Caprichos

Luis Rubio

¿Cuánto le cuestan al país los caprichos? Caprichos hay de muchos tipos y formas, pero el denominador común es el mismo: se realizan acciones, decisiones o gastos que responden al humor del funcionario o político y no a un proceso cuidadoso de planeación y análisis que determine la viabilidad de un proyecto y su compatibilidad con el desarrollo del país. A lo largo de nuestras vidas, todos los mexicanos hemos podido observar ejemplos de funcionarios que toman decisiones precipitadas, viscerales o, simplemente, egoístas, sin el menor cuidado y sin reparar en los costos, tanto materiales como de otra índole. Como ciudadanos, deberíamos tener formas de exigir cuentas también por esos caprichos pues, a final de cuentas, en la medida en que ganan los caprichos, se debilitan las instituciones y los costos los acabamos pagando todos.

Todos los humanos somos dados, en algún momento de nuestra existencia, a hacer cosas por capricho. Un bebé puede llorar a más no poder por el simple prurito de salirse con la suya y los padres de esa criatura tendrán que encontrar la forma de enseñarle los costos de los caprichos. Algunos padres cumplen con su cometido, otros no. Pero para el ciudadano común y corriente, los caprichos tienen costo y éste se paga tarde o temprano: una persona que no paga la colegiatura de la escuela o el predial de su casa tarde o temprano verá las consecuencias. La escuela le exigirá cuentas con celeridad en tanto que el fisco local quizá tarde algunos años, pero ambos acabarán haciendo efectivo el pago. Los caprichos, como el de no pagar una cuenta o comprar algo innecesario tienen consecuencias y quienes así actúan no tienen más remedio que afrontarlas.

Esa misma situación no se aplica a nuestros funcionarios y políticos: ahí están los segundos pisos y la nueva terminal del aeropuerto para ilustrar proyectos inadecuados e innecesarios, producto no de la razón sino del capricho. Ahí también están las decisiones de un embajador que compró una casa con el dinero del gobierno mexicano en un lugar totalmente inconveniente e inadecuado para la conducción de sus responsabilidades públicas, porque respondía a sus preferencias personales (estaba cerca de la escuela que quería para sus hijos). Ahí está el caso del secretario de relaciones exteriores que decidió cerrar algunas embajadas que suponía eran importantes para el secretario de Hacienda como castigo a éste por no ceder ante sus berrinches presupuestales, sin reparar en el costo igual económico que político de su actuar. No se queda atrás la primera dama que llamaba a los secretarios para que le dieran contratos a sus hijos o el secretario (un caso casi ubicuo) que se dedicó a utilizar su puesto y recursos para avanzar su pre candidatura a la presidencia sin razonar no sólo en los costos inmediatos, sino en las consecuencias para la institución.

Los ejemplos son infinitos y mientras más atrás se va uno peor la situación: el presidente apostador que decidió expropiar los bancos (cuyos costos siguen acumulándose) y luego enmendó la constitución por un berrinche; los líderes sindicales que extorsionan al gobierno y le imponen su agenda; los políticos que hacen arreglos privados sin reparar en la erosión institucional que su actuar representa; el gasto, dispendio en realidad, que llevan a cabo nuestros gobernadores todos los días del año. Los ejemplos son vastos y los números enormes. Baste mencionar una cifra: a lo largo del sexenio pasado el país recibió más de cien mil millones de dólares por concepto de exportación de petróleo. Aproximadamente el 40% se fue al gasto del gobierno federal de acuerdo al presupuesto aprobado por el Congreso. El 60% restante se lo gastaron los gobernadores sin ton ni son; muy pocas inversiones, mucho gasto (o expoliación) sin beneficio de largo plazo. Puros caprichos para el beneficio político o personal del dueño del estado.

Si alguien quiere entender las causas de nuestro pobre desempeño económico no tiene que ir muy lejos para encontrar al menos un enorme botón de muestra. Los caprichos son infinitos. Y su costo inconmensurable. Pero lo peor de todo es que (casi) no hay sanción legal o social- a quienes deciden y actúan por capricho.

Sin duda, hay algunos casos en que los caprichos acabaron siendo sancionados al menos en el plano del reconocimiento social. Algunos presidentes que provocaron crisis económicas (recordemos al que iba a defender al peso como un perro) acabaron pagando un enorme costo personal en términos de prestigio y calidad de vida. También es cierto que muchos políticos (pero, increíblemente, no todos) hoy reconocen que las devaluaciones tienen un costo tan elevado para la población (y, por lo tanto, para la legitimidad y estabilidad del sistema político) que es mejor mantener la ortodoxia en la conducción de los asuntos fiscales. Al menos en este plano, los caprichos y berrinches de nuestros políticos y funcionarios han encontrado un límite. Sin embargo, cualquiera que recuerde la dinámica de la contienda electoral de 2006 sabe bien que el candidato perdedor proponía ser menos cauto en esta materia. El capricho estaba en puerta.

Los caprichos del pasado tuvieron costos enormes para el país, pero la mayoría ocurrió en el contexto de gobiernos que contaban con instrumentos de control lo suficientemente amplios como para atenuar las consecuencias para los involucrados (es decir, podían ocultar o proteger a los caprichudos). Esa manera de proceder sigue siendo real en muchas instancias (baste ver la incontinencia verbal y el activismo del ex presidente Fox para atestiguar esto), pero el costo, al menos político, va incrementándose.

En la medida en que el país experimenta problemas cada vez más serios y graves como consecuencia de su aguda debilidad institucional, el costo de los caprichos no tiene alternativa más que elevarse de manera sistemática. Los políticos que actúan, o incluso aquellos que tratan de resolver problemas, fuera de los marcos institucionales no hacen sino debilitar ya nuestras de por sí maltrechas instituciones. Esa manera de proceder quizá salve el día o un momento particular, pero no resuelve los problemas fundamentales del país porque fortalece a los actores menos institucionales, a los llamados poderes fácticos, mientras que debilita la capacidad de las instituciones pocas, enclenques e inadecuadas, pero instituciones al fin- para resolver los conflictos y dirimir diferencias. En la medida en que el país resuelva por capricho y fuera de los marcos institucionales, nuestras debilidades van a crecer y el desarrollo va a seguir siendo pospuesto.