La cuerda floja

Luis Rubio

¿Cuál será el límite de la saciedad de nuestros políticos? La transición a un régimen democrático prometía una nueva relación entre la ciudadanía y el poder político. Atrás quedaría la presidencia sobredimensionada y en su lugar comenzaría a crecer un andamiaje institucional que equilibraría los poderes y le conferiría un papel estelar a la ciudadanía. La realidad ha sido otra: la pérdida de poder presidencial no fortaleció al ciudadano ni se dio una revitalización institucional. En lugar del viejo presidencialismo aparecieron nuevos señoríos feudales y cobraron fuerza los llamados poderes fácticos. En lugar del régimen presidencial ahora tenemos el régimen de la impunidad. Y el reino de la impunidad es el reino de los políticos.

La impunidad ha ido ganando una batalla tras otra, al grado en que los ciudadanos ya no son parte de la ecuación: todos los incentivos promueven distancia de los políticos respecto a los ciudadanos, incluso para aquellos, honestos y responsables, que preferirían que así no fuera. La población ha quedado relegada a un mero espectador del abuso y los excesos que caracterizan a nuestra clase política y sus socios.

Además de la creciente distancia que los políticos van imponiéndole a la ciudadanía, la intromisión en su vida privada, en la forma, por ejemplo, de interrupciones en la transmisión de partidos de futbol, trasciende toda norma previa. Peor, los políticos no se dan cuenta del daño que le hacen al país y a sí mismos. Aprueban leyes, imponen reglamentos y avanzan procesos de control sobre la ciudadanía cuyas dimensiones nunca alcanzan a comprender y luego corren a culpar a alguien más.

La propensión a promover y aprobar leyes sin analizar sus posibles consecuencias es legendaria. En la era del presidencialismo no se podía tocar una legislación ni con el pétalo de una rosa. Pero eso no implicaba que esas leyes fueran buenas o idóneas para el objetivo propuesto. Ahí está como testigo la colección de macro reformas con micro resultados. Ahora, en la era de legislativo exacerbado, nada ha cambiado: las iniciativas de ley son instrumentos para mostrar quién tiene el poder, no medios para mejorar la vida de la ciudadanía. Cambió el dueño, pero no el objetivo.

Los ejemplos son vastos, pero quizá ninguno tan brutal como la defenestración del IFE. La otrora institución ciudadana que se dedicaría a asegurar la equidad en la competencia electoral ha pasado a ser un apéndice del legislativo. Los políticos remueven a sus (inamovibles) consejeros, le imponen las reglas de funcionamiento, supervisan su gasto y deciden sobre la forma en que deben administrarse los procesos electorales. Es decir, lo que antes hacía la secretaría de gobernación hoy lo hace el poder legislativo. El círculo se cerró una vez más. Los políticos han logrado quitarse las molestias de la democracia y volver a ejercer control sobre la política electoral. Tenemos políticos más fuertes pero instituciones más débiles y vulnerables.

Lo que no previeron los políticos fueron las consecuencias de sus decisiones. Los políticos de antaño sabían que eran despreciados por la ciudadanía y por eso actuaban de manera discreta, evitando exacerbar los ánimos. Los de hoy son insensibles. En el pasado, a nadie se le hubiera ocurrido interrumpir un partido de futbol, actividad que era reconocida como sacrosanta. Los legisladores y sus empleados del IFE podrán culpar a las televisoras de actuar de manera intencional al meter los anuncios, pero la verdad es que los políticos aprueban cosas sin meditar ni contemplar sus implicaciones.

El aislamiento de nuestros políticos respecto a la vida cotidiana y a la población es, o debería ser, tema de extrema preocupación. Blindados por las millonarias sumas que el erario (es decir, la ciudadanía) le transfiere a los partidos políticos independientemente de si llueve, tiemble, relampaguee o haya una situación económica crítica, nuestros políticos no tienen necesidad de atender los temas urgentes. En los últimos meses, por ejemplo, aprobaron una legislación en materia petrolera de la que están muy orgullosos pero que no tiene viabilidad alguna ni posibilidad de transformar al monstruo petrolero en una empresa productiva y dinámica. Vaya, ni siquiera hicieron algo para asegurar que continuara el flujo de fondos que produce Pemex para el bienestar de los propios políticos. Increíble ¿no?

Otros ejemplos son verdaderamente reveladores. Por ahí están los que abogan por la filosofía de que mientras peor, mejor, sin importar que sea la ciudadanía la que siempre estará del lado del peor. Igual están los moralinos guanajuatenses que quieren imponerle sus preferencias y velos ideológicos a la población.

Quizá más importante sea todo el conjunto de temas que nuestros legisladores no abordan porque eso implicaría afectar los intereses de grupos y sindicatos que son suyos. Ahí está la seguridad social y los subsidios, la reforma fiscal y la legislación electoral, cuyos entuertos no tardarán en tener que confrontar. El afán de control y venganza es explicable, pero también tiene límites. Tarde o temprano, la indignación de la población acabará rebasando a nuestros políticos, máxime ahora que la situación económica comienza a afectarla de manera potencialmente grave.

La democracia mexicana pasó de procurar un contrapeso al viejo presidencialismo para convertirse en una fuente de poder vengativo en manos de los partidos y los políticos. El péndulo se había extremado hacia un lado; ahora para el otro. La gran pregunta es cuándo y cómo comenzará la indignación de la ciudadanía y cómo se va a manifestar. En la era del presidencialismo priísta, la población reconocía el límite de sus derechos y se constreñía a burlarse de los políticos, contar chistes sobre los presidentes y, en todo caso, a manifestarse en formas compatibles con el viejo aforisma de obedezco pero no cumplo.

Los políticos mexicanos están en la cuerda floja porque han perdido todo sentido de realidad y porque creen que el mundo es suyo y que pueden mangonear a la población sin límite. Ahora la ciudadanía sabe que puede elegir y tumbar candidatos y partidos por la vía electoral. Con todas las restricciones a sus derechos que le ha impuesto el legislativo, la ciudadanía sabe que ya no existen los controles de antes y que el afán de restablecer el poder centralizado de antaño simplemente no es factible. Estas circunstancias tarde o temprano llevarán a una reconfiguración del poder: así como acabó el presidencialismo por voluntad de la población en una elección indisputada, también terminará el abuso del poder legislativo. La pregunta es cómo y cuándo.