa nueva era es mínimo, circunstancia que explica, al menos en parte, el pobre desempeño de la economía en términos de generación de empleo y el poco atractivo que representa el país para la inversión productiva en los ámbitos que mejores empleos crean: los servicios de alto valor agregado.

Por su parte, los mercados se han convertido en el punto de referencia clave para el desempeño económico. Con excepción de países que cuentan con recursos naturales excepcionales para su tamaño (como el petróleo para Arabia Saudita y Venezuela), lo que les permite cierta autonomía de los mercados (hasta que se vuelvan a caer los precios de esos recursos naturales, claro está), todos los demás países viven dentro de un contexto en el que aquéllos son cada vez más determinantes para el éxito económico. Este factor puede parecer intolerable a muchos de nuestros políticos que, educados en otro contexto ideológico y/o temporal, repudian esta manera de ver al mundo, pero las últimas décadas de pobre desempeño económico deberían ser aliciente suficiente para  convencerlos de que no hay más alternativa. La evidencia mundial es contundente en otro aspecto: los países que han pretendido sustraerse de los mercados son los que peor desempeño han registrado. Esa es la razón por la cual naciones tan distintas como Rusia, China, Francia y otros escépticos de los mercados son activos partícipes en los mismos: reconocen que no hay otra opción.

Un mundo descentralizado y cada vez más interconectado obliga a cambios que eran impensables hace sólo unos cuantos años. La descentralización económica va de la mano con la política y la pérdida de poder de un gobierno federal es inevitable, además de natural. De la mano de lo anterior, se advierte una explosión de instrumentos en manos de la ciudadanía (sobre todo a partir de Internet) que va a revolucionar las formas de interacción entre ciudadanos y gobernantes. Es decir, un mundo dominado por mercados, ciudadanos cada vez mejor capacitados y descentralización de la información es también un mundo en el que el poder se dispersa, abriendo oportunidades excepcionales para el desarrollo no sólo económico, sino también democrático. Por dos décadas, en México se ha impedido que estos cambios se den, lo que se traduce en la parálisis que hoy nos caracteriza. La alternativa, como bien lo ilustra España, es no sólo aceptar la realidad del mundo de hoy, sino abrazarla de manera convencida. España muestra no sólo que se puede, sino que se puede ser extraordinariamente exitoso en el camino.

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Crecimiento económico a voluntad

Luis Rubio

Tal vez no haya tema en el debate público y en la política nacional más polémico, y al mismo tiempo más corriente, que el del pobre desempeño de la economía mexicana en las últimas décadas. Nadie puede disputar nuestros miserables resultados en este campo. Sin embargo, la discusión, ya añeja, tiene menos que ver con la economía misma que con visiones muy distintas del país y del mundo. Para unos, el desarrollo comienza y termina con el gobierno como factotum de la vida económica,  política y social. Para otros, el meollo está en la centralidad del mercado, donde el papel del gobierno es crucial, pero limitado a establecer las reglas del juego, regular la actividad económica y asegurar igualdad de oportunidades y equidad en el acceso al mercado. Como en el pasado mediato, la sociedad mexicana está, una vez más, inmersa en un debate más ideológico que práctico y más dogmático que analítico. Es tiempo de comenzar a situarnos en la realidad de hoy, que poco o nada tiene que ver con la que determinó el tipo de “modelo de desarrollo” que el país siguió hace años o décadas.

Es importante comenzar por situar el problema en su justa dimensión, es decir, los números, el contexto y la naturaleza de lo que se discute. Cada uno de estos elementos determina la conclusión a la que uno llega. En primer lugar, los números no están a discusión: la economía mexicana creció a razón de 3.6% per cápita en la era del desarrollo estabilizador (sobre todo a partir de 1952 y hasta 1970). En comparación, la economía experimentó un crecimiento poco menor a 1% en términos per cápita de 1983 a 2004. Pero antes de inferir la conclusión que parecería obvia de esta comparación, es importante entender lo que los números incluyen, pues de otra forma podríamos elegir a discreción cualquier periodo y construir un argumento convenenciero sin relevancia alguna. Resulta de particular importancia resaltar que el periodo que uno escoja para evaluar el crecimiento lleva en sí la conclusión: por ejemplo, si uno incluye la década de los ochenta, periodo en el que el país tuvo que amortizar la enorme deuda contraída en los setenta, los resultados se alteran dramáticamente. Si, en cambio, uno toma el periodo de 1989 a 2004, en lugar de 1983 a 2004, el resultado es distinto ya que el crecimiento per cápita fue de casi 2%, cifra todavía baja, pero el doble de la que resulta con el cálculo anterior.

Dado el ambiente de confrontación en que se discuten –es un decir- estos temas en la actualidad, la forma de comparar es definitiva. Para quienes pretenden ensalzar al desarrollo estabilizador, lo conveniente es ignorar la década de los setenta, pues ésta da al traste a sus prejuicios, a la vez que es imperativo incluir a los ochenta en el cálculo del desempeño de la economía bajo el “nuevo modelo”, pues eso lleva a su descalificación sin mayor necesidad de análisis. Dicho lo anterior, hay dos cosas que no aceptan discusión: una es que el país efectivamente experimentó una era de jauja en los cincuenta y sesenta, que los setenta, aunque hubo crecimiento, fueron de desperdicio, exceso y corrupción, los ochenta de crisis y desde los noventa de un cambio de modelo que no ha probado su eficacia. Lo otro que no está, o no debiera estar, en discusión es el hecho de que el mundo de los cincuenta y sesenta en nada se parece al que existe a partir de los noventa.

La economía de un país no es independiente del sistema político, por un lado, y de la realidad internacional, por el otro. De la misma manera, el desempeño de la economía mexicana en una década no se puede disociar de lo ocurrido en una anterior: los setenta no se pueden explicar sin los sesenta y los ochenta  sin la estrategia, si así se le puede llamar a lo que pasó en los setenta, seguida en ese periodo. Puesto en términos llanos, aunque el desempeño de la economía en los sesenta y setenta fue excepcionalmente robusto, la esencia del modelo que se siguió en ese periodo no fue sostenible. Es decir, aunque el gobierno de Echeverría optó por abandonar la estrategia económica seguida en las décadas anteriores, lo cierto es que dicho modelo había llegado a su límite. La economía mexicana requería un cambio de estrategia en 1970. Lamentablemente, el viraje que se dio no fue el adecuado.

Es fácil llegar a conclusiones erróneas respecto al buen desempeño del desarrollo estabilizador, sobre todo porque la realidad de entonces en nada se asemeja a la actual. La estrategia del desarrollo estabilizador dependía de dos factores fundamentales: primero, las exportaciones sobre todo agrícolas y mineras que financiaban las importaciones de materias primas, maquinaria y otros insumos para el desarrollo industrial. Segundo, el gobierno administraba la actividad económica tanto en el sentido macroeconómico (estabilidad financiera), como en el microeconómico, sobre todo a través de subsidios, permisos de importación, etcétera. El modelo del desarrollo estabilizador se vino abajo por dos razones: a) porque el descenso de las exportaciones agrícolas comenzó a generar problemas en la balanza de pagos; y b) porque, dado el tamaño del mercado mexicano, la industria no podía producir a escala competitiva, lo que se traducía en productos de baja calidad, caros y sin opciones para el consumidor intermedio o final. El punto es que se abandonó el desarrollo estabilizador porque éste estaba haciendo agua.

La visión que gobernó a la economía desde algunos años después de la Revolución y hasta 1970, respondió esencialmente a las circunstancias particulares de la época. El gobierno revolucionario era el único capaz de promover el desarrollo en una sociedad fundamentalmente rural y todo su esfuerzo se enfocó a desarrollar una plataforma industrial, una clase media y un sector agrícola de exportación. Fue gracias al gobierno que el país se estabilizó y experimentó tasas elevadas de crecimiento. Pero eso ocurrió en contexto que nada tiene que ver con la realidad de hoy: la de entonces era una sociedad exhausta por los años de desmanes revolucionarios, el gobierno era todopoderoso, los desafíos que se enfrentaban eran de orden interno y, con la mayor de las frecuencias, producto de disputas intestinas dentro del propio régimen. Mientras el gobierno cuidara los equilibrios económicos fundamentales mantuviera un control político efectivo e invirtiera en infraestructura, la respuesta del sector privado era inmediata.

La realidad de hoy nada tiene que ver con aquel mundo que tanto atrae a políticos que añoran tener el control del país en sus manos. Hoy el país cuenta con una sociedad mayoritariamente urbana, con una clase media amplia y crítica y un sector empresarial desarrollado que ya no acepta la imposición gubernamental. Todo esto existe en un entorno internacional que impide el aislamiento, así como la adopción de medidas unilaterales de promoción, subsidio o protección. De hecho, si uno analiza la dinámica política que envolvió las decisiones en materia económica desde mediados de los sesenta, lo evidente es que el problema del país fue esencialmente político, no económico: desde mediados de aquella década fue evidente que el modelo del desarrollo estabilizador era inviable y que la solución técnica residía en una apertura gradual de la economía; sin embargo, el gobierno optó por no actuar al respecto para no comprometer las posibilidades del entonces secretario de Hacienda de llegar a la presidencia. De la misma manera, el viraje de los setenta tuvo mucho que ver tanto con el movimiento estudiantil del 68 como con el deseo de retener el control gubernamental de la economía aun si eso llegara a implicar el colapso económico. En los ochenta, el gobierno no tuvo más remedio que lidiar con el exceso de deuda contraída al amparo de los sueños de gigantismo que caracterizaron a la década precedente: no había de otra.

Independientemente de la corrupción y los errores de los noventa y, de hecho, de mediados de los ochenta para adelante, el gobierno optó por emprender ambiciosas reformas económicas no porque quisiera perder control sobre la economía, sino porque estaba respondiendo a dos dinámicas fundamentalmente políticas: a) los costos políticos crecientes del estancamiento económico; y b) la urgencia de atraer inversión privada para generar empleos y crecimiento. El cambio de modelo que se verificó en ese periodo reconocía que el crecimiento ya no se podría generar a partir de las estrategias seguidas durante el desarrollo estabilizador y que la inversión no prosperaría a menos de que se crearan condiciones para atraerla. Es decir, más allá de preferencias o de errores de cualquier naturaleza, la estrategia seguida en los últimos lustros era al menos un intento de respuesta a la realidad del momento.

Hoy el país vive un momento decisivo: o camina hacia adelante o se va para atrás. El statu quo es insostenible. Es evidente que el crecimiento de la economía es insuficiente, pero las respuestas que se dan para elevarlo suelen ser tan pobres como dogmáticas. Los dogmas provienen de planteamientos ideológicos que poco sirven al proceso de decisión. Una visión sostiene que la salida depende de reconstruir las políticas de los cincuenta y sesenta, cuando esto es imposible a todas luces. Otra visión supone que dos o tres cambios específicos (las famosas reformas) transformarán al país de la noche a la mañana. La realidad es que nos hemos quedado varados en un proceso en el que el gobierno ya no tiene mayor influencia en el desempeño económico más allá de las variables macroeconómicas, en tanto que el mercado no opera más que en el plano comercial. Es decir, la mexicana ya no es una economía centralmente administrada, pero tampoco es de mercado. El peor de todos los mundos posibles.

No hay duda que es envidiable el crecimiento experimentado por sociedades como las asiáticas, Chile, Canadá o España. Pero su éxito reside precisamente en que se han adecuado a la realidad de su tiempo, han creado estructuras legales y regulatorias modernas, se orientan a la economía del conocimiento y no se pierden en sus objetivos. Nosotros, en cambio, nos empeñamos en ver para atrás en lugar de planear hacia el futuro. Lo envidiable no es el crecimiento que esos países han registrado, sino el hecho de que viven en el mundo real.

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Impunidad

Luis Rubio

Los mexicanos nos estamos acostumbrando a vivir en la absoluta impunidad y nadie sabe cuáles serán las consecuencias de ello. La impunidad está en todas partes y se aprecia hasta en los detalles más irrisorios. La partidocracia impone sus reglas y no hay nadie que lo pueda impedir; el poder judicial, sobre todo a nivel local, es corrupto, abusivo y cada vez más poderoso, sin ningún contrapeso que lo limite; los sindicatos poderosos hacen de las suyas consuetudinariamente y exprimen al erario (o sea, a los contribuyentes) en aras de su beneficio personal; el gobierno prácticamente no existe y no hay quien pueda exigirle cuentas; el congreso y el senado cacarean iniciativas fuera de toda realidad; y, por si lo anterior no fuera suficiente, la población vive entre la incertidumbre, la inseguridad física y la patrimonial, todas ellas permanentes. Ningún país puede avanzar de esta manera y no es casual que el nuestro persista paralizado.

La impunidad está en todas partes. No hay minuto del día en que el ciudadano se sienta con la certeza de que sus derechos serán protegidos o que su persona estará bien resguardada. El pequeño empresario vive expoliado por inspectores y burócratas: da lo mismo si se trata de quienes asaltan su negocio o los que le quitan el tiempo en trámites repetidos, absurdos e innecesarios. Los jueces son impredecibles: igual perdonan que castigan sin que medie explicación alguna, además que con frecuencia actúan en contubernio con burócratas, funcionarios o partes interesadas. El hecho es que el ciudadano común y corriente vive acosado por autoridades y burocracias que jamás han reparado, ni por asomo, que su empleo está subordinado a la ciudadanía o, al menos, que se le debe a ésta. La impunidad es rampante y eso sin considerar el entorno general, que, todos sabemos, no es legal ni lo pretende.

La impunidad no es algo nuevo en la sociedad mexicana, pero ahora se ha convertido en la constante que está presente en todas partes y que explica, al menos en alguna medida, el comportamiento de muchos mexicanos: desde los que se van del país en busca de una mejor oportunidad, hasta los que se agandallan todo lo que puede pues no hay futuro que valga. La impunidad produce comportamientos anómalos y antisociales, una verdadera anomia, comportamientos que pronto se tornan naturales, lógicos y, en esa perversidad, también legítimos. La asociación que muchos políticos hacen de pobreza con criminalidad es un ejemplo perfecto de cómo, en este mundo de perversión e impunidad, se tergiversa la realidad para avanzar una causa política.

Aunque la impunidad tiene una larga historia, en el pasado se trató siempre de una excepción. Por supuesto, existía la institución de la mordida, pero también mecanismos (políticos, no legales) para controlar sus excesos. Algo similar ocurría con la criminalidad, que era, literalmente, administrada por el sistema. Ese sistema, construido luego de la gesta revolucionaria, nunca logró (ni pretendió) crear un sistema basado en la legalidad y acorde con las demandas ciudadanas, pero sin duda tenía por cometido organizar a la sociedad y los procesos productivos para avanzar el desarrollo del país. Ese sistema de instituciones no era democrático ni siempre respondía al reclamo ciudadano, pero cumplía la función de limitar excesos y administrar la impunidad.

El deterioro del viejo sistema priísta, que comenzó a fines de los sesenta y se aceleró año con año, abrió la caja de Pandora. Por un lado, el gobierno, que antes recurría a controles autoritarios ante la menor provocación (como ilustra el 68 mejor que nada), se convirtió en el principal promotor de las causas ilegales. A partir de los setenta, mucho de lo que antes era institucional, pasó a ser ilegal: antes, las organizaciones medulares del sistema eran las que se integraban a los llamados sectores del partido (CNC, CNOP, CTM). A partir de ese momento, la vida partidista, y cada vez más, la urbana, comenzó a caracterizarse por organizaciones cuyo origen y realidad era la ilegalidad: invasores de predios y taxis tolerados, comerciantes ambulantes y grupos de choque. El sistema, que se percibía a sí mismo como ilegítimo, dejó de cumplir la función de administración de la impunidad que por tantos años había servido al desarrollo, para convertirse en el gran promotor de la ilegalidad, la impunidad y la corrupción.

La derrota del PRI en 2000 acabó por destruir lo poco que quedaba de la antigua estructura institucional. Pero ese cambio, aunque nada novedoso, fue dramático. Si bien la estructura institucional había experimentando un deterioro constante, persistente y sistemático a lo largo de tres décadas, la institución presidencial mantenía muchas de sus estructuras y ciertamente sus mecanismos, comenzando por los que se derivaban de la relación PRI-presidencia. Ese dúo dinámico le confería a la presidencia instrumentos y oportunidades inimaginables en cualquier democracia.

La llegada de un nuevo gobierno con otro perfil partidario en 2000, cambió al país para siempre, pero no necesariamente para bien. Aunque el viejo sistema había experimentado un deterioro sistemático, prácticamente nada se había hecho para construir y desarrollar instituciones que sirvieran para ejercer las funciones gubernamentales más elementales, comenzando por la seguridad pública. El gobierno que fue inaugurado en diciembre de 2000 no contaba con las facultades de antaño, no tenía experiencia alguna en el ejercicio de las funciones gubernamentales y no entendió la precariedad del momento. El efecto de estos tres factores fue la migración del poder.

Súbitamente, la otrora omnipotente presidencia mexicana, cedió sus poderes, sin darse cuenta, a quien supo acapararlos. Los partidos afianzaron la posición que la reforma electoral de 1996 les había otorgado como monopolio exclusivo del poder en el país. El congreso se convirtió en el gran contrapeso del poder presidencial, en tanto que los gobernadores pasaron a ser amos y señores de sus regiones, inspirando ese famoso dicho que dice que México transitó de la monarquía al feudalismo. Si esa migración de poder se hubiera limitado a los poderes legalmente establecidos, la situación hubiera sido una de desequilibrio, pero no más. Desafortunadamente, el poder no sólo pasó a esas entidades, sino que igual migró a los narcotraficantes, criminales y guerrilleros, sindicatos corporativos y toda clase de grupos e intereses particulares, muchos de ellos ilegales.

La impunidad pasó a ser la nueva realidad del país. En ausencia del viejo presidencialismo, desaparecieron los mecanismos que antes habían permitido una convivencia pacífica y un desarrollo económico insuficiente, pero más o menos funcional. Ese sistema resultó ser insostenible en una sociedad creciente y pujante, pero funcionó por décadas hasta que se murió por inanición y por falta de visión: inanición por la desaparición paulatina de sus fuentes de sustento; y falta de visión porque no fue capaz de construir estructuras institucionales nuevas, idóneas para una sociedad democrática. El resultado de ese choque de intereses y ceguera produjo la patética realidad de hoy. Peor, creó un conjunto de círculos viciosos que hacen muy difícil romper la espiral de impunidad y corrupción cotidianas.

Hay dos maneras de romper el círculo. Una es acabando con la incipiente democratización del poder que ha experimentado el país en años recientes. Eso es precisamente lo que hizo el presidente Putin en Rusia: en sólo unos cuantos meses, acabó con la elección directa de gobernadores y retornó al viejo sistema de nombramientos centralizados; de la misma manera, acorraló al parlamento, limitó la disidencia y controló sus procesos internos. Al recentralizar el poder, el presidente ruso construyó nuevas instituciones, fortaleció las policías y logró un amplio apoyo popular. Aunque la Rusia actual no se parece en nada al viejo sistema comunista, el experimento democrático de los ochenta se disipó como agua entre los dedos.

La otra manera de romper el círculo vicioso es que los partidos pierdan su monopolio absoluto del poder y comiencen a favorecer una reconstrucción institucional, en aras de, al menos, contener la impunidad. Hasta la fecha, la partidocracia en que se ha convertido este sistema, ha afianzado su poder, impidiendo cualquier bocanada de oxígeno al sistema y cancelando toda oportunidad de crear mecanismos de rendición de cuentas, representación ciudadana o efectiva participación de la sociedad en el ejercicio del poder. Los tres partidos grandes, encumbrados por la ley del 96 en dueños del poder político, controlan un espacio decreciente de la vida del país (pues su contraparte, que no es la ciudadanía, sino todos los intereses y grupos ilegales de esta sociedad, crece más rápido) y arriesgan, cada día que pasa, la posibilidad de acabar siendo rebasados por esa otra realidad del país, la impunidad.

El gobierno actual está totalmente rebasado. La impunidad crece de manera sistemática en todos los frentes. El de la inseguridad pública es tan sólo el más evidente, pero dista de ser el único. Impotente frente a los partidos políticos, el gobierno ha optado por cacarear logros por demás dudosos, además de que esa campaña resulta contraproducente, pues acaba por confirmar su estrepitoso fracaso para contener la ola de deterioro institucional que heredó en 2000. Por su parte, los tres partidos grandes, sumidos en la lucha por la sucesión, parecen incapaces de reconocer lo precario de su reino y el tamaño del riesgo que, de manera implícita, están asumiendo.

Los partidos y sus políticos tienen que decidir si conceden, por diseño o por default, el poder a las mafias de sindicatos, narcos y criminales, o si, en un acto de reconocimiento de lo obvio, comienzan a edificar mecanismos institucionales que den forma a un país moderno donde la ciudadanía es el centro de atención del gobierno y la política. Sólo así podrán comenzar a revertir la ola de la impunidad. A nadie conviene la dictadura que, en un escenario así, acabaría siendo inevitable y, todavía peor, bienvenida por vastos sectores de la población que viven sumidos en el temor, la incertidumbre y la precariedad.

 

Ayer, hoy y mañana

Luis Rubio

¿Será posible predecir el futuro? preguntaba ansiosa una persona que llamó a una estación de radio armenia. “Sin duda” le respondió, un tanto incierto, el locutor. “No hay problema alguno; sabemos perfectamente cómo será el futuro. Nuestro problema es con el pasado, éste sigue cambiando”. Según este viejo chiste de la era soviética, lo difícil no es la realidad actual, sino la del pasado. Esto mismo parece definir nuestra situación actual: el pleito de hoy, presente en la contienda electoral como el hilo conductor central, tiene más que ver con un desacuerdo fundamental sobre el pasado (lo que pasó en los setenta y noventa) que con lo que vivimos en la actualidad. La manera en que se resuelva ese pleito tal vez determine el resultado de las elecciones del año próximo.

La película de las crisis ya la vimos los mexicanos demasiadas veces. Pero parece haber más de una versión de la misma y cada quien habla de ella como le fue en la feria…, o como cree que le fue, luego de años de olvidar, convenencieramente, el tema de esencia: sus causas. Aunque sin duda muchos especuladores supieron aprovechar las crisis para su beneficio, la abrumadora mayoría de la población y seguro toda la asalariada, resultó perjudicada. Las crisis no hicieron otra cosa que carcomer el ingreso disponible, destruir el valor real del dinero (y de los sueldos) y, por lo tanto, empobrecer a personas y familias. Las secuelas de esa “película” los mexicanos las conocemos de sobra. Lo que no nos queda igual de claro es la cadena causal de condiciones que nos llevaron a tal situación.

Las causas directas de las crisis son obvias, más no siempre reconocidas. Entre 1976 y 1994, el común denominador de todas fue uno: un desenfrenado déficit fiscal que se tradujo en creciente endeudamiento que, a su vez, produjo dislocaciones en la balanza de pagos. En el corazón de las crisis se encontró siempre una distorsión fiscal. Pero esa obviedad no parece haber creado una vacuna suficientemente fuerte para evitar su repetición.

Si uno observa los argumentos de los diputados que esta semana revisaban el presupuesto, así como el de los diversos precandidatos, ninguno parece guardar conciencia de los riesgos implícitos de una crisis. Si bien es cierto que por diez años el país ha gozado de una inusual estabilidad financiera y económica (que, por cierto, pocos reconocen como el logro que es), el riesgo de un quiebre sigue estando presente, toda vez que persiste la noción de que el déficit no importa o que el gasto público es un instrumento maleable y sin límites. Esto que, uno supondría, debió quedar erradicado luego de las sucesivas crisis de los 70, 80 y 90, pero sobre todo la de 1994-1995, inexplicablemente sigue vigente. El meollo del asunto radica en que no hay una explicación de las causas de esas crisis que todos compartamos como válida. Esto último es cierto incluso entre muchos economistas que, sobre todo a partir de 1994, han expresado fuertes disensos respecto a la manera de recuperar el crecimiento de la economía.

Las diferencias de perspectiva que existen entre los economistas y técnicos se multiplican en forma incontenible entre los políticos. Mientras que los economistas, al amparo del llamado “grupo Huatusco”, han  tratado de determinar en qué están de acuerdo y en qué no, los políticos viven de extrapolar las diferencias. Pero lo que unos y otros no pueden negar es que las crisis de los 70, 80 y 90 no sólo profundizaron la ancestral desigualdad, sino que causaron enormes desequilibrios familiares y generaron un profundo sentido de frustración y, en muchos casos, resentimiento. Además de ello, esas crisis provocaron, o al menos acentuaron, la falta de confianza y desprecio que mucha gente siente por los políticos y las autoridades gubernamentales en general.

Lo patético de la situación es que ninguna de estas repercusiones parece tener impacto sobre los procesos de decisión en temas tan sensibles como el presupuestal. La discusión entre los diputados en torno al déficit es sugerente: aprovechando que los precios de petróleo se encuentran en un nivel inusualmente elevado, la administración propuso lo único sensato: crear reservas a través de un superávit en el ejercicio fiscal para el día en que la situación se invierta y los precios resulten inusualmente bajos. Frente a ello, la respuesta de los diputados ha sido contundente: no sólo quieren eliminar el superávit propuestal (al fin su responsabilidad expira el próximo año), sino que proponen elevar el gasto recurriendo al viejo truco de modificar el precio de referencia del petróleo.

Dicho precio es un tema que no por obvio deja de ser fundamental. Como todos sabemos, una parte significativa, aproximadamente el 30%, del ingreso gubernamental proviene del petróleo. Dada esa dependencia, el precio del petróleo es un factor crítico en cualquier discusión presupuestal en el país. Desde hace años, el gobierno y el Congreso han adoptado un precio de referencia para el petróleo, que es el que se incorpora en los cálculos de ingreso y gasto. De acuerdo a las prácticas vigentes, si ese precio de referencia resulta ser más bajo del registrado en el mercado, la diferencia en ingresos (los llamados excedentes petroleros) se divide, de acuerdo a una serie de fórmulas, entre los estados y la federación. Por el contrario, si el precio de referencia acaba estando por encima del precio de mercado, entonces la Secretaría de Hacienda recorta el gasto a lo largo del año. Como nadie quiere que le recorten el gasto, existe un incentivo para poner un precio de referencia relativamente bajo y disfrutar los beneficios de que sea más alto, si es que así ocurre.

Pero el Congreso ha sido cada vez más renuente a seguir esa regla elemental de comportamiento fiscal. Dado que en los últimos años  el precio del petróleo se ha mantenido a niveles históricamente altos, los diputados suponen que lo mismo seguirá ocurriendo en el futuro, aunque eso podría cambiar en cualquier momento, como ocurrió en los ochenta y noventa. En aquella época, el petróleo subió, para luego comenzar a disminuir de manera acelerada, afectando innumerables programas de gasto. Lo más paradójico de todo esto es que, a final de cuentas, las crisis del pasado no parecen haber hecho  mella sobre el comportamiento de nuestros políticos.

El problema no se limita al Congreso. La retórica de los precandidatos a la presidencia tiende a explotar ese sentimiento de que se podría hacer mucho más si simplemente los economistas del gobierno fuesen menos cuadrados. De esa premisa derivan toda una serie de planteamientos y promesas que, de llevarse a la práctica, podrían sentar las bases de una nueva era de crisis. Por el contrario, si esas promesas acaban siendo meros planteamientos retóricos, no harían sino acentuar la desconfianza hacia el gobierno y el resentimiento que ya de por sí existe.

Esa desconfianza y desprecio es ancestral en muchos sentidos, pero sólo ahora comienza a aflorar de una manera notable. Es ahora cuando la gente se expresa con libertad y facilidad. En función de eso, quizá la pregunta electoral más importante para el próximo año es si, además del resentimiento y la desconfianza, también ha habido un proceso de crecimiento y aprendizaje. Esta pregunta es importante porque una población consciente, que aprende y reconoce las debilidades de un gobierno, es una población que no acepta excesos y abusos, ni verbales ni reales. Por el contrario, una población que sólo ha crecido en su resentimiento pero no ha aprendido nada en el camino, tiende a ser presa fácil de planteamientos demagógicos como los que son visibles todos los días en la prensa nacional.

La disputa sobre el pasado es crucial para el futuro. Lo que en realidad está en juego son los 70 versus los 90, es decir, la visión maximalista del gobierno protector de la sociedad y de los productores versus la visión de una economía de mercado, anclada en la población y el empresariado para el beneficio del consumidor. Ciertamente, ninguno de los dos modelos, ni el de los 70 y ni el de los 90, es perfecto, pues la realidad es siempre más compleja que cualquier modelo. Pero lo verdaderamente interesante de esta disputa es que los 80 no aparecen en el mapa y este es un tema medular, pues los setenta no se pueden explicar sin los 80 y los 90 no se pueden interpretar sin la década antecedente. La realidad es que el país quebró en los 70 por lo insostenible y costoso del proyecto político económico que se instituyó en aquella época y el costo de esa locura se pagó a lo largo de los 80.

Además, mientras nosotros vivíamos en la lujuria petrolera, el resto del mundo entró en la etapa de lo que hoy conocemos como globalización, proceso que revolucionó la manera de producir y funcionar de todas las sociedades del mundo. De esta manera, mientras nosotros pretendíamos que la riqueza era infinita y luego pagábamos los costos de ese terrible error, perdimos la oportunidad de sumarnos a los cambios que sobrecogían al mundo para mejorar la probabilidad de lograr lo único relevante: elevar la tasa de crecimiento económico para crear empleos, disminuir la desigualdad y sentar las bases de un desarrollo sostenible de largo plazo.

El modelo que se puso en marcha en los 90 fue una respuesta a los retos que la globalización imponía, pero muy a la mexicana. En lugar de hacerlo de manera determinada y cabal, se hizo a medias, sin reglas del juego certeras y sin tocar intereses clave que hoy son el principal impedimento al crecimiento económico de corto plazo y al desarrollo en general. Ya que es obvio que la globalización no va a cambiar para ajustarse a las preferencias de algunos mexicanos, lo conducente sería comenzar a corregir los errores de esa era, afianzar una estrategia de desarrollo centrada en el consumidor y crear condiciones para que toda la población se pueda sumar a semejante empresa.

La tensión que hoy existe en la sociedad mexicana es producto de los cabos sueltos que quedan del pasado. Como sugiere el chiste armenio, mientras no seamos capaces de resolver las disputas que de ahí emanan, lo dominante en la sociedad mexicana seguirá siendo la incertidumbre, el desprecio a los políticos y, en consecuencia, la parálisis.

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Yo sólo quiero un país

Luis Rubio

Hay sociedades que sufren de manera dramática, abierta y violenta; otras lo hacen de manera silenciosa pero profunda. Las primeras imponen costos directos, inmediatos y con frecuencia brutales. Las guerras y las dictaduras destruyen no sólo vidas, sino también las fuentes de vida y trabajo; por eso nos parecen brutales e intolerables. En ellas la mano armada, interna o externa, impone su ley. Las sociedades que padecen desde el silencio no sangran ni  permiten que las heridas se vean a simple vista, pero ahí están. Las heridas existen y calan poco a poco, forjando una actitud frente a la vida. Mientras que las dictaduras, las invasiones y las guerras exterminan con violencia, los malos gobiernos destruyen la esencia, impiden que las personas se desarrollen y cancelan toda expectativa de vida digna. Un mal gobierno causa estragos indescriptibles porque dejan sentir su influjo sin que se vea.

Es imposible medir qué tanto ha sufrido la sociedad mexicana durante décadas de gobiernos malos y duros porque no hay manera de computar la felicidad ni existe forma objetiva de comparar los sentimientos de un pueblo con otros. No cabe la menor duda de que esos gobiernos, aunque autoritarios sólo de manera excepcional, impusieron su ley. La mexicana fue una sociedad que creció a sabiendas de que había límites reales a su libertad y aprendió a callarse las cosas importantes. Ciertamente, aunque hubo casos de abuso extremo de autoridad, el mexicano nunca fue un régimen estalinista dispuesto a destruir una vida (o muchas, millones) por sus creencias o modo de pensar, pero no hay duda que la disidencia tenía límites. Esos límites eran muy reales en comunidades rurales donde el cacique era dueño de vidas y almas, pero no eran menos ciertos en las direcciones editoriales de los diarios, lugar donde se ejercía una autocensura que acababa teniendo el mismo efecto: la gente aprendía que había límites. Una vez que se daba el aprendizaje, todo parecía fluir de manera natural. Pero cada uno de esos “aprendizajes” dejaba sus huellas y heridas.

Lo importante no es si el viejo sistema político era autoritario o si el mexicano era un régimen intolerante y dictatorial o una dictablanda permisiva. A juzgar por la forma en que una parte importante de la población se manifiesta y comporta, las heridas son mucho más profundas de lo aparente. La criminalidad es un buen indicador: no sólo se trata de que la criminalidad se haya convertido en un mal intolerable y destructor para la sociedad mexicana en su conjunto; tan grave o más es la saña con que ésta se ejecuta: los delincuentes no se conforman con robar la bolsa a una mujer o secuestrarla por algunas horas, sino que la violan o amputan los dedos. Esa violencia innecesaria que se expresa y acompaña al acto criminal habla de una sociedad resentida, ofendida y deseosa de venganza. Como si de pronto le hubieran quitado la tapa a una olla de presión, dejando que saliera de golpe toda la porquería.

La contienda electoral en que estamos inmersos tiene muchos vínculos con ese pasado. Los años de sumisión se han convertido en fuentes de resentimiento y los de incompetencia gubernamental en verdaderos veneros de un aparentemente insaciable ánimo de vindicación. Los mexicanos ya no temen expresarse y a menudo lo hacen de manera directa y sin el menor recato. De la libertad no hay duda y ese es un logro inconmensurable del proceso de democratización y cambio político de las últimas décadas. Pero lo que la sociedad expresa no es siempre loable y en muchas ocasiones es canalizado de la manera más irresponsable para fines particulares de corto plazo.

Las campañas electorales son canales naturales para que surjan y se expresen estos sentimientos y percepciones. En toda contienda política, los candidatos siguen un proceso que, típicamente, los pone en polos opuestos al principio, para luego acercarlos a un centro en el que intentan capturar al grueso del voto. La primera etapa suma a los creyentes, a los miembros sólidos del partido y a los que se sienten directamente representados por el candidato. En las etapas posteriores la disputa se centra en los electores más pragmáticos, los que no están comprometidos con una ideología, partido o candidato. Los primeros le dan sentido a cada campaña, en tanto que los segundos hacen posible su triunfo. En este momento nos encontramos en la primera etapa, o incluso en un momento previo, lo que explica la polarización del lenguaje, la dureza de los juicios y la ira que se deja ver en las esquinas partidistas.

Pero nada de ese proceso sirve para explicar el sentir de la población. Tras décadas de  alinearse con un jefe o cacique, seguir la línea del gobierno en turno, morderse la lengua para evitar ser clasificado como un armapleitos y sufrir las consecuencias de actuar, pensar o preferir algo distinto a la línea oficial, comienza a ser patente un margen de libertadas, así sea incipiente, en el que la gente se queja, se manifiesta, demanda y vota. Con todas sus limitaciones y burocratismos, la diversidad de partidos en contienda habla por sí misma. Pero nada de esto permite entender, comprender a cabalidad, los sentimientos profundos de una sociedad que apenas ahora comienza a otear un entorno de libertad para hablar, pero no necesariamente para actuar y transformar su vida.

Toda esta alocución tiene su razón de ser, pues refleja una experiencia específica y desoladora. Cuando discutimos temas como el de la migración, lo típico es focalizar los atropellos que sufren los migrantes o las dificultades que éstos enfrentan para llegar a su destino: se sobrevive en un espacio de libertad  pero también de incertidumbre legal. Pocas veces nos ponemos a meditar las consecuencias de millones de familias encabezadas por abuelos porque ambos padres se fueron “al otro lado” o aquellas a las que el papá visita una vez al año, si bien les va. ¿Cómo crecerán esos niños? ¿Qué sentimientos tendrán frente al gobierno? Nadie sabe con certeza qué piensa cada mexicano que crece sin el ejemplo paterno, materno o ambos. Pero es seguro que no verán a los gobiernos como entes benignos después de que obligaron a sus padres a migrar.

La migración es tan sólo un síntoma. La hiperinflación de los setenta y ochenta destruyó familias enteras. Las crisis, producto en buena medida de ese veneno que es un gobierno con autoridad excesiva, capaz de gastar más de lo que tiene y endeudar al país sin límite ni sanción, acabaron no sólo con fuentes de trabajo y oportunidades de desarrollo, sino también destruyeron sueños y expectativas. En el camino sembraron las semillas del resentimiento y ánimo vengativo que hoy es columna vertebral de la retórica electoral. Los analistas tendemos a ver estos hechos –las crisis por ejemplo– como procesos que tienen un principio y un fin: tales circunstancias políticas o económicas gestaron acontecimientos que llevaron a una situación de crisis que luego tuvo que ser confrontada hasta que finalmente se restauró la normalidad. Pocas veces observamos las heridas no evidentes que dejaron todos esos procesos destructivos, que en la mayoría de los casos no debieron haber ocurrido.

Hace poco, con motivo del triunfo de Antonio Villaraigosa para la alcaldía de Los Angeles, Reforma reprodujo la conversación que éste tuvo con un grupo de empresarios mexicanos, en el marco de una cena organizada en su honor. En ella se le pidió al entonces presidente de la Asamblea Legislativa californiana que explicara, desde su perspectiva como México-norteamericano, la diferencia entre ambos países. «Es muy simple, afirmó Villaraigosa, si mi familia se hubiera quedado en México yo estaría hoy sirviéndoles la comida…” Ante las miradas de confusión de los comensales, el hoy Alcalde de Los Ángeles agregó: «En cambio fueron a Estados Unidos y hoy ustedes ofrecen esta cena en mi honor» (Reforma, 6 de Septiembre, 2005). Las palabras del alcalde angelino dejan mucho qué pensar sobre lo que no funciona en el país, que es mucho, y a la vez delatan el resentimiento que muchos mexicanos menos afortunados sienten pero no expresan con esa claridad y determinación.

El país está atorado por la combinación de políticos timoratos e intereses corporativistas que han hecho del país su feudo particular. Todos los que hemos pasado por la época de la lujuria populista de los setenta y luego por veinte largos años de intentos insuficientes y a veces inadecuados por retornar a la estabilidad permanente y crear una nueva plataforma de crecimiento, sabemos bien que los resultados no son particularmente loables. Es obvia la necesidad imperiosa de acelerar el paso, pero un paso correcto, en la creación de condiciones que hagan posible un crecimiento económico elevado, sostenido y transformador, encabezado por miles o millones de pequeños y medianos empresarios. Igual de obvio es el hecho de que sólo una estrategia que parta de la decisión política de romper con esos impedimentos corporativistas, públicos y privados, sería capaz de darle la vuelta al país. El statu quo es intolerable e inaceptable.

No haber llevado a cabo esos cambios tiene consecuencias. Hasta hoy, esas consecuencias se han hecho patentes en la desigualdad social, pero son tan sólo anecdóticas en la manera de percibirlo la población. Aquí hay un ejemplo de la vida real.

Hace poco, un amigo entrañable, Sabino Bastidas, sufrió un atentado, pero no de esos de corte criminal. Comiendo en un restaurante, dos personas de mediana edad con un hijo se acercaron y, con toda humildad, le dijeron que lo habían visto en televisión y que querían hacerle una pregunta. Explicaron que ambos son retirados del ejército, él como coronel, ella como enfermera, y que se encontraban ante una tesitura muy grave: estaban contemplando la posibilidad de enviar a su único hijo, de dieciséis años, a Canadá para que allá estudiara y se formara y, con ello, tuviera una oportunidad real de desarrollarse y vivir una vida digna y productiva. La pregunta era si debían hacerlo. Boquiabierto, mi amigo titubeó un momento, luego de lo cual movió la mirada de los compungidos padres hacia niño y le preguntó: ¿y tú que quieres? El niño volteó y, sin chistar, dijo “yo sólo quiero un país”. A eso hemos llegado.

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La coyuntura de la coyuntura

Luis Rubio

Hay momentos en los que todo en el entorno político clama por un cambio de perspectiva y el actual es sin duda uno de ellos. Luego de años de atestiguar campañas cada vez más abiertas por la presidencia de la república, una novedad para un sistema político ultra rígido en cuanto a sus rituales y procedimientos, hemos llegado a un punto tal de deterioro que el panorama resulta enfermizo: no aparecen por ningún lado los elementos de una competencia sana y saludable para la construcción de un futuro mejor. Aunque cada partido político sigue una dinámica propia y muy distinta a la del resto, lo que es patente desde la perspectiva ciudadana es el desierto electoral y político que caracteriza nuestro entorno. Más allá de los atributos o vicios de cada uno de los precandidatos, ninguno parece entusiasmar a la ciudadanía. La ciudadanía queda huérfana, sin opciones y sufriendo el embate del viejo corporativismo.

Hay dos medidas del descontento ciudadano. La primera se observa en las encuestas. De manera consistente, más del 45% de los ciudadanos manifiestan su disgusto por las precandidaturas que tienen frente a sí y lo que perciben como ausencia de opciones atractivas. Esto quiere decir que una abrumadora mayoría de los votantes no comprometidos con un partido, aun cuando profesen una preferencia, optarían por una alternativa si ésta fuese más atractiva.

La otra medida del descontento ciudadano se observa en el creciente pesimismo que sobrecoge al país. Parte de ese pesimismo emana del propio gobierno y de su incapacidad para resolver problemas de una manera duradera (pues, como ilustra el caso del IMSS, siempre es más fácil evitar el conflicto y pasarle el costo a la próxima administración), y se extrema con el crecimiento de los intereses particulares que se apropian, cada vez más, de los procesos de decisión. El entorno se torna todavía más agobiante por el desorden que caracteriza a los tres principales partidos políticos, mismo que amenaza con convertirse en una verdadera pesadilla para el elector.

Está claro que a los partidos y candidatos no les preocupa mucho el electorado. Sus campañas, igual las incipientes que las que ya están en marcha, están diseñadas menos para convencer al electorado que para satisfacer a sus bases tradicionales, frecuentemente con mecanismos más modernos, pero no más sofisticados que los de antaño. Incluso, algunos partidos están más interesados en promover la abstención que en participar en un proceso democrático moderno, bajo la suposición de que su probabilidad de éxito aumenta en la medida en que la gente se abstiene de votar.

Ni duda cabe que mucho del desasosiego que se percibe en numerosos ámbitos, igual en el interior del país que en las grandes ciudades, entre profesionistas y estudiantes, entre ricos y pobres, tiene que ver con las desventuras de nuestra democracia y la incapacidad de los políticos para transformar el proceso político al punto de convertirlo en fuente de estabilidad, oportunidad y potencial de desarrollo. Claramente, no hay una sola manera de avanzar la democracia o el desarrollo, pero lo que hemos visto en estos años es la ausencia total de esfuerzos dirigidos tras ese propósito. El resultado es parálisis, desasosiego, desánimo y, sobre todo, repudio al statu quo.

Es un hecho que la población está cada vez más enferma de la retórica de algunos candidatos y de los pleitos de otros tantos. La dinámica en cada partido es muy distinta, pero todas se caracterizan más por su patología que por la oportunidad que están construyendo. El PRD, sin duda el partido con la candidatura más consolidada, enfrenta disidencias internas que no acaban de resolverse. El papel del Ingeniero Cárdenas en el proceso partidista y electoral sigue siendo una incógnita que no es bienvenida por el nuevo establishment del partido. Lo mismo se puede decir del Distrito Federal, donde se libra una contienda interna que refleja más las rupturas internas que la visión convergente y unánime que se pretende presentar.

El caso del PAN es más patético, no porque su proceso de nominación sea en sí mismo criticable, sino porque ha llegado a un extremo en que lo lógico y obvio no se percibe como tal por el dogmatismo que profesan tanto el gobierno como el liderazgo partidista. El gobierno, que en los últimos años ha seguido el criterio de que no importa la calidad del individuo siempre y cuando sea azul, ha adoptado una lógica similar en el proceso de nominación del candidato presidencial y ha sido secundado por un liderazgo partidista que, si bien parecía más comprometido con el triunfo en el 2006 que con una agenda ideológica, da muestras de lo contrario al manipular a los candidatos y al proceso en su conjunto. Es tiempo de que el PAN consolide su nominación para que el candidato entre a la cancha y comience a competir, confiadamente contribuyendo a que la del 2006 sea una contienda no sólo limpia y civilizada, sino sobre todo rica en ideas, planteamientos y contrastes.

Si no es por la importancia relativa del PRI, su situación merecería más lágrimas que análisis. El PRI no acaba de encontrar su propio acomodo. Una vez que perdió al dueño que por tantas décadas decidió por la chamacada, los priístas no saben si competir, arreglarse o aguarle la fiesta al otro. O todo eso al mismo tiempo. Su proceso de nominación ha sido mitad farsa y mitad tragedia, en tanto que la contienda interna resulta infantil. Un candidato enfrenta rechifla, tomatazos y huevazos cada que se presenta en público, en tanto que el otro recibe una visita del la Secretaría de Hacienda por presunta evasión fiscal. Por años parecía claro que, a pesar de todos sus avatares, el PRI sobresalía en una cosa: en su capacidad para operar políticamente, construir consensos y resolver entuertos. La evidencia acumulada de los últimos tiempos con la salida de la maestra del Congreso, el relevo de la dirigencia del partido y la convocatoria para elegir candidato a la presidencia, por no tocar los desaciertos en el proceso de desafuero, es patética: el PRI, y muchos de sus personeros, han mostrado una mucho mayor capacidad para crear conflicto que para resolverlo. Esa no es forma de sustentar una candidatura creíble y sostenible.

Mucho peor que la perversa dinámica que sobrecoge a los partidos y sus campañas es el discurso retrógrado, reaccionario y contraproducente que de ellos emana. En lugar de forjar liderazgos capaces de articular el proceso de cambio que le urge al país y que el actual gobierno falló en avanzar, los precandidatos están inmersos en un círculo vicioso que no hace sino afianzar a grupos de interés comprometidos con el statu quo o, peor, con el regreso a ese mundo idílico en el que el desempleo era todavía mayor, el crecimiento económico paupérrimo y las oportunidades inexistentes.

Es revelador observar cómo se van alineando las fuerzas políticas en torno a los procesos electorales: el sindicato de maestros lanza proyectiles (huevazos); el del IMSS destapa la cloaca xenofóbica; otros, de sectores clave, como el de telefonistas, juegan a las coaliciones disidentes mientras se asocia a los pactos sectoriales; y el gobierno trata ya no de hacer una diferencia, un cambio, sino evitar el conflicto a cualquier precio (que siempre acaba siendo monumental). Los intereses creados y comprometidos con que nada cambie toman posiciones, se enconchan y arremeten contra la ciudadanía a través del control de sectores y decisiones estratégicos, sin encontrar nada más que un gobierno débil e incapaz de actuar frente a las crecientes amenazas que éstos representan.

La política mexicana vuelve a su cuna, pero con una diferencia crucial. En cierto sentido, el viejo sistema político era un enorme sistema de administración de intereses que participaban y competían dentro de un esquema de control. Ese control, representado por el presidente y su coalición interna, generalmente limitaba los peores excesos de los grupos internos, fuesen éstos sindicales, corporativistas o políticos. No era un sistema democrático ni una máquina perfecta bajo ninguna óptica, pero sí un efectivo sistema de procesamiento de demandas. Se acabó el sistema de control, pero incólumes quedaron las insaciables organizaciones y grupos internos que no tienen mayor interés que el de preservar y maximizar sus privilegios. La etapa post-priísta de nuestra historia no ha hecho sino afianzar y encumbrar a estos grupos, ya sin límite alguno.

Pero el impacto de estos grupos sobre la vida cotidiana es mucho peor de lo perceptible a primera vista. A diferencia de los ciudadanos, estos grupos cuentan con fuentes casi ilimitadas de recursos, grupos de choque y toda clase de medios de presión. Su capacidad para hacerse presentes, influir en los procesos políticos y, de hecho, imponer sus agendas tanto a partidos como a candidatos y presionar a través de los medios, siempre apelando al nacionalismo y a la protección de los pobres, es casi infinita. Pero su agenda no tiene nada de nacionalista ni de popular: se trata de la protección y legitimación de sus propios intereses y nada más. Sin embargo, su actuar crea hechos políticos porque se presenta como producto del sentir nacional.

A menos que los partidos reculen y replanteen su propia participación y candidaturas, la ciudadanía tendrá que decidir cuál será su rol en el próximo proceso electoral. Privada de instrumentos para hacer valer sus preferencias más allá del sufragio -pues no hay reelección ni mecanismos para acercarse a los representantes o gobernantes-, la ciudadanía tiene que definirse no sólo respecto a las candidaturas, sino también respecto a los planteamientos programáticos de los partidos y candidatos. Hasta hoy, un alto porcentaje más del 50%- del electorado se ha manifestado como voto duro de un partido u otro. Voto duro quiere decir voto automático y, por lo tanto, no razonado. Tal vez sea tiempo que la ciudadanía comience a romper con esas ataduras, defina posiciones propias, haga uso efectivo del voto, ese instrumento excepcional, y encabece la transformación que el país necesita pero que los políticos profesionales, los partidos y sus lastres corporativistas se niegan incluso a reconocer.

 

Al borde

Luis Rubio

Ya se nos está haciendo costumbre jugar al borde del precipicio. No pasa ni un mes sin que alguno de los intereses sindicales o políticos del viejo sistema ponga en entredicho la estabilidad del país: igual los petroleros que los electricistas, los telefonistas que los azucareros. El alegato más reciente es el sindicato del IMSS. En este conflicto, el país enfrenta, una vez más, su interminable dilema: avanzar hacia adelante o volver al pasado corporativista y autoritario o, lo que es lo mismo, construir un país de ciudadanos o seguir doblegados ante los intereses particulares.

La disputa laboral que caracteriza al IMSS es tan sólo una parte del problema. El tema más amplio y profundo es el de la legalidad, la institucionalidad y los derechos ciudadanos, es decir, la definición del futuro del país. Se trata del prototipo perfecto del conflicto que, aunque por debajo del agua, domina al país y a toda la discusión en el seno de las entidades públicas y políticas. Ciertamente, lo que se negocia dentro del IMSS es el contrato colectivo de trabajo, lo que incluye los sueldos, beneficios y prestaciones ahí contenidas. En ese sentido, el sindicato tiene todo el derecho de defender las prerrogativas adquiridas así como aspirar a mejorarlas. Pero lo que está de por medio para la sociedad mexicana no es el paquete de beneficios y prestaciones, sino un pilar más (o menos) en el proceso de construcción de un país moderno. Aunque el sindicato tenga derecho legítimo a defender sus prebendas, su amenaza de romper con la institucionalidad va más allá de lo laboral, lo que hace que la disputa se inscriba en el contexto del conflicto más amplio de la actualidad y que tiene que ver con definiciones básicas sobre si la nuestra será una nación de ciudadanos o una de súbditos.

De esta manera, el conflicto que estalló a principios de semana con el cambio en la dirección del IMSS tiene dos dinámicas. Una directamente relacionada con la relación obrero patronal y otra, la crucial, con el sindicalismo y corporativismo mexicano. El sindicato demanda de manera abierta ignorar las modificaciones a la ley del IMSS que se aprobaron apenas el año pasado. En ellas se establece que las aportaciones de los trabajadores se destinarán para los servicios de los afiliados y no podrán utilizarse para sufragar las pensiones de los empleados retirados del IMSS. Esta circunstancia explica la vehemencia del sindicato, pero también ilustra la naturaleza del conflicto: aquí no se trata de una diferencia entre el gobierno y un sindicato, sino entre los intereses de los sindicalizados y los de la población asegurada en la institución.

A diferencia de otras entidades en las que el tema laboral y sindical es preeminente, pero donde la vinculación entre la empresa y la población es distante, como PEMEX, CFE o Luz y Fuerza, el IMSS es un organismo íntimamente vinculado con gran parte de la población a través de los diversos servicios que ofrece. Pero, más importante, en el IMSS chocan directamente los intereses de los asegurados que hacen aportaciones regulares para pagar el acceso a los servicios de salud (lo que incluye a todos los que tenemos un empleo asalariado), contra los de los trabajadores del IMSS, que están acostumbrados a utilizar esos recursos para su propio beneficio. Lo que el sindicato del IMSS demanda es, nada más y nada menos, disponer de esas aportaciones para financiar los privilegios de sus afiliados.

El problema no es nuevo, pero ha venido cambiando de naturaleza. Para comenzar, hace mucho que las finanzas del IMSS están quebradas. Esta situación es producto de tres factores que han ido cuajando a lo largo del tiempo, algunos por razones naturales y otros por su pésima administración.

Ante todo, el IMSS ilustra el cambio demográfico que ha venido experimentando el país en las últimas décadas y que se expresa de manera extrema dentro de la institución. La sociedad mexicana comienza a experimentar un proceso de envejecimiento que ya es muy avanzado en naciones como las europeas y la japonesa; este proceso implica que, al disminuir la tasa de crecimiento demográfico a la vez que se eleva la longevidad de la población, un número cada vez menor de asalariados sostiene a un número creciente de pensionados. Este fenómeno se agudiza de manera radical dentro del propio IMSS: mientras que en 1980 había un pensionado por cada 13.1 trabajadores de la institución, la cifra para este año es de 5.6 activos por cada inactivo. Es decir, el número de jubilados es estratosférico y su esquema de jubilación cada vez menos sostenible. Si esto fuera producto de mera longevidad, podríamos al menos felicitarnos de la mejoría de la calidad de vida. Pero, en este caso, buena parte del problema surge por las generosísimas condiciones de jubilación que permiten a los trabajadores del IMSS retirarse muy jóvenes y con su sueldo más alto. No hay ninguna institución o empresa fuera del gobierno que ofrezca esquema similar por la sencilla razón de que, al hacerlo, quebraría.

La segunda circunstancia por la cual el IMSS está quebrado es por la mala administración que le caracterizó en el pasado. Por décadas, sucesivas administraciones privilegiaron el gasto dispendioso en edificios bonitos, teatros y otras fachadas sobre la creación y buen manejo de reservas que permitieran ofrecer servicios médicos de óptima calidad y garantizar la disponibilidad de los fondos de pensión cuando los asegurados llegaran a la edad de retiro. Por muchos años, mientras la población era mayoritariamente joven, el IMSS recibía muchos más fondos por concepto de aportaciones de los asegurados que lo que sufragaba en pensiones. Todo ese dinero se esfumó en proyectos faraónicos del propio Seguro, así como en la tercera circunstancia: el sindicato.

El sindicato del IMSS, al igual que otros entes emblemáticos del corporativismo mexicano de su etapa más autoritaria, se constituyó en un factor de poder a lo largo de las décadas en que sus líderes chantajeaban al gobierno con la amenaza de movilizar a sus contingentes. El sindicato demandaba prebendas y beneficios para no retar al gobierno o su legitimidad; a cambio de ello, el gobierno otorgaba privilegios cada vez más excesivos y costosos. Desde luego, los trabajadores de cualquier empresa tienen derecho a beneficios y prestaciones pero, en el caso de una empresa privada, éstos tienen como límite la capacidad financiera del empleador. Esos límites no existen en las entidades públicas, porque se parte del principio de que la bolsa del gobierno es infinita y, sobre todo, que el gobierno siempre preferirá comprar el favor de los líderes sindicales antes que correr el riesgo de una huelga o un conflicto que le reste legitimidad. Como ilustra la prestación de la jubilación temprana (faltaba más), los sindicatos de entidades como el IMSS aprendieron a capitalizar de los temores y la aversión al riesgo del gobierno hasta convertirse en extorsionadores profesionales.

En este momento, el gobierno, representado por una nueva cabeza al frente del IMSS, está intentando evitar llegar al extremo de una huelga. El sindicato ha amagado con una huelga que suspendería incluso los servicios de emergencia médica si no se satisfacen sus demandas en un plazo anunciado. El gobierno enfrenta dos situaciones: por un lado, quiere evitar a toda costa llegar a la huelga por la simple razón de que, una vez iniciado un proceso de esa naturaleza, siempre es incierto el desenlace para retornar a los cauces de la normalidad. La otra es que el sindicato demanda no sólo una mejoría sobre sus ya de por sí generosísimas condiciones contractuales, sino que se ignore la ley vigente, que fue aprobada hace un año precisamente para evitar el chantaje que hoy ejerce el sindicato. A sabiendas de que este gobierno ha tenido una infinita propensión a doblarse cuando algún interés particular lo pone contra el rincón, el sindicato se ha dedicado a tocar los tambores de guerra desde que se inició el conflicto.

Es difícil determinar si éste será un momento definitorio para el gobierno y para el país, sobre todo porque ha habido tantos que ya ninguno parece definir nada. Pero los conflictos y sus resoluciones se apilan uno sobre otro y prácticamente todos los que han pasado por las manos de esta administración han acabado en una cesión completa a la contraparte, inclinando poco a poco la balanza hacia el reino del sindicalismo, del corporativismo y los intereses creados. El gobierno actual ha permitido que se conculquen, una y otra vez, los derechos de las mayorías. En cada ocasión en que el gobierno se ha enfrentado a un interés particular como han sido los sindicatos (pero no exclusivamente), la factura la ha acabado pagando el votante que llevó al presidente Fox a los Pinos. La incipiente y no consolidada democracia mexicana ha ido perdiendo terreno con cada día transcurrido entre aquel famoso dos de julio y el momento actual.

La gran pregunta es dónde está la población en este conflicto. Si bien al gobierno lo han puesto contra la pared en ya tantas ocasiones que es difícil recordarlas todas, ésta es la primera en que se enfrentan tan clara y directamente los intereses de la población trabajadora con los de un sindicato. Sin embargo, en lugar de involucrar a la ciudadanía, convocar a la población y convertir este conflicto en una prueba de su preferencia por la ciudadanía y la democracia, el gobierno ha optado no por negociar, sino por ceder en cada una de las instancias de este proceso, como ilustra la salida del anterior director.

El gobierno se ha ido definiendo, no así la población. Pero la democracia y sus derechos son relevantes y válidos sólo en la medida en que la ciudadanía está dispuesta a defenderlos. En ese sentido, lo que está de por medio en este conflicto no es si el trabajador sindicalizado debe ganar tal o cual prebenda o ajustar sus prestaciones de determinada manera, sino el futuro de la ciudadanía y, por lo tanto, de la democracia mexicana. No es imposible que, así como el gobierno tiene pavor de una huelga, una situación de huelga obligara a la población a definirse respecto a sí misma y el futuro. Por eso estamos al borde, pero no es claro si de un precipicio o del nacimiento de la ciudadanía.

 

Falta de foco

Luis Rubio

Aunque algunos políticos y prominentes empresarios creen que han encontrado la piedra filosofal, la verdad es que el país adopta una postura cada vez más incierta, defensiva y carente de estrategia. Los 50 puntos con los que Andrés Manuel López Obrador inició su campaña, revelan una visión de México y el mundo anclada en el pasado, una que ignora que nuestro país, como el resto, vive en el contexto de una vorágine productiva, financiera y migratoria provocada por el virtual achicamiento del planeta. De la misma manera, el acuerdo nacional que promueve un grupo de empresarios prominentes privilegia una visión corporativista del mundo que, para ser francos, ya no encuentra referente en la realidad y constituye un retroceso para el desarrollo del país. En lugar de ver hacia adelante, algunos de los mexicanos más prominentes e influyentes se desviven por proponer un retorno a lo que ya no puede ser y que, es importante reiterarlo, nunca fue tan bueno como a algunos les parece en retrospectiva.

El proyecto esbozado por AMLO contiene tres grandes líneas de acción: primera, la inversión pública, que es concebida como la varita mágica que resolverá los problemas económicos del país. En este rubro se proponen inversiones en aeropuertos, caminos, proyectos energéticos, un tren bala y puertos comerciales en Coatzacoalcos y Salina Cruz. En segundo lugar propone utilizar el gasto público para subsidiar a productores, cobijar a los más necesitados y desprotegidos, becar a los discapacitados y otorgar crédito al autoempleo. Y tercero, ofrece proteger a la planta productiva reduciendo la competencia, resguardando a los productores de maíz y frijol de manera particular. La serie de pronunciamientos que integran el texto conforman una visión que intenta responder a los miedos y preocupaciones de una población que no ha contado con liderazgo competente y capaz de adoptar un camino claro hacia el desarrollo del país en esta época de convulsión económica internacional. Pero se trata de una visión provinciana, limitada a un espacio geográfico y humano que quizá era real hace algunas décadas, pero que hoy no tiene viabilidad alguna. El proyecto es notable más por lo que deja a un lado que por lo que incluye: en tanto procura satisfacer a una población ansiosa, se olvida del mundo exterior, de la necesidad de contar con un marco de leyes que vaya más allá de los deseos de los políticos para atraer inversión. Por encima de todo, se olvida del consumidor. Lo que importa en el proyecto son los productores y los afectados por los cambios económicos. El consumidor y el ciudadano no existen.

El proyecto que promueven algunos empresarios empata casi de principio a fin con la visión provinciana de AMLO. Como sería de esperarse y tratándose de empresarios exitosos, el enfoque de sus planteamientos es más preciso, pragmático y concreto que el de un político en campaña. Hay una preocupación sistemática por la eficiencia y la productividad, por la viabilidad empresarial y financiera. Rechaza proyectos faraónicos en aras de soluciones modestas que requieren pocos recursos pero generan grandes dividendos. El énfasis es sobre la economía doméstica, la infraestructura y un papel activo para la inversión privada en el financiamiento de proyectos para los cuales el gobierno está fiscalmente imposibilitado. Se propone crear mejores condiciones para la creación de empresas, la eliminación de la informalidad, el fortalecimiento del poder judicial y la modernización de la administración pública. Al igual que el proyecto de AMLO, lo notable es lo que no contempla: México es concebido como un ente independiente en el sistema interplanetario en el que basta con que nos pongamos de acuerdo para que nuestros problemas desaparezcan. Las élites le resolverán su problema a los incautos.

Claramente, los dos proyectos fueron concebidos de buena fe. En ambos casos, se trata de visiones profundamente arraigadas en las mentes e historia de sus promotores, independientemente de que sus objetivos e intereses específicos sean distintos. Pero el asunto que interesa al país es si esos proyectos contribuirían a lograr lo que toda la población quiere: crecimiento, empleos y mejores niveles de vida, todo ello en un contexto de seguridad física y patrimonial.

El problema está menos en el qué que en los cómos. Los diarios y debates en el país están saturados de propuestas y planteamientos que nunca se aterrizan y que, por lo tanto, no ofenden a nadie. Algunas no se aterrizan porque nadie ha meditado sobre cómo hacerlo o cuáles serían las implicaciones de proyectos de alto vuelo. Otros no se aterrizan porque revelarían sus inconsistencias, los intereses que yacen detrás de ellos o la indisposición a romper, de una buena vez, con un statu quo que, hoy por hoy, no beneficia a nadie. Lo más importantes es que, en abstracto, nadie puede oponerse a los objetivos que se plasman en esos dos proyectos, pues se trata de planteamientos de Perogrullo que están casi diseñados para que nadie levante las cejas.

Los dos proyectos son suficientemente concretos para ser atractivos y, al mismo tiempo, suficientemente vagos para no alienar a nadie. Nunca se explica cómo se llevarían a cabo los magnos objetivos que se proponen, ni se explica de dónde saldrían los recursos para llevarlos a cabo (esto es particularmente claro en el caso de AMLO, más allá de reducciones de gasto burocrático). Su atractivo reside precisamente en que plantean lo que todo mundo quiere escuchar: que urge una revitalización económica y que eso resolverá todos los problemas.

Si la realidad fuera tan sencilla, cualquier gobierno, hasta el actual, ya lo hubiera logrado. Lo que los dos proyectos ignoran es el conjunto de cambios que han tenido lugar al interior del país y aquellos que han sobrecogido al mundo en su totalidad. Ambas circunstancias han hecho inviables los esquemas de crecimiento que, como estos dos, parten de la premisa de que el gobierno determina, y puede decidir, el devenir de toda una sociedad como si se tratara de su señorío feudal.

Los cambios al interior del país han sido enormes. Aunque nuestra democracia es por demás deficiente y carece de los más elementales instrumentos para operar (como un sistema judicial efectivo, seguridad personal y patrimonial, cercanía e influencia de la población sobre sus representantes y efectiva rendición de cuentas), es innegable la evolución. Quizá no haya mejor evidencia del cambio que se ha presentado en las conciencias de los mexicanos que el escucharlos decir lo que piensan a través de los medios, algo que era inimaginable incluso hace una década. Por más que la población espere un nuevo milagro (y proyectos como estos no hacen sino perpetuar la noción de que un milagro es posible si sólo se hacen unas cuantas cositas), es un hecho que cada vez se deja mangonear y manipular menos. Por más que muchos quisieran creer en la promesa de que la redención se encuentra a la vuelta de la esquina, su continuo migrar hacia el norte revela sus verdaderos pensamientos y creencias.

Si los cambios en el interior han sido enormes, los de afuera son descomunales, revolucionarios de hecho. Pretender que se puede articular una estrategia de desarrollo que ignora las dos cosas más importantes que ocurren en el exterior la igualación de acceso a los mercados y la avalancha de la economía del conocimiento- es vivir en la negación. Es por ello que, aunque uno de los proyectos es infinitamente más claro, pragmático y preciso que el otro, ambos son, a final de cuentas, sumamente provincianos y, en eso, mesiánicos. Los principales retos, pero también las grandes oportunidades para el desarrollo del país, están en el exterior. La clave para enfrentarlos reside en una profunda transformación interna, tal y como lo hicieron, en su momento, Irlanda, Chile y España. Nada de eso es visible, o es reconocido, en estos dos proyectos que acaban siendo, a final de cuentas, una visión pesimista del futuro.

La igualación de condiciones para la competencia en el mundo internacional constituye un cambio dramático que está transformando los procesos productivos en el mundo y revolucionará las estructuras económicas del planeta en la década que viene. Mientras que en los lustros pasados la competencia se dio en los mercados de bienes, lo que viene en los próximos años es la revolución de los servicios y un cambio todavía más radical en el valor del conocimiento respecto al del trabajo manual. De esta manera, mientras que lo relevante sería pensar en transformar la educación del país para igualar las condiciones de acceso a los procesos productivos para todos los mexicanos, lo más que nos recetan los proyectos citados es elevar su calidad, más y mejor educación y salud o concebir a la educación como base del capital social. Nada sobre el conocimiento, la competencia en el ámbito de servicios o el enorme potencial que representa, en términos de valor agregado, una población con una educación no sujeta a los objetivos políticos de un sindicato, sino orientada por el potencial liberador que entraña un verdadero capital personal en la forma de una educación de punta, comparable no a la del México del siglo XIX, sino a la de los campeones del mundo como Corea, Irlanda o Suecia.

El mundo cambia y lo que nuestros próceres nos ofrecen es hacer mejor lo que ya hacemos. La propuesta productiva es proteger a los productores de frijol y maíz. En contraste, lo que el país requiere es claridad de miras para entender por qué es necesario y deseable llevar a cabo un conjunto de reformas; transformar la estructura educativa del país, comenzando de lo que requiere el mercado de trabajo futuro, no de lo existente; reconocer la trascendencia del empresario como corazón del desarrollo económico, y hacer todo lo necesario para que se puedan crear nuevas empresas y que éstas se dediquen a lo que saben hacer en vez de a lidiar con la burocracia. Ante todo es necesario enfrentar de una vez por todas el tema de la inseguridad pública y patrimonial que consume al país y a la sociedad poco a poco, pero de manera brutal e irreversible. Se necesita un plan y un enfoque claro, pero uno que parta de la realidad interna y externa que vivimos, no de los deseos, ideología o intereses de quienes lo proponen. México ya no requiere más milagros, sino un desarrollo efectivo.

 

La política y las empresas medianas

Luis Rubio

A diferencia de lo que ocurre en otros países, las campañas presidenciales en México obscurecen más de lo que iluminan. En lugar de ser propositivas y llenas de planteamientos potencialmente novedosos para la transformación del país, éstas tienden a caracterizarse por conflictos y disputas mezquinas. Para muestra ahí están los conflictos por el liderazgo del PRI, la comedia de errores del proceso electoral panista y la candidatura indisputada, pero no unánime, del PRD. Ni una sola propuesta innovadora. Así, mientras las campañas se eternizan, la población vive la jaqueca cotidiana del mundo imposible creado por políticos que, sin recato, buscan llegar al gobierno para después dejar todo igual, cuando no peor.

Los diferendos políticos que distinguen al país son muchos y la mayoría de las veces profundos. Partidos y políticos de todos los signos hablan de “cambio”, “transformación”, “modelo alternativo” o “modernización” sin definir ni precisar sus palabras y mucho menos analizar las implicaciones, viabilidad y consecuencias de sus planteamientos. La retórica ha sido rica en adjetivos, pero escasa en contenidos. En el fondo, lo que queda claro es que la realidad política se ha transformado, pero ese cambio no se ha traducido en capacidad de acción gubernamental o legislativa. El país es indudablemente más libre y el gobierno menos poderoso, circunstancias que la mayoría de la población aplaude, pero seguimos sin contar con una economía en crecimiento o un gobierno que funcione.

Los conflictos políticos han impedido avanzar la agenda gubernamental desde 1997. Pero esa parálisis es un tanto peculiar, puesto que refleja no la democracia de la que se presume en el discurso político, sino a una élite nacional dividida e incapaz de definirse frente a los retos que confronta el país. Y este es quizá el punto nodal: el país lleva 76 años (de 1929 a la fecha) de gobiernos encabezados por una élite que por mucho tiempo fue capaz de arrojar resultados, así fueran insuficientes para resolver todos los problemas en los frentes económico y social, pero que a lo largo de la última década se ha desplomado y ha paralizado los procesos de toma de decisiones, dejando en ascuas a la población.

La disyuntiva hoy consiste en tratar de reconstruir ese mecanismo elitista del pasado o hacer posible un régimen verdaderamente democrático. Quienes prefieren el primer camino hablan de recrear el pacto de élites, desarrollar mecanismos para que los políticos se entiendan y estructurar procedimientos institucionales para hacer funcional el sistema de gobierno actual. En otras palabras, adaptar el viejo mecanismo a la realidad actual. Típicamente, quienes así piensan tienden a inclinarse por una reforma institucional que no altere lo sustantivo del sistema político actual, pero sí genere los incentivos apropiados para que los poderes públicos –sobre todo el ejecutivo y el legislativo- colaboren en lugar de confrontarse.

Muchos otros consideran que ese mecanismo elitista es disfuncional en una sociedad como la mexicana en la actualidad, tanto por su tamaño como por su dispersión geográfica, económica y política. Aunque hay una gran diversidad de posturas y grados de radicalismo en este subconjunto, quienes así ven el mundo tienden a proponer ambiciosas reformas al ejercicio del poder. Algunas se limitan a planteamientos muy concretos (como la reelección de legisladores y presidentes municipales) como medio para crear un equilibrio muy distinto al actual, esencialmente a favor del ciudadano; en tanto que otros plantean una ambiciosísima agenda de reformas que incluirían cambios tales como la incorporación de un primer ministro y la creación de un sistema semi parlamentario en el poder legislativo.

La diferencia entre estas dos visiones es radical. No sólo reflejan una manera dramáticamente distinta de concebir al mundo, y a nuestro país en particular, sino también ambiciones muy distintas sobre lo que el país es capaz de alcanzar (para los primeros existen límites precisos, para los segundos esos límites son ficticios). Frecuentemente unos y otros revelan una profunda ignorancia, y hasta desprecio, por el acontecer cotidiano del ciudadano común.

Aunque es obvio que el país no está funcionando y que se requieren cambios radicales en la forma de operar del sistema gubernamental en su conjunto, los políticos se baten en disputas que tienen poca relevancia para el ciudadano común y corriente. Si bien es posible que, debidamente instrumentada, cualquiera de las dos visiones de organización política y democrática podría destrabar los obstáculos que hoy enfrenta el desarrollo del país, al menos en el corto plazo, no es evidente que los gobernantes, aun contando con una estructura funcional de gobierno, sabrían qué hacer para generar condiciones propicias al desarrollo.

Es decir, tenemos dos problemas distintos: uno es de desarrollo insuficiente que en los últimos años se ha convertido en nulo y que tiene años, si no es que décadas de existir, y otro de organización política. En cuanto al primero, se puede debatir si en tales o cuales años ese desarrollo fue excepcional o si en otras fue francamente patético, pero el hecho indisputable es que llevamos casi un siglo aprovechando magramente el enorme potencial de desarrollo con que cuenta el país, algo que se nos recuerda cada vez que vemos los espectaculares resultados de otros países, sobre todo asiáticos.

El otro problema es de organización política. Para nadie es secreto que el sistema de gobierno que hoy tenemos no funciona. Independientemente de si la culpa es de los legisladores o del ejecutivo, o de ambos, lo cierto es que tenemos una estructura institucional que refleja más al viejo presidencialismo que a la realidad de una población con preferencias partidistas muy claramente diferenciadas, mismas que se reproducen en el congreso y redundan en la parálisis gubernamental.

Estos dos problemas se entrelazan entre sí. Si el problema fuera sólo de organización política, entonces el viejo presidencialismo, el vigente de 1929 a 1997, tendría que haber resuelto todos los problemas del país y arrojado un desarrollo económico sin parangón en el mundo. El problema, es evidente, trasciende el ámbito del poder. Es decir, no bastaría con resolver el problema de organización política pues, aunque necesario, es tan sólo un ingrediente del desarrollo del país. El otro tiene que ver con crear las condiciones para que el desarrollo sea posible al nivel de cada ciudadano.

Lo trágico de nuestra realidad es que, más allá de las “grandes” reformas que se discuten (ignoran es una mejor palabra) respecto a la creación de “motores” de desarrollo internos, los conflictos políticos han hecho imposible atender, inclusive reconocer, los problemas que afectan al ciudadano común y corriente de manera cotidiana y que, irónicamente, podrían ser mucho más trascendentes para el desarrollo, la democracia, el empleo y la reducción de la desigualdad, que muchas de las grandes transformaciones en las que se concentra el discurso partidista.

En todo el mundo, la principal fuente de empleo y, por lo tanto, de oportunidades, reside en las empresas pequeñas y medianas. Muchas de esas empresas cobran forma cuando una persona decide auto emplearse, para luego crecer hasta convertirse en una fuente de riqueza y empleo. Pero, para progresar, esas empresas requieren de condiciones que en México simplemente no existen. Una es un régimen legal y de derechos de propiedad que permita dirimir disputas, hacer efectivo un contrato, poderle cobrar a un cliente, etcétera. Otra, acceso a capital, hoy restringido al crédito bancario o a fuentes privadas por la ausencia de un boyante mercado de capitales; y una más es un entorno burocrático que permita a los mexicanos trabajar. El  que la economía informal sea tan atractiva para quienes en otras circunstancias podrían formar pujantes empresas, es revelador de la poca atención que el sistema político le pone al desarrollo económico.

Y peor. Un amable lector, ciudadano que se bate en la complejidad maligna de nuestra realidad cotidiana, plantea sus dificultades de una manera que ningún político parece tener capacidad de comprender. Reproduzco su nota tal cual:

“Hay otro problema que quizá sea igual de pernicioso. Si usted tiene un
pequeño capital y quiere abrir una empresa, tiene tantas trabas y
costos que hacen casi imposible abrirla legalmente (un notario para
que le haga la escritura, un contador para que le haga los trámites de
hacienda (incluyendo declaraciones), establecer un domicilio fiscal,
no digamos si su negocio requiere importar pequeñas cantidades de
algo (registrarse en el padrón de importadores -otro trámite
especializado). Si usted contrata varios empleados, tiene que
considerar que sus costos de mano de obra son casi el doble del sueldo
que le paga, no contando que si el negocio no prospera y tiene que
cerrarlo, entonces tiene que pagarle indemnización. Otro costo oculto:
si tiene un sueldo bajo (digamos unos 3 salarios mínimos o menos) debe
usted darle un subsidio, que en teoría se descuenta del impuesto que
tiene que enterar por el impuesto retenido a los empleados de sueldo
alto (mala suerte si no le alcanzan los impuestos retenidos para
compensar el costo). Otro costo oculto, el empleado se enferma, acude
al Seguro Social el doctor casi automáticamente le da tres días de
incapacidad, pero la obligación de pagar el sueldo completo es del
patrón. Más costos: las declaraciones al SAT se tienen que hacer por
Internet, se necesita una cuenta bancaria, casi cualquier cuenta en un
banco le cuesta por lo menos unos 5,000 pesos anuales.
Como dicen los chinos es la muerte de mil cortes, ninguno es mortal,
pero en conjunto lo desangran y acaban por matarlo. El porcentaje de
negocios que fallan en los primeros cinco años es superior al 80%
(estadística mundial). En México ha de ser mayor. No sólo el negocio
falla, tiene gastos de cierre bastante altos, o se expone a multas.
Desgraciadamente, como en muchas otras cosas, los servicios del
gobierno parecen estar diseñados para explotar y no para dar un
servicio.”

Hasta aquí la cita. Quizá sea tiempo de que los políticos, sus campañas y su óptica se dirijan hacia lo que le importa a la abrumadora mayoría de los mexicanos. Es ahí donde está el futuro.

www.cidac.org

El capital y cómo rechazarlo

Luis Rubio

Todo en el país parece diseñado para hacer difícil el progreso. La lucha en torno a la Ley del Mercado de Valores es un buen ejemplo de ello. La ley es un intento por fortalecer lo que se ha dado por llamar el «gobierno corporativo» de las empresas listadas en la bolsa de valores, de tal suerte que quienes inviertan en ellas cuenten con mecanismos que garanticen que sus recursos serán usados de manera adecuada, transparente y profesional. Sin una legislación apropiada para ese propósito y sin los mecanismos idóneos para proteger a los inversionistas, comenzando por los más pequeños y, por ello, más vulnerables, nadie arriesgaría su capital.

El número de empresas listadas en la Bolsa Mexicana es muy pequeño y, de hecho, menor al de hace unos años. Esto plantea un severo dilema para el país, pues para que la economía crezca se requieren mecanismos que faciliten el uso eficiente del capital. Parecería obvio que las políticas y acciones gubernamentales deberían estar orientadas a garantizar que el ahorro fluya hacia las opciones más productivas. Lo interesante es que la oposición a que esto suceda sigue tan viva y activa como siempre.

El crecimiento económico requiere de capital, es decir, de ahorro que se destine a la inversión. Las empresas, grandes y pequeñas, requieren de ese ahorro para financiar la compra de maquinaria, materias primas y otros insumos para poder producir bienes y servicios. La brecha de tiempo entre el momento en que se realiza el gasto de capital y en que se comienza a generar un ingreso por las ventas del producto o servicio, explican la necesidad del financiamiento.

Muchas de las empresas más exitosas del mundo y de México surgieron como producto de la inventiva y de la creatividad. El proceso de convertir esas ideas en actividad productiva requiere de inversiones, con frecuencia masivas. Y para que esas inversiones tengan lugar, se requiere de un sistema financiero eficiente que cuente con la absoluta confianza de los inversionistas. Sin ese sistema financiero y esa confianza, el crecimiento económico resulta imposible.

Convertir el ahorro en inversión es un proceso delicado que no ocurre con facilidad porque el dueño del ahorro, aunque reconoce un riesgo en cualquier inversión, clama por cierta certidumbre: la existencia de reglas del juego que le garanticen seriedad y transparencia en el manejo y uso de sus recursos. Mientras que el ahorro en instrumentos bancarios viene acompañado de reglas muy precisas sobre plazos, pagos y rendimientos, una inversión de capital descansa enteramente en la confianza que el ahorrador deposita en el proyecto y en la empresa. Como su nombre lo indica, una inversión de riesgo implica que la empresa le pagará al inversionista cuando mejor le convenga. Por lo anterior, un ahorrador puede dudar de realizar una inversión de esta naturaleza (aunque implique mejores rendimientos) si las reglas bajo las cuales ésta va a realizarse no son confiables. La Ley del Mercado de Valores que está siendo considerada en el Congreso persigue conferirle una mayor transparencia al inversionista, a quien le otorga derechos que antes no tenía y obliga a la empresa a rendir cuentas. Quizá el avance más importante de la nueva ley reside en que exige que los comités de auditoría de las empresas listadas en bolsa incluyan consejeros independientes, a la vez que fortalece las facultades de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores para investigar a funcionarios de las empresas. Además, hace mucho más sencillo el registro de nuevas empresas en la Bolsa (sobre todo medianas), creando la oportunidad de que crezcan con capital externo.

Idealmente, un sistema financiero eficiente permitiría que el ahorro del señor Juan que vive en Mérida se pudiera utilizar para financiar el proyecto iniciado por el señor Miguel, persona a quien no conoce, en Hermosillo. Pero eso sólo puede tener lugar si Juan cuenta con la certeza de que Miguel no se va a robar su dinero y de que hará todo lo posible por ser exitoso en su empresa, haciéndole ganar a Juan mucho dinero. Estas certezas las dan un buen marco legal o una relación personal. Si Juan y Miguel se conocieran, Juan podría decidir si confía en Miguel lo suficiente como para invertir su dinero en la empresa. Esto ocurre todos los días en nuestro país: si uno lee las páginas financieras encontrará numerosos ejemplos de bancos, inversionistas o personas en lo individual que apoyan a otros para ayudarles a resolver un problema financiero.

Esto, que funciona bien, resuelve el problema de quienes se conocen, pero impide el desarrollo económico, pues sólo unos cuantos empresarios potenciales o personas con excelentes ideas o proyectos conocen a los inversionistas que arriesgarían en su proyecto. Puesto en otros términos, si la intermediación financiera sigue dependiendo de relaciones personales entre empresarios e inversionistas, la economía no podrá crecer y sólo aquellos que ya están establecidos podrán prosperar. Además de injusto porque impide la creación y desarrollo de nuevas empresas, este sistema sólo beneficia a quienes ya gozan de acceso y privilegios.

Una economía prospera cuando se desarrollan múltiples fuentes de crecimiento, cada una fundamentada en la creación de alguna innovación, la fabricación de algún producto o la prestación de un servicio. Idealmente, una economía avanza cuando hay miles de empresas que entran al mercado para ofrecer sus bienes y servicios: algunas serán exitosas y otras menos, pero todas en conjunto se convierten en fuentes de creación de riqueza para beneficio de la sociedad en general. Sin embargo, esto sólo funciona si esas oportunidades cuentan con fuentes de financiamiento confiable. La realidad actual es que es difícil que nuevas empresas acudan al mercado de valores a financiarse, mientras que muchos ahorradores son reacios a invertir por la falta de transparencia de las empresas.

La historia de los mercados de capital es larga y extraordinariamente rica en experiencias positivas en el manejo de los fondos de aquellos que deciden invertir sus ahorros en una determinada empresa. Aunque son inevitables las sorpresas –siempre habrá algún vival que encuentra la manera de estafar a sus inversionistas–, los procedimientos que existen en el mundo son generalmente serios y confiables. Ello se debe a que un basto número de gobiernos ha introducido la legislación y las regulaciones necesarias para asegurar el buen funcionamiento del sistema, la responsabilidad de los empresarios que cotizan sus acciones en la bolsa y la supervisión debida para que no haya abusos. La historia demuestra que los inversionistas están dispuestos a arriesgar su capital sólo cuando existen condiciones de certidumbre y ésta depende en buena medida de dos factores: uno, la existencia de una clara y confiable supervisión gubernamental; y, dos, de mecanismos confiables y predecibles de gobierno interno de la empresa en que se invierten los fondos.

El mercado de valores de México ha sido siempre visto como un club de cuates. Los costos de registrar a una empresa son elevados, la información disponible sobre las empresas listadas es escasa y unos cuantos jugadores dominan todo el mercado. Cuando alguna de esas empresas entra en problemas, otras le ayudan a resolverlos. Todo queda entre amigos. El problema es que un país de más de cien millones de habitantes no puede funcionar con base en amistades personales. ¿Por qué, deberíamos preguntarnos, un país tan pequeño como Hong Kong cuenta con un mercado de valores en el que están registradas más de 3000 empresas mientras que en México hay tan sólo 178?. El número equivalente para Malasia es 1006, Corea 1500 y Shenzhen, un mercado con apenas 15 años de vida, 542. ¿Habrá alguna relación entre el número de empresas listadas y la vitalidad de sus economías?

El hecho tangible es que una empresa localizada en cualquiera de los países citados encuentra capital con mayor celeridad que una en México. Es al menos posible que exista una relación directa entre la fortaleza de esas economías y la de sus mercados accionarios. Por ejemplo, si uno se mete a la página del mercado de valores de Hong Kong, lo primero que destaca es el énfasis que se pone en el gobierno corporativo de las empresas y la fortaleza de la supervisión gubernamental. Esto no es algo meramente casual.

Años de rezago económico deberían enseñarnos que en esto del crecimiento de la economía no hay magia ni obstáculos imposibles de ser remontados. Las economías que crecen con rapidez cuentan con estructuras institucionales y reglas del juego que hacen fácil la inversión, la creación de empleos y la instalación de empresas nuevas, así como el movimiento de activos de una empresa a otra cuando esto es necesario. Cualquiera que se sumerja en la realidad mexicana sabe bien que aquí las cosas parecen diseñadas para hacer difícil todo el proceso de desarrollo económico.

En el caso de los inversionistas, actuales y potenciales, los obstáculos son de dos tipos: uno, la debilidad de la supervisión gubernamental; y, dos, la debilidad del llamado gobierno corporativo. Es decir, el mercado de valores en México es débil precisamente en los dos temas torales que hacen funcionar a los mercados de valores exitosos en el mundo. Aunque tanto la reglamentación como la supervisión gubernamentales han mejorado en los últimos años, todo lo relativo al llamado gobierno corporativo se encuentra estancado.

El concepto de gobierno corporativo se refiere a la protección que reciben los accionistas minoritarios como resultado de la existencia de mecanismos de pesos y contrapesos en los consejos de administración de las empresas, mecanismos que garantizan la transparencia de las decisiones en ese ámbito. La Ley del Mercado de Valores que aprobó el Senado hace unos meses y que ahora se encuentra en la antesala de la Cámara de Diputados le concede especial importancia a la transparencia en los estados financieros y a los mecanismos para impedir conflictos de interés entre los propietarios de una empresa y los accionistas minoritarios. La importancia y trascendencia de la ley es tan evidente que uno se pregunta entonces qué es lo que tratan de proteger quienes se oponen a que se apruebe semejante legislación.