La cuerda floja

Luis Rubio

¿Cuál será el límite de la saciedad de nuestros políticos? La transición a un régimen democrático prometía una nueva relación entre la ciudadanía y el poder político. Atrás quedaría la presidencia sobredimensionada y en su lugar comenzaría a crecer un andamiaje institucional que equilibraría los poderes y le conferiría un papel estelar a la ciudadanía. La realidad ha sido otra: la pérdida de poder presidencial no fortaleció al ciudadano ni se dio una revitalización institucional. En lugar del viejo presidencialismo aparecieron nuevos señoríos feudales y cobraron fuerza los llamados poderes fácticos. En lugar del régimen presidencial ahora tenemos el régimen de la impunidad. Y el reino de la impunidad es el reino de los políticos.

La impunidad ha ido ganando una batalla tras otra, al grado en que los ciudadanos ya no son parte de la ecuación: todos los incentivos promueven distancia de los políticos respecto a los ciudadanos, incluso para aquellos, honestos y responsables, que preferirían que así no fuera. La población ha quedado relegada a un mero espectador del abuso y los excesos que caracterizan a nuestra clase política y sus socios.

Además de la creciente distancia que los políticos van imponiéndole a la ciudadanía, la intromisión en su vida privada, en la forma, por ejemplo, de interrupciones en la transmisión de partidos de futbol, trasciende toda norma previa. Peor, los políticos no se dan cuenta del daño que le hacen al país y a sí mismos. Aprueban leyes, imponen reglamentos y avanzan procesos de control sobre la ciudadanía cuyas dimensiones nunca alcanzan a comprender y luego corren a culpar a alguien más.

La propensión a promover y aprobar leyes sin analizar sus posibles consecuencias es legendaria. En la era del presidencialismo no se podía tocar una legislación ni con el pétalo de una rosa. Pero eso no implicaba que esas leyes fueran buenas o idóneas para el objetivo propuesto. Ahí está como testigo la colección de macro reformas con micro resultados. Ahora, en la era de legislativo exacerbado, nada ha cambiado: las iniciativas de ley son instrumentos para mostrar quién tiene el poder, no medios para mejorar la vida de la ciudadanía. Cambió el dueño, pero no el objetivo.

Los ejemplos son vastos, pero quizá ninguno tan brutal como la defenestración del IFE. La otrora institución ciudadana que se dedicaría a asegurar la equidad en la competencia electoral ha pasado a ser un apéndice del legislativo. Los políticos remueven a sus (inamovibles) consejeros, le imponen las reglas de funcionamiento, supervisan su gasto y deciden sobre la forma en que deben administrarse los procesos electorales. Es decir, lo que antes hacía la secretaría de gobernación hoy lo hace el poder legislativo. El círculo se cerró una vez más. Los políticos han logrado quitarse las molestias de la democracia y volver a ejercer control sobre la política electoral. Tenemos políticos más fuertes pero instituciones más débiles y vulnerables.

Lo que no previeron los políticos fueron las consecuencias de sus decisiones. Los políticos de antaño sabían que eran despreciados por la ciudadanía y por eso actuaban de manera discreta, evitando exacerbar los ánimos. Los de hoy son insensibles. En el pasado, a nadie se le hubiera ocurrido interrumpir un partido de futbol, actividad que era reconocida como sacrosanta. Los legisladores y sus empleados del IFE podrán culpar a las televisoras de actuar de manera intencional al meter los anuncios, pero la verdad es que los políticos aprueban cosas sin meditar ni contemplar sus implicaciones.

El aislamiento de nuestros políticos respecto a la vida cotidiana y a la población es, o debería ser, tema de extrema preocupación. Blindados por las millonarias sumas que el erario (es decir, la ciudadanía) le transfiere a los partidos políticos independientemente de si llueve, tiemble, relampaguee o haya una situación económica crítica, nuestros políticos no tienen necesidad de atender los temas urgentes. En los últimos meses, por ejemplo, aprobaron una legislación en materia petrolera de la que están muy orgullosos pero que no tiene viabilidad alguna ni posibilidad de transformar al monstruo petrolero en una empresa productiva y dinámica. Vaya, ni siquiera hicieron algo para asegurar que continuara el flujo de fondos que produce Pemex para el bienestar de los propios políticos. Increíble ¿no?

Otros ejemplos son verdaderamente reveladores. Por ahí están los que abogan por la filosofía de que mientras peor, mejor, sin importar que sea la ciudadanía la que siempre estará del lado del peor. Igual están los moralinos guanajuatenses que quieren imponerle sus preferencias y velos ideológicos a la población.

Quizá más importante sea todo el conjunto de temas que nuestros legisladores no abordan porque eso implicaría afectar los intereses de grupos y sindicatos que son suyos. Ahí está la seguridad social y los subsidios, la reforma fiscal y la legislación electoral, cuyos entuertos no tardarán en tener que confrontar. El afán de control y venganza es explicable, pero también tiene límites. Tarde o temprano, la indignación de la población acabará rebasando a nuestros políticos, máxime ahora que la situación económica comienza a afectarla de manera potencialmente grave.

La democracia mexicana pasó de procurar un contrapeso al viejo presidencialismo para convertirse en una fuente de poder vengativo en manos de los partidos y los políticos. El péndulo se había extremado hacia un lado; ahora para el otro. La gran pregunta es cuándo y cómo comenzará la indignación de la ciudadanía y cómo se va a manifestar. En la era del presidencialismo priísta, la población reconocía el límite de sus derechos y se constreñía a burlarse de los políticos, contar chistes sobre los presidentes y, en todo caso, a manifestarse en formas compatibles con el viejo aforisma de obedezco pero no cumplo.

Los políticos mexicanos están en la cuerda floja porque han perdido todo sentido de realidad y porque creen que el mundo es suyo y que pueden mangonear a la población sin límite. Ahora la ciudadanía sabe que puede elegir y tumbar candidatos y partidos por la vía electoral. Con todas las restricciones a sus derechos que le ha impuesto el legislativo, la ciudadanía sabe que ya no existen los controles de antes y que el afán de restablecer el poder centralizado de antaño simplemente no es factible. Estas circunstancias tarde o temprano llevarán a una reconfiguración del poder: así como acabó el presidencialismo por voluntad de la población en una elección indisputada, también terminará el abuso del poder legislativo. La pregunta es cómo y cuándo.

 

Ahora es cuando

Luis Rubio

Los pactos y los acuerdos dan sustento mediático, pero cuando se acaba el polvo el problema sigue siendo el mismo: la economía mexicana lleva décadas sin crecer al máximo de su potencial y nada se está haciendo para aprovechar el momento extraordinario que la crisis mundial ha creado para transformar sus cimientos. El gobierno puede y debe enfrentar los problemas de criminalidad y desarrollar mejores relaciones con el resto del mundo, pero mientras no cree condiciones propicias que hagan posible la transformación de nuestra economía, todos los esfuerzos serán en vano. Urge la construcción de una economía moderna, libre de las ataduras políticas y burocráticas que le impiden crecer.

No es con pactos o más seminarios como se va a transformar la economía del país. Lo que se requiere es una estrategia dedicada al desarrollo económico, una estrategia capaz de construir sobre lo existente pero, a la vez, crear condiciones para que salga la economía de su letargo y surjan nuevas empresas, empresarios y oportunidades. La economía actual es hija del pasado y ha probado ser incapaz de constituirse en la plataforma idónea para sustentar a una economía dinámica y moderna, susceptible de crear riqueza y los empleos que demanda una población joven y pujante. Los acuerdos entre los privilegiados del pasado no hacen sino preservar lo existente. El instinto de arroparse en lo que existe es lógico porque cualquier otra cosa es una mera promesa, pero cada actividad que se protege implica un obstáculo al nacimiento de las empresas que pueden ser la esencia y sustento de nuestro futuro. Por eso la plataforma actual hace imposible el crecimiento económico y el futuro del país.

México necesita una plataforma nueva de crecimiento y desarrollo, una plataforma capaz de darle viabilidad a empresas e industrias que todavía no existen, susceptible de atraer talento e inversión hacia actividades y sectores en los que no hay tradición. Así es como crecen las economías: dándole rienda suelta a oportunidades que sólo un empresario puede imaginar. Los gobiernos y sus burocracias nunca podrán reemplazar la creatividad empresarial: la URSS lo intentó y fracasó. La función del gobierno debe ser la de crear un entorno propicio para que un empresario, que en muchos casos ni siquiera se concibe a sí mismo como tal, haga suyas las oportunidades que sólo su experiencia e imaginación le pueden aportar.

Es evidente que en este momento el gobierno tiene que responder con un plan de acción para enfrentar la crisis del momento: eso es lo urgente y, salvo el desperdicio de tiempo que ha habido con el programa de infraestructura, ha actuado de manera seria. Pero una respuesta a lo urgente no implica que está respondiendo ante lo importante y lo importante es el crecimiento del futuro.

En lugar de ver a la maltrecha economía mundial como una maldición, deberíamos concebir el momento actual como la oportunidad que no hemos tenido para reorganizar nuestro propio marco económico y prepararnos para la siguiente etapa de crecimiento. Las empresas, tanto en México como en el mundo, se están ajustando a la nueva realidad del mercado y están moviendo activos, cerrando plantas, reorganizando sus finanzas. Es en esos momentos que hay receptividad para contemplar la siguiente etapa de su desarrollo. Si el gobierno de México crea condiciones de competencia que hagan realmente atractiva la instalación de nuevas plantas en nuestro país, eso es lo que harán las empresas multinacionales. Es decir, en lugar de dejarlas en su localización actual o moverlas a lugares como China, un buen plan de desarrollo en México podría hacerlas repensar sus prioridades.

Lo mismo es cierto de empresas mexicanas que todavía no nacen: un marco propicio para la instalación de nuevas empresas puede hacerle atractivo a una mujer que trabajaba en una planta que cerró o en una empresa donde no le han hecho caso a las ideas que ha planteado a animarse a crear su propia empresa. Lo mismo puede ocurrir con algún grupo de estudiantes universitarios que ven la oportunidad de instalar una fábrica o desarrollar un nuevo servicio. Basta ver a los vendedores en las calles para apreciar la creatividad empresarial del mexicano. ¿Por qué no darle la oportunidad de crear algo más duradero y trascendente?

Hasta hoy, la economía mexicana ha funcionado más como una estructura soviética (donde el gobierno decide quienes son los ganadores y los colma de privilegios), que como una economía dinámica y moderna. Cualquiera que aprecie los magros resultados en términos de crecimiento económico de los pasados veinticinco años tendrá que reconocer que es indispensable repensar el camino. Si uno observa a las economías más dinámicas del mundo, el común denominador es que son las empresas chicas, los nuevos empresarios, las nuevas oportunidades, las que generan la mayor parte de los nuevos empleos y las posibilidades de desarrollo. También son esas empresas las que diseminan la riqueza, generan expectativas positivas en la sociedad y consolidan una base fuerte de confianza en el futuro. Sólo aquí ignoramos lo obvio: que el futuro no es una extrapolación lineal del futuro y que muchas de las mejores oportunidades no sólo no se relacionan con las empresas existentes, sino que los privilegios con que éstas cuentan muchas veces constituyen un impedimento al desarrollo de las nuevas.

Responder ante lo importante implica construir el futuro más que preservar el pasado, pensar en el consumidor y en el futuro empresario más que en el burócrata y en el empresario encumbrado, es decir, desmantelar las estructuras institucionales y burocráticas que impiden el crecimiento. El punto aquí no es abandonar lo existente sino dejar de protegerlo: que toda la economía comience a sujetarse a reglas de competencia. Para algunas empresas la competencia será simplemente imposible de contener, pero para la mayoría implicará no más que una modificación de su estrategia. A cambio de ello, un régimen de esta naturaleza abriría oportunidades que hoy son inconcebibles y, por lo tanto, imposibles.

El problema reside tanto en el gobierno como en la estructura política del país. En México no van a prosperar nuevas empresas mientras los precios de los bienes y servicios más básicos como comunicaciones y energía- sigan siendo administrados por burócratas más preocupados por las finanzas públicas o por los privilegios del sindicato o del dueño (a veces la misma cosa) que por el futuro del país.

La crisis exige atender lo urgente, pero sólo lo importante nos sacará del hoyo después del vendaval.

 

Mexico y Obama

Luis Rubio

Octavio Paz lo meditó y escribió con excepcional prosa y sapiencia: nuestros dos países difícilmente podrían ser más distintos y, sin embargo, la geografía nos ha reunido. Hoy podríamos agregar que, más allá de las preferencias o deseos de sus respectivos líderes, la globalización ha integrado las economías de ambos países y, en un enorme número de casos, a sus familias. Las fronteras y los muros no cambian la realidad de los flujos comerciales y humanos: estos siempre encuentran un camino. Ahora, en medio de una situación económica casi inédita, Estados Unidos se apresta a cambiar el rumbo. Para nosotros esto representa un desafío, pero también una oportunidad, si la sabemos aprovechar.

El discurso inaugural de Barack Obama fue un ejemplo más de nuestros contrastes y diferencias. La visión es positiva y futurista: el pasado es origen e historia pero no lastre ni costo. El futuro se construye y la realidad se transforma. Todo es posible y todo lo puede lograr una ciudadanía dispuesta a crear, asumir riesgos y trabajar. El ciudadano es el centro del universo y EUA una potencia que se asume como tal. Barack Obama, rompe tabúes y desmitifica a toda la legión de críticos, dentro y fuera de su país, que insistía que el hito que tuvo lugar esta semana era simplemente imposible.

Desde la perspectiva mexicana, quizá lo más impactante del cambio de poderes de esta semana es su trasfondo institucional. El poder no es de las personas sino de las instituciones; todos los ex presidentes vivos, independientemente de su partido o circunstancia, estaban ahí parados, atestiguando el ritual. En su discurso, el nuevo presidente apela a la ciudadanía no como un mero trámite o simbolismo, sino a sabiendas de que va a requerir todo su apoyo y compromiso para que, cuando las cosas se pongan difíciles en el congreso, la población haga la diferencia. La ciudadanía como razón de ser y corazón de la política.

Para el resto del mundo, preocupado por la crisis económica, el inicio del gobierno de Obama no podía esperar un día más. Todos buscan no sólo definiciones económicas, sino claridad de visión y liderazgo. Cómo cambian las cosas: a la nación otrora casi paria ahora se le ve con esperanza. Obama planteó una nueva perspectiva y cambió percepciones, fue sin duda convincente en cuanto a su persona, pero falta ver su capacidad para encabezar el titánico esfuerzo que la crisis económica demanda. Pero el sólo hecho de haber cambiado percepciones constituye un nuevo principio. La gran pregunta es si en este nuevo contexto podemos encontrar un espacio para avanzar nuestros propios intereses.

El problema es definir con precisión cuáles son esos intereses. En su discurso, Obama explicó los intereses y prioridades de su país con enorme claridad y elocuencia. Nosotros, como muchas otras naciones del mundo, sobre todo las de América Latina, esperábamos escuchar lo que nos iba a dar, cómo nos iba a tratar. En lugar de definir lo que queremos y construir una estrategia para lograrlo, esperamos a que nos digan qué va a pasar.

Pero Washington no es así. Aunque nuestra localización geográfica cuenta para algo (la reciente visita del presidente Calderón a Washington habla por sí misma), México es una de 194 naciones para la mayoría de las cuales su principal relación es EUA. Desde la perspectiva norteamericana, de todas esas naciones sólo es posible atender a aquellas que son fundamentales desde su óptica. Y esa óptica la determinan tres factores: situaciones críticas, situaciones geopolíticas y política interna. Irak, Pakistán y Afganistán son ejemplos de lo primero; Rusia y China de lo segundo; Canadá, Irlanda, Taiwán e Israel de lo tercero.

La pregunta que nosotros tenemos que hacernos es cómo caer en el tercer grupo de naciones y evitar ser arrollados hacia el primero (cuyo riesgo emana de la criminalidad y el narcotráfico). Las naciones que están en el tercer grupo han logrado, cada una a su manera, una presencia activa y pujante en el Congreso de ese país y, en muchos casos, en la sociedad norteamericana. Basta ver la localización y enfoque de la embajada canadiense (justo frente al capitolio, sede del congreso) para entender sus prioridades.

La mayor parte de los temas que caracterizan a nuestra relación bilateral pasan por el poder legislativo, pero nosotros, en una increíble extrapolación del viejo sistema político priísta, seguimos enfocados al ejecutivo. Independientemente de la falta de definición formal de nuestros intereses, es evidente que hay un núcleo de temas comerciales que son prioritarios, como lo es el funcionamiento de la frontera y el potencial de extender servicios de una nación a la otra a través de la línea divisoria. De la misma forma, el tema migratorio es central para la política mexicana. Todos estos temas pasan por el congreso norteamericano, pero nosotros seguimos tocando la puerta del ejecutivo.

Las naciones que son exitosas en avanzar sus intereses en Washington se abocan por principio al Congreso, aportan información, crean un ambiente propicio y contribuyen a construir alianzas legislativas. Muchas de ellas se caracterizan por un impresionante despliegue en el territorio americano: obtener apoyos en el Congreso requiere, tal y como lo ilustró Obama en su discurso, del apoyo de los ciudadanos a nivel local. No es casualidad que mucho del cabildeo que realizan diversos países en EUA, sea de manera directa o en asociación con descendientes de su país, se lleve a cabo a nivel estatal. Ahí se forjan las alianzas que luego se traducen en votos legislativos.

El tema migratorio quizá ilustra mejor que cualquier otro nuestra falta de foco. A diferencia de los temas comerciales, que tienden a concentrar los apoyos u oposición en unas cuantas comunidades muy específicas, la migración es un tema de esencia para los estadounidenses y va directo al corazón de su ciudadanía. No es un tema que se vaya a resolver en una negociación privada. Irónicamente, quizá la llave del tema migratorio resida menos en el Congreso mismo que en una negociación que el gobierno mexicano algún día tendrá que enfrentar con las comunidades de México-americanos. Sólo el embate político de todas esas comunidades a nivel local podría llevar a afianzar la coalición legislativa que haga posible un cambio real. Pero eso implicaría no sólo saber qué se quiere, sino también ver como iguales, es decir, como ciudadanos, a esos migrantes que muchas veces, desde México, es fácil despreciar.

Obama dice que es necesario transformar a su país. Quizá no haya otra oportunidad para que nuestros temas e intereses sean parte de esa transformación.

 

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¿Estado Fallido?

Luis Rubio

México se ha convertido en tema de discusión dentro de EUA y no precisamente por sus lindas playas. Ahora el debate, que incorpora ya no sólo a analistas civiles sino a estudiosos dentro de su aparato militar, se refiere a la posibilidad de que el gobierno mexicano acabe siendo un “Estado fallido”, es decir, que acabe colapsándose y siendo incapaz de funcionar y satisfacer incluso sus funciones más elementales. Jorge Castañeda advertía en estas páginas que el diagnóstico podría ser erróneo pero que, de aceptarse como válido, podría tener consecuencias graves que, dice Jorge, acabaríamos pagando nosotros. Héctor Aguilar Camín retomó el tema en Milenio y planteó que la noción de un colapso súbito suena extravagante y no razonable frente a la evidencia. Dada la magnitud del tema, me fui a buscar la literatura al respecto. Esto es lo que encontré.

El concepto de estado fallido no tiene un sustento académico amplio, pero se ha popularizado en los últimos años a través de un índice anual de sesenta países que publica anualmente la revista Foreign Policy. Fuera de un profesor de Harvard que se ha concentrado sobre todo en países africanos, el concepto ha adquirido relevancia política por quienes lo emplean. De acuerdo a la literatura existente, un estado fallido es aquel que ha perdido control sobre partes de su territorio o el monopolio sobre el uso legítimo de la fuerza; ha visto erosionada la legitimidad de su autoridad para tomar decisiones sobre la colectividad; no tiene capacidad para proveer servicios públicos de una manera razonable; y no tiene capacidad para interactuar con otras naciones como un miembro de la comunidad internacional. Algunos le agregan temas como capacidad para generar bienestar y satisfacer a su población. Como sugieren estos planteamientos escuetos, el sustento teórico del concepto proviene de Max Weber, un sociólogo alemán del siglo XIX que trabajó mucho sobre el tema de la legitimidad. A partir de eso, el término de “estado fallido” se ha empleado para mostrar a un gobierno que acaba siendo incapaz porque no logra mantener la paz, porque enfrenta oposición armada potencialmente capaz de amenazarlo y porque no logra imponer la legalidad en su territorio.

Al menos a primera vista, cualquier observador de la realidad nacional diría que hay algunas fallas en el gobierno mexicano en estos rubros, pero ninguna que pudiera llevar a categorizarlo como un gobierno fallido y, en este sentido, no es extraño que México no forme parte de esos sesenta países en el índice de Foreign Policy. Con todas sus deficiencias, el gobierno sigue operando, los servicios funcionan en la mayor parte del país y nadie duda de quién está a cargo de la administración y sus instrumentos.

Pero la argumentación que ha llevado a la discusión en EUA es distinta: según esta perspectiva, articulada especialmente por una organización de análisis geopolítico llamada Stratfor*, el gobierno mexicano tiene pocas fuerzas policiacas confiables y éstas están concentradas en la frontera y en las regiones clave para el narcotráfico. Mientras eso ocurre, los cárteles han estado golpeando al gobierno y asesinando a algunos oficiales gubernamentales. El gobierno enfrenta a múltiples organizaciones bien armadas que están combatiéndolo y que tienen capacidad estratégica y táctica de golpearlo en sus puntos débiles. De esta forma, el argumento de que el gobierno podría colapsarse consiste en que podría llegar un momento en el que el equilibrio entre el gobierno y los cárteles comenzara a cambiar a favor de estos últimos; de llegar ese momento, muchos individuos del lado gubernamental podrían preferir convertirse en instrumentos de los cárteles y trabajar para ellos. En esa tesitura hipotética, el gobierno mismo se convierte en un espacio de competencia entre los cárteles y deja de funcionar como gobierno. Es decir, el tema no es de corrupción sino de cálculo racional para los individuos que integran al gobierno. En particular, dice Stratfor, el asesinato de oficiales gubernamentales lleva a que los que sobreviven se pongan a meditar sobre sus opciones personales: ya que el gobierno es incapaz de protegerlos, su cálculo puede llevarles a un replanteamiento personal sobre cuál es la manera más probable de sobrevivir. En pocas palabras, el planteamiento no es que el gobierno mexicano se haya colapsado o que esté al borde del colapso, sino que hay muchos factores preocupantes en el horizonte que podrían llevar a un escenario catastrófico.

Si uno observa el panorama nacional, es evidente que hay indicios en este sentido: no hay duda que hay vastas regiones del país en las que ha desaparecido cualquier vestigio de gobierno funcional. Tijuana, Ciudad Juárez, Oaxaca, Tamaulipas y Michoacán evidencian esto de manera fehaciente. De hecho, ilustran la manera en que el proceso ocurre y podría ocurrir a una mayor escala. Lo mismo es cierto de la impunidad con que se extorsiona y vende protección en un creciente número de ciudades y regiones en el país, del secuestro y de la delincuencia en general. La violencia que ha habido en el país en los últimos dos años y que ha arrojado más de cinco mil muertos, la mayoría miembros de las propias organizaciones criminales, muestra que hay una batalla campal dentro y entre éstas por el control de regiones.  Todo esto ilustra el rápido crecimiento de diverso tipo de organizaciones criminales que, en esta lógica, podrían llegar a poner en jaque al gobierno federal como ya lo han hecho con muchos gobiernos locales.

¿Se puede concluir de esto que el gobierno pudiera colapsarse? Si uno sigue los indicadores que emplean estudios como el de Foreign Policy, lo único que se puede decir es que hay algunos territorios del país en los que el gobierno efectivamente se ha colapsado, pero eso no se puede decir del país en su conjunto, donde el gobierno tiene claro control del territorio, provee servicios y nadie lo disputa como entidad representativa. El mayor riesgo es que al pobre desempeño económico del país se llegara a sumar la consolidación de algunos mega cárteles que pudieran llegar a imponerle condiciones al gobierno o que acabaran penetrándolo de manera incontenible.

Ciertamente, el gobierno mexicano no es un estado fallido en la actualidad y está combatiendo a las organizaciones  criminales para revertir las tendencias que preocupan a nuestros vecinos. Pero ignorar o desechar la posibilidad de que se materialicen escenarios que no son deseables no es una manera razonable de conducir los asuntos públicos. A final de cuentas, nadie puede dudar que el veredicto sobre este tema todavía está por venir.

*http://www.stratfor.com/weekly/mexico_road_failed_state

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Herencias

Luis Rubio

Comienza el tercer año del gobierno del presidente Calderón. Atrás quedó el periodo en el que tradicionalmente los gobiernos proponen, desarrollan y lanzan sus proyectos para poder cosechar en el resto del sexenio. Pero éste ha sido un sexenio distinto en muchos sentidos. A la mitad del año, la ciudadanía tendrá que votar para la integración de la Cámara de Diputados que funcionará durante la segunda mitad del sexenio. Será un momento de prueba para el gobierno, cuya dinámica ha sido forjada tanto por su propia mano como por circunstancias totalmente excepcionales, cuando no anómalas. Puesto en una palabra, el presidente Calderón está pagando muchos patos que no son resultado de su actuar.

Por donde lo quiera uno ver, el momento ha sido excepcional. Se construyó una impresionante estructura institucional para gobernar los procesos electorales que, en 2006, probó ser insuficiente para evitar que uno de los contendientes la desacreditara. El gobierno, con poco tiempo para prepararse por los meses de conflicto estéril que precedieron a su inauguración, planeó algo distinto a lo que tuvo que enfrentar (el crimen organizado) y ya no se concentró en el plan de vuelo que le permitiera sembrar proyectos que poco a poco fuesen rindiendo frutos. No menos importante, y quizá este sea el tema de fondo, al gobierno del presidente le ha tocado pagar cuentas de todo lo que no hicieron sus predecesores.

Felipe Calderón ha tenido que lidiar con todo lo que no hicieron, o hicieron mal, sus tres predecesores. Carlos Salinas reformó muchas cosas, pero dejó intocadas muchas otras, como los llamados poderes fácticos, que ahora se han adueñado de un sinnúmero de instrumentos de poder. Se iniciaron grandes reformas, pero muchas de ellas acabaron arrojando resultados muy modestos. Se trastocaron muchos intereses y no se crearon mecanismos institucionales para darles curso. Ahora todos esos están envalentonados, paralizando al país, cuando no amenazando su estabilidad.

Ernesto Zedillo multiplicó el tamaño de la crisis que heredó, creando condiciones propicias para el nacimiento del movimiento político de López Obrador y el atosigamiento de las instituciones de que éste viene acompañado. Cuando vino el momento de hacer valer la ley, con su candidatura al DF, Zedillo optó por el «pragmatismo», la salida fácil, que le permitía concluir su mandato sin hacerse responsable de las consecuencias. Zedillo modificó la legislación electoral, facilitando con ello el cambio político por la vía electoral, pero no tuvo la visión de construir las instituciones que tendrían que acompañar ese cambio y que ahora, en un contexto político totalmente distinto, son tan difíciles de avanzar.

Vicente Fox, al igual que Zedillo no combatió al crimen organizado y dejó que éste se enquistara en territorios cada vez más numerosos. Ambos hicieron posible que la ley del narcotráfico se convirtiera en la ley real y efectiva en Tijuana, Michoacán, Tamaulipas y el resto del país. Por si eso fuera poco, Fox ni siquiera comprendió el tamaño del cambio que su elección desataría. En lugar de construir, nadó de muertito por seis largos años. Parecido a Luis XIV, optó por la máxima de que «después de mi, el diluvio».

Ese diluvio es el que heredó Felipe Calderón y que se destapó con el conflicto post electoral: el diluvio acumulado de tres administraciones que se limitaron a lo suyo, que no le dieron continuidad a las reformas y que dejaron al país con instituciones muy vulneradas y, en muchos casos, en manos de grupos y poderes casi autónomos, cuando no de los narcos. Unas más ambiciosas que otras, todas las reformas acabaron legando más pasivos que activos.

Así llegamos al gobierno actual. Cada mexicano tendrá que evaluar la dimensión de cada responsabilidad, pero lo que parece claro es que la suma de una herencia pesada y cada vez más costosa, la crisis electoral de 2006 y las limitaciones intrínsecas del gobierno actual acabaron por producir la parálisis en que vive el país. Ahora que comienza este año electoral, todos estos elementos jugarán un papel estelar.

Las elecciones que vienen seguirán una dinámica distinta a la que caracteriza los procesos en que se elige a un presidente. En aquellos, aproximadamente el 90% de los ciudadanos escoge al candidato de su preferencia y vota por su partido para el resto de las justas del día. Las elecciones intermedias son muy distintas: la dinámica es territorial y lo que cuenta es la capacidad de movilización de los partidos y la percepción que los electores tengan del desempeño del gobierno, tanto federal como local. Más allá de construir una estructura territorial amplia y fuerte, algo que lleva décadas, es poco lo que los partidos pueden hacer. Esta circunstancia le confiere una enorme ventaja al PRI, cuya presencia en cada rincón del país es legendaria, y afecta sobre todo al PRD, cuyo despliegue se encuentra muy concentrado en dos o tres regiones.

Lo que un gobierno sí puede hacer es defender su proyecto ante la población, promover mecanismos de rendición de cuentas del gasto estatal y local para que los gobernadores no hagan de las suyas y desarrollar una estrategia focalizada. La desaparición de la presencia del ejecutivo federal en el gasto estatal, algo que viene cocinándose por tres lustros, ha transferido todo el poder, sin ninguna responsabilidad, a los gobernadores y a gobiernos locales sin contrapeso alguno. Frente a esto, el gobierno federal no tiene una estrategia institucional ni una estrategia electoral. No defiende su proyecto ni construye mecanismos de rendición de cuentas. Tampoco enfoca sus baterías hacia los estados y distritos que son susceptibles de caer en manos de su partido, en tanto que el PAN sigue siendo un partido al que le estorba el poder, por lo que busca candidatos con criterios ideológicos y no los que puedan ganar. Esto que el candidato Calderón entendió a la perfección, no lo entiende el gobierno ni su partido.

Los meses que vienen serán cruciales para la definición que haga la ciudadanía, y el juicio que formule sobre la enorme complejidad de los últimos tiempos. Las elecciones intermedias modifican muy poco de la toma de decisiones debido a la permanencia del senado por los seis años completos del sexenio (una condición estructural que atenta contra la democracia y la representación popular, pero ese es otro asunto). Pero un gobierno con vocación de poder (que debería ser verdad de Perogrullo) intentaría ganarlas aunque sea sólo por su valor mediático y simbólico.

La herencia recibida sin duda ha sido pesada y compleja, pero un legado de derrota sería mucho peor.

 

Paradojas

Luis Rubio

El comienzo de un año es siempre un momento optimista de renovación y una oportunidad creativa. Pero el inicio de un año siempre viene acompañado del recuento de los momentos y circunstancias, errores y aciertos, que arrojó el anterior. El año que recién concluyó fue difícil en muchos frentes pero rico en lecciones y aprendizajes.

En 2008 hubo de todo: optimismo, pesimismo, preguntas, respuestas, violencia, proyectos nuevos y proyectos fracasados. El mundo sufrió una de las peores crisis financieras de la historia pero solo ahora comenzaremos a ver sus consecuencias. Parece evidente que estamos en un momento decisivo para el futuro. Se debaten nuevas estrategias de desarrollo económico y se ponen en duda ortodoxias, igual las nuevas que las viejas. Quizá lo más importante sea encontrar, en medio de este marasmo de contradicciones, los espacios que nos permitan encontrar nuestro propio camino hacia el futuro.

Tratándose del inicio de un nuevo año, quisiera ofrecerle al lector un conjunto de reflexiones, observaciones sobre cómo va cambiando nuestro entorno y lo que parecen ser características que propician o impiden nuestro desarrollo. Todas ellas nos muestran un mundo lleno de ironías y paradojas.

Todos queremos avanzar pero tendemos a meter el freno; hablamos de institucionalizar al país pero tendemos a preferir soluciones fuera de lo institucional.

El mundo se globaliza cada vez más, pero los gobiernos se tornan cada vez más provincianos, con menor capacidad de visión de largo plazo.

El gobierno es cada vez más importante como factor de éxito en el desarrollo a través de la estructura de regulación económica y su actuar para hacerlo cumplir, pero su efectividad es cada vez menor y cada vez más gente, en México y en el mundo, busca formas de darle la vuelta al gobierno.

Queremos que el gobierno y los políticos sean distintos pero no estamos dispuestos a cambiar nada. Se odia al gobierno, pero se le invoca para obtener prebendas particulares: regulaciones que me protejan a mí, en detrimento de mis competidores. Ahí están los aranceles y las regulaciones a modo. Somos rentistas casi por estructura genética.

Queremos encontrar soluciones pero en lugar de actuar tenemos una propensión a caer en círculos viciosos. En youtube hay una serie de videos que culpan al mexicano de los problemas que padecemos. El planteamiento reta la dicotomía entre la cultura y las instituciones como fuentes de nuestra realidad y potencial para cambiar. Para los que piensan en términos institucionales, la gente se comporta de acuerdo a los incentivos existentes y si éstos llevan a la cooperación, eso habrá; sin embargo, en ausencia de rendición de cuentas los incentivos nunca propiciarán soluciones, solo el desprecio de los políticos por parte de la ciudadanía. Para los que parten de la cultura como fuente de nuestra realidad, el problema es mucho más difícil porque la cultura es todo: historia, origen, pensamiento, etcétera. Para los culturalistas, la pregunta relevante es si se puede culpar a un gobernante por no estructurar incentivos adecuados o si los incentivos adecuados son imposibles porque quien se beneficia del statu quo no tiene incentivo para cambiar nada, lo que nos retrotrae a la gallina. ¿O era el huevo?

Queremos desarrollo económico pero no tenemos acuerdo sobre cuál es el papel del gobierno en el proceso y qué lo hace posible. Un querido amigo me escribía que lo que hace posible el desarrollo son los valores, a los que define de manera muy precisa: cómo se valora el régimen legal en el país, cuál es la actitud hacia el trabajo, el esfuerzo, el mérito, el civismo, la tolerancia, el orgullo de pertenecer a una nación, la frugalidad y el ahorro, la confianza en uno mismo Su conclusión: eso es lo que en el fondo veo roto en el país.

Queremos acabar con la pobreza que existe en el país pero no creamos condiciones para la movilidad social. Las encuestas realizadas por la OCDE sobre la educación nos revelan que no hay valor social en el mérito; la educación es un factor que explica cada vez menos la movilidad social; en México la correlación entre el nivel de educación y el éxito en la vida es tenue: es más importante conocer a alguien importante; el contraste entre el desempeño de los mexicanos en México y en EUA es impactante: allá la educación es el factor clave.

Nos preocupa el tema de la violencia y el crimen organizado pero estamos atrapados en falsos dilemas. Para unos, la única salida es negociar con los narcotraficantes; para otros, la solución reside en legalizar el consumo de las drogas. La evidencia empírica no justifica estas posiciones: la legalización no resuelve la criminalidad porque una vez que existen organizaciones criminales, éstas se dedican al crimen, cualquiera que sea el tema o producto. A menos que legalizáramos todos los delitos, la criminalidad seguiría. Por su parte, Colombia demuestra que la negociación con los criminales convierte al Estado en una organización criminal, no lleva a la paz social. Colombia cambió cuando un gobierno comenzó a combatir el crimen organizado.

Nos preocupa la crisis pero no hemos llegado a un consenso sobre el rol del gasto público en esta crisis. EUA intenta combatir la crisis económica con un incremento dramático en el gasto público y su problema actual es el riesgo de deflación. La paradoja es que para nosotros el problema es exactamente el opuesto: de incrementar el gasto de manera radical, nuestro problema sería el de inflación. Mientras el mundo valore al dólar, EUA seguirá teniendo privilegios que nos serán ajenos. Más importante, los mejores periodos de crecimiento en México han sido los caracterizados por estabilidad financiera. Los otros por crisis.

Finalmente, la mayor de las paradojas reside en nosotros mismos y la forma en la que nos visualizamos en un mundo global: para muchos lo que ahora procedería sería distanciarnos del mundo, elevar aranceles y entrar en una etapa de protección de la planta productiva. Muchos recuerdan con nostalgia los años del desarrollo estabilizador y suponen que si sólo se regresa a aquel momento, todo será mejor. La paradoja es que el desarrollo estabilizador coincidió con los mejores años de la economía mundial; es decir, no fue tanto lo que hicimos nosotros, sino la sincronía que logramos con el resto del mundo. A finales de los sesenta el desarrollo estabilizador comenzó a hacer agua: la respuesta de Echeverría fue pésima, pero el problema era real. Hoy la salida menos evidente para muchos está en la productividad, el mérito y el trabajo. Nada nuevo bajo el sol.

 

Caprichos

Luis Rubio

¿Cuánto le cuestan al país los caprichos? Caprichos hay de muchos tipos y formas, pero el denominador común es el mismo: se realizan acciones, decisiones o gastos que responden al humor del funcionario o político y no a un proceso cuidadoso de planeación y análisis que determine la viabilidad de un proyecto y su compatibilidad con el desarrollo del país. A lo largo de nuestras vidas, todos los mexicanos hemos podido observar ejemplos de funcionarios que toman decisiones precipitadas, viscerales o, simplemente, egoístas, sin el menor cuidado y sin reparar en los costos, tanto materiales como de otra índole. Como ciudadanos, deberíamos tener formas de exigir cuentas también por esos caprichos pues, a final de cuentas, en la medida en que ganan los caprichos, se debilitan las instituciones y los costos los acabamos pagando todos.

Todos los humanos somos dados, en algún momento de nuestra existencia, a hacer cosas por capricho. Un bebé puede llorar a más no poder por el simple prurito de salirse con la suya y los padres de esa criatura tendrán que encontrar la forma de enseñarle los costos de los caprichos. Algunos padres cumplen con su cometido, otros no. Pero para el ciudadano común y corriente, los caprichos tienen costo y éste se paga tarde o temprano: una persona que no paga la colegiatura de la escuela o el predial de su casa tarde o temprano verá las consecuencias. La escuela le exigirá cuentas con celeridad en tanto que el fisco local quizá tarde algunos años, pero ambos acabarán haciendo efectivo el pago. Los caprichos, como el de no pagar una cuenta o comprar algo innecesario tienen consecuencias y quienes así actúan no tienen más remedio que afrontarlas.

Esa misma situación no se aplica a nuestros funcionarios y políticos: ahí están los segundos pisos y la nueva terminal del aeropuerto para ilustrar proyectos inadecuados e innecesarios, producto no de la razón sino del capricho. Ahí también están las decisiones de un embajador que compró una casa con el dinero del gobierno mexicano en un lugar totalmente inconveniente e inadecuado para la conducción de sus responsabilidades públicas, porque respondía a sus preferencias personales (estaba cerca de la escuela que quería para sus hijos). Ahí está el caso del secretario de relaciones exteriores que decidió cerrar algunas embajadas que suponía eran importantes para el secretario de Hacienda como castigo a éste por no ceder ante sus berrinches presupuestales, sin reparar en el costo igual económico que político de su actuar. No se queda atrás la primera dama que llamaba a los secretarios para que le dieran contratos a sus hijos o el secretario (un caso casi ubicuo) que se dedicó a utilizar su puesto y recursos para avanzar su pre candidatura a la presidencia sin razonar no sólo en los costos inmediatos, sino en las consecuencias para la institución.

Los ejemplos son infinitos y mientras más atrás se va uno peor la situación: el presidente apostador que decidió expropiar los bancos (cuyos costos siguen acumulándose) y luego enmendó la constitución por un berrinche; los líderes sindicales que extorsionan al gobierno y le imponen su agenda; los políticos que hacen arreglos privados sin reparar en la erosión institucional que su actuar representa; el gasto, dispendio en realidad, que llevan a cabo nuestros gobernadores todos los días del año. Los ejemplos son vastos y los números enormes. Baste mencionar una cifra: a lo largo del sexenio pasado el país recibió más de cien mil millones de dólares por concepto de exportación de petróleo. Aproximadamente el 40% se fue al gasto del gobierno federal de acuerdo al presupuesto aprobado por el Congreso. El 60% restante se lo gastaron los gobernadores sin ton ni son; muy pocas inversiones, mucho gasto (o expoliación) sin beneficio de largo plazo. Puros caprichos para el beneficio político o personal del dueño del estado.

Si alguien quiere entender las causas de nuestro pobre desempeño económico no tiene que ir muy lejos para encontrar al menos un enorme botón de muestra. Los caprichos son infinitos. Y su costo inconmensurable. Pero lo peor de todo es que (casi) no hay sanción legal o social- a quienes deciden y actúan por capricho.

Sin duda, hay algunos casos en que los caprichos acabaron siendo sancionados al menos en el plano del reconocimiento social. Algunos presidentes que provocaron crisis económicas (recordemos al que iba a defender al peso como un perro) acabaron pagando un enorme costo personal en términos de prestigio y calidad de vida. También es cierto que muchos políticos (pero, increíblemente, no todos) hoy reconocen que las devaluaciones tienen un costo tan elevado para la población (y, por lo tanto, para la legitimidad y estabilidad del sistema político) que es mejor mantener la ortodoxia en la conducción de los asuntos fiscales. Al menos en este plano, los caprichos y berrinches de nuestros políticos y funcionarios han encontrado un límite. Sin embargo, cualquiera que recuerde la dinámica de la contienda electoral de 2006 sabe bien que el candidato perdedor proponía ser menos cauto en esta materia. El capricho estaba en puerta.

Los caprichos del pasado tuvieron costos enormes para el país, pero la mayoría ocurrió en el contexto de gobiernos que contaban con instrumentos de control lo suficientemente amplios como para atenuar las consecuencias para los involucrados (es decir, podían ocultar o proteger a los caprichudos). Esa manera de proceder sigue siendo real en muchas instancias (baste ver la incontinencia verbal y el activismo del ex presidente Fox para atestiguar esto), pero el costo, al menos político, va incrementándose.

En la medida en que el país experimenta problemas cada vez más serios y graves como consecuencia de su aguda debilidad institucional, el costo de los caprichos no tiene alternativa más que elevarse de manera sistemática. Los políticos que actúan, o incluso aquellos que tratan de resolver problemas, fuera de los marcos institucionales no hacen sino debilitar ya nuestras de por sí maltrechas instituciones. Esa manera de proceder quizá salve el día o un momento particular, pero no resuelve los problemas fundamentales del país porque fortalece a los actores menos institucionales, a los llamados poderes fácticos, mientras que debilita la capacidad de las instituciones pocas, enclenques e inadecuadas, pero instituciones al fin- para resolver los conflictos y dirimir diferencias. En la medida en que el país resuelva por capricho y fuera de los marcos institucionales, nuestras debilidades van a crecer y el desarrollo va a seguir siendo pospuesto.

 

 

Tongo

Luis Rubio

El corporativismo de antaño nos sigue persiguiendo. Como sistema de control y ejercicio del poder, el corporativismo está profundamente acendrado en nuestras estructuras políticas, económicas y sociales. Como estructura de control vertical dedicada a la organización de la sociedad en estancos por actividad o función, el corporativismo impide la competencia, inhibe la crítica, le confiere enorme poder a unos cuantos y conculca los derechos de la mayoría. Nada nuevo bajo el sol, excepto que en las últimas décadas el país ha adoptado una serie de medidas, tanto económicas como políticas, que entran en contradicción con la estructura política que controla al país. En tanto no se resuelva esa contradicción, el país difícilmente podrá prosperar.

La contradicción surge de una manera muy simple: tanto la democracia como la economía de mercado dependen de que exista competencia para poder funcionar y esa competencia tiene que ser real: tiene que haber varios competidores con una razonable posibilidad de ganar, todo ello dentro de un marco de regulaciones que sean lógicas y apropiadas para propiciar la existencia de un amplio número de jugadores (que, desde luego, varía según el sector, actividad o región) tanto en el ámbito político como en el económico. Pero en México no tenemos eso: hemos adoptado algunas formas de democracia y de mercado pero no hemos cambiado las estructuras políticas, económicas y sociales que impiden la competencia. De esta manera, vivimos en un ambiente permanentemente contradictorio.

Las contradicciones se pueden apreciar en lo chico y en lo grande, en nimiedades y en cosas trascendentales. El dinero es poder, eso todos lo sabemos. A Bill Gates, hasta hace poco presidente de la empresa más grande de EUA, jamás se le habría ocurrido retar al Secretario de Hacienda o chantajear a otros empresarios o políticos. Sin embargo, eso es lo que hacen algunos de nuestros medios. A ese empresario nunca le habría pasado por la mente impedir que los usuarios de sus productos compren la computadora que les venga en gana. Sin embargo, eso es exactamente lo que hace nuestra empresa telefónica favorita. ¿Cómo se puede pretender competir en un entorno en el que la competencia no puede existir porque los potenciales competidores son dueños del sector o actividad, de las regulaciones y de los reguladores?

El ámbito sindical está organizado para el control de las bases: al servicio de los líderes y no al revés. Los líderes son dueños de vidas y almas: venden plazas, despiden agremiados, usan los fondos sindicales como si fueran suyos, obligan, a través de una huelga, a que un dueño venda para que de inmediato alguien más compre con la venia sindical. ¿Cómo se puede hablar de representación, defensa de los intereses de los trabajadores o democracia sindical cuando un puñado de líderes se perpetúa y abusa sin que jamás haya competencia alguna, todo ello con la aprobación y apoyo de las autoridades correspondientes y del resto del aparato político?

Lo mismo es cierto del mundo político en que los partidos y sus líderes controlan todo lo que ocurre en ese ámbito: limitan la competencia, cambian a las autoridades electorales, imponen mecanismos de extorsión sobre las mismas, ningunean a los partidos chicos, impiden que se creen nuevos y, para colmo, controlan hasta lo que un candidato, partido o cualquier mexicano puedan decir sobre la política o los candidatos. La democracia implica competencia entre candidatos y partidos pero aquí la hemos llevado a un grado supino de sofisticación, aquel en el que la competencia deja de ser lo importante porque los líderes partidistas ya se pusieron de acuerdo. ¿Cómo se puede pretender que funcionará la democracia, que habrá transparencia o rendición de cuentas y que cualquier mexicano, si cumple con los requisitos, puede tener acceso al gobierno cuando estamos en presencia de un tongo, es decir, cuando todo está arreglado, como en una pelea de box, de antemano?

Un poder tan concentrado lo trastoca y contamina todo. Tres partidos modifican la Constitución a su antojo. En el ámbito social, algunas organizaciones se erigen en jueces implacables del comportamiento social, pretendiendo imponer su visión sobre la vida sexual de las personas, los libros de texto o el medio ambiente, así le cueste al resto de los mexicanos su derecho a tener un empleo o generar riqueza. Agendas particulares se vuelven universales. Algunas empresas tienen el poder de decidir si aceptan o rechazan una ley; si no les gusta una regulación que se ajuste la ley. Lo mismo es cierto de los sindicatos que representan a los intereses de sus líderes. Todo en nuestro país es cupular e incluye a la Iglesia y hasta al narco y las guerrillas.

La concentración lo afecta todo y se traduce en el desamparo para millones: desamparo para elegir, la imposibilidad de exigir, ya no se diga reclamar y hacer valer la voz, voto, ahorro e incluso la inversión de cada ciudadano, la esencia de la democracia. En un entorno así las mayorías están siempre condenadas a jugar con reglas perdedoras: el poder de pocos es tan grande que el de la mayoría no tiene peso. El poder casi ilimitado acaba no teniendo límites ni escrúpulos: no hay contrapeso que valga. En un mundo así, el incentivo del el ciudadano común y corriente no es el de cooperar, participar y apoyar, sino el de protegerse, contar chistes y aguantar vara. Los ciudadanos están condenados a realizar lo que las elites jamás aceptarían. Quizá podríamos comenzar a buscar por este rincón algunos elementos para explicar el estancamiento no sólo económico, sino también social, político y hasta moral del país.

La realidad nacional es una de concentración de poder y, por lo tanto, anatema de la competencia. En este contexto, tal vez sean loables los esfuerzos de algunos creyentes en las entidades reguladoras, pero es imperativo reconocer que no es ahí donde se encuentran los problemas del país. La vida del mexicano no va a mejorar porque la comisión de competencia obligue a las refresqueras a cambiar su manera de ser o porque la comisión de telecomunicaciones logre bajarle dos céntimos a las tarifas de interconexión. El problema de México no está ahí: está en la concentración de poder que hace imposible, de hecho irrelevante, la competencia. Es un tongo, una pelea arreglada.

El progreso y la prosperidad requieren nuevas reglas del juego y eso exigiría el desmantelamiento de las estructuras corporativistas que heredamos de antaño. Por definición, sólo los poderosos pueden desmantelar las estructuras que les garantizan el poder y ese es el dilema, pero también la oportunidad, del desarrollo del país.

 

Retrospectiva

Luis Rubio

¿Habrá algo relevante que los estudiosos de la era priísta nos puedan decir sobre la actualidad? Me he pasado algunos días releyendo la literatura sobre esa época del sistema político y me encontré con perspectivas y conceptos que, además de interesantes, son reveladores. Particularmente interesante es la noción de que en aquel tiempo la ventaja de México sobre países como Brasil tenía que ver con el elevado grado de consenso al interior de nuestras élites, situación que ahora se ha invertido, con importantes consecuencias.

El sistema político mexicano era toda una curiosidad para los estudiosos, sobre todo extranjeros, que pretendían comprenderlo y explicarlo, en conjunto o en partes. Además de aportaciones a facetas específicas del proceso, algunas de las disquisiciones más teóricas, sobre todo de estudiosos como Samuel Huntington, Guillermo ODonell y Philippe Schmitter, son excepcionalmente relevantes en la actualidad porque permiten repensar la realidad nacional.

Aunque cada uno de estos estudiosos aportó sus propias ideas y perspectivas, muchas de ellas muy contrastantes entre sí, su caracterización del sistema político mexicano brilla por lo que no ha cambiado. Me explico. Entre sus caracterizaciones sobre la realidad política del país se encuentran las siguientes: es un sistema elitista; la participación política se mantiene al mínimo; las masas son utilizadas y manipulada; la participación política no entraña actividad política independiente. Releyéndolos, lo impactante es que lo que ha cambiado es el beneficiario del sistema, no el sistema mismo: antes estos elementos se empleaban como mecanismos de control desde el ejecutivo, usualmente a través del PRI. Hoy la élite mexicana se encuentra dividida y fragmentada. En alguna forma, el poder, a ese nivel, se ha democratizado. Pero nada de eso ha modificado la realidad de la población, que sigue siendo manipulada, utilizada y controlada. Aunque sin duda la libertad individual es incomparablemente superior, el control y manipulación que antes ejercía el presidente ahora lo ejercen diversos intereses y grupos políticos, usualmente en los sindicatos y partidos.

Schmitter observaba que la diferencia entre Brasil y México en aquel momento era que en México las élites se caracterizaban por un elevado grado de integración y consenso, mientras que las brasileñas experimentaban un bajo grado de cohesión. Según este autor, la unidad de propósito de las élites mexicanas de aquella época permitía la toma efectiva de decisiones en tanto que la falta de cohesión producía parálisis crónica y estancamiento en Brasil. Como han cambiado las cosas

Huntington teorizaba sobre las consecuencias de un crecimiento desmedido de las demandas de la población y de sus expectativas en un sistema político sin capacidad de respuesta y ejemplificaba esa situación con Brasil, en contraste con México. Hoy podemos observar lo preclaro de esas observaciones. Mientras que Brasil ha logrado transformar sus procesos de decisión, nosotros hemos observado su mero deterioro, con el consecuente riesgo de desintegración del sistema político que Huntington temía entonces.

Los análisis de estos estudiosos sobre el México de entonces nos permiten entender mucho de lo que ha cambiado y de lo que no ha cambiado. Quizá fuera simplista afirmarlo, pero parece evidente que la sociedad mexicana ha cambiado mucho, en tanto que el sistema político se quedó atorado en la historia. Sin duda cambió la institución presidencial, pero el sistema mismo permaneció estático.

Por ejemplo, seguimos teniendo una cultura política autoritaria y patrimonialista. Algunos tildan esto de democracia sin demócratas, pero visto en la perspectiva conceptual que nos aportan estos estudiosos, lo que parece más certero es afirmar que tenemos un sistema político autoritario en proceso de desintegración sin que la democracia haya cobrado forma o echado raíz. En lugar de participación ciudadana y competencia por su participación, los partidos preservan una cultura de control más propia de un sistema autoritario, ejercen un patrón vertical de gobierno interno, utilizan a la población como masa inerte y toda su lógica es patrimonialista y personalista, todo dentro de un marco corporativista. Peor, lo que Huntington ya anticipaba, este tipo de evolución no podía más que producir un deterioro de la autoridad, además de su creciente fragilidad.

En cierta forma, todo lo que estos estudiosos apreciaban del sistema político de entonces como clave para el éxito del llamado milagro mexicano se ha revertido. Desapareció el centro de autoridad política que le daba estabilidad al sistema e integración a las élites que permitía que se forjara un consenso, así fuera impuesto desde arriba. Y todo eso ha llevado, en palabras de Huntington, a una fragilidad permanente por la ausencia de autoridad. Estos estudiosos, sobre todo ODonell, veían a México como una solución y a Brasil como un problema. Allá no existía coherencia que integrara a las élites en un proceso efectivo de toma de decisiones, lo que se traducía en luchas intestinas entre éstas, convirtiéndose en una fuente permanente de inestabilidad.

¿Qué dirían estos estudiosos del México de hoy? A juzgar por sus escritos tanto de entonces como los más recientes, no cabe la menor duda que su primera afirmación sería que el mexicano dejó de ser un sistema político autoritario estable para convertirse en uno corporativista inestable que podría igual consolidarse que sucumbir a una revolución o institucionalizarse gradualmente hasta emerger como una sociedad democrática.

Aunque no hay certezas y los riesgos son muchos, sobre todo porque cada reforma que se aprueba tiende a cerrar espacios, hay razones para ser optimistas y no es evidente que el país continuará siendo disfuncional hasta el fin de los tiempos. En paralelo al deterioro del sistema político, la sociedad ha cambiado: han emergido organizaciones civiles, entidades autónomas, mecanismos dedicados a demandar rendición de cuentas, los migrantes han abierto un mundo de conocimiento e información sobre otras formas de vivir, las mujeres han transformado el mercado laboral y la realidad familiar, la transición demográfica va a dejarnos una abrumadora mayoría de jóvenes que no creen en las soluciones mágicas de antaño que nos recetan priístas y expriístas y, no menos importante, la sociedad de hoy, aunque poco organizada para gobernarse, está claramente indispuesta a tolerar un todavía mayor deterioro.

Hay, pues, razones fundadas para ser optimistas respecto a la posibilidad de que acabemos institucionalizando un sistema político más eficaz.

 

La disputa

Luis Rubio

La disputa por los aranceles ilustra el dilema del país: preservar un mundo ancestral que provee empleos muy poco productivos a mucha gente o apostar por un mundo de alto valor agregado, elevada productividad y capaz de generar riqueza y mucho mejores empleos. El dilema contrapone lo existente contra una promesa: el interés por preservar el statu quo, y todos sus beneficiarios, frente a la oportunidad de desarrollar al país. A lo largo de las últimas décadas, con pequeños momentos de excepción, el país ha preferido apostar por lo existente. Más vale, parece decir nuestra realidad, pájaro en mano que cientos volando. El problema es que eso no resuelve los problemas del país: sólo prolonga la agonía.

La preferencia por lo existente es patente en todos los ámbitos: nadie quiere correr riesgos. Lo vemos en la reforma electoral reciente y en la nueva ley petrolera, en los intentos por restaurar el viejo régimen priísta (y sus formas) y en la negativa del sector privado a negociar nuevos tratados de libre comercio. Contradiciendo a Jorge Manrique, los mexicanos mantenemos fija la vista en un pasado idílico que no siempre fue mejor.

El tema de hoy son los aranceles. Gobierno y sector privado están enfrascados en una disputa sobre si disminuir los aranceles con países con los que no tenemos tratado de libre comercio para igualarlos con el resto. El gobierno, siguiendo una impecable lógica económica, promueve el cambio, pero no acaba de actuar como autoridad. El sector privado, atendiendo a sus intereses, ha construido una oposición a muerte. Ambos tienen razón desde su perspectiva. El problema es que tener razón no es suficiente. El país requiere un horizonte de desarrollo y los mexicanos exigen respuestas concretas, entre otras la de dejar de ser mangoneados por el interés de productores improductivos y no competitivos. Para el gobierno el dilema reside en construir una estrategia que atienda los reclamos que sean legítimos del sector privado, pero en una forma que no se sacrifique el desarrollo del país.

Hay dos maneras de resolver esta disputa. Una es cediendo ante el embate de quienes se sienten vulnerables (muchos con razón) por las potenciales consecuencias que tendría una disminución de los aranceles a la importación. La otra consistiría en plantear un programa amplio e inteligente para ayudar a la transición de quienes se verían afectados. Es decir, una forma de actuar sería simplemente dejar las cosas como están, así implique eso sacrificar la posibilidad de lograr un mejor estadio de desarrollo. La otra consistiría en asumir la responsabilidad que ningún gobierno ha asumido desde que comenzó la apertura a las importaciones en los 80, de elaborar un plan integral que no sólo establezca un camino para el futuro, sino que cree mecanismos de apoyo para una planta productiva vieja y poco productiva que requiere transformarse de manera integral.

El problema es serio en ambas direcciones. El país está atorado, anclado firmemente en el pasado. Todo conspira a favor de preservar lo existente, en parte porque hay esa sensación de que es mejor preservar lo que funciona que intentar algo desconocido, aunque pudiera ser mejor. Al mismo tiempo, llevamos más de veinte años emprendiendo reformas cuya lógica, aunque no siempre su contenido, ha sido la de construir una plataforma productiva capaz de generar riqueza en una era en la que el valor se agrega a través del crecimiento de la productividad y ésta está directamente vinculada con la tecnología, los servicios y la creatividad. Las reformas produjeron tratados de libre comercio e impulsaron mecanismos que obligaron a una parte de la planta productiva a competir, pero al mismo tiempo preservaron espacios protegidos, muchos a través de los aranceles, que tuvieron por consecuencia impedir que naciera una nueva plataforma de desarrollo. Es decir, nos aventamos al río pero nunca llegamos a la otra orilla. Y la mitad del río no lleva al progreso.

El proyecto gubernamental, aunque escueto en su presentación, se propone eliminar uno de los principales mecanismos de protección, los aranceles, que han mantenido a flote a una parte importante de la vieja industria nacional y, a la vez, han contribuido a preservar fuentes de rentas para algunas empresas y sectores específicos. El problema es que el proyecto gubernamental no entiende ni asume estos claroscuros. Su lógica es la de atacar a los rentistas -indispensable para que pueda prosperar el país- pero ignora a las muchas empresas que viven con el agua al cuello y que serían arrasadas inmisericordemente de disminuirse los aranceles. En esta disputa, los rentistas se esconden detrás de los vulnerables.

De los comentarios que recibí sobre un artículo previo, dos me parecen particularmente elocuentes porque resumen el dilema y la disputa. Uno, un empresario zapatero, dice que su empresa no puede prosperar porque hay otros zapateros que, a través de los aranceles, han construido un monopolio que le impide a él competir. Este caso ilustra la razón por la cual las autoridades tienen razón de reducir e igualar los aranceles: porque los rentistas estrangulan al futuro del país.

El otro comentario, igualmente persuasivo, muestra el dolor que habrá que enfrentar para poder transformar al país, a la vez que exige un programa gubernamental para asistir en el proceso de transición hacia una nueva economía: llevamos alrededor de tres años compitiendo con los chinos  En muchos artículos nuestros márgenes son casi inexistentes, pero hemos mantenido nuestro mercado. Somos una empresa familiar y nos manejamos con austeridad La mayor parte de nuestros empresarios, los de tamaño medio, seguramente compartirían estas palabras. Para ellos el problema no está en cómo crecer sino en cómo sobrevivir.

El problema económico no se va a resolver meramente reduciendo los aranceles. Estos no son más que un instrumento de política económica y la estrategia de desarrollo debe poder distinguir entre los sectores o empresas que gozan de un monopolio gracias a los aranceles, de las que requieren apoyo para ajustarse. El desarrollo se va a lograr el día en que tengamos un proyecto de desarrollo que incluya mecanismos de ajuste para que, al bajar los aranceles, estos empresarios no sólo puedan sobrevivir, sino convertirse en parte integral de un futuro exitoso, independientemente de que en muchos casos tengan que especializarse o cambiar de giro. Los aranceles no pueden ser un substituto de una estrategia de desarrollo.

Los tiempos de crisis son tiempo de oportunidad y el gobierno tiene la obligación de actuar. Ojalá lo haga con inteligencia y decisión.