Luis Rubio
El corporativismo de antaño nos sigue persiguiendo. Como sistema de control y ejercicio del poder, el corporativismo está profundamente acendrado en nuestras estructuras políticas, económicas y sociales. Como estructura de control vertical dedicada a la organización de la sociedad en estancos por actividad o función, el corporativismo impide la competencia, inhibe la crítica, le confiere enorme poder a unos cuantos y conculca los derechos de la mayoría. Nada nuevo bajo el sol, excepto que en las últimas décadas el país ha adoptado una serie de medidas, tanto económicas como políticas, que entran en contradicción con la estructura política que controla al país. En tanto no se resuelva esa contradicción, el país difícilmente podrá prosperar.
La contradicción surge de una manera muy simple: tanto la democracia como la economía de mercado dependen de que exista competencia para poder funcionar y esa competencia tiene que ser real: tiene que haber varios competidores con una razonable posibilidad de ganar, todo ello dentro de un marco de regulaciones que sean lógicas y apropiadas para propiciar la existencia de un amplio número de jugadores (que, desde luego, varía según el sector, actividad o región) tanto en el ámbito político como en el económico. Pero en México no tenemos eso: hemos adoptado algunas formas de democracia y de mercado pero no hemos cambiado las estructuras políticas, económicas y sociales que impiden la competencia. De esta manera, vivimos en un ambiente permanentemente contradictorio.
Las contradicciones se pueden apreciar en lo chico y en lo grande, en nimiedades y en cosas trascendentales. El dinero es poder, eso todos lo sabemos. A Bill Gates, hasta hace poco presidente de la empresa más grande de EUA, jamás se le habría ocurrido retar al Secretario de Hacienda o chantajear a otros empresarios o políticos. Sin embargo, eso es lo que hacen algunos de nuestros medios. A ese empresario nunca le habría pasado por la mente impedir que los usuarios de sus productos compren la computadora que les venga en gana. Sin embargo, eso es exactamente lo que hace nuestra empresa telefónica favorita. ¿Cómo se puede pretender competir en un entorno en el que la competencia no puede existir porque los potenciales competidores son dueños del sector o actividad, de las regulaciones y de los reguladores?
El ámbito sindical está organizado para el control de las bases: al servicio de los líderes y no al revés. Los líderes son dueños de vidas y almas: venden plazas, despiden agremiados, usan los fondos sindicales como si fueran suyos, obligan, a través de una huelga, a que un dueño venda para que de inmediato alguien más compre con la venia sindical. ¿Cómo se puede hablar de representación, defensa de los intereses de los trabajadores o democracia sindical cuando un puñado de líderes se perpetúa y abusa sin que jamás haya competencia alguna, todo ello con la aprobación y apoyo de las autoridades correspondientes y del resto del aparato político?
Lo mismo es cierto del mundo político en que los partidos y sus líderes controlan todo lo que ocurre en ese ámbito: limitan la competencia, cambian a las autoridades electorales, imponen mecanismos de extorsión sobre las mismas, ningunean a los partidos chicos, impiden que se creen nuevos y, para colmo, controlan hasta lo que un candidato, partido o cualquier mexicano puedan decir sobre la política o los candidatos. La democracia implica competencia entre candidatos y partidos pero aquí la hemos llevado a un grado supino de sofisticación, aquel en el que la competencia deja de ser lo importante porque los líderes partidistas ya se pusieron de acuerdo. ¿Cómo se puede pretender que funcionará la democracia, que habrá transparencia o rendición de cuentas y que cualquier mexicano, si cumple con los requisitos, puede tener acceso al gobierno cuando estamos en presencia de un tongo, es decir, cuando todo está arreglado, como en una pelea de box, de antemano?
Un poder tan concentrado lo trastoca y contamina todo. Tres partidos modifican la Constitución a su antojo. En el ámbito social, algunas organizaciones se erigen en jueces implacables del comportamiento social, pretendiendo imponer su visión sobre la vida sexual de las personas, los libros de texto o el medio ambiente, así le cueste al resto de los mexicanos su derecho a tener un empleo o generar riqueza. Agendas particulares se vuelven universales. Algunas empresas tienen el poder de decidir si aceptan o rechazan una ley; si no les gusta una regulación que se ajuste la ley. Lo mismo es cierto de los sindicatos que representan a los intereses de sus líderes. Todo en nuestro país es cupular e incluye a la Iglesia y hasta al narco y las guerrillas.
La concentración lo afecta todo y se traduce en el desamparo para millones: desamparo para elegir, la imposibilidad de exigir, ya no se diga reclamar y hacer valer la voz, voto, ahorro e incluso la inversión de cada ciudadano, la esencia de la democracia. En un entorno así las mayorías están siempre condenadas a jugar con reglas perdedoras: el poder de pocos es tan grande que el de la mayoría no tiene peso. El poder casi ilimitado acaba no teniendo límites ni escrúpulos: no hay contrapeso que valga. En un mundo así, el incentivo del el ciudadano común y corriente no es el de cooperar, participar y apoyar, sino el de protegerse, contar chistes y aguantar vara. Los ciudadanos están condenados a realizar lo que las elites jamás aceptarían. Quizá podríamos comenzar a buscar por este rincón algunos elementos para explicar el estancamiento no sólo económico, sino también social, político y hasta moral del país.
La realidad nacional es una de concentración de poder y, por lo tanto, anatema de la competencia. En este contexto, tal vez sean loables los esfuerzos de algunos creyentes en las entidades reguladoras, pero es imperativo reconocer que no es ahí donde se encuentran los problemas del país. La vida del mexicano no va a mejorar porque la comisión de competencia obligue a las refresqueras a cambiar su manera de ser o porque la comisión de telecomunicaciones logre bajarle dos céntimos a las tarifas de interconexión. El problema de México no está ahí: está en la concentración de poder que hace imposible, de hecho irrelevante, la competencia. Es un tongo, una pelea arreglada.
El progreso y la prosperidad requieren nuevas reglas del juego y eso exigiría el desmantelamiento de las estructuras corporativistas que heredamos de antaño. Por definición, sólo los poderosos pueden desmantelar las estructuras que les garantizan el poder y ese es el dilema, pero también la oportunidad, del desarrollo del país.