Luis Rubio
Comienza el tercer año del gobierno del presidente Calderón. Atrás quedó el periodo en el que tradicionalmente los gobiernos proponen, desarrollan y lanzan sus proyectos para poder cosechar en el resto del sexenio. Pero éste ha sido un sexenio distinto en muchos sentidos. A la mitad del año, la ciudadanía tendrá que votar para la integración de la Cámara de Diputados que funcionará durante la segunda mitad del sexenio. Será un momento de prueba para el gobierno, cuya dinámica ha sido forjada tanto por su propia mano como por circunstancias totalmente excepcionales, cuando no anómalas. Puesto en una palabra, el presidente Calderón está pagando muchos patos que no son resultado de su actuar.
Por donde lo quiera uno ver, el momento ha sido excepcional. Se construyó una impresionante estructura institucional para gobernar los procesos electorales que, en 2006, probó ser insuficiente para evitar que uno de los contendientes la desacreditara. El gobierno, con poco tiempo para prepararse por los meses de conflicto estéril que precedieron a su inauguración, planeó algo distinto a lo que tuvo que enfrentar (el crimen organizado) y ya no se concentró en el plan de vuelo que le permitiera sembrar proyectos que poco a poco fuesen rindiendo frutos. No menos importante, y quizá este sea el tema de fondo, al gobierno del presidente le ha tocado pagar cuentas de todo lo que no hicieron sus predecesores.
Felipe Calderón ha tenido que lidiar con todo lo que no hicieron, o hicieron mal, sus tres predecesores. Carlos Salinas reformó muchas cosas, pero dejó intocadas muchas otras, como los llamados poderes fácticos, que ahora se han adueñado de un sinnúmero de instrumentos de poder. Se iniciaron grandes reformas, pero muchas de ellas acabaron arrojando resultados muy modestos. Se trastocaron muchos intereses y no se crearon mecanismos institucionales para darles curso. Ahora todos esos están envalentonados, paralizando al país, cuando no amenazando su estabilidad.
Ernesto Zedillo multiplicó el tamaño de la crisis que heredó, creando condiciones propicias para el nacimiento del movimiento político de López Obrador y el atosigamiento de las instituciones de que éste viene acompañado. Cuando vino el momento de hacer valer la ley, con su candidatura al DF, Zedillo optó por el «pragmatismo», la salida fácil, que le permitía concluir su mandato sin hacerse responsable de las consecuencias. Zedillo modificó la legislación electoral, facilitando con ello el cambio político por la vía electoral, pero no tuvo la visión de construir las instituciones que tendrían que acompañar ese cambio y que ahora, en un contexto político totalmente distinto, son tan difíciles de avanzar.
Vicente Fox, al igual que Zedillo no combatió al crimen organizado y dejó que éste se enquistara en territorios cada vez más numerosos. Ambos hicieron posible que la ley del narcotráfico se convirtiera en la ley real y efectiva en Tijuana, Michoacán, Tamaulipas y el resto del país. Por si eso fuera poco, Fox ni siquiera comprendió el tamaño del cambio que su elección desataría. En lugar de construir, nadó de muertito por seis largos años. Parecido a Luis XIV, optó por la máxima de que «después de mi, el diluvio».
Ese diluvio es el que heredó Felipe Calderón y que se destapó con el conflicto post electoral: el diluvio acumulado de tres administraciones que se limitaron a lo suyo, que no le dieron continuidad a las reformas y que dejaron al país con instituciones muy vulneradas y, en muchos casos, en manos de grupos y poderes casi autónomos, cuando no de los narcos. Unas más ambiciosas que otras, todas las reformas acabaron legando más pasivos que activos.
Así llegamos al gobierno actual. Cada mexicano tendrá que evaluar la dimensión de cada responsabilidad, pero lo que parece claro es que la suma de una herencia pesada y cada vez más costosa, la crisis electoral de 2006 y las limitaciones intrínsecas del gobierno actual acabaron por producir la parálisis en que vive el país. Ahora que comienza este año electoral, todos estos elementos jugarán un papel estelar.
Las elecciones que vienen seguirán una dinámica distinta a la que caracteriza los procesos en que se elige a un presidente. En aquellos, aproximadamente el 90% de los ciudadanos escoge al candidato de su preferencia y vota por su partido para el resto de las justas del día. Las elecciones intermedias son muy distintas: la dinámica es territorial y lo que cuenta es la capacidad de movilización de los partidos y la percepción que los electores tengan del desempeño del gobierno, tanto federal como local. Más allá de construir una estructura territorial amplia y fuerte, algo que lleva décadas, es poco lo que los partidos pueden hacer. Esta circunstancia le confiere una enorme ventaja al PRI, cuya presencia en cada rincón del país es legendaria, y afecta sobre todo al PRD, cuyo despliegue se encuentra muy concentrado en dos o tres regiones.
Lo que un gobierno sí puede hacer es defender su proyecto ante la población, promover mecanismos de rendición de cuentas del gasto estatal y local para que los gobernadores no hagan de las suyas y desarrollar una estrategia focalizada. La desaparición de la presencia del ejecutivo federal en el gasto estatal, algo que viene cocinándose por tres lustros, ha transferido todo el poder, sin ninguna responsabilidad, a los gobernadores y a gobiernos locales sin contrapeso alguno. Frente a esto, el gobierno federal no tiene una estrategia institucional ni una estrategia electoral. No defiende su proyecto ni construye mecanismos de rendición de cuentas. Tampoco enfoca sus baterías hacia los estados y distritos que son susceptibles de caer en manos de su partido, en tanto que el PAN sigue siendo un partido al que le estorba el poder, por lo que busca candidatos con criterios ideológicos y no los que puedan ganar. Esto que el candidato Calderón entendió a la perfección, no lo entiende el gobierno ni su partido.
Los meses que vienen serán cruciales para la definición que haga la ciudadanía, y el juicio que formule sobre la enorme complejidad de los últimos tiempos. Las elecciones intermedias modifican muy poco de la toma de decisiones debido a la permanencia del senado por los seis años completos del sexenio (una condición estructural que atenta contra la democracia y la representación popular, pero ese es otro asunto). Pero un gobierno con vocación de poder (que debería ser verdad de Perogrullo) intentaría ganarlas aunque sea sólo por su valor mediático y simbólico.
La herencia recibida sin duda ha sido pesada y compleja, pero un legado de derrota sería mucho peor.