Luis Rubio
La discusión está en la mesa: un nuevo modelo de desarrollo, un proyecto de país, un verdadero proyecto de desarrollo, un acuerdo nacional. Las palabras y los encabezados cambian, pero el mensaje es el mismo: existe un gran descontento con la realidad actual, una percepción generalizada sobre lo inadecuado que es el desempeño económico y los nulos esfuerzos que se hacen para mejorarlo. Aunque sus manifestaciones son distintas, el descontento, sobre todo a nivel político e intelectual, es real. Lo central aquí es saber si dichas inquietudes y preocupaciones están debidamente enfocadas. Es evidente que los problemas no faltan, pues el crecimiento es insuficiente para crear empleos y para elevar los niveles de vida, además de que la distribución del ingreso sigue siendo patética. Pero, en la medida en que se persista en identificar al modelo como el problema, el agujero seguirá hondando su profundidad. El verdadero reto no es qué hacer, pues el mundo va en una dirección y -a menos que queramos arriesgar todo lo ganado en términos de estabilidad, condición sine qua non para un crecimiento económico sostenido-, no podemos abstraernos de lo que ahí ocurre. En lugar de desperdiciar recursos y tiempo en infiernillos y, sobre todo, en lo que no se puede cambiar, lo central es encontrar formas de convertir a la globalización en una palanca para nuestro desarrollo, tal y como lo han hecho con inmenso éxito naciones tan distintas como China, India y Chile.
Se suele argumentar que lo que tenemos ahora no funciona; los tiempos electorales, por lo demás, son particularmente propicios para este tipo de discusión, lo que en ocasiones da lugar a ominosas exageraciones. Pero no cabe duda de que, más allá de las campañas presidenciales en ciernes, muchos dudan de la dirección que sigue la economía mexicana. Nadie ha articulado este planteamiento como Andrés Manuel López Obrador, cuyo discurso y publicaciones han tocado los temas centrales de la problemática que nos aqueja: la pobreza, la falta de oportunidades, el pobre desempeño económico, el sesgo a favor de las empresas ya establecidas, en una palabra, la marginación que asola a casi la mitad de la población. La desazón no es producto de la casualidad.
La gran pregunta es cómo revertir las malas tendencias y comenzar a construir el edificio del desarrollo de largo plazo. Una manera de responder a esta interrogante es, muy a nuestro estilo, cancelando lo existente para volver a comenzar. Esa manera de concebir la solución ya nos ha llevado a una multiplicidad de crisis, a un enorme desperdicio y a brutales consecuencias sociales a lo largo de los últimos treinta y cinco años. Justamente, así fue como se enfocó el problema en los setenta, momento en que se hipotecó el futuro del país en aras de un súbito, pero temporal, ascenso en las tasas de crecimiento.
La otra forma de entender el problema y enfocar su solución consistiría en entender el mundo que nos rodea, evaluar las opciones reales, reconocer el momento y circunstancias actuales de nuestra economía y comenzar a replantear la estrategia. Vista así, la problemática es no sólo mucho más fácil de definir, sino que las respuestas se tornan mucho más razonables y el crecimiento alcanzable.
De lo que no hay la menor duda es que la estrategia seguida en los últimos lustros no está cumpliendo su promesa fundamental. Esto no significa que todo esté mal en la actualidad, sino que se están desperdiciando oportunidades y, sobre todo, se está dejando de crecer a tasas asequibles dado nuestro potencial. Aunque el discurso público tiende a extremar las posibles soluciones, lo cierto es que no existen muchas opciones: una de dos, o tratamos de construir la plataforma para el desarrollo futuro, lo que implica asumir la realidad del mundo en que vivimos a cabalidad, tal y como han hecho países como China e India; o, por el contrario, abandonamos toda pretensión de lograr semejante desarrollo, nos enquistamos y volvemos la vista hacia un momento en el pasado en que las circunstancias fueron mejores, así haya sido de manera excepcional y no repetible.
Puesto en otros términos, nuestra alternativa, al menos en términos hipotéticos, consiste en volver a hipotecar el futuro ahora que las cuentas fiscales han mejorado de manera notable; o aprovechar esa estabilidad financiera, que ha costado tanto alcanzar, para sentar las bases para un futuro radicalmente distinto. China, India, Chile, Canadá son ejemplos de naciones que optaron por invertir todo en aras de sumarse al mundo desarrollado. Convirtieron a la globalización en una palanca de desarrollo. Argentina, Venezuela y Bolivia (muy probablemente Perú y Ecuador también), han optado por volver a hipotecar su futuro.
Ningún país ejemplifica mejor el dilema que Brasil. Como candidato, Lula, su actual presidente, planteó un rompimiento radical con el orden existente. Pero una vez que llegó a la presidencia se percató de la ingenuidad y falta de información que sostenía su visión como candidato. O como dijera una canción: que las cosas desde aquí se ven muy distintas que desde allá. Lula no cedió en su visión; más bien, comprendió la complejidad del mundo y replanteó su estrategia. El tiempo dirá si ésta fue la adecuada, pero su probabilidad de éxito es ciertamente mayor hoy (en la economía, ignorando la corrupción) de lo que pudo haber sido de abandonar todos los cánones existentes.
El tema de fondo es que el mundo vive realidades y circunstancias inéditas: la sociedad del conocimiento, caracterizada por eficientes comunicaciones. Insertarse en los circuitos de la globalización no implica olvidar el pasado ni negar nuestra historia. Tampoco entraña adoptar costumbres de otras naciones. Al contrario: la gran virtud de la globalización es que permite –y de hecho exige–que cada nación emplee sus propios medios y estrategias para fortalecer su capacidad de ser exitosa. El reto consiste en apalancarnos en esas costumbres, tradiciones y habilidades para elevar la calidad de los servicios e incrementar los niveles de productividad, condición necesaria para el crecimiento. Así como nadie puede imaginar que naciones como Alemania o Japón dejen de distinguirse por su habilidad para convertir tradiciones en ventajas comparativas, México tiene la oportunidad de convertir las propias en una ventaja competitiva. Esa es la oportunidad. La pregunta es si quienes aspiran a liderar nuestro destino tendrán la capacidad de comprenderlo.