Luis Rubio
Hay sociedades que sufren de manera dramática, abierta y violenta; otras lo hacen de manera silenciosa pero profunda. Las primeras imponen costos directos, inmediatos y con frecuencia brutales. Las guerras y las dictaduras destruyen no sólo vidas, sino también las fuentes de vida y trabajo; por eso nos parecen brutales e intolerables. En ellas la mano armada, interna o externa, impone su ley. Las sociedades que padecen desde el silencio no sangran ni permiten que las heridas se vean a simple vista, pero ahí están. Las heridas existen y calan poco a poco, forjando una actitud frente a la vida. Mientras que las dictaduras, las invasiones y las guerras exterminan con violencia, los malos gobiernos destruyen la esencia, impiden que las personas se desarrollen y cancelan toda expectativa de vida digna. Un mal gobierno causa estragos indescriptibles porque dejan sentir su influjo sin que se vea.
Es imposible medir qué tanto ha sufrido la sociedad mexicana durante décadas de gobiernos malos y duros porque no hay manera de computar la felicidad ni existe forma objetiva de comparar los sentimientos de un pueblo con otros. No cabe la menor duda de que esos gobiernos, aunque autoritarios sólo de manera excepcional, impusieron su ley. La mexicana fue una sociedad que creció a sabiendas de que había límites reales a su libertad y aprendió a callarse las cosas importantes. Ciertamente, aunque hubo casos de abuso extremo de autoridad, el mexicano nunca fue un régimen estalinista dispuesto a destruir una vida (o muchas, millones) por sus creencias o modo de pensar, pero no hay duda que la disidencia tenía límites. Esos límites eran muy reales en comunidades rurales donde el cacique era dueño de vidas y almas, pero no eran menos ciertos en las direcciones editoriales de los diarios, lugar donde se ejercía una autocensura que acababa teniendo el mismo efecto: la gente aprendía que había límites. Una vez que se daba el aprendizaje, todo parecía fluir de manera natural. Pero cada uno de esos “aprendizajes” dejaba sus huellas y heridas.
Lo importante no es si el viejo sistema político era autoritario o si el mexicano era un régimen intolerante y dictatorial o una dictablanda permisiva. A juzgar por la forma en que una parte importante de la población se manifiesta y comporta, las heridas son mucho más profundas de lo aparente. La criminalidad es un buen indicador: no sólo se trata de que la criminalidad se haya convertido en un mal intolerable y destructor para la sociedad mexicana en su conjunto; tan grave o más es la saña con que ésta se ejecuta: los delincuentes no se conforman con robar la bolsa a una mujer o secuestrarla por algunas horas, sino que la violan o amputan los dedos. Esa violencia innecesaria que se expresa y acompaña al acto criminal habla de una sociedad resentida, ofendida y deseosa de venganza. Como si de pronto le hubieran quitado la tapa a una olla de presión, dejando que saliera de golpe toda la porquería.
La contienda electoral en que estamos inmersos tiene muchos vínculos con ese pasado. Los años de sumisión se han convertido en fuentes de resentimiento y los de incompetencia gubernamental en verdaderos veneros de un aparentemente insaciable ánimo de vindicación. Los mexicanos ya no temen expresarse y a menudo lo hacen de manera directa y sin el menor recato. De la libertad no hay duda y ese es un logro inconmensurable del proceso de democratización y cambio político de las últimas décadas. Pero lo que la sociedad expresa no es siempre loable y en muchas ocasiones es canalizado de la manera más irresponsable para fines particulares de corto plazo.
Las campañas electorales son canales naturales para que surjan y se expresen estos sentimientos y percepciones. En toda contienda política, los candidatos siguen un proceso que, típicamente, los pone en polos opuestos al principio, para luego acercarlos a un centro en el que intentan capturar al grueso del voto. La primera etapa suma a los creyentes, a los miembros sólidos del partido y a los que se sienten directamente representados por el candidato. En las etapas posteriores la disputa se centra en los electores más pragmáticos, los que no están comprometidos con una ideología, partido o candidato. Los primeros le dan sentido a cada campaña, en tanto que los segundos hacen posible su triunfo. En este momento nos encontramos en la primera etapa, o incluso en un momento previo, lo que explica la polarización del lenguaje, la dureza de los juicios y la ira que se deja ver en las esquinas partidistas.
Pero nada de ese proceso sirve para explicar el sentir de la población. Tras décadas de alinearse con un jefe o cacique, seguir la línea del gobierno en turno, morderse la lengua para evitar ser clasificado como un armapleitos y sufrir las consecuencias de actuar, pensar o preferir algo distinto a la línea oficial, comienza a ser patente un margen de libertadas, así sea incipiente, en el que la gente se queja, se manifiesta, demanda y vota. Con todas sus limitaciones y burocratismos, la diversidad de partidos en contienda habla por sí misma. Pero nada de esto permite entender, comprender a cabalidad, los sentimientos profundos de una sociedad que apenas ahora comienza a otear un entorno de libertad para hablar, pero no necesariamente para actuar y transformar su vida.
Toda esta alocución tiene su razón de ser, pues refleja una experiencia específica y desoladora. Cuando discutimos temas como el de la migración, lo típico es focalizar los atropellos que sufren los migrantes o las dificultades que éstos enfrentan para llegar a su destino: se sobrevive en un espacio de libertad pero también de incertidumbre legal. Pocas veces nos ponemos a meditar las consecuencias de millones de familias encabezadas por abuelos porque ambos padres se fueron “al otro lado” o aquellas a las que el papá visita una vez al año, si bien les va. ¿Cómo crecerán esos niños? ¿Qué sentimientos tendrán frente al gobierno? Nadie sabe con certeza qué piensa cada mexicano que crece sin el ejemplo paterno, materno o ambos. Pero es seguro que no verán a los gobiernos como entes benignos después de que obligaron a sus padres a migrar.
La migración es tan sólo un síntoma. La hiperinflación de los setenta y ochenta destruyó familias enteras. Las crisis, producto en buena medida de ese veneno que es un gobierno con autoridad excesiva, capaz de gastar más de lo que tiene y endeudar al país sin límite ni sanción, acabaron no sólo con fuentes de trabajo y oportunidades de desarrollo, sino también destruyeron sueños y expectativas. En el camino sembraron las semillas del resentimiento y ánimo vengativo que hoy es columna vertebral de la retórica electoral. Los analistas tendemos a ver estos hechos –las crisis por ejemplo– como procesos que tienen un principio y un fin: tales circunstancias políticas o económicas gestaron acontecimientos que llevaron a una situación de crisis que luego tuvo que ser confrontada hasta que finalmente se restauró la normalidad. Pocas veces observamos las heridas no evidentes que dejaron todos esos procesos destructivos, que en la mayoría de los casos no debieron haber ocurrido.
Hace poco, con motivo del triunfo de Antonio Villaraigosa para la alcaldía de Los Angeles, Reforma reprodujo la conversación que éste tuvo con un grupo de empresarios mexicanos, en el marco de una cena organizada en su honor. En ella se le pidió al entonces presidente de la Asamblea Legislativa californiana que explicara, desde su perspectiva como México-norteamericano, la diferencia entre ambos países. «Es muy simple, afirmó Villaraigosa, si mi familia se hubiera quedado en México yo estaría hoy sirviéndoles la comida…” Ante las miradas de confusión de los comensales, el hoy Alcalde de Los Ángeles agregó: «En cambio fueron a Estados Unidos y hoy ustedes ofrecen esta cena en mi honor» (Reforma, 6 de Septiembre, 2005). Las palabras del alcalde angelino dejan mucho qué pensar sobre lo que no funciona en el país, que es mucho, y a la vez delatan el resentimiento que muchos mexicanos menos afortunados sienten pero no expresan con esa claridad y determinación.
El país está atorado por la combinación de políticos timoratos e intereses corporativistas que han hecho del país su feudo particular. Todos los que hemos pasado por la época de la lujuria populista de los setenta y luego por veinte largos años de intentos insuficientes y a veces inadecuados por retornar a la estabilidad permanente y crear una nueva plataforma de crecimiento, sabemos bien que los resultados no son particularmente loables. Es obvia la necesidad imperiosa de acelerar el paso, pero un paso correcto, en la creación de condiciones que hagan posible un crecimiento económico elevado, sostenido y transformador, encabezado por miles o millones de pequeños y medianos empresarios. Igual de obvio es el hecho de que sólo una estrategia que parta de la decisión política de romper con esos impedimentos corporativistas, públicos y privados, sería capaz de darle la vuelta al país. El statu quo es intolerable e inaceptable.
No haber llevado a cabo esos cambios tiene consecuencias. Hasta hoy, esas consecuencias se han hecho patentes en la desigualdad social, pero son tan sólo anecdóticas en la manera de percibirlo la población. Aquí hay un ejemplo de la vida real.
Hace poco, un amigo entrañable, Sabino Bastidas, sufrió un atentado, pero no de esos de corte criminal. Comiendo en un restaurante, dos personas de mediana edad con un hijo se acercaron y, con toda humildad, le dijeron que lo habían visto en televisión y que querían hacerle una pregunta. Explicaron que ambos son retirados del ejército, él como coronel, ella como enfermera, y que se encontraban ante una tesitura muy grave: estaban contemplando la posibilidad de enviar a su único hijo, de dieciséis años, a Canadá para que allá estudiara y se formara y, con ello, tuviera una oportunidad real de desarrollarse y vivir una vida digna y productiva. La pregunta era si debían hacerlo. Boquiabierto, mi amigo titubeó un momento, luego de lo cual movió la mirada de los compungidos padres hacia niño y le preguntó: ¿y tú que quieres? El niño volteó y, sin chistar, dijo “yo sólo quiero un país”. A eso hemos llegado.