Juicios orales

Luis Rubio

La propensión natural de un pueblo asediado por la criminalidad es la de exigir el endurecimiento de la legislación penal y demandar más recursos para la seguridad pública. Pero ¿de qué sirve mayor dureza si todo el aparato judicial y policial es disfuncional y corrupto? Mucho mejor sería enfocar los esfuerzos y recursos a una mayor eficacia y eficiencia, por un lado, y a un sistema más justo por el otro. Lo más increíble de todo es que existen mecanismos capaces de lograr ambos objetivos sin necesariamente consumir más recursos. Pero lograrlo sí requeriría un cambio de enfoque y, sobre todo, colocar al ciudadano en el centro de la trama. Los juicios orales serían un buen comienzo.

En un mundo normal, nadie tendría que ser convencido de la trascendencia de la seguridad pública y la justicia. Sin seguridad pública nada puede funcionar, pues la gente, desde el individuo más modesto hasta el más encumbrado, pasa horas del día preocupado por ese mal que carcome no sólo la manera de ser de los individuos, sino a la vida social en general. ¿Cómo puede prosperar una economía si el investigador está distraído pensando en si su hijo llegó con bien a la escuela? ¿Cómo puede concentrar su mente un empresario en la siguiente oportunidad para su negocio si está perdido en los costos de una mayor seguridad? ¿Cómo puede dar lo mejor de sí un obrero, un campesino o un funcionario público que no puede dejar de imaginar los riesgos que implica ir a su trabajo en la mañana y regresar en la tarde? Nadie, y menos un gobernante, debería requerir convencimiento de la importancia de la seguridad pública.

Pero el nuestro no es un mundo normal. Las autoridades son generosas en su retórica moralista respecto a las causas del fenómeno, pero poco analíticas para comprender su dinámica y características reales. Los estudios más serios (en primer lugar, el más analítico de ellos, Crimen sin Castigo, de Guillermo Zepeda, publicado por el FCE) demuestran fehacientemente que: a) la criminalidad no se origina por la pobreza o el desempleo; b) que el problema principal reside en la impunidad; c) que un delincuente, consciente de las pocas probabilidades de ser detenido y procesado, no va a ser disuadido por penas duras y prolongadas; y d) que la sociedad no percibe que exista una estructura policíaca o judicial confiable y legítima que pueda lidiar con el problema.

Por mucho que se habla del tema, muy poco se ha hecho para enfrentarlo. Si bien existe una ambiciosa iniciativa de ley en el Senado de la República, ésta no va al fondo del asunto. La iniciativa procuraría una mayor eficiencia, pero no haría más justo y legítimo al sistema en su conjunto. Además, el problema principal tanto de seguridad pública como de justicia no se encuentra a escala federal, sino local, pues la abrumadora mayoría de los delitos se inscribe en lo que se llama fuero común que es materia de los gobiernos estatales.

Algunos gobiernos estatales inspirados por experimentos originados sobre todo en Bolivia, Costa Rica, Guatemala, Argentina y Chile, han comenzado a probar modelos alternativos. Según los especialistas, hay dos orientaciones en esos procesos: unos enfatizan la eficiencia de la justicia y procuran descongestionar el sistema, que es lo que más gusta a las autoridades porque las hace ver más efectivas. Los otros se orientan a tratar de lograr una mayor calidad en los sistemas de justicia para hacerlos más justos, a la vez que reducen la violación de derechos fundamentales. Aunque no son excluyentes, se trata de dos maneras de entender el problema y sus resultados son, por ello, muy distintos. Quizá el caso más atractivo sea el de Chile, donde se ha creado un sistema híbrido que propicia que los casos más graves y controvertidos se diriman a través de un juicio oral, en paralelo con mecanismos alternos de descongestión (sobre todo conciliación, acuerdos reparatorios, suspensión del procedimiento a prueba, juicio abreviado, etc.).

En la actualidad, los juicios no son entre personas sino entre bodoques de papel. El acusado rara vez ve al juez y nunca hay un intercambio entre los abogados. Las pruebas se desahogan sin que las partes interesadas participen o el juez se entere de las circunstancias específicas. El proceso se concentra en documentos que van y vienen, donde lo crucial no es la sustancia, sino el cumplimento de fechas y recursos. El potencial de corrupción es infinito. La justicia, más que un acto jurisdiccional, acaba siendo uno de fe.

El juicio oral parte del principio contrario: la esencia de la justicia no se encuentra en papeles, sino en los involucrados. El juez, o tribunal, recibe en forma directa y personal las pruebas, escucha a las partes involucradas, mientras los testigos y peritos comparecen personalmente y son interrogados frente al acusado, sin que se puedan presentar declaraciones anteriores, previas al juicio. El procedimiento es rápido, hace sumamente difícil la corrupción (pues todo es público) y se propicia la transparencia en los procesos. La celeridad del juicio hace efectivo el principio de la justicia expedita y se privilegian los derechos de la víctima, así como la reparación de sus daños. Es decir, se trata de un procedimiento mucho más amable y, por lo tanto, justo.

Al día de hoy, el estado de Nuevo León ha adoptado una legislación en esta materia que, aunque modesta, avanza hacia un cambio radical. En Chihuahua se acaba de presentar una iniciativa mucho más ambiciosa que la neolonesa y en Oaxaca está por emprenderse un proyecto semejante. El caso de Nuevo León es aleccionador: aunque sólo se han registrado cuatro juicios orales, muchos de los casos que hubieran podido llegar a un juicio acabaron en arreglos u otras salidas alternas, que es precisamente lo que se busca. Esto ha permitido elevar la eficacia de la procuraduría en el desahogo de averiguaciones previas de un 25% a un 65%.

El juicio oral, como cualquier otro mecanismo, no es una panacea, pero sí constituye un avance muy significativo sobre lo que tradicionalmente ha existido en el país. Es evidente que mientras persista la situación de inseguridad que hoy azota al país, cualquier avance en materia de justicia, por expedita y justa que resulte, será insuficiente para colocar al país en una dirección que haga posible el desarrollo y la civilización. Pero no por eso debe ignorarse el avance tan palpable que representan los juicios orales. Ojalá unos estados comiencen a competir con otros en esta materia para beneficio de todos.

 

El espejo

Luis Rubio

Muchos fueron los obstáculos que enfrentó el actual gobierno. Pero en algunos ámbitos, los impedimentos fueron estrictamente propios. Si bien el presidente puede argumentar que sus reformas no prosperaron por la falta de cooperación del congreso o de un mejor entendimiento entre su gobierno y los legisladores, en el ámbito de la política exterior la responsabilidad es solo suya. Ahí, cuando el presidente se vea en un espejo sólo podrá ver una imagen reflejada: la del único responsable de nuestra lamentable posición internacional.

Aunque planteada con bombos y platillos, la administración perdió el sentido de dirección en la política exterior antes de comenzar. En su viaje a Estados Unidos y Canadá, previo al comienzo de su administración, el presidente Fox presentó dos iniciativas muy lógicas desde la perspectiva mexicana, pero imposibles desde el ángulo de nuestros vecinos: la migración irrestricta y la aportación de fondos para el desarrollo de México. El planteamiento hubiera sido no sólo legítimo, sino encomiable, de haber sido formulado como un intento de replantear la naturaleza de la relación, ahora entre tres democracias igualmente legítimas. Pero el presidente no paró ahí. Al prometer que haría posible no un aumento significativo de visas de trabajo, sino un acuerdo migratorio integral, el gobierno perdió toda posibilidad de satisfacer a la población: prometiendo todo, lo máximo posible en un mundo sin restricciones, acabó haciendo imposible al menos un logro parcial.

Así dio inició una administración que nunca comprendió el mundo en que vivía o los límites de lo posible. Por lo que toca a la política exterior, se diseñó una estrategia que pretendía todo a una misma vez: gran cercanía con Washington y una activa presencia en todos los espacios multilaterales, un reencuentro con América Latina y un protagonismo en todos los nuevos temas, como la Corte Internacional de Justicia y el Protocolo de Kyoto, todo ello sin reconocer las contradicciones inherentes a una propuesta tan ambiciosa, los riesgos que cada uno de los componentes entrañaba o, mucho más grave aún, los intereses que se afectarían con un despliegue tan amplio y que, tarde o temprano, se revertiría con toda su fuerza.

La apuesta por una cercanía con Washington era, con mucho, la más lógica y sensata, no porque esa deba ser nuestra única relación, sino porque es la fundamental para nuestra vida económica y social: ahí se concentra la abrumadora mayoría de nuestro comercio, vive un porcentaje enorme de nuestra población, se origina gran parte de la inversión foránea y es clave para nuestra tasa de crecimiento. Cuidar esa relación implica, literalmente, proteger el traspatio. Hay buenas razones para plantear una diversificación de relaciones pero, como con sensatez reconoció el gobierno en su momento, así fuera de manera implícita, esa diversificación no puede ser a costa de la relación bilateral, sino en adición a ella. El modelo canadiense era tan obvio que no requería discusión: Canadá es una nación tan cercana e interdependiente respecto a Estados Unidos como la nuestra, pero tiene un despliegue diplomático inteligente y agresivo en un sinnúmero de frentes que le confieren un enorme prestigio en todo el mundo.

El despliegue hacia el resto del mundo comenzó mal y acabó peor. Nuestra presencia en el Consejo de Seguridad de la ONU, una iniciativa riesgosa en cualquier época, fue suicida por el momento en que se decidió (después del fatídico 11 de septiembre) y provocó que ganáramos la animadversión de República Dominicana y los países del hemisferio que secundaban su candidatura para ese escaño. La excesiva ambición, hasta arrogancia, de colocarnos en el foco rojo del mundo nos orilló a una confrontación con EUA, la relación prioritaria de la administración y del país. La falta de entendimiento sobre el rol que podíamos jugar a partir de los ataques terroristas y de las ventajas que podríamos haber derivado para la vida interna del país llevaron a la situación actual que, calificada bajo el rasero de la propia administración, es patética: en lugar de estar caminando hacia una liberalización, así fuera gradual, de los flujos migratorios, enfrentamos la posibilidad de que se construya un muro que impida cualquier cruce ilegal.

Por su parte, la administración nunca entendió a Brasil y su ambicioso proyecto, ni la incongruencia de nuestro acceso a MERCOSUR. Nuestro despliegue y activismo en otros frentes, incluyendo la incontenible verborrea del presidente y su administración, llevaron a una crisis torpe e innecesaria con Cuba, una guerra verbal con Venezuela y el desprecio de Argentina. Vaya, para ser la segunda potencia de la región, hasta Bolivia se pitorrea del presidente Fox. Hoy el presidente se ha convertido en un blanco fácil y gratuito para cualquier dictador tercermundista. A eso hemos llegado.

No cabe duda que la política exterior del país necesitaba una revisión integral. Si bien el país gozaba de prestigio en el ámbito mundial por su política exterior, es imperativo reconocer que ésta respondía a condiciones que ya no existen: una economía cerrada, la búsqueda sistemática por desviar la atención, sobre todo de la izquierda, respecto al autoritarismo político a través de una cercanía con Cuba y el efectivo control que el ejecutivo ejercía sobre el aparato político. La vieja estrategia de política exterior, con todo y su prestigio, comenzó a desmoronarse desde finales de los ochenta por una razón muy lógica: si queríamos salir de la serie interminable de crisis, requeríamos construir una nueva realidad interna y externa.

El país requería una nueva visión que permitiese conciliar dos circunstancias: la importancia de EUA y la necesidad de ampliar nuestro horizonte de desarrollo tanto político como económico y comercial. Eso llamaba no a un activismo, sino a una estrategia de negociación e integración económica con Estados Unidos, paralela a un esfuerzo de diversificación que condujera al crecimiento de la inversión y el comercio con Asia y Europa, así como a un afianzamiento de las relaciones diplomáticas con el resto del mundo: relaciones, no conflictos.

En lugar de actuar como se requería, se procedió con miopía, torpeza e irresponsabilidad: se creó un conflicto sumamente delicado con Estados Unidos, se provocaron disputas increíbles con nuestros vecinos en el sur y se desmanteló un equipo de diplomáticos que costó décadas construir. Lo más escandaloso es que todo esto era innecesario. En este tema nadie le impidió hacer y deshacer.

 

Vergonzante

Luis Rubio

Se requiere poca vergüenza para exigir que la apertura final del sector agrícola en el contexto del TLC se posponga todavía más. A final de cuentas, el sector ha tenido doce años para adaptarse y habrá tenido quince para cuando llegue el momento de su apertura final. Si una década o más no le ha sido suficiente para adecuarse a las condiciones que exige nuestro acuerdo comercial con Estados Unidos y Canadá, la razón sólo puede ser una de tres: desidia, incapacidad del gobierno o poderosos intereses que condenan a la pobreza al campesino y la agricultura mexicanos. Pero el problema va más allá de la pura vergüenza.

El problema es mayor de lo que aparenta. Aunque en el caso agrícola lo más probable es que se conjuguen incompetencia gubernamental con intereses creados para preservar el statu quo de la miseria y nuestra legendaria pasividad, lo cierto es que todo el país padece el corporativismo de antaño, que no hace sino afianzarse y depredar a costa de toda la población y, sobre todo, de su futuro. Ese monstruo no sólo sobrevivió a la derrota del PRI, sino que cobró vida propia a partir de ese momento hasta convertirse no sólo en un simple obstáculo al desarrollo, sino en una de las fuentes de poder más formidables, íntegramente dedicada a bloquear la evolución del país.

Vayamos por partes. La pregunta clave para cualquier nación que aspira al desarrollo es qué hacer para elevar los niveles de vida de su población. Es decir, lo crucial reside no en lo que hoy hacemos y, sobre todo, en cómo lo hacemos, sino en qué haremos para elevar los niveles de vida. En lugar de preservar formas ancestrales de vida, lo importante para el desarrollo de un país y de su población es cómo mejorar. Esto que parecería obvio, aunque quizá no siempre fuera intuitivo a primera vista, es lo que el corporativismo rechaza de entrada, sin la menor consideración.

El corporativismo fue una parte integral del viejo sistema político. Su objetivo esencial era ejercer un férreo control sobre los diversos componentes de la base priísta, en los diferentes ámbitos de su despliegue, pero particularmente en el ámbito sindical y rural. La idea era crear organismos intermedios que ejercieran control a la vez que canalizaban las demandas y requerimientos de la base productiva. El fin del viejo reinado priísta constituyó un golpe mortal al sistema de control, más no al corporativismo. Lo que antes era un sistema de control institucionalizado, que operaba bajo reglas y mecanismos de contrapeso dentro del aparato presidencialista, quedó huérfano, pero no descobijado: el antiguo mecanismo de control vertical que operaba dentro de la estructura presidencial, pasó a ser un aparato independiente, capaz de ejercer su autonomía de una manera directa, sin recato ni regla alguna. Es decir, justo cuando el país celebraba la posibilidad de la democracia, uno de los aspectos más deleznables del viejo sistema político inauguraba una era de impunidad plena y abierta.

Más allá del daño que el corporativismo le hace a la democracia, su impacto sobre el desarrollo del país es fenomenal. Sentados en su lógica particular, los aparatos sindicales no tienen mayor objetivo que el de extorsionar al país. En Pemex, el sindicato es dueño y señor: nada pasa ahí que no sea controlado y autorizado por él. En la educación, el sindicato ha impedido que el programa de combate a la pobreza, conocido como Oportunidades, rompa el círculo vicioso de la pobreza, toda vez que la calidad de la educación, y su contenido mismo, preservan la pobreza y la mentalidad que la hace permanente. En el servicio eléctrico, particularmente en el valle de México, el Sindicato Mexicano de Electricistas ha condenado a sus habitantes y productores al servicio más caro y menos confiable del país (que ya es mucho decir). En la agricultura, la Confederación Nacional Campesina vive de explotar al campesino, invadir predios y demandar subsidios porque el campo (es decir, los líderes) no aguanta(n) más.

Por donde uno le busque, el corporativismo impide el desarrollo, obstaculiza cualquier iniciativa de mejoría y depreda al conjunto de la sociedad. Nada de esto es digno de subestimarse. El costo de cada uno de los beneficios que logra el aparato sindical lo pagamos todos los mexicanos con más pobreza, desigualdad y estancamiento económico. Hay una correlación directa e inexorable entre el campesino pobre y la CNC: esta última es la causante de su permanencia; lo mismo es cierto en el caso de la educación: la pobreza de la mitad de México quizá no se explique por el sindicato, pero no cabe la menor duda que esa entidad la hace persistir.

La CNC, como el resto de los sindicatos corporativistas, se ha convertido en un mecanismo de control y preservación de rentas para los líderes sindicales. En lugar de servir a la estabilidad política, razón original de su existencia, esos sindicatos emplean el control para favorecer los objetivos de sus líderes. En el caso de la agricultura, el movimiento que se autodenominó el campo no aguanta más no fue otra cosa que una inteligente manera de explotar las emociones de los políticos y los medios para preservar un sistema de control político corrupto, todo ello para gracia de los líderes.

El sindicalismo corporativista comienza a adquirir características no sólo preocupantes, sino potencialmente incontrolables. Como creación del viejo sistema, sigue una lógica de poder y control, pero sin que exista contrapeso alguno que limite su potencial de abuso o crecimiento; como realidad política, se ha convertido en una fuente de control y depredación que no sólo obstaculiza el desarrollo, sino que erosiona los pocos mecanismos democráticos que existen, además de poner en jaque a la sociedad en su conjunto.

El corporativismo es expansivo. Igual controla sindicatos clave (petróleo, electricidad, educación, campo), que protege intereses profundamente arraigados, como es el caso de los transportistas y privilegios inexplicables como la exención de impuestos a sus sobradas prestaciones. Disfrazados de demócratas y protectores de los menos favorecidos, las agrupaciones corporativistas dominan procesos clave de la sociedad mexicana y hacen posible que prolifere la corrupción, subsistan cacicazgos, avance el narcotráfico y se mantenga paralizado el país. Mucho peor, impiden reenfocar al país hacia lo relevante. No cabe la menor duda de que el mayor reto de los próximos años, bajo cualquier administración o partido, será sin duda este resabio de una vieja realidad que se rehúsa a morir.

 

Impunidades

Luis Rubio

Ceguera e impunidad van de la mano. No hay otra forma en que pueda leerse el intercambio de impunidades que, con toda solemnidad, celebraron el PRI y el PAN en diciembre pasado cuando optaron por abandonar toda pretensión de esclarecer los casos en torno a las familias Bribiesca y Montiel. Al intercambiar impunidades, los políticos hicieron gala de su ceguera, además de que abonaron más a su jugosa cuenta de desprestigio. Su extravío es tal que no fueron capaces de comprender que con ello le dieron la tabla de salvación al único posible beneficiario de semejante ofuscación: el candidato identificado con la honestidad, Andrés Manuel López Obrador.

El hecho es por demás revelador: nos muestra a una clase política ajena a su realidad, incompetente para entender el mundo en el que opera o el momento que vive. Con buenas intenciones o malas, la colección de torpezas que sus integrantes han acumulado en los últimos meses (para qué hablar de años) es impactante. Ahí está el intento, seguro bien nacido, pero en el momento más improcedente y de la manera más impúdica que uno pudiera imaginar, de conferirle autonomía a entidades clave del sector financiero o, todavía mejor, el albazo de pretender aprobar una nueva legislación para radio y televisión sin el menor análisis o debate.

Todas y cada una de esas iniciativas bien pueden tener su lógica y legitimidad, pero las formas que se emplearon para avanzarlas revelan la intención y/o, lo que sería (y probablemente es) mucho peor, sugieren una total desconexión de los políticos respecto ya no a la ciudadanía (que sería mucho pedir), sino incluso frente a su competencia inmediata. Revelan a una clase política que sería capaz de ponerle un candado a la llanta de una ambulancia al momento de recoger a un accidentado.

La iniciativa de sacar adelante la autonomía de entidades como el Servicio de Administración Tributaria (SAT), la Comisión Nacional del Sistema de Ahorros para el Retiro (CONSAR), la Comisión Federal de Telecomunicaciones (COFETEL) y la Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV) merece todo el apoyo y yo sería el primero en defenderla. Lo que no es defendible es el momento de presentarla. Una iniciativa que tiene por propósito institucionalizar procesos clave para el desarrollo y estabilidad de una sociedad, lo que por definición implica reducir los márgenes de maniobra y autoridad del gobierno, sólo puede ser impulsado al inicio de un gobierno (para atarse las manos a sí mismo) o en cualquier momento para que sea el siguiente gobierno el que lo instrumente. Es decir, una iniciativa de esa naturaleza no puede tener dedicatoria y eso es precisamente lo que ocurrió en diciembre pasado.

Pero lo peor no reside en pretender la aprobación de una iniciativa en un tema que trasciende las fronteras de un sexenio, con todo lo que eso implica, sino que a nadie, entre los promotores de la misma, se le ocurriera que pudiera existir alguna oposición. Ese hecho refleja el desprecio que los políticos tienen por la ciudadanía, por sus propios colegas y por la estabilidad del país. Todavía puede llegar a ocurrir que, como en tantos otros temas, una gran idea (la autonomía) se torne imposible por el prurito de haberla empleado no para institucionalizar, sino para frenar a un individuo en lo particular.

La iniciativa que aprobó la Cámara de Diputados en materia de radio y televisión refleja un similar vilipendio por la legalidad e invita a pensar, más bien a concluir, que los políticos mexicanos viven temerosos de los medios y están dispuestos a hacer cualquier cosa, incluyendo el chantaje implícito para ellos en esta iniciativa, con tal de satisfacer a sus virtuales secuestradores. Es mucho pedir, pero sería deseable que los legisladores analizaran la dinámica perversa en que han caído con situaciones como el intento de albazo en esa materia y en otras similares, como es el caso del presupuesto del IMSS o la ley de telecomunicaciones. La razón de ser de los pesos y contrapesos es precisamente la de conferirle autonomía y protección a todos los actores institucionales en un sistema político: de existir la ciudadanía en la mente de los legisladores (situación que se volvería inmediata y necesaria de existir la reelección), los supuestos representantes del pueblo tendrían la protección de los votantes frente a los abusivos intereses particulares que con regularidad tocan a su puerta. En ausencia de ese tipo de mecanismos, los legisladores tienen una de dos: corromperse o ser arrasados, algo que no es distinto al mecanismo que emplean los narcos: plata o plomo.

En el espíritu de Bismark, quien afirmó que con las leyes pasa como con las salchichas, es mejor no ver cómo se hacen, uno podría reconocer que en temas como el de las autonomías antes señaladas o de leyes como la de radio y TV, los legisladores no hacían más que su labor cotidiana y se comportaban como lo hacen todos los días: con mayor o menor torpeza, pero nada más. Ese no es el caso del intercambio implícito de impunidades entre el PAN y el PRI respecto a los casos Bribiesca y Montiel.

Si de algo está harta la sociedad mexicana es de la impunidad. Aunque espera muy poco de su gobierno y nada de sus políticos, la sociedad se revuelca ante el espectáculo que ofrecen uno y otros de manera cotidiana. Tratándose de un individuo privado, el mecanismo empleado por el Congreso para investigar el caso del hijo de la esposa del presidente era sin duda impropio. Quienes crearon la comisión respectiva no lo hicieron para investigar con seriedad, aplomo y profesionalismo los bienes y negocios de la persona en cuestión (esa no es la tarea de una comisión del Congreso), sino para explotar frente a los medios los presuntos casos de corrupción en que incurrieron los sospechosos. Ese sin duda no era un mecanismo idóneo para investigar y hacer justicia.

Pero la decisión de cancelar la comisión e intercambiarle al PRI el favor al no investigar el caso del ex gobernador Montiel, trasciende cualquier medida de probidad. El lugar apropiado para investigar ambos tipos de supuesta corrupción es el poder judicial. Pero nadie entre los políticos está interesado en la justicia, sólo en la impunidad. Eso funcionaba bien antes, cuando ni los medios ni la sociedad tenían instrumentos a su alcance para desafiar a los políticos. Aunque limitados, los instrumentos ahí están y el voto es el principal de ellos. La ceguera detrás de esa concepción puede acabar determinando el devenir de la próxima elección.

 

¡Arrancan!

Luis Rubio

Está por arrancar, al menos en términos formales, la contienda electoral que promete ser la más competitiva y disputada de nuestros tiempos. Será la primera en que los partidos compiten sin la ventaja, prácticamente infranqueable, que representaba el viejo sistema presidencialista, con todos los contubernios y complicidades con que venía acompañado. El hecho de que, literalmente, cualquier candidato pueda ganar, constituye un triunfo para la evolución democrática del país. Pero el que la contienda sea competitiva no implica que los ciudadanos puedan darse el privilegio de bajar la guardia. Al contrario.

La mayor debilidad del país en las últimas décadas se ha centrado en sus instituciones, que si bien han alcanzado cierta solidez en materia electoral y en ámbitos como el de la Suprema Corte de Justicia y el Banco de México, no es suficiente para jactarnos de contar con un andamiaje irreprochable en términos generales. Aunque muchos pretendan que el país ya logró la democracia y todo el sistema de pesos y contrapesos asociado a una democracia madura, la realidad, todos lo sabemos, es que no hay mayores certezas. El potencial de disrupción de lo poco que sí funciona es elevado y no hay garantía alguna de que el próximo gobierno sabrá lo que el país requiere y/o tenga la capacidad de enfocar todos los recursos y baterías en esa dirección.

A la luz de este panorama que inevitablemente genera incertidumbre y desconfianza, resulta fundamental para los ciudadanos contar con definiciones precisas que les permitan decidir cómo votar el próximo 2 de julio. Una primera aproximación a este proceso de discernimiento consistiría en establecer criterios precisos para evaluar cómo es cada candidato y qué haría en caso de ganar la confianza de la ciudadanía.

Como atestiguamos a lo largo de los últimos meses, el número de aspirantes a la presidencia era infinito. Pero no es evidente que quienes aspiraban o han logrado ahora la postulación por parte de sus partidos, sean las personas idóneas para enfrentar el reto que supone la realidad mexicana actual. Algunos son tan rudos que asustan; otros tan suaves que arrojan dudas sobre su viabilidad. Parece fácil, pero la presidencia no es un convento. Al mismo tiempo, un presidente efectivo requiere la entereza e integridad que le permita concebir y desarrollar el tipo de visión que el país requiere, tener la capacidad para sumar a la población detrás del mismo y hacer todo ello dentro de un marco de honestidad, pero también malicia, que lo haga posible. Como habría dicho el canciller alemán Otto von Bismark, la presidencia, al igual que una fábrica de salchichas, requiere de habilidades excepcionales que no siempre son presentables en público, pero que no por ello son efectivas en ausencia de un marco ético que las norme.

Dado que es imposible determinar a priori cómo será cada candidato, se puede adoptar una serie de criterios que permitan evaluar a cada uno de ellos. A continuación, una propuesta en este sentido.

Brújula: Más allá de la retórica, ¿sabe el candidato a dónde quiere ir? ¿Entiende el mundo en que vivimos? ¿Es realista respecto a lo que se requiere y es posible, o su planteamiento es mero jarabe de pico diseñado para entretener a la raza?

Programa de gobierno: ¿Qué ofrece el candidato? ¿Responde su propuesta a las necesidades del país o se trata de un conjunto de quejas y odios sin ton ni son?

Visión: ¿Cómo entiende el candidato al mundo? ¿Es optimista o pesimista sobre el futuro? ¿Vuela alto y pretende lo mejor para el país y cada uno de sus habitantes, o le importa un bledo la población? ¿Tiene la mirada puesta en la resolución de nuestras dificultades o meramente en el triunfo electoral? ¿Refleja grandeza o pura mezquindad?

Continuidad y disrupción: En aras de avanzar su proyecto de gobierno, ¿pretende continuidad o busca un cambio? Si es continuidad, ¿tiene la capacidad de construir sobre lo existente para salir del hoyo o nos mantendría bien cobijados dentro del agujero? Si es un cambio, ¿qué clase de cambio, qué tanta disrupción propone y es capaz de infligir? ¿Qué tanto daño haría? ¿Entiende el efecto de la continuidad y el cambio, respectivamente, sobre las empresas y las familias?

Descaro: ¿Qué tan cínico es el candidato cuando enfrenta obvias faltas a las normas más elementales de la ética, desde el uso de recursos y sus orígenes hasta su comportamiento personal, presente y pasado? ¿Se asume como responsable ante casos de corrupción y abuso o pretende que la norma del pasado es siempre aceptable y vigente?

Acompañantes: ¿Quiénes están en su derredor? ¿Quién lo acompaña? ¿Quién lo apoya? ¿En quién confía? ¿Por qué? En otras palabras, ¿con quién gobernaría?

Legalidad: En la práctica y en la retórica, ¿respeta a las instituciones? ¿Plantea un marco normativo que guíe su comportamiento en caso de ganar? ¿Entiende la importancia de que exista un marco legal que norme y limite el actuar gubernamental?

Desplantes: En todas las campañas se presentan momentos de crisis y dificultad que constituyen excepcionales ventanas para conocer a la verdadera persona detrás del candidato. ¿Cómo reacciona ante las dificultades? ¿Se enoja? ¿Se enfurece? Enojado o no, ¿reacciona de manera racional o visceral? ¿Qué hace ante una crisis: asume el costo y la responsabilidad y trata de ignorar el problema y transferirlo a alguien más?

Habilidades: ¿Cuenta con las habilidades necesarias para gobernar? ¿Tiene la capacidad para procurar, promover y lograr avanzar un proyecto y sumar a la población tanto como a las fuerzas políticas? ¿Puede lidiar con todos sus potenciales interlocutores, así sean impresentables, a la vez que mantiene su integridad?

Carácter: ¿Qué clase de persona es? ¿Tiene entereza y fortaleza interior? ¿Es honorable, íntegro y honesto? ¿De qué está hecho? ¿Qué clase de espina dorsal y moral tiene para poder afrontar situaciones difíciles, comenzando por la de responder ante todos y cada uno de los ciudadanos y habitantes del país? ¿Puede ser el líder de una transformación integral, completa y definitiva para el bien del país y todos sus integrantes?

Los temas que aquí se plantean no son exhaustivos, pero pueden ser útiles para entender a la persona que yace detrás del candidato. Es decir, la naturaleza de su programa, su postura respecto a temas centrales, tanto personales como de la función presidencial misma, y la solidez de cada uno de ellos. Informarse sobre los candidatos es la primera responsabilidad de un ciudadano, sobre todo cuando los derechos efectivos son tan escasos.

 

Autismo

Luis Rubio

El mundo está cambiando de manera incontenible y nosotros actuamos como si nada ocurriera, como si fuésemos totalmente inmunes. Las oportunidades y las amenazas se multiplican a nuestro alrededor y, sin embargo, permanecemos impávidos. Da igual si se trata de las (declinantes) reservas petroleras o del crecimiento acelerado de la economía china, los mexicanos nos parecemos cada vez más a un venado paralizado frente a las luces de un automóvil que lo deslumbra súbitamente. La pregunta es quién va a responder ante la ciudadanía si la parálisis actual acaba causando más pobreza, menos crecimiento, un mayor descontento generalizado y, por encima de todo, una gran frustración.

Hace unos años, a mediados de los ochenta, apareció una caricatura en el Pravda, el principal periódico de la era soviética, donde se ilustraba de manera fehaciente el problema de aquella nación en ese momento y que es alusivo a nuestra realidad actual. El momento era significativo: Gorbachov había tomado las riendas del Partido Comunista y había iniciado su famosa Perestroika, un proceso de reforma que comenzaba a afectar toda clase de intereses burocráticos, políticos y económicos. Como bien sabemos hoy, las reformas iniciadas por Gorbachov acabaron por destruir a la vieja Unión Soviética al inicio de los noventa. Sin embargo, a mediados de la década de los ochenta nadie imaginaba semejante posibilidad. La caricatura del Pravda presentaba a unos burócratas montados en una vía de tren con sus escritorios, archivos, máquinas de escribir y otros implementos de trabajo, como si fueran a impedir el paso del ferrocarril. El cabecilla del grupo, mientras ve al resto, se dirige hacia el horizonte de donde vendría el ferrocarril y afirma: el camarada Gorbachov no sabe lo que le espera cuando llegue a este lugar.

El México de hoy, al menos una buena parte, recuerda mucho al camarada burócrata de la caricatura. Todos los actores políticos tienen buenas razones para explicar la lógica de su posición o la racionalidad de su negativa a sumar en lugar de restar, pero el hecho es que todo el país está paralizado porque hay demasiadas agendas encontradas y muy poco sentido de la urgencia y los riesgos que el país enfrenta.

Algunos culpan al gobierno, otros al congreso. Unos analizan con detenimiento y prudencia la fallida transición política y la comparan con otras que han sido por demás exitosas, de lo cual derivan conclusiones que igual pueden ser aplicables a nuestra realidad o no. En el fondo hay muchos discursos y muy poca acción. La política mexicana transita por dos corrientes: los que quieren el poder a cualquier precio y por cualquier medio y los que quieren regresar al pasado, igual a cualquier precio y por cualquier medio. En ocasiones, las dos corrientes se encarnan en figuras individuales. Prácticamente nadie en la vida política mexicana se está concentrando en construir el futuro que necesitamos.

Más allá de los confines de los espacios formales e informales de la política nacional, existe un mundo que cambia a paso veloz. De particular importancia es el tema del crecimiento económico de China y el reto energético que en no mucho tiempo enfrentará el país. La competencia china, por ejemplo, no puede más que intensificarse y no estamos haciendo nada al respecto. El fenómeno chino está alterando la dinámica económica del mundo de una manera no sólo incontenible, sino a una velocidad que se eleva día a día. Por respuesta los políticos sólo cierran los ojos. Al pretender que con la indiferencia nada pasará, los políticos de esta estirpe prefieren apostar a la famosa solución técnica a los problemas del país (la virgen de Guadalupe). Para otros, que pretenden ser pragmáticos, la solución reside en alguna combinación de mecanismos que comenzaría por prohibir las importaciones, repudiar al Fobaproa y manifestarse ante la embajada norteamericana. Por supuesto que ninguna acción de esta naturaleza resolverá el problema, pero el efecto mediático ya habrá quedado ahí.

Sin duda China constituye una seria amenaza para la economía mexicana, pero se trata de una amenaza sólo si optamos por la inacción. La propensión de los políticos, empresarios y medios de comunicación ha sido la de presentar algunos productos importados de China como evidencia de la amenaza que esa nación representa para el país. El problema es que esa manera de actuar no sirve más que para posponer lo inevitable, a la vez que impide el desarrollo de una respuesta positiva. Mientras que nosotros nos debatimos hasta el cansancio sobre la soberanía en materia energética, los chinos han concesionado cientos de mantos petroleros y de gas a empresas extranjeras bajo el principio de que lo urgente es el desarrollo de esos recursos para acelerar el crecimiento del resto de la economía. De la misma manera, mientras que nosotros nos consumimos en debates bizantinos sobre los méritos de un régimen comercial abierto y del TLC, los chinos estrechan lazos comerciales con todos los vecinos y socios comerciales de la región. Mientras que los mexicanos evidencian una creciente frustración, la población china e hindú, otro caso de éxito, al menos relativo, comienza a otear un futuro positivo. ¿Por qué ellos sí y nosotros no?

El país no puede perseverar en su autismo. No es posible seguir ignorando al mundo de alrededor ni la realidad interior. Es imperativo comenzar a decidir, pero eso es imposible en ausencia de mecanismos capaces de sustentar decisiones efectivas en el poder legislativo. La solución a la problemática política nacional no consiste en crear un régimen parlamentario o afianzar o reconstruir el presidencialista, sino en adoptar mecanismos de negociación que permitan determinar la mejor manera de resolver la parálisis actual: o sea, en vez de discutir objetivos, hay que acordar medios de decisión. No se trata de un proceso circular; todo lo contrario.

Concentrados en su solución favorita a cualquier problema, los políticos han llegado a un impasse en todos los temas de relevancia. Lo que procede es abandonar toda discusión sobre objetivos (estructuras políticas o reformas específicas). Lo urgente es acordar una metodología para la toma de decisiones. En lugar de pretender imponer soluciones que no cuentan con una mayoría legislativa (o sea, casi todas), lo imperativo es acordar los medios a través de los cuales se decidiría. La lógica maximalista a ultranza que hoy domina el panorama político va a acabar asfixiando al país.

 

¿Otro modelo?

Luis Rubio

La discusión está en la mesa: un nuevo modelo de desarrollo, un proyecto de país, un verdadero proyecto de desarrollo, un acuerdo nacional. Las palabras y los encabezados cambian, pero el mensaje es el mismo: existe un gran descontento con la realidad actual, una percepción generalizada sobre lo inadecuado que es el desempeño económico y los nulos esfuerzos que se hacen para mejorarlo. Aunque sus manifestaciones son distintas, el descontento, sobre todo a nivel político e intelectual, es real. Lo central aquí es saber si dichas inquietudes y preocupaciones están debidamente enfocadas. Es evidente que los problemas no faltan, pues el crecimiento es insuficiente para crear empleos y para elevar los niveles de vida, además de que la distribución del ingreso sigue siendo patética. Pero, en la medida en que se persista en identificar al modelo como el problema, el agujero seguirá hondando su profundidad. El verdadero reto no es qué hacer, pues el mundo va en una dirección y -a menos que queramos arriesgar todo lo ganado en términos de estabilidad, condición sine qua non para un crecimiento económico sostenido-, no podemos abstraernos de lo que ahí ocurre. En lugar de desperdiciar recursos y tiempo en infiernillos y, sobre todo, en lo que no se puede cambiar, lo central es encontrar formas de convertir a la globalización en una palanca para nuestro desarrollo, tal y como lo han hecho con inmenso éxito naciones tan distintas como China, India y Chile.

Se suele argumentar que lo que tenemos ahora no funciona; los tiempos electorales, por lo demás, son particularmente propicios para este tipo de discusión, lo que en ocasiones da lugar a ominosas exageraciones. Pero no cabe duda de que, más allá de las campañas presidenciales en ciernes, muchos dudan de la dirección que sigue la economía mexicana. Nadie ha articulado este planteamiento como Andrés Manuel López Obrador, cuyo discurso y publicaciones han tocado los temas centrales de la problemática que nos aqueja: la pobreza, la falta de oportunidades, el pobre desempeño económico, el sesgo a favor de las empresas ya establecidas, en una palabra, la marginación que asola a casi la mitad de la población. La desazón no es producto de la casualidad.

La gran pregunta es cómo revertir las malas tendencias y comenzar a construir el edificio del desarrollo de largo plazo. Una manera de responder a esta interrogante es, muy a nuestro estilo, cancelando lo existente para volver a comenzar. Esa manera de concebir la solución ya nos ha llevado a una multiplicidad de crisis, a un enorme desperdicio y a brutales consecuencias sociales a lo largo de los últimos treinta y cinco años. Justamente, así fue como se enfocó el problema en los setenta, momento en que se hipotecó el futuro del país en aras de un súbito, pero temporal, ascenso en las tasas de crecimiento.

La otra forma de entender el problema y enfocar su solución consistiría en entender el mundo que nos rodea, evaluar las opciones reales, reconocer el momento y circunstancias actuales de nuestra economía y comenzar a replantear la estrategia. Vista así, la problemática es no sólo mucho más fácil de definir, sino que las respuestas se tornan mucho más razonables y el crecimiento alcanzable.

De lo que no hay la menor duda es que la estrategia seguida en los últimos lustros no está cumpliendo su promesa fundamental. Esto no significa que todo esté mal en la actualidad, sino que se están desperdiciando oportunidades y, sobre todo, se está dejando de crecer a tasas asequibles dado nuestro potencial. Aunque el discurso público tiende a extremar las posibles soluciones, lo cierto es que no existen muchas opciones: una de dos, o tratamos de construir la plataforma para el desarrollo futuro, lo que implica asumir la realidad del mundo en que vivimos a cabalidad, tal y como han hecho países como China e India; o, por el contrario, abandonamos toda pretensión de lograr semejante desarrollo, nos enquistamos y volvemos la vista hacia un momento en el pasado en que las circunstancias fueron mejores, así haya sido de manera excepcional y no repetible.

Puesto en otros términos, nuestra alternativa, al menos en términos hipotéticos, consiste en volver a hipotecar el futuro ahora que las cuentas fiscales han mejorado de manera notable; o aprovechar esa estabilidad financiera, que ha costado tanto alcanzar, para sentar las bases para un futuro radicalmente distinto. China, India, Chile, Canadá son ejemplos de naciones que optaron por invertir todo en aras de sumarse al mundo desarrollado. Convirtieron a la globalización en una palanca de desarrollo. Argentina, Venezuela y Bolivia (muy probablemente Perú y Ecuador también), han optado por volver a hipotecar su futuro.

Ningún país ejemplifica mejor el dilema que Brasil. Como candidato, Lula, su actual presidente, planteó un rompimiento radical con el orden existente. Pero una vez que llegó a la presidencia se percató de la ingenuidad y falta de información que sostenía su visión como candidato. O como dijera una canción: que las cosas desde aquí se ven muy distintas que desde allá. Lula no cedió en su visión; más bien, comprendió la complejidad del mundo y replanteó su estrategia. El tiempo dirá si ésta fue la adecuada, pero su probabilidad de éxito es ciertamente mayor hoy (en la economía, ignorando la corrupción) de lo que pudo haber sido de abandonar todos los cánones existentes.

El tema de fondo es que el mundo vive realidades y circunstancias inéditas: la sociedad del conocimiento, caracterizada por eficientes comunicaciones. Insertarse en los circuitos de la globalización no implica olvidar el pasado ni negar nuestra historia. Tampoco entraña adoptar costumbres de otras naciones. Al contrario: la gran virtud de la globalización es que permite –y de hecho exige–que cada nación emplee sus propios medios y estrategias para fortalecer su capacidad de ser exitosa. El reto consiste en apalancarnos en esas costumbres, tradiciones y habilidades para elevar la calidad de los servicios e incrementar los niveles de productividad, condición necesaria para el crecimiento. Así como nadie puede imaginar que naciones como Alemania o Japón dejen de distinguirse por su habilidad para convertir tradiciones en ventajas comparativas, México tiene la oportunidad de convertir las propias en una ventaja competitiva. Esa es la oportunidad. La pregunta es si quienes aspiran a liderar nuestro destino tendrán la capacidad de comprenderlo.

 

Gobernar

Luis Rubio

La vida política del país se debate en medio de grandes desencuentros. El ejecutivo no se entiende con el legislativo, los partidos están divididos, la población percibe una ausencia total de claridad sobre el futuro. Aunque las campañas presidenciales (tanto dentro de los partidos como a nivel nacional) inexorablemente (y por naturaleza) exageran las diferencias y acentúan las contradicciones, no cabe la menor duda de que el país vive agudas diferencias sobre la manera de enfrentar los problemas que existen.

Lo primero que se requiere para poder resolver un problema es diagnosticar sus causas. En el tema de la reorganización del gobierno, como en tantos otros, con frecuencia ha dominado la ideología o las obsesiones personales sobre la necesidad de partir de un diagnóstico certero. Y esto último es particularmente relevante en dicho tema porque hay un amplio acuerdo entre críticos y comentaristas políticos, así como entre académicos y teóricos en la materia, acerca de la naturaleza de la solución, aunque no necesariamente exista un similar acuerdo sobre las causas del problema.

En un plano abstracto, existe un amplio acuerdo entre los estudiosos de los temas políticos en el sentido de que la estructura de una institución tiene un enorme impacto sobre el comportamiento de los actores políticos que participan en ella. Algunos le asignan un peso importante a la cultura en el comportamiento político, pero son pocos los que disminuyen la importancia de las instituciones en este proceso. Así, la naturaleza de las reglas que establece la institución para sí, o para la relación entre instituciones, impacta de manera decisiva, al grado de llegar a condicionar en muchos casos el comportamiento de sus actores. De esta manera, un diseño institucional adecuado conduce a la colaboración, en tanto que uno deficiente lleva a la confrontación.

En el caso de la arquitectura gubernamental, domina un pensamiento que atribuye las causas de muchas de nuestras dificultades a la separación entre el poder ejecutivo y el legislativo. Se postula que sólo una estructura parlamentaria o semiparlamentaria resolvería los múltiples problemas que esta separación genera. La idea no es nueva: hace décadas que diversos estudios, sobre todo los realizados por analistas y teóricos de las transiciones políticas como Juan Linz y Guillermo ODonnell,, vienen argumentando que los sistemas presidencialistas, la mayoría inspirados por el modelo de gobierno estadounidense, no son aplicables a otras realidades. Su propuesta es la de adoptar sistemas semiparlamentarios que, sin trastocar la institución presidencial en su dimensión como jefe de Estado, permita que el gobierno surja del poder legislativo para asegurar la existencia de una coalición gobernante permanente, al menos mientras dure el gobierno. Mientras que el periodo presidencial sería fijo, el del gobierno dependería de la capacidad de los partidos en el poder legislativo para mantener una coalición en forma.

Quienes proponen este tipo de diseño institucional argumentan que todo en el sistema presidencialista latinoamericano tiende a fragmentar al sistema político, dificultar la toma de decisiones y propiciar crisis de legitimidad y gobierno. Aunque una coalición siempre es posible, la dinámica de un sistema presidencial tiende a agudizar las diferencias en lugar de propiciar el entendimiento y la negociación. Bajo un sistema parlamentario, dicen estos pensadores, el poder legislativo tiene un incentivo natural para producir gobiernos viables, además de legítimos.

En abstracto, la idea parece el colmo de la coherencia, pues enfrenta el problema de la competencia que inevitablemente existe entre los poderes ejecutivo y legislativo en un sistema presidencial, a la vez que propicia la cooperación entre los partidos dentro del poder legislativo. Desde esta perspectiva, un buen diseño de la institución parlamentaria de la que se deriva el mecanismo legislativo que a su vez tiene que producir una coalición gobernante, puede ser la pieza que hacía falta para hacer gobernable al país. Al mismo tiempo, el mecanismo le confiere flexibilidad al sistema para que cuando un gobierno resulte inadecuado o incompetente, pueda ser reemplazado por otro que sí funcione.

Dice un dicho que si algo parece demasiado bueno, probablemente lo es. Y en este tema, la propuesta de solución parece demasiado buena para ser viable. Quienes proponen la construcción de un sistema semiparlamentario tienen como objetivo resolver el entuerto que genera la fragmentación del congreso y la distancia y competencia que genera la naturaleza de la relación ejecutivo-legislativo. Pero ¿qué si el diagnóstico del problema está mal hecho? Así como se propone crear un sistema parlamentario para eliminar la competencia ejecutivo-legislativo que existe en el sistema presidencialista, se podría argumentar que la fortaleza relativa de algunos partidos en el congreso podría orillar a una inestabilidad permanente en un sistema parlamentario, como ocurrió con la cuarta república francesa y el sistema político italiano de la posguerra. Todos los diseños institucionales enfrentan desafíos y no hay un diseño que garantice la estabilidad de un gobierno o la eficacia de sus decisiones.

El diseño del sistema político es clave pero no se puede construir en abstracto. De nada sirve un sistema político que no responde a la realidad del país; si todo el problema consistiera en diseñar el mejor sistema de gobierno (o constitución o programa educativo), los problemas se podrían resolver con la contratación del consultor más agudo del mundo. La realidad es más complicada. Antes de comenzar a revolucionar el sistema político actual, quizá sería interesante hacer funcionar a la democracia para que sea la población la que decida qué es mejor. Pero el principal obstáculo a la democracia en la actualidad es la ausencia de representación política.

El problema de la representación es muy simple: el sistema político mexicano no fue diseñado para representar a la población, fortalecer a la ciudadanía o generar rendición de cuentas. Muchos políticos y estudiosos están preocupados de la disfuncionalidad del gobierno y el conflicto que caracteriza a los poderes, pero no están pensando en el ciudadano que es, o debiera ser, la razón de ser del gobierno. En lugar de preocuparse por la distancia entre el presidente y el congreso, ¿por qué no hacerlo mejor por la enorme (y hasta hoy infranqueable) distancia entre el ciudadano y el poder legislativo que se supone lo representa?

 

Incompatibilidades

Luis Rubio

Como cambian los tiempos. Hace quince años, el reclamo político e intelectual era por la apertura política en vista de que, se argumentaba, la reforma económica había avanzado mucho sin una consecuente liberalización política. Hoy la realidad ha cambiado tanto que lo opuesto parecería ser igualmente plausible. La suma de una sociedad demandante, reformas económicas con profundos efectos políticos y la alternancia de partidos en el poder modificó, de manera radical, el panorama político y económico nacional. Ahora lo único que falta es que la nueva realidad política funcione para hacer posible la prosperidad.

Hace dos décadas el país se encontraba en un momento particularmente delicado: la amenaza de hiperinflación era real y la descomposición social constituía un factor ineludible de la realidad política. Los excesos económicos de los setenta se desdoblaron de un manera violenta al inicio de los ochenta, dejando al país y a toda la sociedad en condiciones sumamente vulnerables. La deuda externa era excesiva y parecía impagable, y muchas empresas se encontraban al borde de la quiebra, todo lo cual se traducía en un patente malestar social. El país tenía que dar un viraje para evitar su colapso. Así comenzó la era de las reformas económicas.

Las reformas comenzaron como un acto de sobrevivencia política. El gobierno se sentía acosado y vislumbraba entonces un futuro incierto y peligroso tanto en términos de estabilidad política como de permanencia del PRI en la presidencia (que, para los priístas, eran una y la misma cosa). Contra lo que muchos suponen, las reformas fueron un intento por mantener el poder pero, como hemos podido constatar a lo largo de estos años, una vez puestas en marcha, éstas tuvieron un efecto político liberalizador porque debilitaron, y en muchos casos extinguieron, los mecanismos tradicionales de control político. Es decir, al darle oxígeno a la economía y atenuar la situación de crisis del momento, las reformas tuvieron el efecto inmediato de afianzar al PRI en el poder. Sin embargo, con el paso del tiempo ese efecto se revirtió, toda vez que esas mismas reformas comenzaron a erosionar el poder gubernamental. Por ejemplo, la liberalización de importaciones quitó al gobierno y a la burocracia el mecanismo más poderoso de control sobre el sector privado. Lo mismo ocurrió con regulaciones en un sinnúmero de actividades y sectores.

Con el tiempo, el péndulo comenzó a moverse de un énfasis casi exclusivo en los temas económicos hacia los temas políticos. La poca afortunada combinación de una sociedad poco preparada para la competencia económica con los errores cometidos en la instrumentación de algunas reformas llevó a la crisis de 1995 y, con ello, a un ineludible viraje político. No tengo duda que la reforma electoral se hubiera dado tarde que temprano, pero es poco probable que ésta se hubiera consolidado en 1996 de no haberse presentado los hechos violentos del 94 y la crisis del 95.

Diez años después, el país es otro. Algunas cosas han mejorado sustancialmente (es drásticamente menor la capacidad de abuso gubernamental, por ejemplo), pero otras no sólo se han estancado, sino que experimentan una franca reversión. Para comenzar, el objetivo de cualquier política pública debe ser mejorar el bienestar de la población y, para un país de nuestro perfil sociodemográfico, la mejor manera de lograrlo es a través del crecimiento económico. Las reformas no lograron ese objetivo fundamental.

Hay un debate, hiperpolitizado por la contienda electoral, sobre la razón por la que las reformas no lograron su objetivo principal. El argumento técnico es que un proyecto de liberalización económica no puede funcionar si no es integral, es decir, en la medida en que persistan áreas, sectores y actividades protegidas, subsidiadas y no sujetas a la competencia, la economía sufre y su desempeño es sensiblemente inferior al que podría o debería ser. El argumento de oposición política plantea exactamente lo opuesto: el problema no reside en lo que no se ha hecho, sino en el corazón del proyecto de liberalización que no es compatible con nuestra historia y forma de ser. Independientemente de los méritos de cada una de estas posturas, parecería evidente que, de aceptarse la segunda línea argumentativa, tendríamos que admitir que el mexicano es un ser inferior a los coreanos, chilenos o españoles, pues todos ellos sí han podido liberalizar sus economías y crecer al mismo tiempo.

A la luz de esta circunstancia, quizá habría que explorar el otro lado de la moneda. Ciertamente, la liberalización económica comenzó siendo impuesta desde arriba y al menos parte de la resaca política que hoy vivimos tiene que ver con ese hecho político. Pero el otro hecho político es que, más allá de la contienda electoral actual, la economía mexicana se encuentra estancada más por ese revanchismo que nuestra incipiente democracia ha hecho posible que por la existencia de una profunda diferencia entre las posturas partidistas. Me explico: evidentemente existen acusadas diferencias entre los partidos, pero muchas de éstas son más producto de un cálculo político y de un sentido vengativo respecto al pasado, que de una total incapacidad para llegar a un acuerdo respecto al futuro. Puesto en términos rusos, la perestroika fue insuficiente y nuestra glasnost reciente ha hecho imposible avanzar de manera contundente para hacer posible lo que los coreanos, españoles o chilenos ya dan por hecho.

Independientemente del resultado electoral del próximo año, el país tendrá que confrontar la necesidad de resolver su parálisis actual. Algunos candidatos sueñan con una mayoría real o virtual en el congreso, lo que, estiman, les permitiría gobernar al viejo estilo priísta. Lo paradójico es que, por muchas críticas y quejas que emanan de la sociedad, la población ha comenzado a reconocer en la liberalización económica y política a su principal aliado frente al potencial abuso burocrático y gubernamental. Reconociendo ese potencial de abuso, los electores han votado, de manera sistemática, por un impasse entre el poder ejecutivo y legislativo. Esto sugiere que la población no quiere a un gobierno que centralice el poder, sino a uno que sepa conducir la glasnost, la apertura política, para ponerlo al servicio del crecimiento económico. No tiene por qué haber contradicción entre apertura política y liberalización económica: la última década ha probado que las dos son indispensables para el éxito del país. El problema hoy es que hay glasnost pero no perestroika.

 

México aislado

Luis Rubio

Como México no hay dos, reza el dicho popular. Y es cierto, el México que se discute en las calles y es materia de debate político se encuentra, en la mayoría de los casos, muy distante del resto de los países del orbe. Mientras que en Asia, por citar un ejemplo, todas las naciones que hace no muchos años temían por el crecimiento económico chino han enfrentado con relativo éxito sus dilemas, en México no existe el menor sentido de urgencia. Parecería como si la economía mexicana estuviera creciendo a un ritmo tan elevado que nadie tendría porqué albergar duda alguna sobre su viabilidad futura. Pero ese México aislado del imaginario colectivo no tiene futuro y es imperativo actuar al respecto.

El problema es doble: por un lado, la economía no avanza, ciertamente no al ritmo que exige nuestra realidad demográfica y socioeconómica; y, por el otro, el país ha perdido su antigua capacidad para tomar decisiones de manera efectiva. Ambos lados del problema reflejan una nueva realidad, tanto interna como externa. El mundo en el que vivimos ha cambiado de una manera dramática en las últimas décadas, creando condiciones nuevas, de hecho inéditas, para todas las naciones del mundo. La situación de aislamiento relativo del resto del mundo que caracterizaba a las naciones hace décadas, ha desaparecido, obligando a todas y cada una de ellas a replantearse su manera de ser y actuar.

Lo que le ha ocurrido a México no es excepcional en el mundo. Todos los países se han visto impactados por un conjunto de estímulos semejantes. La diferencia reside en la forma como cada nación ha reaccionado. Algunos países se han transformado de una manera tan integral que se han convertido en ejemplo (y no poca envidia) para todos los demás. Ese es el caso de Irlanda y Estonia, pero también de Corea, Chile y España. Otras naciones han encabezado movimientos transformadores, pero es quizá la transformación de China la que más ha impactado no sólo a su región inmediata, sino al mundo en su conjunto.

El primer gran cambio ha sido tecnológico, sobre todo en materia de comunicaciones, y ha hecho insostenibles a muchos regímenes políticos que antes sobrevivían gracias a su aislamiento. Las naciones que optan por ignorar esta realidad tienden a empobrecerse con enorme celeridad, como ilustran fehacientemente los casos de Cuba o Myanmar. El mundo ha cambiado, imponiendo una nueva realidad a todas las naciones. El impacto de todo esto sobre México ha sido enorme y lo será cada vez más, nos guste o no.

Por si el cambio genérico no fuese suficiente, ahí está el gigante asiático que no sólo ha despertado, sino que hace olas por donde se mueve. El impacto de China en el mundo ha sido vasto, pero poco entendido. En los setenta, el nuevo liderazgo de aquel país reconoció tanto los límites de su aislamiento como el enorme desperdicio que representaba marginar (y condenar a la pobreza) a una población con una historia tan larga y relevante, por razones esencialmente ideológicas. La revolución emprendida por Deng Xiaoping ha obligado al resto del mundo a ajustarse.

Nuestros problemas son distintos a los de países como Japón y Brasil, pero similares en un sentido neurálgico. Al igual que esos países, hemos sufrido una situación de parálisis interna y enormes dificultades para definir un rumbo. Aunque las características de cada país son distintas, el hecho es que todos parecemos incapaces de enfrentar nuestros retos más fundamentales. A diferencia de ellos, nosotros tampoco hemos sido capaces de aprovechar las oportunidades que sí existen. Los gobiernos de Brasil, Argentina y Australia son populares no porque hayan hecho su chamba (preparándose para lo que viene a través de grandes reformas estructurales como las que caracterizan a Irlanda, Corea, Estonia y demás), sino porque han aceptado la realidad del mundo y actuado en consecuencia.

México se ha quedado electrizado y sin poder moverse como quedó aquel proverbial canguro frente a las luces de un automóvil. La realidad cotidiana nos demuestra que el país no está aislado del resto del mundo y que nuestros problemas reflejan en buena medida la incapacidad para ajustarnos a la cambiante realidad. No hemos resuelto nada: ni se ha avanzado en la reconstrucción institucional del país, de la cual se habla mucho pero no se hace nada, ni se han adoptado las medidas necesarias para hacer posible el crecimiento de la economía en el largo plazo. Aunque no faltan propuestas de solución en ambos frentes, en el económico y en el político, hemos sido incapaces incluso de definir el problema. La lógica diría que el primer requisito para poder resolver un problema es identificarlo y definirlo. Pero no hemos sido capaces de ello y existe el riesgo de que se adopten soluciones que empeoren el estado de las cosas. Si aceptamos la validez del refrán en río revuelto ganancia de pescadores, parece que en México los únicos que avanzan son los intereses particulares.

Si pretendiera uno reducir nuestros problemas a una palabra, concluiríamos que nuestro verdadero dilema reside en la productividad. A nadie, especialmente a los políticos y a quienes se interesan exclusivamente por lo político, le gusta hablar de temas tan etéreos como el de la productividad, pero ahí se resume nuestro problema. La productividad, decía un agudo analista económico, no lo es todo pero, en el largo plazo, es casi todo, pues ésta determina la tasa de crecimiento de una economía, la disponibilidad de empleos y los niveles de ingreso de la población. La productividad nunca ha sido el fuerte de nuestro país, lo que explica en buena medida nuestro nivel relativo de pobreza y riqueza.

En efecto, la productividad no lo es todo, pero constituye un buen resumen de nuestra realidad. El debate que debería tener lugar en el país es sobre cómo ajustar la economía a la realidad mundial, como atraer inversión, elevar el intercambio económico y fortalecer nuestro desarrollo tecnológico. En lugar de eso, la atención está concentrada en los videoescándalos, la grilla electoral y las novedosas formas que cobra la dinámica electoral en el país.

Lo que se requiere para avanzar es menos ambicioso de lo que se cree, pero sí requiere claridad de propósito, al menos eso. Lo fundamental es romper con el círculo vicioso que nos tiene atorados y que, en su faceta más básica, consiste en pretender que aquí no pasa nada, no hay que hacer nada y todo se va a resolver solo. No hay como la complacencia para destruir un país.