Luis Rubio
El mundo está cambiando de manera incontenible y nosotros actuamos como si nada ocurriera, como si fuésemos totalmente inmunes. Las oportunidades y las amenazas se multiplican a nuestro alrededor y, sin embargo, permanecemos impávidos. Da igual si se trata de las (declinantes) reservas petroleras o del crecimiento acelerado de la economía china, los mexicanos nos parecemos cada vez más a un venado paralizado frente a las luces de un automóvil que lo deslumbra súbitamente. La pregunta es quién va a responder ante la ciudadanía si la parálisis actual acaba causando más pobreza, menos crecimiento, un mayor descontento generalizado y, por encima de todo, una gran frustración.
Hace unos años, a mediados de los ochenta, apareció una caricatura en el Pravda, el principal periódico de la era soviética, donde se ilustraba de manera fehaciente el problema de aquella nación en ese momento y que es alusivo a nuestra realidad actual. El momento era significativo: Gorbachov había tomado las riendas del Partido Comunista y había iniciado su famosa Perestroika, un proceso de reforma que comenzaba a afectar toda clase de intereses burocráticos, políticos y económicos. Como bien sabemos hoy, las reformas iniciadas por Gorbachov acabaron por destruir a la vieja Unión Soviética al inicio de los noventa. Sin embargo, a mediados de la década de los ochenta nadie imaginaba semejante posibilidad. La caricatura del Pravda presentaba a unos burócratas montados en una vía de tren con sus escritorios, archivos, máquinas de escribir y otros implementos de trabajo, como si fueran a impedir el paso del ferrocarril. El cabecilla del grupo, mientras ve al resto, se dirige hacia el horizonte de donde vendría el ferrocarril y afirma: el camarada Gorbachov no sabe lo que le espera cuando llegue a este lugar.
El México de hoy, al menos una buena parte, recuerda mucho al camarada burócrata de la caricatura. Todos los actores políticos tienen buenas razones para explicar la lógica de su posición o la racionalidad de su negativa a sumar en lugar de restar, pero el hecho es que todo el país está paralizado porque hay demasiadas agendas encontradas y muy poco sentido de la urgencia y los riesgos que el país enfrenta.
Algunos culpan al gobierno, otros al congreso. Unos analizan con detenimiento y prudencia la fallida transición política y la comparan con otras que han sido por demás exitosas, de lo cual derivan conclusiones que igual pueden ser aplicables a nuestra realidad o no. En el fondo hay muchos discursos y muy poca acción. La política mexicana transita por dos corrientes: los que quieren el poder a cualquier precio y por cualquier medio y los que quieren regresar al pasado, igual a cualquier precio y por cualquier medio. En ocasiones, las dos corrientes se encarnan en figuras individuales. Prácticamente nadie en la vida política mexicana se está concentrando en construir el futuro que necesitamos.
Más allá de los confines de los espacios formales e informales de la política nacional, existe un mundo que cambia a paso veloz. De particular importancia es el tema del crecimiento económico de China y el reto energético que en no mucho tiempo enfrentará el país. La competencia china, por ejemplo, no puede más que intensificarse y no estamos haciendo nada al respecto. El fenómeno chino está alterando la dinámica económica del mundo de una manera no sólo incontenible, sino a una velocidad que se eleva día a día. Por respuesta los políticos sólo cierran los ojos. Al pretender que con la indiferencia nada pasará, los políticos de esta estirpe prefieren apostar a la famosa solución técnica a los problemas del país (la virgen de Guadalupe). Para otros, que pretenden ser pragmáticos, la solución reside en alguna combinación de mecanismos que comenzaría por prohibir las importaciones, repudiar al Fobaproa y manifestarse ante la embajada norteamericana. Por supuesto que ninguna acción de esta naturaleza resolverá el problema, pero el efecto mediático ya habrá quedado ahí.
Sin duda China constituye una seria amenaza para la economía mexicana, pero se trata de una amenaza sólo si optamos por la inacción. La propensión de los políticos, empresarios y medios de comunicación ha sido la de presentar algunos productos importados de China como evidencia de la amenaza que esa nación representa para el país. El problema es que esa manera de actuar no sirve más que para posponer lo inevitable, a la vez que impide el desarrollo de una respuesta positiva. Mientras que nosotros nos debatimos hasta el cansancio sobre la soberanía en materia energética, los chinos han concesionado cientos de mantos petroleros y de gas a empresas extranjeras bajo el principio de que lo urgente es el desarrollo de esos recursos para acelerar el crecimiento del resto de la economía. De la misma manera, mientras que nosotros nos consumimos en debates bizantinos sobre los méritos de un régimen comercial abierto y del TLC, los chinos estrechan lazos comerciales con todos los vecinos y socios comerciales de la región. Mientras que los mexicanos evidencian una creciente frustración, la población china e hindú, otro caso de éxito, al menos relativo, comienza a otear un futuro positivo. ¿Por qué ellos sí y nosotros no?
El país no puede perseverar en su autismo. No es posible seguir ignorando al mundo de alrededor ni la realidad interior. Es imperativo comenzar a decidir, pero eso es imposible en ausencia de mecanismos capaces de sustentar decisiones efectivas en el poder legislativo. La solución a la problemática política nacional no consiste en crear un régimen parlamentario o afianzar o reconstruir el presidencialista, sino en adoptar mecanismos de negociación que permitan determinar la mejor manera de resolver la parálisis actual: o sea, en vez de discutir objetivos, hay que acordar medios de decisión. No se trata de un proceso circular; todo lo contrario.
Concentrados en su solución favorita a cualquier problema, los políticos han llegado a un impasse en todos los temas de relevancia. Lo que procede es abandonar toda discusión sobre objetivos (estructuras políticas o reformas específicas). Lo urgente es acordar una metodología para la toma de decisiones. En lugar de pretender imponer soluciones que no cuentan con una mayoría legislativa (o sea, casi todas), lo imperativo es acordar los medios a través de los cuales se decidiría. La lógica maximalista a ultranza que hoy domina el panorama político va a acabar asfixiando al país.