Ayer, hoy y mañana

Luis Rubio

¿Será posible predecir el futuro? preguntaba ansiosa una persona que llamó a una estación de radio armenia. “Sin duda” le respondió, un tanto incierto, el locutor. “No hay problema alguno; sabemos perfectamente cómo será el futuro. Nuestro problema es con el pasado, éste sigue cambiando”. Según este viejo chiste de la era soviética, lo difícil no es la realidad actual, sino la del pasado. Esto mismo parece definir nuestra situación actual: el pleito de hoy, presente en la contienda electoral como el hilo conductor central, tiene más que ver con un desacuerdo fundamental sobre el pasado (lo que pasó en los setenta y noventa) que con lo que vivimos en la actualidad. La manera en que se resuelva ese pleito tal vez determine el resultado de las elecciones del año próximo.

La película de las crisis ya la vimos los mexicanos demasiadas veces. Pero parece haber más de una versión de la misma y cada quien habla de ella como le fue en la feria…, o como cree que le fue, luego de años de olvidar, convenencieramente, el tema de esencia: sus causas. Aunque sin duda muchos especuladores supieron aprovechar las crisis para su beneficio, la abrumadora mayoría de la población y seguro toda la asalariada, resultó perjudicada. Las crisis no hicieron otra cosa que carcomer el ingreso disponible, destruir el valor real del dinero (y de los sueldos) y, por lo tanto, empobrecer a personas y familias. Las secuelas de esa “película” los mexicanos las conocemos de sobra. Lo que no nos queda igual de claro es la cadena causal de condiciones que nos llevaron a tal situación.

Las causas directas de las crisis son obvias, más no siempre reconocidas. Entre 1976 y 1994, el común denominador de todas fue uno: un desenfrenado déficit fiscal que se tradujo en creciente endeudamiento que, a su vez, produjo dislocaciones en la balanza de pagos. En el corazón de las crisis se encontró siempre una distorsión fiscal. Pero esa obviedad no parece haber creado una vacuna suficientemente fuerte para evitar su repetición.

Si uno observa los argumentos de los diputados que esta semana revisaban el presupuesto, así como el de los diversos precandidatos, ninguno parece guardar conciencia de los riesgos implícitos de una crisis. Si bien es cierto que por diez años el país ha gozado de una inusual estabilidad financiera y económica (que, por cierto, pocos reconocen como el logro que es), el riesgo de un quiebre sigue estando presente, toda vez que persiste la noción de que el déficit no importa o que el gasto público es un instrumento maleable y sin límites. Esto que, uno supondría, debió quedar erradicado luego de las sucesivas crisis de los 70, 80 y 90, pero sobre todo la de 1994-1995, inexplicablemente sigue vigente. El meollo del asunto radica en que no hay una explicación de las causas de esas crisis que todos compartamos como válida. Esto último es cierto incluso entre muchos economistas que, sobre todo a partir de 1994, han expresado fuertes disensos respecto a la manera de recuperar el crecimiento de la economía.

Las diferencias de perspectiva que existen entre los economistas y técnicos se multiplican en forma incontenible entre los políticos. Mientras que los economistas, al amparo del llamado “grupo Huatusco”, han  tratado de determinar en qué están de acuerdo y en qué no, los políticos viven de extrapolar las diferencias. Pero lo que unos y otros no pueden negar es que las crisis de los 70, 80 y 90 no sólo profundizaron la ancestral desigualdad, sino que causaron enormes desequilibrios familiares y generaron un profundo sentido de frustración y, en muchos casos, resentimiento. Además de ello, esas crisis provocaron, o al menos acentuaron, la falta de confianza y desprecio que mucha gente siente por los políticos y las autoridades gubernamentales en general.

Lo patético de la situación es que ninguna de estas repercusiones parece tener impacto sobre los procesos de decisión en temas tan sensibles como el presupuestal. La discusión entre los diputados en torno al déficit es sugerente: aprovechando que los precios de petróleo se encuentran en un nivel inusualmente elevado, la administración propuso lo único sensato: crear reservas a través de un superávit en el ejercicio fiscal para el día en que la situación se invierta y los precios resulten inusualmente bajos. Frente a ello, la respuesta de los diputados ha sido contundente: no sólo quieren eliminar el superávit propuestal (al fin su responsabilidad expira el próximo año), sino que proponen elevar el gasto recurriendo al viejo truco de modificar el precio de referencia del petróleo.

Dicho precio es un tema que no por obvio deja de ser fundamental. Como todos sabemos, una parte significativa, aproximadamente el 30%, del ingreso gubernamental proviene del petróleo. Dada esa dependencia, el precio del petróleo es un factor crítico en cualquier discusión presupuestal en el país. Desde hace años, el gobierno y el Congreso han adoptado un precio de referencia para el petróleo, que es el que se incorpora en los cálculos de ingreso y gasto. De acuerdo a las prácticas vigentes, si ese precio de referencia resulta ser más bajo del registrado en el mercado, la diferencia en ingresos (los llamados excedentes petroleros) se divide, de acuerdo a una serie de fórmulas, entre los estados y la federación. Por el contrario, si el precio de referencia acaba estando por encima del precio de mercado, entonces la Secretaría de Hacienda recorta el gasto a lo largo del año. Como nadie quiere que le recorten el gasto, existe un incentivo para poner un precio de referencia relativamente bajo y disfrutar los beneficios de que sea más alto, si es que así ocurre.

Pero el Congreso ha sido cada vez más renuente a seguir esa regla elemental de comportamiento fiscal. Dado que en los últimos años  el precio del petróleo se ha mantenido a niveles históricamente altos, los diputados suponen que lo mismo seguirá ocurriendo en el futuro, aunque eso podría cambiar en cualquier momento, como ocurrió en los ochenta y noventa. En aquella época, el petróleo subió, para luego comenzar a disminuir de manera acelerada, afectando innumerables programas de gasto. Lo más paradójico de todo esto es que, a final de cuentas, las crisis del pasado no parecen haber hecho  mella sobre el comportamiento de nuestros políticos.

El problema no se limita al Congreso. La retórica de los precandidatos a la presidencia tiende a explotar ese sentimiento de que se podría hacer mucho más si simplemente los economistas del gobierno fuesen menos cuadrados. De esa premisa derivan toda una serie de planteamientos y promesas que, de llevarse a la práctica, podrían sentar las bases de una nueva era de crisis. Por el contrario, si esas promesas acaban siendo meros planteamientos retóricos, no harían sino acentuar la desconfianza hacia el gobierno y el resentimiento que ya de por sí existe.

Esa desconfianza y desprecio es ancestral en muchos sentidos, pero sólo ahora comienza a aflorar de una manera notable. Es ahora cuando la gente se expresa con libertad y facilidad. En función de eso, quizá la pregunta electoral más importante para el próximo año es si, además del resentimiento y la desconfianza, también ha habido un proceso de crecimiento y aprendizaje. Esta pregunta es importante porque una población consciente, que aprende y reconoce las debilidades de un gobierno, es una población que no acepta excesos y abusos, ni verbales ni reales. Por el contrario, una población que sólo ha crecido en su resentimiento pero no ha aprendido nada en el camino, tiende a ser presa fácil de planteamientos demagógicos como los que son visibles todos los días en la prensa nacional.

La disputa sobre el pasado es crucial para el futuro. Lo que en realidad está en juego son los 70 versus los 90, es decir, la visión maximalista del gobierno protector de la sociedad y de los productores versus la visión de una economía de mercado, anclada en la población y el empresariado para el beneficio del consumidor. Ciertamente, ninguno de los dos modelos, ni el de los 70 y ni el de los 90, es perfecto, pues la realidad es siempre más compleja que cualquier modelo. Pero lo verdaderamente interesante de esta disputa es que los 80 no aparecen en el mapa y este es un tema medular, pues los setenta no se pueden explicar sin los 80 y los 90 no se pueden interpretar sin la década antecedente. La realidad es que el país quebró en los 70 por lo insostenible y costoso del proyecto político económico que se instituyó en aquella época y el costo de esa locura se pagó a lo largo de los 80.

Además, mientras nosotros vivíamos en la lujuria petrolera, el resto del mundo entró en la etapa de lo que hoy conocemos como globalización, proceso que revolucionó la manera de producir y funcionar de todas las sociedades del mundo. De esta manera, mientras nosotros pretendíamos que la riqueza era infinita y luego pagábamos los costos de ese terrible error, perdimos la oportunidad de sumarnos a los cambios que sobrecogían al mundo para mejorar la probabilidad de lograr lo único relevante: elevar la tasa de crecimiento económico para crear empleos, disminuir la desigualdad y sentar las bases de un desarrollo sostenible de largo plazo.

El modelo que se puso en marcha en los 90 fue una respuesta a los retos que la globalización imponía, pero muy a la mexicana. En lugar de hacerlo de manera determinada y cabal, se hizo a medias, sin reglas del juego certeras y sin tocar intereses clave que hoy son el principal impedimento al crecimiento económico de corto plazo y al desarrollo en general. Ya que es obvio que la globalización no va a cambiar para ajustarse a las preferencias de algunos mexicanos, lo conducente sería comenzar a corregir los errores de esa era, afianzar una estrategia de desarrollo centrada en el consumidor y crear condiciones para que toda la población se pueda sumar a semejante empresa.

La tensión que hoy existe en la sociedad mexicana es producto de los cabos sueltos que quedan del pasado. Como sugiere el chiste armenio, mientras no seamos capaces de resolver las disputas que de ahí emanan, lo dominante en la sociedad mexicana seguirá siendo la incertidumbre, el desprecio a los políticos y, en consecuencia, la parálisis.

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