Luis Rubio
La propensión natural de un pueblo asediado por la criminalidad es la de exigir el endurecimiento de la legislación penal y demandar más recursos para la seguridad pública. Pero ¿de qué sirve mayor dureza si todo el aparato judicial y policial es disfuncional y corrupto? Mucho mejor sería enfocar los esfuerzos y recursos a una mayor eficacia y eficiencia, por un lado, y a un sistema más justo por el otro. Lo más increíble de todo es que existen mecanismos capaces de lograr ambos objetivos sin necesariamente consumir más recursos. Pero lograrlo sí requeriría un cambio de enfoque y, sobre todo, colocar al ciudadano en el centro de la trama. Los juicios orales serían un buen comienzo.
En un mundo normal, nadie tendría que ser convencido de la trascendencia de la seguridad pública y la justicia. Sin seguridad pública nada puede funcionar, pues la gente, desde el individuo más modesto hasta el más encumbrado, pasa horas del día preocupado por ese mal que carcome no sólo la manera de ser de los individuos, sino a la vida social en general. ¿Cómo puede prosperar una economía si el investigador está distraído pensando en si su hijo llegó con bien a la escuela? ¿Cómo puede concentrar su mente un empresario en la siguiente oportunidad para su negocio si está perdido en los costos de una mayor seguridad? ¿Cómo puede dar lo mejor de sí un obrero, un campesino o un funcionario público que no puede dejar de imaginar los riesgos que implica ir a su trabajo en la mañana y regresar en la tarde? Nadie, y menos un gobernante, debería requerir convencimiento de la importancia de la seguridad pública.
Pero el nuestro no es un mundo normal. Las autoridades son generosas en su retórica moralista respecto a las causas del fenómeno, pero poco analíticas para comprender su dinámica y características reales. Los estudios más serios (en primer lugar, el más analítico de ellos, Crimen sin Castigo, de Guillermo Zepeda, publicado por el FCE) demuestran fehacientemente que: a) la criminalidad no se origina por la pobreza o el desempleo; b) que el problema principal reside en la impunidad; c) que un delincuente, consciente de las pocas probabilidades de ser detenido y procesado, no va a ser disuadido por penas duras y prolongadas; y d) que la sociedad no percibe que exista una estructura policíaca o judicial confiable y legítima que pueda lidiar con el problema.
Por mucho que se habla del tema, muy poco se ha hecho para enfrentarlo. Si bien existe una ambiciosa iniciativa de ley en el Senado de la República, ésta no va al fondo del asunto. La iniciativa procuraría una mayor eficiencia, pero no haría más justo y legítimo al sistema en su conjunto. Además, el problema principal tanto de seguridad pública como de justicia no se encuentra a escala federal, sino local, pues la abrumadora mayoría de los delitos se inscribe en lo que se llama fuero común que es materia de los gobiernos estatales.
Algunos gobiernos estatales inspirados por experimentos originados sobre todo en Bolivia, Costa Rica, Guatemala, Argentina y Chile, han comenzado a probar modelos alternativos. Según los especialistas, hay dos orientaciones en esos procesos: unos enfatizan la eficiencia de la justicia y procuran descongestionar el sistema, que es lo que más gusta a las autoridades porque las hace ver más efectivas. Los otros se orientan a tratar de lograr una mayor calidad en los sistemas de justicia para hacerlos más justos, a la vez que reducen la violación de derechos fundamentales. Aunque no son excluyentes, se trata de dos maneras de entender el problema y sus resultados son, por ello, muy distintos. Quizá el caso más atractivo sea el de Chile, donde se ha creado un sistema híbrido que propicia que los casos más graves y controvertidos se diriman a través de un juicio oral, en paralelo con mecanismos alternos de descongestión (sobre todo conciliación, acuerdos reparatorios, suspensión del procedimiento a prueba, juicio abreviado, etc.).
En la actualidad, los juicios no son entre personas sino entre bodoques de papel. El acusado rara vez ve al juez y nunca hay un intercambio entre los abogados. Las pruebas se desahogan sin que las partes interesadas participen o el juez se entere de las circunstancias específicas. El proceso se concentra en documentos que van y vienen, donde lo crucial no es la sustancia, sino el cumplimento de fechas y recursos. El potencial de corrupción es infinito. La justicia, más que un acto jurisdiccional, acaba siendo uno de fe.
El juicio oral parte del principio contrario: la esencia de la justicia no se encuentra en papeles, sino en los involucrados. El juez, o tribunal, recibe en forma directa y personal las pruebas, escucha a las partes involucradas, mientras los testigos y peritos comparecen personalmente y son interrogados frente al acusado, sin que se puedan presentar declaraciones anteriores, previas al juicio. El procedimiento es rápido, hace sumamente difícil la corrupción (pues todo es público) y se propicia la transparencia en los procesos. La celeridad del juicio hace efectivo el principio de la justicia expedita y se privilegian los derechos de la víctima, así como la reparación de sus daños. Es decir, se trata de un procedimiento mucho más amable y, por lo tanto, justo.
Al día de hoy, el estado de Nuevo León ha adoptado una legislación en esta materia que, aunque modesta, avanza hacia un cambio radical. En Chihuahua se acaba de presentar una iniciativa mucho más ambiciosa que la neolonesa y en Oaxaca está por emprenderse un proyecto semejante. El caso de Nuevo León es aleccionador: aunque sólo se han registrado cuatro juicios orales, muchos de los casos que hubieran podido llegar a un juicio acabaron en arreglos u otras salidas alternas, que es precisamente lo que se busca. Esto ha permitido elevar la eficacia de la procuraduría en el desahogo de averiguaciones previas de un 25% a un 65%.
El juicio oral, como cualquier otro mecanismo, no es una panacea, pero sí constituye un avance muy significativo sobre lo que tradicionalmente ha existido en el país. Es evidente que mientras persista la situación de inseguridad que hoy azota al país, cualquier avance en materia de justicia, por expedita y justa que resulte, será insuficiente para colocar al país en una dirección que haga posible el desarrollo y la civilización. Pero no por eso debe ignorarse el avance tan palpable que representan los juicios orales. Ojalá unos estados comiencen a competir con otros en esta materia para beneficio de todos.